domingo, 30 de junio de 2019

Siempre en camino

Termina el mes de junio con la celebración del XIII Domingo del Tiempo Ordinario. Ayer hubo fiestas en muchos lugares. Como en la noche de san Juan, también en la de san Pedro se encienden hogueras y se organizan fiestas del fuego. Un claretiano de Nigeria que trabaja en Bermejo (Bolivia) no se creía que hubiera hombres y mujeres que la noche pasada cruzaran descalzos una alfombra de brasas. Tuve que ponerle un vídeo del paso del fuego de San Pedro Manrique (Soria, España) para que lo comprobara por él mismo. El fuego atrae, subyuga, embelesa. El fuego destruye y cauteriza, ablanda y endurece, ilumina y quema, calienta y purifica. No es extraño, pues, que en muchas civilizaciones se haya visto como un símbolo de Dios, o incluso como un dios. También en las lecturas de este domingo aparece con fuerza. Eliseo (primera lectura) quema sus aperos y con el fuego asa la yunta de bueyes y reparte la carne entre su gente. En el Evangelio de Lucas, Juan y Santiago quieren hacer caer fuego del cielo sobre los samaritanos que se han negado a recibir a Jesús en su camino hacia Jerusalén.  El pasaje completo presenta al Maestro con gesto decidido. Aprieta los dientes. No quiere echarse atrás, pase lo que pase. Emprende su camino de subida a Jerusalén para consumar allí su obra. Nuestra vida, como la suya, es también un camino no exento de pruebas y dificultades. Hay que apretar los dientes, tomar una decisión y no mirar atrás.

La primera prueba de Jesús es la oposición de los samaritanos a alojarlo en su pueblo. El judío Jesús –un judío marginal, como lo ha calificado Meier– es declarado persona non grata. La reacción de Santiago y Juan –los “hijos del trueno”– no se hace esperar. Un comportamiento tan poco hospitalario exige una respuesta contundente y ejemplar. Como buenos conocedores del Antiguo Testamento, quieren emular al profeta Elías cuando hizo descender fuego del cielo sobre los malvados de su tiempo (cf. 2 Re 1,10-14). Le sugieren a Jesús hacer algo semejante. Jesús reprende con fuerza a los “hijos del trueno”. Él ha venido a traer otro fuego a la tierra, no el que destruye a los seres humanos sino el que empuja a la misión. ¿Cómo reaccionaría hoy cuando algunos cristianos intransigentes quieren llevar a la hoguera a todos los que no se ajustan a sus cánones: mujeres abortistas, personas homosexuales, cristianos liberales, artistas irreverentes, políticos corruptos, científicos ateos, curas pederastas y comunistas empedernidos (en el supuesto de que todavía quede alguno)? 

La tentación de querer ser más ortodoxos y radicales que Jesús recorre la historia de la Iglesia. A lo largo de los siglos, y también ahora, muchos cristianos se han sentido obligados a defender el honor de Dios, como si Dios necesitase abogados defensores; a asegurar el cumplimiento de las normas; a expiar las blasfemias. La gloria de Dios no es una nube de incienso. Lo que Dios quiere es que los seres humanos, sus hijos e hijas, vivan en libertad y tengan vida en abundancia (cf. Jn 10,10). Creo que Jesús seguiría reprendiéndonos cada vez que caemos en la tentación de eliminar con el fuego de la condena y la exclusión a quienes nos caen mal, no son de los nuestros, piensan de otra manera o incluso ofenden el nombre de Dios con sus palabras o acciones. La maldición se vence a fuerza de bendición, no con un fuego devorador. Lo novedoso del discípulo de Cristo es que se enfrenta al mal practicando el bien, no destruyendo a las personas.

Pero en el camino hacia Jerusalén no solo suceden episodios de rechazo. También hay historias de personas voluntariosas que quieren seguir a Jesús, pero poniendo algunas condiciones: disponer de casa y seguridades, seguir las tradiciones de los antepasados o mantener los vínculos afectivos. La respuesta de Jesús nos resulta casi hiriente: “El que ha puesto la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios”. Las expresiones que Lucas pone en labios de Jesús no son aptas para oyentes del siglo XXI, hipersensibles a los derechos individuales. Es una forma profética y paradójica de transmitir un mensaje que vale para todos los tiempos: seguir a Jesús no es cuestión de impulsos emocionales o de modas, es una opción que implica entregar la propia vida sin vuelta atrás. O se está o no se está. No vale querer compaginar el Evangelio con otros estilos de vida que lo contradicen o lo amortiguan. Quien lo sigue tiene que estar dispuesto a acompañarlo a Jerusalén. No hace falta decir lo que va a suceder en la ciudad santa. Quizá por eso experimentamos un miedo que nos paraliza y una cobardía que nos echa para atrás. No hay seguimiento sin pruebas, padecimientos, muerte y resurrección. Desde un punto de vista humano, es un camino poco apetecible. A los ojos de Dios, es un camino de vida. No estamos obligados a seguirlo, pero, una vez puestos en marcha, no tiene sentido mirar atrás.

sábado, 29 de junio de 2019

Una fe de penalti

Estando en Sudamérica, es casi imposible no ver en televisión algún partido de los que se están jugando en Brasil con motivo de la Copa América. Anoche (madrugada en Europa) vi el enfrentamiento entre las selecciones de Chile y de Colombia. La primera parte fue vistosa; la segunda, anodina. Los 94 minutos terminaron con un empate a cero, así que hubo que ir a la tanda de penaltis (o penales, como se dice por aquí). La televisión enfocaba las caras de algunos hinchas de ambos equipos. Eran un muestrario de emociones. En el último tiro, falló Colombia y acertó Chile. Alexis Sánchez marcó el tanto que catapultó a La Roja chilena a las semifinales. Los jugadores e hinchas colombianos acabaron mustios; los chilenos exultaban de gozo. La guerra duró en torno a dos horas. Una pelota danzando de extremo a extremo de un campo de hierba mantuvo en vilo a millones de personas. 22 jugadores vestidos de rojo (Chile) y de amarillo (Colombia), casi todos con tatuajes en los brazos o en el cuello, ejercieron de guerreros de un combate incruento pero apasionado. Los hinchas presentes en el estadio de São Paulo se agitaban como si les fuera la vida en ello. Imagino que muchos telespectadores harían lo mismo en sus casas o en los bares.

No es el momento de filosofar, pero cuando se llegó a la tanda de penaltis (digamos penales para estar en sintonía con nuestros amigos latinoamericanos), pensé que esa especie de lotería futbolística es también una metáfora de lo que nos sucede muchas veces en la vida cotidiana. La gente se esfuerza, lucha por conseguir sus metas, se levanta tras algunas caídas y encaja golpes y contratiempos. Al final, cuando llega la hora de la verdad, parece que todo ese esfuerzo sirve para poco porque muchas de las cosas que nos suceden en la vida parecen producto del azar, no de nuestro tesón. Con más frecuencia de la deseada, hay golpes de fortuna que encumbran a los vagos y sinvergüenzas y dejan fuera de combate a los luchadores y honrados. Sucede en el campo académico, laboral, político, económico… y hasta eclesiástico. Dicen que es un arte saber estar en el lugar adecuado, en el tiempo oportuno y con las personas justas. Algunos no tenemos ese don. Nos gusta más jugar los 90 minutos de partido que no fiar todo a la fortuna en la tanda de penaltis (o de penales).

Todo esto parece no tener que ver nada con la fiesta de san Pedro y san Pablo que hoy se conmemora en la Iglesia y que en algunos lugares –comenzando por Roma, mi ciudad de residencia, y siguiendo por Vinuesa, mi pueblo natal– es muy popular. Sin embargo, las vidas de estos dos santos no fueron existencias lineales, programadas de principio a fin. Ambos vivieron “golpes de fortuna” (es decir, experiencias de gracia) que modificaron sustancialmente el curso de sus vidas. Se sentían a gusto en el papel de honrado pescador (en el caso de Pedro) o de fariseo fanático (en el caso de Pablo) y, en un momento dado, Jesús de Nazaret (en el caso de Pedro) o el Cristo Resucitado (en el caso de Pablo) se cruzaron en sus vidas dividiéndolas en dos mitades: antes y después del encuentro con Jesucristo. Pareciera que la primera parte del partido de su vida careciera de importancia porque, al final, todo se decidió en la tanda de “golpes de gracia”, en un conjunto de experiencias que les abrieron a un nuevo modo de entender la vida. La fe siempre tiene algo de imprevisto y sorprendente. No es, sn más, el fruto de nuestro trabajo o el resulatdo de nuestras búsquedas. Nos sobreviene como un enamoramiento: a veces, apasionado e intempestivo; otras, suave y delicado. La prueba de que no se trata de un autoengaño es que nos empuja como en el caso de Pedro y Pablo a jugarnos la vida por Él. 

viernes, 28 de junio de 2019

Sin corazón, esto revienta

Estoy en el extremo sur de Bolivia, en la frontera con Argentina. La ciudad se llama Bermejo, como el río que la bordea. La población es flotante. Se calcula que ahora tiene poco más de 30.000 habitantes. Aunque el clima es tropical, estos días está haciendo frío. Con todo, prefiero estas temperaturas bajas a las que están asolando España. Anoche vi unos minutos del partido entre Brasil y Paraguay de la  Copa América. Me sorprendió ver en algunas vallas publicitarias varias referencias a “un país con corazón”. Enseguida pensé en la fiesta que celebramos hoy los cristianos: el Sagrado Corazón de Jesús. Para completar el encuadre leo la entrevista que El País le hace al filósofo italiano Gianni Vattimo, uno de los que mejor ha interpretado la debilidad de la posmodernidad. En respuesta a una de las preguntas, confiesa que prefiere morirse –ya tiene 83 años– “antes de que reviente todo”. Está creciendo por todas partes la sensación de que, al paso que vamos, no hay futuro. El calentamiento global, el control cibernético, el transhumanismo y los flujos migratorios serían algunos de los síntomas que anticipan la descomposición hacia la que nos encaminamos. Algunos prefieren morirse antes de llegar a ese abismo. Otros –los más jóvenes– prefieren no tener hijos para evitarles el sufrimiento de un futuro incierto.

Como creyente, podría decir que lo que estamos viviendo es consecuencia de nuestro orgullo. Hemos matado a la naturaleza y a Dios. ¿Qué esperamos?  ¿Un mundo mejor? No, el resultado es la muerte del ser humano. Sin embargo, no es razonable dejarnos llevar por diagnósticos demasiado solemnes. La Iglesia ha sido criticada de oponerse a la modernidad y de ser una rémora para el progreso. No me parece un juicio acertado. La Iglesia se ha opuesto a un tipo de modernidad que pretendía construir la ciudad humana “sin” Dios porque sabía que, alejado del Creador, el ser humano acaba siendo víctima de sí mismo y de sus propios demonios. Cada vez es más evidente, por más que maquillemos las consecuencias. Hasta el mismo Martin Heidegger, en la última entrevista que concedió a Der Spiegel, dijo: “Solo un Dios nos puede salvar”. No se trata de inventarnos ahora un Dios como salida de emergencia o como tapagujeros. Se trata de hacer un profundo ejercicio de humildad y caer en la cuenta de que el ser humano, desconectado de su fuente, es una pequeña criatura en el concierto del universo, pero extremadamente peligrosa. Los primeros capítulos del Génesis tienen más actualidad que nunca.

El Evangelio de hoy nos propone unas palabras de Jesús que parecen también dichas para nuestro tiempo: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera” (Mt 11,28-30). Jesús nos propone acercarnos a él con todas las cargas que hemos ido acumulando: pesimismo, desesperanza, temor al futuro, miedo, etc. El alivio que él nos promete no es una especie de Prozac espiritual, no es una receta mágica. Su promesa resulta paradójica: nos promete alivio y descanso si cargamos con su “yugo”, si nos uncimos a Él en un estilo de vida planteado desde el amor, desde el corazón, y no desde la violencia (Él es manso) o desde el orgullo (Él es humilde). Mansedumbre y humildad son los indicadores de una vida “con corazón”. Violencia y orgullo son los motores de un mundo que está a punto de romperse. Es cuestión de elegir.

jueves, 27 de junio de 2019

Los cristianos "cantamañanas"

No me resulta fácil explicar a mis amigos latinoamericanos el sentido de una palabra que usamos en el español de España y que es casi desconocida por estas tierras. El contexto y el tono determinan su verdadero significado. No es muy frecuente, pero está registrada en el diccionario de la RAE, que la define así: “persona informal, fantasiosa, irresponsable, que no merece crédito”. La palabra en cuestión es cantamañanas. De un cristiano se suele decir que es fiel, coherente, comprometido, entregado, tradicional, progresista, etc. O también lo contrario; infiel, incoherente, etc. Pero nunca he oído calificar a un cristiano de cantamañanas. Y, sin embargo, es el término que me viene a la mente cuando pienso en algunos cristianos que se pasan todo el día usando (y abusando) el lenguaje de moda, pero sin tomarse en serio sus consecuencias. Hablan de Iglesia en salida, opción por los pobres, atención a los emigrantes, compromiso ecológico, buenas prácticas, vida sostenible, espiritualidad holística, comunidad intercultural, economía solidaria… y otras muchas expresiones hoy en boga. Las usan en conversaciones informales, reuniones, escritos, publicaciones en internet, etc. Haciéndolo, se suben a la cresta de la ola y pasan por cristianos ultramodernos, pero luego su vida suele transcurrir por otros cauces. Son los primeros en gastar dinero sin remilgos, les gusta vestir ropa de marca y “pasear” con ocasión o sin ella, sustituyen el estudio por cuatro tópicos bien adobados, buscan siempre el aplauso popular y se cansan enseguida cuando emprenden algún compromiso. Su lenguaje encandila, pero la experiencia dice que no se puede contar con ellos para un trabajo serio y duradero. Siempre aparece otra novedad que los seduce. Son como mariposas que van de flor en flor. Los tildo de cantamañanas y no de infieles porque su incoherencia es más fruto de un pensamiento informal y fantasioso –incluso de un narcisismo infantil– que de una verdadera actitud inmoral.  

Un cristiano cantamañanas embarca a otros en travesías que él (o ella) no está dispuesto a realizar. Entre un cristiano utópico y un cristiano cantamañanas hay la misma diferencia que entre un revolucionario (alguien que quiere cambiar la sociedad, a veces de manera violenta) y un follonero (aquel que arma bulla sin saber bien por qué ni para qué). El cristiano utópico sueña con una vivencia nueva y auténtica del Evangelio y se esfuerza por caminar en esa dirección. Al cristiano cantamañanas se le va la fuerza por la boca. Hoy dice una cosa y mañana puede decir la contraria. En el fondo, le da igual porque en ningún caso está dispuesto a asumir los riesgos y opciones que implican sus palabras. Lo que dice persigue otros objetivos: quedar bien, estar a la moda, lavar la propia conciencia, ser invitado a eventos en los cuales se piensa de ese modo, etc. El cristiano cantamañanas –no confundirlo con el cristiano que busca con seriedad un cambio– tiene también su uniforme de batalla y su estilo de comunicación.  Le suelen gustar las camisetas con mensajes llamativos, lleva pulseritas de colores en la muñeca izquierda, cuelga en Facebook o Instagram fotos impactantes contra la sociedad de consumo, el calentamiento global, la venta de armas y el sursum corda, envía por WhatsApp cuantos vídeos puedan ser calificados de novedosos y alternativos, etc. Le gusta polemizar con aquellos que, sin renegar de estos asuntos, introducen en ellos notas críticas o cuestionan algunas expresiones. Al cristiano cantamañanas le gusta presumir de su actitud antijerárquica, de acudir a algunas manifestaciones y de mostrar que no hay frontera ideológica que no haya visitado. Opina de casi todo con un descaro proporcional a su ignorancia.

Confieso que me cansan los cristianos cantamañanas. Su incurable verborrea y el abismo entre lo que dicen y hacen acaban produciendo en mí una reacción que no es saludable. A veces me aparto de un asunto importante por el modo fantasioso, simplista e incoherente como es presentado por los cantamañanas. Tengo que estar muy en guardia frente a este riesgo.

miércoles, 26 de junio de 2019

Elogio del cristiano fiel

Pertenezco a una generación que vivió de lleno el impacto de la secularización, la puesta en marcha de las orientaciones del concilio Vaticano II y la transición de un régimen dictatorial a otro democrático. Todos mis amigos y conocidos fueron bautizados de niños en el seno de familias de tradición católica. Algunos estudiaron el bachillerato en colegios regentados por religiosos y recibieron una educación cristiana posconciliar. Con el paso del tiempo, muchos se han desenganchado de la vida de la Iglesia. Bastantes se declaran ateos o agnósticos. La última postura parece la más chic desde el punto de vista intelectual. Unos pocos se muestran incluso agresivos contra todo lo que suene a religioso, aunque la mayoría sigue mostrando una actitud de respeto. Muchas veces a lo largo de las últimas décadas me he preguntado por las verdaderas causas de esta debacle. ¿Cómo es posible que personas con una buena formación, incluso cristiana, hayan sucumbido al golpe de la secularización? Me hago la pregunta porque las generaciones anteriores –las de mis padres y abuelos– han vivido el mismo tiempo, han sido sometidas a las mismas presiones, han tenido (quizás) una formación cristiana más elemental y, sin embargo, se mantienen fieles. ¿Por qué unos sí y otros no?

El cristiano –llamémoslo “tradicional”– ha sido vapuleado por los de fuera (por considerarlo un residuo del régimen de cristiandad ya superado) y por los de dentro (por juzgarlo demasiado anclado en ideas y prácticas que parecen no casar con el cristianismo moderno). A pesar de todo, se ha mantenido fiel contra viento y marea. La mayor parte de los hombres y mujeres que llenan nuestras iglesias en Europa y colaboran en muchas campañas solidarias con sus donativos son cristianos “tradicionales” (no confundir con tradicionalistas). Son ellos quienes ayudan a la Iglesia en sus necesidades, participan en las celebraciones y creen en el sentido de la oración por los difuntos. Se han convertido en los cuidadores y catequistas de sus nietos ante la pasividad o indiferencia de sus hijos. Han demostrado una capacidad de resistencia muy superior a la de quienes crecimos en la etapa posconciliar. La secularización ha hecho mella en su epidermis, pero no ha cambiado las convicciones de su disco duro. Es muy probable que no siempre estén en condiciones de dar razón de su fe ante el tribunal de la crítica moderna, pero “saben” que su fe está más allá de los veredictos humanos. Sus convicciones son pocas y firmes. Creen en Dios como origen de todo. Creen en Jesucristo como salvador del género humano. Se sienten hijos e hijas de la Iglesia como comunidad de Jesús y, dentro de sus limitaciones, procuran seguir sus enseñanzas. No comprenden muchos de los cambios sociales que se han producido en las últimas décadas, pero, por lo general, adoptan una actitud flexible y comprensiva. Siguen queriendo a sus hijos y nietos, aunque muchos de ellos vivan muy alejados de sus convicciones. 

Hoy, con las manos ateridas por las bajas temperaturas de Tarija (aquí no hay calefacción), siento la necesidad de dar gracias a Dios por los cristianos mayores en edad y fieles en medio de una época convulsa y de continuos cambios. Han demostrado que se puede tener una mente abierta y un corazón sensible sin necesidad de vender la fe cristiana por el “plato de lentejas” de la plausibilidad social o de las modas cambiantes. A veces experimentan un suave pesimismo ante lo que ellos consideran una deriva de la Iglesia o de la sociedad. Les gustaría que sus hijos y nietos participaran de sus convicciones y prácticas, pero no rompen los lazos con ellos cuando deciden seguir sus propios caminos. Han aprendido a combinar la firmeza y la comprensión, la fidelidad y la flexibilidad. Les ronda la tentación de la desesperanza, pero su fuerte fe en Dios no les permite hundirse. Algunas veces se preguntan si ha merecido la pena mantenerse fieles cuando tantos parecen haber claudicado, pero no se dejan llevar por estas tentaciones. Una voz muy íntima les dice que nada está perdido. Quieren correr la carrera hasta el final. ¿No es un milagro que existan hombres y mujeres así en los tiempos que corren? Muchos de ellos están siendo un gran apoyo en el ejercicio de mi ministerio. Oro por ellos en el día en el que celebro el 37 aniversario de mi ordenación sacerdotal. Dios no echa en saco roto tanta fidelidad.

martes, 25 de junio de 2019

Nada me falta

Anoche volé de Cochabamba a Tarija, una pequeña ciudad del sur de Bolivia. Bajé de altitud (aquí estamos a 1.957 metros) y también de temperatura. Mientras en Europa los estudiantes han terminado el curso académico o están a punto de hacerlo y muchas personas se disponen a empezar sus vacaciones de verano, aquí en Bolivia todo sigue su curso normal. Acabamos de comenzar un invierno sui generis. Es verdad que al amanecer el termómetro descendía a 2 grados en Cochabamba, pero luego se aupaba hasta los 25. El calor diurno compensaba el frío nocturno. Aquí en Tarija siguen los fuertes contrastes entre el día (25 grados) y la noche (2 grados). Estas oscilaciones térmicas me recuerdan las oscilaciones anímicas que a menudo se dan en nuestras vidas. Hay días en que parece que nos comemos el mundo y otros en los que nada nos sale a derechas. Si nos fijamos en las cosas positivas, tenemos la impresión de que la vida es maravillosa. Hasta nuestro sistema inmunológico funciona mejor. Si, por alguna razón, se nos imponen las negativas, todo se torna gris e indeseable. Estos vaivenes anímicos se acentúan cada vez más porque crece el torrente de estímulos que inundan nuestra conciencia. Estamos tan desbordados que pocos consiguen mantener un talante ecuánime. Leo que Netflix ha sacado una serie titulada Euphoria en la que se llevan al límite estos contrastes en el mundo de los adolescentes y jóvenes. Para llamar más la atención, los publicitarios de la plataforma televisiva recomiendan “no verla”.

Se supone que lo que puede ser normal entre los adolescentes y jóvenes va remitiendo con el paso de los años. Se supone que, a medida que entramos en la edad adulta, somos menos esclavos de nuestros estados de ánimo. Se supone que hemos aprendido a manejar nuestras emociones y nos hemos entrenado en mantener una actitud ecuánime y serena. Se suponen muchas cosas, pero la experiencia nos dice que a menudo no es así. Nos dejamos llevar demasiado por nuestras emociones, por nuestros gustos y disgustos, por nuestras filias y fobias. Es más, la literatura y una cierta publicidad nos empujan a extremar las emociones como si vivir, lo que se dice vivir, fuera una aventura siempre al borde del abismo, como si los hombres y mujeres serenos estuvieran desperdiciando la existencia. La ecuanimidad y el sosiego se presentan como sinónimo de aburrimiento y rutina. Solo los extremistas viven a tope. Para disfrutar de la vida se recomienda pasar de la exaltación extrema (a menudo inducida por el consumo de drogas) a la depresión más profunda. Entre un tren que circula raudo por la llanura y una montaña rusa, los extremistas prefieren los subidones de adrenalina de la montaña. A muchos escritores y cineastas les gusta explorar estos mundos extremos. Dan mucho juego artístico.

¿Ayuda la fe a no ser víctimas de los extremos, a mantener una actitud serena y sosegada en las diversas situaciones de la vida? Creo que sí. Siempre me ha gustado el salmo 22/23. Es uno de los más conocidos. Muchos cristianos lo saben de memoria. En su versión litúrgica suena así: “El Señor es mi pastor, nada me falta. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo porque tú vas conmigo. Tu vara y tu cayado me sosiegan”. La razón por la que no tenemos miedo no es porque las cosas nos vayan bien o porque todo encaje a la perfección, sino porque el Señor va siempre con nosotros. Las “cañadas oscuras” representan todas las experiencias que nos hacen perder el ánimo, la paz, la alegría y el sentido. Muchas personas se sienten perdidas en estas “cañadas oscuras”. No saben cómo afrontar las pérdidas, el fracaso, la avalancha de estímulos, la soledad o la traición. Recurren a terapias psicológicas o a fármacos. Huyen de esas “cañadas” a través de experiencias vertiginosas. El resultado suele ser una tristeza insuperable. 

El creyente, sin menospreciar los medios humanos que nos ayudan a recuperar el equilibrio psicofísico, sabe que su vida está en las manos de Dios, que Él se ocupa de cada uno de nosotros, que, teniéndolo a Él, nada nos falta. El verdadero sosiego del alma viene de la confianza en que Él nunca nos abandona, ni siquiera cuando sentimos que ha desaparecido del horizonte de nuestra vida. La fe no es un placebo y mucho menos una droga. Es una conexión con Dios como fuente de la vida plena. Y, por ello, remanso de paz y de sentido.



lunes, 24 de junio de 2019

La hora de los laicos

No sé por qué la fiesta de san Juan Bautista es tan popular. Quizás porque se conecta con el solsticio de verano (o de invierno, según el hemisferio). Yo voy a celebrarla en Cochabamba. Todo el fin de semana lo he pasado en esta hermosa ciudad boliviana. El sábado por la noche tuve un encuentro con unos 30 laicos. Me gustó comprobar cómo valoran a los sacerdotes que caminan junto a ellos sin actitudes paternalistas o autoritarias. Ayer domingo presidí la Eucaristía en nuestro santuario del Corazón de María. No se llenó la iglesia neogótica. Me dicen que ha descendido el número de los que participan en las eucaristías dominicales. Es un indicador de lo que está pasando en otros muchos lugares. No es solo cuestión de formas. En realidad, todo estaba muy bien preparado, desde la distribucion de ministerios hasta la música (con teclado, guitarra y violín) y algunos signos como la procesión con el leccionario antes de la liturgia de la Palabra; sin embargo… Cada vez resulta más difícil la vida de las parroquias urbanas. A diferencia de lo que sucede con las de los pueblos pequeños, en la ciudad no existe una comunidad humana de referencia. Las personas –salvo excepciones– se reúnen para celebrar sin apenas conocerse. Se dan la paz sin que exista entre ellas ningún vínculo especial. La comunidad eucarística tiene mucho de artificial, de autoconsumo litúrgico. Es difícil que este modo de proceder dure mucho tiempo. Los signos pierden su fuerza. Todo se esquematiza. Los más jóvenes se sienten como convidados de piedra. Es común su queja: “La misa no me dice nada”.

¿Qué se puede hacer para dinamizar la vida de las parroquias, tanto urbanas como rurales? En un contexto de flujos constantes de población, ¿tiene todavía algún sentido el principio de territorialidad? ¿Cómo se pueden conectar los espacios físicos en los que las comunidades se reúnen con los espacios virtuales? ¿Dónde ha quedado aquello de que una parroquia es “una comunidad de comunidades”? Es verdad que hay algunas iniciativas que se han demostrado eficaces, pero muchas parroquias languidecen bajo el peso de la rutina, el envejecimiento de los feligreses y la sensación de que el declive es lento pero inevitable. Más de un párroco me ha confesado que solo cuando acabemos con este modelo y empecemos de nuevo se podrá insuflar espíritu a las comunidades cristianas. Empezar de nuevo significa abrazar la fe como fruto de una decisión personal y no como simple herencia familiar, seguir un proceso catecumenal prolongado antes de recibir los sacramentos de la iniciación cristiana (Bautismo, Confirmación y Eucaristía), participar en la vida de pequeñas comunidades en las que sea posible compartir la fe, insertarse en la gran comunidad y asumir la evangelización como estilo de vida. Podemos poner el acento en el modelo que declina o esforzarnos por alumbrar uno nuevo. Me parece que solo lo segundo aviva el entusiasmo.

En este nuevo modelo los laicos tienen que asumir el protagonismo. A los pastores les tocará animar y acompañar. La inmensa mayoría de los cristianos son laicos. El Bautismo los habilita para ser miembros activos de la Iglesia. Cada uno ha recibido dones particulares para enriquecer a la comunidad. Sin ellos, se pierde una enorme riqueza. Cuando un laico toma conciencia de su dignidad y responsabilidad, cambian muchas cosas. Pude comprobarlo en mi reunión del sábado por la noche. No es necesario que el sacerdote esté delante dirigiendo todo o detrás empujando de manera insistente. Un laico motivado alumbra modos nuevos de ser cristiano hoy. Esos modos nuevos no son fotocopias descoloridas del modo clerical o religioso, sino formas de vida originales, compatibles con los contextos familiares, laborales y sociales. Surgen modos nuevos de oración y celebración. ¡Hasta el lenguaje se vuelve más fresco sin perder rigor! Confío mucho en los jóvenes adultos que, tras un período de búsqueda, abrazan la fe en contextos en los que no siempre son comprendidos y respetados. Solo cuando uno aprende a luchar por lo que cree valora el tesoro recibido. Sin un mínimo de oposición y de batalla, es muy difícil mantener una fe viva. La rutina acaba devaluando lo más sagrado.

domingo, 23 de junio de 2019

Danos tu pan

La solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo me pilla en Cochabamba, una ciudad boliviana a unos 2.600 metros de altitud sobre el nivel del mar. En realidad, este año voy a celebrar la fiesta dos veces. Lo hice ya el jueves pasado en el pueblo de San Pedro de Buena Vista, un enclave escondido entre las altas y peladas montañas del Norte de Potosí. Allí, a 3.600 metros de altitud, celebré una solemne Eucaristía... con poco más de media docena de personas, si exceptuamos el grupo de diez misioneros claretianos. Por alguna razón que desconozco, los cristianos de esta zona andina apenas valoran el sacramento central de nuestra fe. La participación en la Eucaristía dominical es mínima. El contraste con lo que se observa en otras comunidades rurales de América latina, África y Asia es muy llamativo. Confieso que regresé a casa un poco triste, cargado de preguntas y con unos deseos enormes de hacer ver que no hay Iglesia sin Eucaristía porque la Eucaristía “hace” a la Iglesia.

Durante cinco días he estado sin conexión a Internet. Las altas cumbres y el cielo azulísimo han compensado con creces la falta de comunicación con el exterior. Me hubiera gustado haber compartido en este Rincón las incidencias de cada jornada, pero no ha sido posible. Es difícil explicar lo que se siente recorriendo a lomos de un potente LandCruiser los caminos serpenteantes que ascienden o bajan por las laderas de las montañas. Al peligro de caer despeñados por barrancos interminables se une la belleza sobrecogedora de un paisaje indescriptible. En lugares como estos, lejos de la artificiosidad y de los ruidos de las ciudades, parece más fácil abrirse al misterio de la existencia. Al fin y al cabo, formamos parte de un cosmos que solo se entiende cuando todos sus elementos se contemplan relacionados.

Si todos los domingos suelo poner un enlace a los comentarios que Fernando Armellini hace a las lecturas del día, el de hoy resulta particularmente sugerente y recomendable. Nos ofrece claves para comprender mejor el don de la Eucaristía, sin la cual no hay Iglesia. Tanto el relato de Pablo en la primera carta a los Corintios (segunda lectura) como la narración que Lucas hace de la multiplicación y los peces (evangelio) nos ayudan a entender la conexión entre la Eucaristía sacramental y la Eucaristía existencial. Jesús ha querido quedarse entre nosotros en forma de alimento. Entrando en nuestro cuerpo, se funde con nosotros y nos llena de una energía nueva para vivir eucarísticamente; es decir, como hombres y mujeres que se dejan tomar, bendecir, partir y repartir. Nunca he entendido el discurso de quienes dicen que lo que importa es ser buenas personas y no tanto “ir a misa”. La disyuntiva es tramposa. ¿Se puede ser bueno sin la energía que nos regala Jesús en la Eucaristía? La pregunta es retórica porque fácilmente se intuye la respuesta. ¿Qué estamos haciendo mal para que tantos bautizados no sientan la necesidad de participar en la comida de Jesús? ¿Por qué muchos africanos caminan cada domingo decenas de kilómetros para participar en la Eucaristía de su comunidad y muchos europeos o americanos que tienen una iglesia a cien metros de su casa prefieren quedarse en la cama, sacar a pasear el perro, lavar su coche, ir al supermercado o leer el periódico? Me cuesta encontrar respuestas convincentes a estas preguntas.

La solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo no consiste en organizar procesiones espectaculares con custodias de oro y plata, alfombras de flores y bandas de música. Es hermoso venerar el Santísimo Sacramento por las calles, pero es mucho más hermoso convertirse en pan para los demás a través de una vida de entrega y de servicio. La Eucaristía rompe las clases sociales, nos libera del individualismo rampante,  nos regala una Palabra que va más allá de nuestros soliloquios, serena nuestro espíritu, nos reconcilia con los distantes, nos lanza hacia una misión que consiste en “dar de comer” a otros con los pocos panes y peces de que disponemos. Nuestra fragilidad puede convertirse en alimento cuando nos dejamos bendecir por Aquel que puede hacer nuevas todas las cosas, que rellena con su pan las canastas vacías de nuestra indigencia. 

Es probable que algunas veces haya sucumbido a la rutina, que no haya sabido “discernir” el Cuerpo de Cristo, que haya contradicho en la vida lo que he celebrado en el sacramento, pero confieso que no sabría vivir mi fe –y mucho menos mi ministerio– sin el sacramento de la Eucaristía. Reconozco que a menudo nuestras celebraciones eucarísticas son pobres, cansinas, poco conectadas con el flujo de la vida, pero incluso en esas situaciones, Jesús se sigue donando. Por eso, mi oración es sencilla: “Danos hoy nuestro pan de cada día”.


sábado, 22 de junio de 2019

El precio de la gracia

Escribo estas notas a 3.650 metros de altitud, en un pueblo del centro de Bolivia llamado Sacaca, perteneciente al departamento de Potosí. Pasar del calor y la humedad de Guayaramerín al frío y la sequedad de Sacaca no es fácil. Antes hice un alto en Cochabamba para pasar la noche del lunes. Aquí, en este rincón andino, no dispongo de wifi. Tengo que arreglármelas con el teléfono móvil de otro compañero para acceder a internet y poder colgar esta entrada. Cae ya la tarde. Una vez que desaparece el sol, se cierne un frío punzante sobre este lugar desolado. Todo el mundo se refugia en sus casas construidas de adobe y calamina. Yo me dispongo a celebrar la misa en una iglesia del siglo XVII increíblemente bella. Se me agolpan los pensamientos. Casi siempre van en la misma dirección: ¿Por qué estas gentes, que se expresan sobre todo en aymara y quechua, viven en lugares tan inhóspitos siendo ciudadanos de un país extenso y rico? ¿Qué antiguas presiones los obligaron a refugiarse en estas alturas más propias de las llamas que de los seres humanos? ¿Cuánto tiempo van a durar estas poblaciones si la mayoría de los jóvenes prefieren irse a vivir y trabajar en otras partes del país (Cochabamba, Oruro, La Paz, Santa Cruz, etc.) o en el extranjero? Las respuestas a estas preguntas afectan de lleno al sentido de nuestra misión. Durante muchos años nuestros misioneros vascos y navarros han realizado una tarea evangelizadora y social encomiable.

Uno de los desafíos es presentar la novedad cristiana a personas que tienen un trasfondo religioso muy arraigado y que entienden la vida social y religiosa en términos de reciprocidad: yo te doy para que tú me des. A primera vista, no se entiende el sentido de la gratuidad. ¿Cómo se va a captar la tremenda e irreductible novedad de la gracia de Jesucristo? La salvación no se puede comprar ni vender: se recibe gratuitamente. A la gracia no se responde con un pago por los servicios recibidos (como si Dios fuera un expendedor de dádivas al que hay que recompensar de algún modo), sino con la acción de gracias. Amor con amor se paga. No hay otra forma de respuesta. A los judíos del siglo I les costó mucho entender esta novedad. Pablo en sus escritos se esfuerza por explicarla, pero no siempre lo consigue. Me pregunto si las dificultades de estas gentes andinas distan mucho de las dificultades –a veces insuperables– que tenemos quienes hemos nacido en un contexto mercantilista en el que todo tiene un precio. ¿Se puede decir que los cristianos europeos somos sensibles a la gracia o hemos sucumbido más bien a una visión moralizante de la religión en la que lo que importa de verdad es lo que nosotros hacemos o dejamos de hacer más que lo que Dios hace en nosotros? Nunca sabemos si somos cristianos hasta que dejamos de mirarnos el ombligo (incluido el ombligo moral) y nos abrimos a la misericordia de Dios. Hay que ser muy humilde para recibir la gracia a cambio de nada. A uno siempre le gusta pagar sus facturas.

El silencio de este lugar se puede cortar con un cuchillo. La luna parece que va a meterse por la ventana de un momento a otro. Cubierto con mi abrigo, pienso en los muchos estudiantes que estos días están terminando el curso académico en las escuelas, colegios y universidades de Europa. Han pasado muchos años desde que hice mi último examen. Por otra parte, yo nunca fui una persona sufridora, noctámbula… y mucho menos obsesionada con la nota. La vida nos evalúa en un tribunal más serio y profundo que el académico. Pero comprendo que un joven que espera entrar en la universidad o encontrar un trabajo puede llegar a obsesionarse con los resultados. En una sociedad tan competitiva como la nuestra “nadie regala nada”, todo el mundo tiene que ganarse a pulso, por méritos propios, lo que quiere conseguir. No dudo de que esta visión contenga algún elemento positivo y estimulante, pero bloquea el acceso a una experiencia cristiana genuina. Desprovistos del humus de la gratuidad, ya no sabemos qué significa ser salvados por pura gracia. Somos, en el fondo, unos perfectos des-graciados. Es una pena.

lunes, 17 de junio de 2019

¿Quieres bailar con él?

Los problemas con Internet me han impedido colgar mi entrada del sábado. La de hoy, solemnidad de la Santísima Trinidad, llega cuando en Europa ha comenzado ya el lunes. La escribo en un remoto rincón en la frontera entre Bolivia y Brasil. Es la ciudad de Guayaramerín, junto al río Mamoré. El intenso calor y la fuerte humedad no me animan a escribir, pero no quiero sucumbir a su fuerza pegajosa. Llegar hasta aquí fue una odisea. El cuatrimotor que debía traerme desde Santa Cruz de la Sierra hizo una escala en Trinidad. Lo que en principio iba a ser una cuestión de 30 o 40 minutos se convirtió en una pesadilla de cuatro horas. La única ventaja es que cuando aterricé en Guayaramerín al filo de las seis de la tarde, el sol ya no era el astro justiciero que no deja títere con cabeza sino una luminaria vencida que dejaba paso a una luna casi llena. 

Había visitado este lugar fronterizo hacía 15 años. Muchas cosas han cambiado, pero siguen existiendo todos los fenómenos asociados a los lugares como este y que el lector puede fácilmente adivinar. Las fronteras son siempre lugares de intercambio y contrabando, de fuga y acogida, de buscadores y truhanes. 

He pasado el día en una finca que la parroquia de la Inmaculada Concepción –regentada por los claretianos– tiene a solo diez minutos en coche desde el centro de la ciudad. Es un espacio encantador lleno de árboles frutales y de otras especies. Corre un arroyo cristalino. Hay una piscina natural y hasta un criadero de peces. Corretean las gallinas y los patos. Y hay naturalmente algunos cobertizos preparados para las reuniones parroquiales, los retiros y las fiestas. Hoy nos hemos dado cita unas 130 personas. Eran representantes de los diversos grupos que componen esta extensa parroquia. Tras una presentación inicial acerca de los Misioneros Claretianos, cada grupo ha ido explicando su cometido en la comunidad. Hemos terminado con un poco de música y un almuerzo de hermandad. Ha reinado un ambiente festivo y fraterno. Yo me he acordado del adagio “la Trinidad es la mejor comunidad”. Y así es. Dios es un misterio de amor que nos envuelve en su danza. Estoy un poco harto de que en un día como hoy la mayoría de los predicadores empiecen sus homilías diciendo que este es un misterio insondable, que no hay modo de explicarlo… y expresiones de este tipo. ¿Cómo no va a haber modo de decir algo si creemos que hemos sido hechos a imagen y semejanza de Dios? Llevamos la huella del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo impresa en nuestro ADN. Somos una Trinidad diminutiva. Contemplando el misterio del ser humano, barruntamos quién es el Dios revelado por Jesús. No estamos ante un enigma matemático o metafísico sino ante un misterio de amor.

Nos sabemos criaturas. Nos sabemos salvados. Nos sabemos vivificados. Son tres experiencias que marcan a fuego la dinámica de nuestra vida cristiana. Las tres reflejan la acción de Dios en nosotros. En el Credo confesamos que creemos en “Dios Padre todopoderosos, creador del cielo y de la tierra de todo lo visible y lo invisible”. La criatura que somos se estremece ante su Creador. 

Confesamos también que creemos en “un solo Señor Jesucristo… que por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo… se encarnó… fue crucificado…padeció y fue sepultado…resucitó al tercer día… subió al cielo… está sentado a la derecha del Padre…y de nuevo vendrá con gloria”. Sin él seguiríamos encerrados en la cárcel de nuestro pecado. Jesús es el salvador. 

Confesamos, por último, que creemos “en el Espíritu Santo, señor y dador de vida”. Cada vez que experimentamos que estamos vivos, que somos libres, que amamos, estamos reconociendo la acción del Espíritu en nosotros. 

¿Hay algún parecido entre esta experiencia amorosa y liberadora y la imagen que muchas personas siguen teniendo de Dios? ¿Qué tiene que ver ese Dios frío y altanero que la literatura ha recreado infinidad de veces con el Dios revelado por Jesús del que nosotros, hombres y mujeres de barro, somos imagen y semejanza? No podemos privarnos de una experiencia tan maravillosa por el prurito de decir que ya nos hemos liberado del “sueño dogmático”. Dios (el Padre, el Hijo y el Espíritu) no se cansa de habitar en nuestro corazón, de seguir llamando a nuestra puerta y de invitarnos a una danza de amor infinito. Voulez vous dancer avec lui?

viernes, 14 de junio de 2019

Un poco de todo

El calor y la humedad de Santa Cruz de la Sierra no son los mejores aliados para escribir. Se supone que estamos acercándonos al invierno, pero los termómetros oscilan entre los 25 y los 30 grados. Ayer, haciendo un alto en mi visita a la comunidad claretiana, pude acercarme al vecino santuario de la Virgen de Cotoca. No es llamativo ni espectacular, pero, como casi todos los santuarios, tiene un poder magnético, atrae a muchas personas de la zona y de otras regiones de Bolivia. La combinación de la Madre de Jesús y de los pobres produce siempre frutos sorprendentes. No tendríamos que extrañarnos demasiado. Es la lógica del Magnificat: “Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes”. Leo en los medios digitales que el papa Francisco les ha leído la cartilla a los nuncios. En su encuentro con ellos les ha recordado sus deberes en una especie de decálogo. Está claro que a Francisco le gusta regañar a los de “dentro” y adular un poco a los de “fuera”. El tiempo dirá si esta es la estrategia correcta. Es claro que hay muchas cosas que cambiar en el funcionamiento de la Iglesia. Lo que ya no resulta tanto es saber cuáles son los caminos más eficaces.

Por la noche tuve un encuentro hermoso con unos 40 laicos representantes de los diversos grupos de la parroquia Jesús Nazareno de Santa Cruz encomendada a los claretianos. Me pidieron que les presentara el itinerario espiritual claretiano llamado La Fragua. Sirviéndome de una presentación audiovisual, fui desgranado sus fundamentos, sus etapas y la manera de aplicarlo a nuestra vida actual. Después se abrió un interesante diálogo. Un grupo de jóvenes músicos interpretó tres canciones del folclor cruceño. Rematamos la velada tomando algunos productos típicos y conversando informalmente. Enseguida me di cuenta de que se trata de una parroquia viva, en la que hay multitud de expresiones de fe. Desde hace casi tres años están restaurando el templo, declarado monumento histórico. Mientras, celebran las misas en un gran salón de usos múltiples. Esperan que las obras de restauración terminen antes de fin de año. Entonces llegará el momento de hacer una nueva misión urbana que abra las puertas del templo renovado y de la comunidad parroquial a todos cuantos buscan en el corazón de esta gran ciudad boliviana.