domingo, 20 de octubre de 2019

Siempre podemos orar

El Evangelio de este XXIX Domingo del Tiempo Ordinario parece salir al rescate de la situación que estamos viviendo. ¿Qué podemos hacer cuando nos parece que no podemos hacer nada? Esa es la impresión que yo tengo ante muchos hechos que están sucediendo en los últimos días en Siria, en el Mediterráneo, en Chile, en Cataluña y en los espacios más personales en los que experimentamos frustración, violencia o soledad. En momentos así es fácil cansarse, tirar la toalla y retirarse a un rincón (y no precisamente al Rincón de Gundisalvus). Cuanto tenemos la impresión de que la irracionalidad se impone al buen juicio y de que las personas más torpes y siniestras prevalecen sobre la mayoría sensata y buena, sentimos ganas de gritar como la pobre viuda del Evangelio de hoy: “Hazme justicia frente a mi adversario”. 

Pero ¿quién nos va a hacer justicia si hemos perdido la confianza en la justicia humana, en los políticos y hasta en la Iglesia? Hay veces en que, agobiados por los problemas que nos circundan, podemos sentirnos como el protagonista de El proceso de Kafka. Confieso que, a pesar de mi optimismo casi visceral, hay días en que me cuesta entender cómo los seres humanos podemos caer tan bajo. Me lo he preguntado muchas veces respecto de la culta y rica Alemania en los años 30 y 40 del siglo pasado, entregada al nazismo más inhumano, y me lo pregunto ahora ante situaciones que me desconciertan.

A Jesús no le sorprenden estas contradicciones porque ha buceado hasta las simas más profundas del complejo corazón humano. Sabe que somos capaces de lo mejor y de lo peor. El paso del tiempo no parece producir en nosotros un avance significativo. A veces da la impresión de que progresamos y en un abrir y cerrar de ojos retrocedemos varias décadas. ¿De qué nos ha servido, por ejemplo, la traumática experiencia del siglo XX? Pareciera que de muy poco. Cuando veo, por ejemplo, las imágenes de Barcelona en las que tantos adolescentes y jóvenes llenos de rabia lanzan piedras a la policía, queman contenedores y utilizan el mobiliario urbano como arma arrojadiza, me pregunto quién alimenta esta violencia, a qué responde, de dónde viene y cómo se canaliza. Pensar que es solo la respuesta indignada de unas cuantas tribus juveniles –nutridas, en buena medida, por chicos de familias burguesas, con todas las necesidades cubiertas– a una sentencia “injusta” me parece demasiado superficial. 

A veces pienso que los seres humanos no soportamos convivir en paz durante mucho tiempo y necesitamos periódicamente buscar motivos de enfrentamiento y afilar las armas de guerra. Para ello inventamos agravios en vez de buscar juntos las soluciones, exageramos nuestras identidades en detrimento de otras, reescribimos la historia según nos conviene y nos embalamos en propuestas utópicas. Una vez puesta en marcha la espiral de las acusaciones y la violencia es muy difícil reconducirla. La violencia genera violencia. Incluso las aparentes conquistas sociales hechas a base de violencia acaban cobrándose su factura con el paso del tiempo porque esconden dentro el monstruo. Solo las personas místicas se han dado cuenta de esto porque no buscan réditos a corto plazo sino transformaciones profundas y duraderas. Por desgracia, no abundan, por lo menos en las esferas de los poderes públicos. Menudean, más bien, los sofistas, oportunistas, corruptos e irresponsables. Parece que el diálogo auténtico no proporciona réditos electorales. 

La pregunta vuelve sobre nosotros: ¿qué hacer en situaciones así? La respuesta que Jesús nos ofrece es desconcertante para quienes creemos que tenemos que hacer algo más productivo y eficaz. Según él, “debemos orar siempre, sin desfallecer”. Por si no captamos bien esta invitación, nos cuenta la parábola de la viuda insistente (lo del juez inicuo me parece secundario). Es obvio que no se está refiriendo a que cansemos a Dios a base de peticiones constantes. Él mismo nos ha dicho que cuando oremos no multipliquemos las palabras (cf. Mt 7,6). Se trata, más bien, de mantener siempre abierta la línea con Dios, de estar en sintonía con él para que todo cuando hagamos tenga la impronta de su amor. Esta constancia acaba dando su fruto, aun cuando no siempre veamos la conexión entre lo que pedimos y lo que recibimos. 

Orar sin desfallecer es un ejercicio de fe. Consiste en creer que a Dios no se le escapa la historia de las manos, que no quedará ninguna injusticia sin debelar. Las palabras de Jesús son claras: “Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?”. Cuando tantas veces tenemos ganas de tirar la toalla porque la realidad nos desborda y no sabemos qué hacer, siempre podemos orar. No es una escapatoria para huir de la quema. Es el único camino realmente eficaz. ¿Quién se atreve a seguir creyendo esto con la que está cayendo ahora? Dicho de otro modo: “Cuando venga el Hijo del hombre [está viniendo constantemente a nosotros], ¿encontrará esta fe en la tierra?”.

No me olvido de que hoy celebramos también la Jornada Mundial de las Misiones. El testimonio de muchos misioneros es el mejor comentario al mensaje del papa Francisco para este año 2019. 




1 comentario:

  1. Gracias por esta gran reflexión. Ayuda mucho que recuerdes que no nos debemos obsesionar por no saber qué rezar o qué decir cuando nos queremos poner en contacto con Dios. Y esa oración que puede ser momentánea, además de todo lo que dices, produce ¡tanto consuelo!
    Abrazos

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