jueves, 31 de octubre de 2019

Todos somos misioneros

Termina el Mes Misionero Extraordinario. Es probable que en algunas de vuestras parroquias y comunidades haya tenido un cierto impacto, mientras que en muchas otras quizás ha pasado bastante desapercibido. No es fácil ser misionero hoy. Para muchas personas, la palabra misma -misionero- se refiere solo a algunos hombres y mujeres (sacerdotes, religiosos o laicos) que se van a países lejanos para trabajar por los demás. Algunos de mis amigos me han dicho que les gustaría tener una “experiencia misionera”. Por las explicaciones que luego añaden, creo que se refieren a un período de tiempo en un país extranjero en el que puedan hacer algo por los demás. En este caso, experiencia “misionera” equivale más bien a experiencia de “voluntariado”. 

Para muchos, un poco confusos en el ámbito religioso, la solidaridad es el nuevo nombre de la misión. Construir un pozo de agua potable, un dispensario médico o una escuelita rural son algunos de los sueños de estas personas que tienen un corazón solidario y que no quisieran morirse sin haber hecho algo “especial” por las personas más necesitadas. Para ellas, las obras constituyen la mejor credencial de una conciencia humanitaria. No suelen hablar de Jesucristo, aunque no dudo de que en muchos casos testimonian mejor el núcleo del Evangelio (es decir, el amor) que aquellos que lo llevan en los labios, pero no lo refrendan con sus obras. Admiro a estos amigos solidarios, pero ¿es esto, sin más, lo que la Iglesia entiende por misión? ¿Se puede ser “misionero” sin una experiencia de fe en Jesús y sin la llamada a ser sus testigos?

La cuestión nos lleva lejos. Antes del Concilio Vaticano II, los misioneros católicos tenían las ideas bastante claras. Debían predicar el Evangelio, suscitar la conversión de las personas a Cristo y bautizar a todos “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Era el único camino para conseguir la salvación. Se explica así el extraordinario celo de tantos misioneros que no ahorraron sacrificios para llegar hasta donde nadie había llegado. ¡Era un asunto de vida o muerte! Por supuesto que el anuncio del Evangelio iba acompañado por obras de promoción social en el campo educativo, sanitario, cultural, etc., pero el punto de partida y de llegada era siempre la proclamación y el reconocimiento de Jesucristo como Salvador del mundo. Claret mismo se movía en este horizonte cultural y teológico. ¡Y no digamos Francisco Javier y otros grandes misioneros!

El Concilio Vaticano II (1962-1965) nos abrió una nueva perspectiva que llevaba décadas gestándose. En la constitución Lumen Gentium (Luz de los pueblos) leemos: “Quienes, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna. Y la divina Providencia tampoco niega los auxilios necesarios para la salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento expreso de Dios y se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la gracia de Dios. Cuanto hay de bueno y verdadero entre ellos, la Iglesia lo juzga como una preparación del Evangelio y otorgado por quien ilumina a todos los hombres para que al fin tengan la vida” (n. 16). 

Este párrafo me parece extraordinariamente luminoso y abierto, pero dio alas también a quienes dejaron de referir la misión a Cristo. Si basta seguir la voz de la conciencia y llevar una vida recta para obtener la salvación, ¿qué sentido tiene “molestar” a los creyentes de otras religiones o a los ateos e indiferentes con el anuncio del Evangelio de Jesucristo? Algunos misioneros dejaron de invitar a la conversión y de bautizar y empezaron a modular la misión como ayuda para vivir con profundidad las propias convicciones o como solidaridad con los más necesitados. Se convirtieron en verdaderos defensores de las religiones y culturas tradicionales porque les parecía que era el mejor modo de respetar los distintos cauces que Dios había empleado a lo largo de la historia para revelarse a la humanidad. Privilegiar el cauce cristiano se antojaba un ejercicio de prepotencia intelectual y casi de miseria moral. 

¿Dónde nos encontramos hoy? Me parece que hoy ha habido un claro desplazamiento de “nuestra” misión a “la misión de Dios”. No se trata de que nosotros hagamos esfuerzos titánicos por salvar al mundo empecatado de pies a cabeza, sino que colaboremos en la misión de Dios. Él, a través de su Espíritu, está llegando de modos diversos al corazón de todos los seres humanos porque, como buen padre, “quiere que todos los hombres sean salvados” (1 Tim 2,4).  Ningún ser humano queda excluido de su amor. A los cristianos nos convoca a ser testigos de este amor manifestado en Cristo porque “con mucha frecuencia los hombres, engañados por el Maligno, se envilecieron con sus fantasías y trocaron la verdad de Dios en mentira, sirviendo a la criatura más bien que al Creador (cf. Rm 1,21 y 25), o, viviendo y muriendo sin Dios en este mundo, se exponen a la desesperación extrema. Por lo cual la Iglesia, acordándose del mandato del Señor, que dijo: «Predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15), procura con gran solicitud fomentar las misiones para promover la gloria de Dios y la salvación de todos éstos” (Lumen Gentium 16). La perspectiva se enriqueció posteriormente con la exhortación apostólica de Pablo VI Evangelii nuntiandi (1975), la encíclica de Juan Pablo II Redemptoris missio (1990) y la exhortación apostólica de Francisco Evangelii gaudium (2013), más cercana a nosotros.

Ser testigos de Jesucristo, anunciándolo con nuestro estilo de vida y con la palabra, es participar de modo activo en la misión de Dios. No supone ninguna invasión de la libertad humana, sino una invitación a descubrir en Jesús la revelación plena de un amor que los seres humanos experimentamos parcialmente a través de otras muchas mediaciones. Para hacer esto, no necesitamos viajar a un país lejano o hacer obras extraordinarias. La autenticidad de la propia vida se convierte en el anuncio más creíble y gozoso. En este sentido, todos los cristianos somos misioneros.

miércoles, 30 de octubre de 2019

El amor es exagerado

Me llaman de recepción a eso de las 11 de la mañana de ayer. Me dicen que abajo me espera un alemán que quiere hablar conmigo. No tenía concertada ninguna cita para esa hora. Bajo desde mi despacho a la planta principal. Veo a un alemán enorme de unos 50 años. Viene en manga corta. Está sudoroso. A su lado veo a una señora de más de 80 años sentada en una silla de ruedas. No conozco a ninguno de los dos. No sé por qué están aquí. El alemán me dice, en una mezcla de alemán e inglés rudimentario, que viene a traerme un calendario que le ha dado para mí Alois, un claretiano de Mühlberg, a quien sí conozco bien. Esto me tranquiliza. Veo, por lo menos, un punto de contacto. La sorpresa vino a continuación. Con su lenguaje torpe, me dice que ha venido desde el Vaticano caminando, sirviéndose de las indicaciones de Google Maps. A buen paso, yo suelo tardar unos 45 minutos de mi casa hasta San Pedro. No quiero ni imaginarme lo que supuso para este fornido alemán empujar la silla de ruedas de su anciana madre por las aceras agujereadas de Roma, escalar la colina de Parioli y sortear las infinitas motos que hacen del tráfico de esta benedetta ciudad una experiencia caótica y peligrosa. Y todo, bajo un fuerte sol otoñal. Naturalmente, les invité a descansar un rato y tomar algo. Y luego los llevé de vuelta a los alrededores del Vaticano en uno de los coches de casa.

Esta historia es una simple anécdota, pero tiene su moraleja. Cuando le pregunté a Svan –así se llama este alemán robusto, conductor de camiones– por qué había realizado ese tremendo esfuerzo, me respondió a base de gestos algo parecido a esto: “Cuando yo era pequeño, mi madre cuidó de mí y me paseaba en el cochecito de bebé. Justo es que ahora yo la lleve a ella, anciana y enferma, en su silla de ruedas”. No solo hizo el recorrido a pie del Vaticano a mi casa, sino que antes se había arriesgado a viajar con su madre en coche desde Alemania a Roma. Ambos son católicos. No es la primera vez que hacen este viaje. Para ellos es importante confesar la fe ante las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo. Me quedé sin palabra. A menudo no hacemos muchas cosas que nos parecen importantes por no cargar con el peso de sus consecuencias. Svan no dudó en asumir los muchos inconvenientes que tiene viajar con una persona anciana y con problemas de movilidad. Es fuerte, tiene mucha paciencia y sentido del humor, sabe conducir bien, pliega y despliega la silla de ruedas con destreza, pero, sobre todo, demuestra mucho amor. Me di cuenta de que sería capaz de hacer cualquier cosa por su anciana madre. Esto es lo que me llegó al alma.

Hoy nos hemos vuelto demasiado calculadores. Nos gusta hacer el bien, pero hasta un cierto punto. Procuramos ayudar a los demás, pero sin que esto trastorne mucho nuestro estilo de vida. Queremos atenernos a nuestros horarios, costumbres, presupuestos, etc. porque esto nos da seguridad. Todo lo que signifique salirnos de ahí nos incomoda. A veces, en un gesto de generosidad, lo hacemos, pero un poco a regañadientes, como quien concede algo que no se debe repetir. Quizás por esto, porque vivimos en un contexto de comodidad e individualismo, me sorprendió tanto la actitud de Svan. Fue capaz de hacer 6 kilómetros a pie empujando la silla de ruedas de su anciana madre… simplemente para entregar un calendario de pared del año 2020. Me hizo recordar a la mujer que derramó un perfume de nardo sobre los pies de Jesús. El amor es exagerado, imprudente, excesivo. Donde hay siempre cálculo y medida, el amor no fructifica. Se queda en el nivel de la cortesía. Creo que necesitamos muchas personas como Svan, dispuestas a entregarse sin medida. Dios sabe recompensar a su manera a quien se entrega porque, en el fondo, Dios es así: derrochador, sobreabundante, infinito. Jesús lo dice con ejemplos prácticos: Si alguien te obliga a caminar un kilómetro con él, camina dos. Y si alguno te fuerza a llevar una carga a lo largo de una milla, llévasela durante dos (Mt 5,41). Pues eso.

martes, 29 de octubre de 2019

Creer a los 30 (y más)

El pasado domingo estuve conversando un buen rato con un viejo amigo de la infancia, hoy obispo. Me contó la historia de algunas “conversiones” de las que él ha sido testigo. La que más me llamó la atención fue la de un joven psiquiatra. Agnóstico declarado, experto en descifrar todo desde claves psicoanalíticas, sintió que el mundo se le venía abajo cuando por casualidad visitó un monasterio. Allí no se dio ningún proceso de lenta maduración intelectual. Todo sucedió de golpe, como si la gracia de Dios lo hubiera conquistado. Mi amigo me decía que esta conversión se parecía mucho a la de Manuel García Morente.

Creo que no hay dos historias iguales. Con la fe sucede lo mismo que con el enamoramiento. Hay personas que la van descubriendo poco a poco, con continuos viajes de ida y vuelta, y personas que en un momento dado se sienten arrebatadas, enamoradas, sin saber por qué ni cómo. Lo único que saben es que ya no pueden vivir de la misma manera, que todo adquiere un nuevo significado. Estas historias siguen sucediendo hoy. Cada vez me encuentro con más personas que no fueron bautizadas de niños, que han vivido en el seno de familias no creyentes (hijos de la generación de padres “secularizados”) y que luego, por las avatares de la vida, sin que medie el influjo familiar, van descubriendo las huellas del misterio de Dios y la fuerza atractiva de Jesús y su Evangelio.

¿Cómo se acompaña a una persona que con 20, 30 o 40 años descubre (o redescubre) la fe y quiere hacer un camino de transformación personal? Muchas de nuestras parroquias y comunidades cristianas no están preparadas para estos nuevos itinerarios. Hay mucha experiencia en las catequesis prebautismales, de primera comunión, de confirmación, etc., pero muy poca en itinerarios de fe para jóvenes y adultos que quieren incorporarse a la Iglesia. A veces, se resuelven estas peticiones de una manera superficial, casi mecánica, con lo que dejan a los neoconversos con una gran insatisfacción. Algunos se preguntan si ha merecido la pena dar el paso cuando se encuentran con comunidades que no están preparadas para acogerlos, que no vibran con su emoción y que no tienen mucho que ofrecerles, salvo un estilo de vida un poco rutinario. Los “viejos cristianos” tendríamos que dar gracias a Dios porque su Espíritu sigue suscitando el don de la fe en personas que nunca hubiéramos imaginado a través de mediaciones que escapan a nuestro control. Quienes descubren la fe a la altura de los 20, 30 o 40 años no suelen hacerlo por nuestras catequesis, publicaciones o planes pastorales. Son fruto de la sorprendente gracia de Dios que actúa como y donde quiere. Como leemos en los Hechos de los apóstoles, “el Señor añadía cada día al número de ellos los que iban siendo salvos” (2,47). Es una iniciativa de Dios, no el resultado de nuestras estrategias.

Es verdad que una gran mayoría de jóvenes europeos no creen en Dios o se sienten muy alejados de la Iglesia. Pero es igualmente verdad que hay muchas historias –la mayoría de ellas desconocidas– de jóvenes adultos que se encuentran con Jesús y abrazan la fe. Necesitamos tomar conciencia de este hecho y ser imaginativos a la hora de poner en marcha una nueva pastoral que acompañe esta novedad del Espíritu. Sé que algunos jóvenes lectores de este Rincón pertenecen a este grupo. A ellos, de manera especial, quisiera decirles que me alegro mucho de se hayan encontrado con Jesús porque, por muchas vueltas que dé la vida, nunca se van a sentir defraudados. Me gustaría que pudieran encontrar a otros cristianos (sacerdotes o no) que tengan la paciencia y el ánimo para escuchar sus preguntas, dudas, emociones y sugerencias.

Les diría también que se dejen acompañar por personas expertas. Muchas veces el entusiasmo de primera hora es emocionalmente muy fresco e intenso, pero también superficial, demasiado expuesto al cansancio y a las tentaciones. Necesita echar raíces para que pueda dar frutos duraderos. Uno de los elementos que más ayuda a consolidar la fe inicial es una experiencia de oración humilde, sostenida en el tiempo y alimentada con la meditación de la Palabra de Dios. El otro es la pertenencia a una comunidad en la que se pueda compartir la fe, cultivar la formación permanente, celebrar la Eucaristía y tener un compromiso de servicio a los más necesitados. No es fácil encontrar este tipo de comunidades vivas, pero existen. Quien busca, encuentra; a quien llama, se le abre. Hay una fe fresca que se debe acoger con gratitud.


lunes, 28 de octubre de 2019

Alguien está esperando

La semana comienza con un recuento de las tensiones que nos rodean y que tienen nombres concretos, algunos más cercanos que otros: Siria, Turquía, Chile, Bolivia, Nicaragua, Ecuador, Venezuela, Colombia, Reino Unido (con un Brexit inacabable), Cataluña… ¿Es casual esta heterogénea pandemia de violencia planetaria o tiene algún punto en común? Es como si el abismo entre expectativas y realidades fuera cada vez más hondo. Vivimos en un mundo inhóspito en el que unos pocos medran y una gran mayoría vive mal. Parece que algunos indicadores objetivos demuestran que, en realidad, vivimos mejor que hace años. No es esta, sin embargo, la percepción subjetiva de muchos, especialmente de los jóvenes. No sé si el 2020 va a ser un año “caliente”, pero se están incubando muchas revueltas –sobre todo, en Latinoamérica– que pueden indicar un hartazgo generalizado. No se puede vivir en paz “como si los pobres no existiesen”, construyendo burbujas protegidas y luego quejándonos de que la gente se eche a la calle y hasta se vuelva violenta. Hay una tremenda violencia estructural que acaba produciendo, por reacción, violencia callejera. Sin ir a las causas profundas, difícilmente vamos a curar los síntomas.

Terminó el Sínodo Amazónico. Anoche pude conversar con el claretiano Javier Travieso, obispo del Vicariato de San José del Amazonas, en el Perú. Ha sido uno de los padres sinodales. Conoce la realidad de cerca. Algunos periodistas le han hecho entrevistas durante estos días. Le preguntaban solo por los tres temas que parecen interesar a los medios de comunicación: la posible ordenación presbiteral de los “viri probati” (cristianos casados de vida intachable), la ordenación de diaconisas y la creación de un rito amazónico. El obispo Javier, con un poco de sorna, les decía más o menos esto: “Antes de responder a tus preguntas, permíteme que te cuente algo. Imagina que me invitas a tu casa y que yo, en vez de admirar el conjunto y agradecer tu hospitalidad, entro, veo que uno de los cuadros está un poco inclinado y resumo todo mi comentario sobre tu hermosa casa con estas palabras: El cuadro del vestíbulo está torcido. ¿Qué pensarías tú?”.  A la mayoría de los periodistas (y, por tanto, a los lectores que conocen la realidad a través de sus artículos) les importa poco la situación de las poblaciones amazónicas, los desafíos que afronta la Iglesia en esa región inmensa o las grandes líneas pastorales que se están gestando. Lo único que quieren destacar son los tres puntos que revisten una cierta polémica y que –dicho sea de paso– no se pueden abordar objetivamente sin tener en cuenta el contexto. Este no es un caso aislado.

En realidad, este lunes, fiesta de los apóstoles Simón y Judas Tadeo, quería escribir sobre otro asunto, pero parece que el teclado tiene vida independiente. A veces, cuando dispongo de tiempo, suelo preguntarme: ¿Habrá hoy alguna persona que esté esperando de mí una llamada telefónica, un mensaje de texto o cualquier otro signo de cercanía y escucha? Entonces, repaso, por ejemplo, la lista de mis contactos de WhatsApp. Mientras lo hago, imagino quién de esas 415 personas que figuran en la lista puede estar atravesando una situación delicada. Entonces me hago presente. No se trata de escoger a alguien con quien hablo con frecuencia o con quien me gusta conversar, sino a alguien que puede estar esperando algo, que necesita algo. Me he llevado algunas sorpresas, todas positivas. Me gustaría hacerlo con más frecuencia, pero la falta de tiempo –y, sobre todo, de ganas– me lo impide. Y, sin embargo, es mucho lo que podemos hacer con una sencilla llamada. Que una persona sola o en crisis sienta que alguien se ha acordado de ella y haya dado el primer paso es una luz en la oscuridad. Si todos fuéramos conscientes de que tal vez alguien de nuestro entorno está esperando ese primer paso, podríamos contribuir a que muchas personas se sintieran mejor. Son “milagros” al alcance de la mano. Te invito a dejarte llevar hoy por esta pregunta: “¿Hay alguien que esté esperando una llamada mía?”. Si intuyes la respuesta, no lo dudes, da el primer paso.

domingo, 27 de octubre de 2019

No es una cuestión moral

Hemos llegado ya al XXX Domingo del Tiempo Ordinario. Nos faltan solo cuatro semanas para el final del año litúrgico. En Europa hemos retrasado el reloj una hora. En invierno seguimos el horario solar mientras que en verano nos acomodamos al legal. Ahora amanece y anochece un poco antes. 

El Evangelio de hoy nos propone la conocida parábola del fariseo y del publicano. Es posible que sin pensarlo dos veces les adjudiquemos los papeles de malo y bueno respectivamente, pero las parábolas de Jesús siempre ponen a prueba nuestra perspicacia. En realidad, desde un punto de vista moral, el bueno es el fariseo (hace todo lo que un buen israelita tenía que hacer y más); el publicano (es decir, el recaudador de impuestos al servicio de Roma) es un explotador de los pobres, una sanguijuela que les saca los dineros y se queda con parte de ellos; o sea, que, en realidad, es el malo de la película. Si nos ajustamos a los criterios de moralidad, no hay mucho que discutir. Por eso, conviene prestar atención al modo como Lucas introduce el relato porque nos da la clave para entenderlo a cabalidad: “Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás”.

No es tanto un problema de conductas cuanto de actitudes. El fariseo era un tipo que se comportaba bien, pero se pasaba un poco de la raya. Pretendía que Dios le pusiera un diez (o un treinta, según los baremos de cada país) en conducta, que le diera una palmadita en el hombro y que le colgara una medalla al cuello. No solo eso. Se sentía superior a los demás. Había acumulado motivos para mirarlos por encima del hombro. El publicano parece que era muy consciente de que era una rata de alcantarilla. No podía alardear de esquilmar a los pobres. Sabedor de que su expediente conductual era pésimo, “quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. No esperaba de Dios un premio a sus méritos (que no existían), sino un perdón gratuito (que no merecía). Jesús mismo aclara el desenlace de ambas historias: “Os digo que este [el publicano] bajó a su casa justificado, y aquel [el fariseo] no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”. En otras palabras, que no podemos presumir de ser buenos ante Dios. Todo lo que somos y tenemos es fruto de la gracia. Incluso nuestras obras buenas no son más que manifestaciones de su obra en nosotros. Por eso, el más santo es siempre el más agradecido (sabe que todo es don), el más humilde (es consciente de que siempre está en camino) y el más comprensivo hacia las debilidades de los demás (conoce su propia fragilidad). Cuando, por el contrario, dominan la soberbia, el orgullo y la rigidez, podemos estar seguros de que no estamos siguiendo el camino de Jesús.

Sería fácil hacer aplicaciones al presente, pero es probable que el enfoque fuera errado. Lo más acertado no es ir repartiendo etiquetas de fariseos y publicanos a los demás, sino examinarnos a nosotros mismos. A veces, sin que nos demos cuenta, se agazapa un sutil orgullo en los juicios que emitimos sobre los demás. No es recomendable considerarse un “buen católico” e ir criticando a los que nos parece que no lo son; o, por lo menos, que no lo son como nosotros creemos que tendrían que ser. Es mucho mejor tomar conciencia de nuestra fragilidad y situarnos humildemente ante el Señor. Esta actitud nos ayudará a valorar lo mucho que hemos recibido en la vida, a relativizar nuestros méritos, a apreciar los esfuerzos que los demás hacen por ser mejores, a no buscar un protagonismo desmedido, a ver las muchas semillas de bondad que hay en las personas, incluso en aquellas que están en las antípodas de nuestra manera de ver la vida. Hay un tipo de cristianismo autosuficiente que echa para atrás a quienes van caminando a tientas y buscan un poco de luz. Esta prepotencia de los “buenos católicos”, en vez de acercar a Jesús, se interpone como barrera infranqueable. Pero hay otro tipo de cristianismo que no se presenta como modelo de rectitud moral, sino como testimonio de gracia. Este se convierte en guía de quienes anhelan una experiencia de acogida y de perdón. Me parece que necesitamos menos guardianes de la ortodoxia (la verdad se defiende sola) y más testigos de la misericordia de Dios. 

sábado, 26 de octubre de 2019

Una hora más

Hoy es el último sábado de octubre. A las 3 de la madrugada comenzará el horario de invierno. Los relojes se atrasarán una hora. Se supone, pues, que este fin de semana dormiremos una hora más. La sola idea de que podremos descansar un poco más de lo habitual parece producir en nosotros una extraña sensación de sosiego, como si se nos concediera una pequeña prórroga en la carrera de la vida. Lo peor del estilo de vida actual no es que vayamos acelerados, como si alguien nos estuviera persiguiendo, sino que a menudo no sabemos descansar. Nuestras conexiones neuronales están sobrecargadas de información. Aprender a desconectar es siempre una tarea pendiente. Muchas agencias de viajes y de turismo venden sus productos apelando a esta necesidad moderna. Nos presentan una playa paradisíaca como “el lugar ideal para desconectar”. Desconectar ¿de qué o de quién? Durante mi desayuno tempranero he hablado con la cocinera de la empresa que atiende nuestra curia general. Me confesaba lo que viven millones de personas trabajadoras. Echa de menos una semana para ella sola: sin trabajo, sin hogar, sin marido y sin hijos. Pasar del trabajo a casa significa multiplicar las preocupaciones. Nunca tiene tiempo para “desconectar”. Vive ahogada.

¿Qué nos está pasando? ¿Qué mundo hemos construido? ¿Por qué el tiempo se ha convertido en uno de los bienes más preciados? Recuerdo a menudo el dicho africano: “Vosotros tenéis relojes, nosotros tenemos tiempo”. En estos relojes que se atrasarán una hora en la madrigada del domingo no hay espacio para aburrirse. La sociedad del consumo nos ha inoculado el virus de que siempre tenemos que estar ocupados o entretenidos. Hay toda una industria del entretenimiento para rellenar los pocos huecos que deja libres el trabajo. Hablamos incluso de diversión. Divertirse significa etimológicamente tomar otro rumbo. Adoramos la palabra “diversión” y orillamos como rancia la palabra “conversión”. La diversión nos lleva lejos de nosotros. No dudo de que es necesaria de vez en cuando. La conversión nos lleva al centro de lo que es necesario. Hoy procuramos divertirnos mucho, pero no estamos demasiado dispuestos a convertirnos. Y, sin embargo, sabemos que la diversión excesiva acaba alejándonos tanto de lo que somos que el resultado suele ser una enorme confusión, el sentimiento de vernos perdidos, sin rumbo, expuestos a cualquier viento.

En el corazón del otoño se nos concede una hora más para aburrirnos, para no sentirnos obligados a llenar el tiempo de actividades, para desconectar hasta donde sea posible. Solo quien aprende a desconectarse puede conectarse a lo que es esencial. Las personas hiperconectadas transmiten sin querer una sensación de agobio, prisas y vaciedad. Hablan contigo, pero siempre parece que están pensando en otra cosa. Son capaces de estar chateando con varias personas a la vez. Desarrollan una enorme capacidad multirrelacional, pero pagan un precio excesivo. Comunican, pero no se entregan. Es más, el exceso de contactos las obliga a protegerse con el muro de la distancia emocional. Podemos estar hiperconectados y perfectamente solos. Quizá es este uno de los dramas de nuestro tiempo. Recibimos cientos de mensajes a la semana, pero no encontramos personas ni tiempo para mantener una serena conversación de tú a tú, sin la interposición de la tecnología. Pronto se pondrán de moda –ya lo están– las terapias de desintoxicación comunicativa. Este fin de semana tenemos una hora más para ir preparándonos.

viernes, 25 de octubre de 2019

El día después

El título de la entrada de hoy no guarda relación con un hecho que ayer fue noticia de primera plana en España, sino con “el día después” de la fiesta de san Antonio María Claret. A lo largo de la jornada de ayer recibí numerosas felicitaciones de amigos de todo el mundo, casi tantas como en Navidad o el día del cumpleaños. Me sorprendieron algunas de personas que no imaginaba que pudieran saber quién es Claret. Como todos los años, a media tarde, nos concentramos en la basílica del Corazón de María de Roma los miembros de los diversos grupos de la Familia Claretiana que vivimos en la Ciudad Eterna. Afuera llovía. Era un típico día de otoño. Como la basílica es inmensa, daba la impresión de que éramos cuatro gatos, pero nos juntamos alrededor de 200 personas, de las cuales unas 50 éramos misioneros claretianos. La misa transcurrió con normalidad y sencillez.

Acabada la celebración eucarística, pasamos a las dependencias de nuestra curia general. En una de las salas de la planta baja bendijimos e inauguramos el nuevo museo-capilla Claret, imaginado por las mismas diseñadoras que proyectaron el museo de la casa natal de Claret en Sallent (Barcelona). Además de recoger las principales reliquias y recuerdos de nuestro fundador que conservamos en Roma, lo que hace especial este nuevo museo es que se convierte también en oratorio para rezar e incluso celebrar la Eucaristía. Un pequeño altar, a modo de tela que desciende hacia el suelo, recuerda el origen tejedor de Claret. El color naranja fuego contrasta con los ocres y grises de las paredes y del suelo. Las reliquias que se ven al fondo se convierten entonces en un verdadero retablo. En una de las esquinas se yergue la imagen de la Virgen ante la cual solía orar Claret cuando se hospedó en el convento mercedario de san Adrián durante el Concilio Vaticano I. Con su expresión dulce y su gesto delicado, María se convierte en la verdadera cicerone para cuantos entran en este recinto.

Reconozco que estas cosas son demasiado domésticas, pero me apetece compartirlas con los amigos del Rincón. Quizás el hecho casual de que la inauguración del nuevo museo Claret –en preparación del 150 aniversario de su muerte– coincidiera ayer con el traslado en helicóptero de los restos de Franco desde el Valle de los Caídos al cementerio de El Pardo-Mingorrubio me hizo pensar sobre el diverso significado que otorgamos a la expresión “memoria histórica”. Leo en un artículo que mis compatriotas están muy divididos sobre el sentido y la oportunidad de esta exhumación. Se trata de un asunto controvertido que ya forma parte del pasado. Para algunas personas, recordar el pasado es fuente de sufrimientos, rencores y odios porque fueron víctimas de la persecución y de la violencia. Hay que ponerse siempre en la piel de quienes han sido humillados y derrotados para comprender su sufrimiento. Para otras personas, el pasado es una colección de triunfos y hechos admirables. Cada uno recordamos lo que hemos vivido y el modo como lo hemos vivido. Es muy difícil ser objetivos y mucho más neutrales. Personalmente, siempre creo imprescindibles tres elementos a la hora de afrontar un pasado doloroso: verdad, justicia y perdón. En primer lugar, necesitamos saber lo que pasó hasta donde sea posible (sin verdad no hay libertad). En segundo lugar, debemos hacer justicia a las personas, no enterrarlas en el olvido, y también asumir las propias responsabilidades Y, por último, solo el perdón auténtico nos prepara para la reconciliación y un nuevo futuro.

La “memoria histórica” de Claret tiene otro significado. Confieso que no siento gran pasión por los museos. Por no tener, no tengo ni siquiera fotos de mis seres queridos en la mesa de mi despacho. Me parece que el mejor recuerdo no pasa por fotos y objetos, sino por un cariño profundo e íntimo que es por esencia inexpresable. Pero, al mismo tiempo, comprendo la conveniencia –y aun la necesidad– de conservar aquellos elementos que han adquirido un valor simbólico, que nos pueden hacer recordar y comprender mejor a una persona y, sobre todo, que nos animan a seguir su ejemplo. En este sentido, inaugurar un nuevo museo –que es al mismo tiempo capilla– nos lanza más al futuro que al pasado. Queremos que nuestros amigos y todos los que nos visiten se sientan impulsados a ver la vida con otros ojos, a comprender que merece la pena entregarse a Dios y a la causa del Evangelio, por más sufrimientos que a veces comporte.

Cuando contemplo, por ejemplo, el roquete ensangrentado de Claret tras sufrir un atentado en Holguín (Cuba), el libro litúrgico en el que un sicario escondía la pistola con la que quería asesinarlo, o el reclinatorio en el que pasaba mucho tiempo orando, experimento una honda emoción. Solo un bien que toca las raíces del mal puede probar tantas reacciones encontradas. Salgo del museo con ganas de ser más auténtico, menos contemporizador, más arriesgado. Museos así, por pequeños que sean, merecen la pena. Esto es lo que se me ocurre, escrito a vuelapluma, “the day after”. Me embargan muchos más sentimientos, pero es suficiente por hoy.  Os dejo con un vídeo preparado por nuestro compañero Luigi Guades, responsable del departamento de comunicaciones de nuestra Curia General. 


jueves, 24 de octubre de 2019

Desterrado, pero no solo

La habitación –o quizá mejor la celda– medía seis metros de largo por casi cinco de ancho. Estaba fuera de la clausura monacal. Tenía una sola ventana tapada por un biombo para que la luz no molestara mucho al enfermo que allí moraba. Dentro había pocas cosas: un catre, algunas sillas, una mesa con un crucifijo y dos velas y poco más. Se ubicaba en el ala norte de la abadía cisterciense de Fontfroide, la más bella del sur de Francia. Desde 1901 no hay monjes en ella. La familia Fayet, que compró la propiedad en 1908, la ha convertido en un lugar turístico. Solo una discreta placa en una capilla lateral de la hermosa iglesia gótica, hoy desacralizada, nos recuerda que 30 años antes de que los monjes salieran, el 24 de octubre de 1870, a las nueve menos cuarto de la mañana, murió allí, en una celda del ala norte, san Antonio María Claret, el fundador de la congregación misionera a la que pertenezco. Han pasado ya 149 años. 

¿Cómo fue a parar allí, a ese recóndito lugar, el que había sido arzobispo de Santiago de Cuba y luego de Trajanópolis in partibus infidelium? ¿Cómo acaba así, escondido en un viejo monasterio, el confesor de la reina Isabel II que había vivido en grandes ciudades como Madrid, París o Roma? Su final parece más propio de una novela policiaca que de la vida de un santo. Desde su regreso de Cuba en 1857, Claret tenía su residencia en Madrid, pero tuvo que salir de España en septiembre de 1868 como consecuencia de la “revolución septembrina”. Se refugió primero en Pau (Francia) y luego en París. El 2 de abril de 1869 llega a Roma. El 8 de diciembre de ese mismo año asiste a la apertura del Concilio Vaticano I. Debido a la interrupción del Concilio por motivos políticos y a su precaria salud, abandona Roma y regresa a Francia. Se instala en la comunidad que los misioneros claretianos tienen en Prades, junto a la frontera española, en la región de los Pirineos Orientales. Pero, ante el temor de ser apresado por los republicanos españoles –que lo consideraban un símbolo del régimen caído– se refugia en la abadía cisterciense de Fontfroide. El santo misionero acaba como un fugitivo. Sobre su tumba, en el pequeño cementerio de los monjes, se colocó una placa de mármol con las palabras del papa Gregorio VII: “Amé la justicia y odié la impiedad; por eso muero en el destierro”.

Si Jesús, el profeta del amor, murió en una cruz, no es extraño que sus mejores seguidores corran una suerte parecida. Claret pudo haber muerto en alguno de los catorce atentados que padeció a lo largo de su vida, pero no sucedió. Murió desterrado, como si su destierro político fuera, en realidad, un símbolo de un destierro más profundo. Con 62 años y diez meses pertenecía más al cielo que a la tierra. Es verdad que murió fuera de su patria, aunque no demasiado lejos. Es verdad que no murió en un cadalso o en un hospital, como había sido su deseo. Pero, aunque las circunstancias no fueron las mejores, no murió solo o abandonado. Los monjes cistercienses, comenzando por el abad –el santo padre Jean– le prodigaron todos los cuidados posibles desde su hospitalidad monástica. Y los misioneros claretianos –comenzando por los padres Josep Xifré, el superior general de entonces, y Jaume Clotet– estuvieron en todo momento pendientes de él. Murió, pues, desterrado, pero no solo. Conocemos con mucho detalle cómo fueron sus últimos días, desde el 6 de agosto –fecha en que llega al monasterio de Fontfroide, procedente de Prades– hasta el 24 de octubre, fecha de su muerte. El padre Jaume Clotet anota todo cuidadosamente en su cuaderno de notas y escribe numerosas cartas contando los pormenores. Se convierte en el evangelista improvisado que narra con precisión forense la pasión y muerte del santo misionero, con el que se identificaba plenamente.

Su cuerpo permaneció en el cementerio cisterciense 27 años. Hasta 1897 no pudo ser trasladado a Vic, la casa-madre de los misioneros claretianos. Pero, incluso después del traslado, durante la guerra civil española, tuvo que ser escondido en varios lugares para evitar su profanación. ¡Hasta en nueve sitios diferentes ha reposado el cuerpo de Claret! Hoy yace en la cripta del Templo de san Antonio María Claret en la ciudad catalana de Vic. Siempre me ha impresionado que un hombre dedicado en cuerpo y alma al anuncio del Evangelio fuera tan perseguido durante su vida e incluso después de su muerte. Es como si el poder del mal se hubiera ensañado con quien dedicó toda su vida a hacer el bien. 

El final de la vida de Claret me ayuda a comprender mejor algo que Jesús anunció a sus discípulos de todos los tiempos: “Si me han perseguido a mí, también os perseguirán a vosotros” (Jn 15,20). En otras etapas de mi vida he admirado al Claret misionero que va a pie de pueblo en pueblo con un hatillo en la mano. Ahora entiendo que esa es una faceta de alguien que, en su proceso de configuración con Cristo, experimentó en carne propia la admiración, pero también el desprecio; el éxito, pero también el fracaso; la alegría de la fe, pero también el dolor de la persecución. Seguir a Jesús significa estar dispuesto a las duras y a las maduras, conscientes de que el final es siempre el encuentro con el Dios de la vida.


Feliz fiesta de san Antonio María Claret
(1807-1870)

miércoles, 23 de octubre de 2019

No somos fósiles

Pocos días antes de terminar el Concilio Vaticano II, unos 40 obispos de la Iglesia católica, la mayoría latinoamericanos, firmaron el 16 de noviembre de 1965 el conocido como Pacto de las catacumbas. El documento se firmó después de haber celebrado la Eucaristía en las catacumbas de Domitila, en Roma. El Pacto contiene trece cláusulas por las cuales los firmantes se comprometían a llevar una vida sencilla y sin posesiones, “según el modo ordinario de nuestra población”, rechazar los símbolos, títulos y privilegios de poder, no participar de agasajos ni banquetes organizados por los poderosos, transformar la “beneficencia” en “obras sociales basadas en la caridad y en la justicia, que tengan en cuenta a todos y a todas”, dando prioridad a los “pobres” y “personas y grupos trabajadores y económicamente débiles y subdesarrollados”, para impulsar el “advenimiento de otro orden social, nuevo, digno de los hijos del hombre y de los hijos de Dios”. Entre los firmantes estaban figuras muy conocidas como los obispos Hélder Câmara (Brasil), Leonidas Proaño (Ecuador) y Sergio Méndez (México). Como curiosidad, el único español firmante fue monseñor Rafael González Moralejo, obispo auxiliar de Valencia.

Cuento esta historia porque el pasado domingo (día 20 de octubre), en el mismo lugar (las Catacumbas de Domitila) se firmó un nuevo pacto que lleva un nuevo título: Pacto de las Catacumbas por la casa común. Para comprender mejor el alcance de este nuevo pacto conviene prestar atención al subtítulo: “Por una Iglesia con rostro amazónico, pobre y servidora, profética y samaritana”. Está firmado por un grupo de participantes en el Sínodo Pan-amazónico que se concluirá el próximo domingo 27. El nuevo pacto es más extenso que el de 1965. Consta de quince cláusulas. El primer compromiso expresa con claridad el enfoque ecológico de este nuevo pacto: “Asumir, ante la extrema amenaza del calentamiento global y el agotamiento de los recursos naturales, un compromiso de defender en nuestros territorios y con nuestras actitudes la selva amazónica en pie. De ella provienen las dádivas del agua para gran parte del territorio sudamericano, la contribución al ciclo del carbono y la regulación del clima global, una incalculable biodiversidad y una rica socio diversidad para la humanidad y la Tierra entera”. 

El último hace referencia al compromiso con los pobres: “Ponernos al lado de los que son perseguidos por el servicio profético de denuncia y reparación de injusticias, de defensa de la tierra y de los derechos de los pequeños, de acogida y apoyo a los migrantes y refugiados. Cultivar amistades verdaderas con los pobres, visitar a los más simples y enfermos, ejerciendo el ministerio de la escucha, del consuelo y del apoyo que traen aliento y renuevan la esperanza”.

Mientras los servicios informativos del Vaticano lo califican de un “pacto histórico”, otros hablan de él como expresión de una iglesia rancia frente a 2.000 años de tradición. Consideran que está “cargado de referencias confusas, mezclas no recomendables y con un lenguaje deliberadamente marxista”. Esta polarización expresa bien las diversas actitudes ante el Sínodo y, en general, ante el complejo momento por el que atraviesa la Iglesia. Una persona conservadora y sensata como el sacerdote Santiago Martín considera que lo que está sucediendo en el Sínodo es algo tan escandaloso que parece casi “irreal”. Otros, por el contrario, piensan que se está gestando un cambio atrevido que puede ayudar a poner a la Iglesia en el siglo XXI. Lo que más me extraña no es la diversidad de opiniones, sino la virulencia con la que se expresan, sobre todo en páginas y blogs de católicos conservadores. El papa Francisco se ha convertido en objeto de sus iras. Lo consideran un papa contemporizador. Algunos incluso se atreven a calificarlo de hereje. ¡Lástima que tanto celo no se oriente a una mejor causa!

Yo no tengo todavía un juicio formado. Espero el documento final. De todos modos, percibo con claridad las tensiones. Hay personas que ponen el acento en la doctrina. Temen que el Sínodo -y posteriormente el papa Francisco en su exhortación postsinodal- puedan alterar elementos esenciales. Otras personas se fijan en la realidad cambiante de las personas y los pueblos. Su preocupación es discernir por dónde está empujando el Espíritu Santo a la Iglesia en este tiempo. Admitamos, de entrada, que unos y otros actúan con buena voluntad y buscan lo mejor para la causa del Evangelio. Las dos fuerzas (la conservadora y la innovadora) han estado presentes a lo largo de la historia de Iglesia. No hay vida ni crecimiento sin tensiones. Esto no debería escandalizarnos. Lo que importa no es ver quién domina, quién aglutina más apoyos y maneja mejores estrategias, sino hacer juntos un verdadero discernimiento, colocarnos ante el Espíritu y distinguir con claridad el nivel de nuestras ideas (legítimas, pero demasiado humanas) y los impulsos del Espíritu (a menudo complejos, pero siempre provenientes de Dios). Una Iglesia que tenga miedo al discernimiento y que se contente con “conservar” la Tradición acabará por convertirse en un fósil. No creo que nadie quiera hacer de la Iglesia un museo arqueológico. Somos una comunidad viva en continua renovación. 

martes, 22 de octubre de 2019

Instantes de plenitud

Para muchas personas la vida diaria es muy monótona. Siempre suceden cosas nuevas, pero ellas creen que, en el fondo, todos los días ruedan la misma película. La rutina se convierte en fuente de seguridad y al mismo tiempo en una especie de tumba anticipada. Hacer siempre lo mismo puede resultar placentero, pero también aburrido. A medida que pasa el tiempo, uno comprende mejor la frase del Eclesiastés 1,9: “Nihil novum sub sole” (¡No hay nada nuevo bajo el sol!). Es como si la vida fuera una inmensa rueda que pasa siempre por los mismos sitios. El sucederse de las estaciones (primavera, verano, otoño, invierno y otra vez primavera) sería la prueba cósmica de este tiempo circular. Hay una película coreana con el mismo título que explora el devenir humano a partir de las estaciones del año. ¡Hasta los sobresaltos que nos producen las noticias de la actualidad –y no son pocos– acaban entrando en la rueda de la rutina! Acabamos acostumbrándonos a las manifestaciones violentas en las calles, los naufragios en el Mediterráneo, los casos de corrupción y el calentamiento global. Los seres humanos tenemos una enorme capacidad de engullir todo, deglutirlo y transformarlo en detritos.

Y, sin embargo, hay veces que, en medio de la rutina cotidiana, se producen unos chispazos de luz, unos instantes de plenitud. Es como si durante unos segundos o minutos percibiéramos que existe otra realidad, que la vida puede ser diferente, que estamos llamados a una plenitud que va mucho más allá de lo que vivimos cada día. Durante esos instantes tenemos la impresión de que el tiempo se detiene. Quisiéramos que durasen eternamente, quizás porque, sin darnos cuenta, constituyen un anticipo de la eternidad a la que estamos llamados. ¿Quién no ha vivido algún instante de estos? A veces, se da en medio de una conversación entre amigos, cuando nos parece que somos una sola alma en dos cuerpos. O en el encuentro entre enamorados. O cuando escuchamos un fragmento de música que nos conmueve sin que sepamos por qué. O cuando contemplamos el horizonte marítimo y sentimos que el infinito se cuela dentro de nosotros. O cuando vemos el cielo estrellado y una especie de escalofrío nos recorre el cuerpo. O cuando, solos en el silencio de una iglesia, intuimos que Dios está ahí, susurrándonos al oído. O cuando agarramos la mano de una persona moribunda y sentimos que entre la vida y la muerte no hay un abismo insondable. O cuando alguien nos dice “te quiero” y se ilumina nuestra noche. O cuando contemplamos a un niño feliz y se despiertan en nosotros las añoranzas de una infancia perdida y deseada. O cuando miramos a los ojos a una persona pobre y en ellos vemos reflejado el rostro de Jesús.

Estos “instantes de plenitud” nos reconcilian con la vida, hacen que no sucumbamos al peso de la rutina, mantienen la esperanza. Son como claraboyas a través de las cuales vemos un trozo de cielo. Por su intensidad, luminosidad y regocijo no pueden durar mucho. Es como si nuestro cuerpo y la tierra toda no estuvieran preparados para una exultación tan grande. En esos momentos nos brota de dentro un enorme gracias porque intuimos que esos instantes no suceden porque sí, no son el resultado de meras conexiones neuronales, sino que son destellos del cariño de un Dios que se preocupa de nosotros, que nos insinúa su rostro y el destino que nos aguarda a través de pequeños símbolos. Somos hombres y mujeres de eternidad. Por eso, los goces que aquí vivimos (dinero, sexo, poder) nunca acaban de satisfacernos del todo. Estamos hechos para otro tipo de felicidad. Tenemos hambre de Dios. Solo el encuentro con Él puede saciarnos. Los “instantes de plenitud” son destellos del Infinito en el devenir cotidiano que nos ayudan a no perder el rumbo, luciérnagas en medio de la noche de la vida.

lunes, 21 de octubre de 2019

El método rîb

¿Qué hacer cuando dos personas, dos familias, dos grupos, dos comunidades o dos países están enfrentados y no logran reconciliarse? Ayer aprendimos que, en el peor de los casos, siempre podemos orar. Al fin y al cabo, el perdón es un don que recibimos de Dios. Debemos pedirlo sin desfallecer. Eso no significa, sin embargo, que debamos permanecer pasivos. Hay una antigua enseñanza bíblica que podemos denominar “el método rîb”. La palabra “rîb” en hebreo significa acusar. Según este método, el acusador confronta al acusado con el objetivo de restablecer la relación lesionada. El objetivo no es echar la culpa al otro o demostrar la propia inocencia. Lo que se busca es caer en la cuenta de que el mal siempre genera mal. El método propicia un curioso diálogo a dos entre el ofendido y el ofensor, o entre el acusado y el acusador. Aquí, el verbo acusar o el sustantivo acusador  no tienen un significado negativo. El acusador no condena al acusado porque en el método rîb no se pretende realizar un juicio en sentido estricto. La base es siempre el amor a la otra persona. Cuando acusamos con amor, es más fácil perdonar. El amor por la persona que ha obrado mal (cf. Mt 5, 44) nos ayuda a realizar una acusación liberadora. Esta acusación es una confrontación amorosa, un diálogo sincero, en el que se ofrece el perdón incluso antes de que el acusado admita su error. La confrontación tiene como objetivo usar todos los medios posibles para convencer al transgresor de que admita responsable y libremente su error, a fin de buscar la reconciliación y la paz auténticas.

Para muchas personas es casi imposible practicar esta confrontación amorosa, este diálogo sanador. Les produce inseguridad y miedo.  Se requiere mucha humildad y un gran deseo de buscar la verdad, nunca el ajuste de cuentas o la venganza. El punto de partida es una sencilla pregunta: “¿Realmente veo las cosas con claridad o estoy actuando a partir de percepciones confusas o incluso de prejuicios?”. Esta pregunta es esencial para purificar nuestros puntos de vista, siempre contaminados por emociones intensas y por deseos de una revancha que consideramos justa y necesaria. El método exige también que las dos partes se involucren a fondo, asuman el protagonismo. Se excluye absolutamente la participación de un tercero, lo que se suele conocer como mediador. El acusador tiene que esforzarse por todos los medios posibles, utilizando diferentes habilidades de comunicación, por ayudar al acusado a caer en la cuenta de su actuación negativa, pero siempre en vistas a la reconciliación, nunca a la humillación y menos a la venganza.  Un ejemplo clásico es la estrategia utilizada por el profeta Natán en su acercamiento a David (cf. 2 Sam. 12). Este método exige superar temores y enfrentar los problemas tal como son. Esto es imposible sin desarrollar nuestra capacidad de leer los signos de los tiempos, lo cual solo es posible a su vez si escuchamos la Palabra de Dios y practicamos el examen de nuestra conciencia. Como es natural, en el método rîb pueden aparecer a menudo sentimientos de vergüenza en la persona confrontada. Cuando se acepta con humildad la experiencia de la vergüenza, crece la capacidad de mejora. A diferencia de la culpa, la vergüenza puede conducir a un proceso de superación del mal y de crecimiento personal.

Muchas cosas podrían cambiar en la vida familiar y social si, en vez de arrojarnos piedras unos a otros, aprendiéramos a sentarnos en torno a una mesa y tuviéramos el valor de acusar a la otra persona; es decir, de ayudarle a caer en la cuenta del mal que ha producido, sin buscar falsas escapatorias. Cuando esto se hace desde el odio, engendra un abismo mayor. Cuando se hace desde un auténtico deseo de reconciliación, purificado a través del examen de la propia conciencia, abre un camino de futuro. A la vista de los graves enfrentamientos que estamos viviendo estos días en Cataluña y en otras partes del mundo, me he preguntado qué pasaría si las partes afectadas (por ejemplo, el presidente del gobierno central y el del gobierno catalán; un joven violento y un policía; un ciudadano independentista y otro constitucionalista; un vecino nacido en Cataluña y otro venido de fuera) practicaran este método rîb a pequeña y a gran escala. Es muy posible que se generara otro clima, que el diálogo de sordos se convirtiera en un deseo auténtico de buscar lo mejor para las personas, más allá de prejuicios, sueños y quimeras. El método rîb se basa en algo sagrado: tanto el acusador como el acusado son, por encima de otra consideración, seres humanos. El hecho de que defiendan unos ideales políticos u otros, hablen una lengua u otra, son elementos secundarios que nunca se pueden colocar al mismo nivel que la sacralidad de la condición humana, del hecho de ser hombres o mujeres dignos (hijos e hijas de Dios para quienes leemos la realidad con los ojos de la fe).