martes, 25 de junio de 2019

Nada me falta

Anoche volé de Cochabamba a Tarija, una pequeña ciudad del sur de Bolivia. Bajé de altitud (aquí estamos a 1.957 metros) y también de temperatura. Mientras en Europa los estudiantes han terminado el curso académico o están a punto de hacerlo y muchas personas se disponen a empezar sus vacaciones de verano, aquí en Bolivia todo sigue su curso normal. Acabamos de comenzar un invierno sui generis. Es verdad que al amanecer el termómetro descendía a 2 grados en Cochabamba, pero luego se aupaba hasta los 25. El calor diurno compensaba el frío nocturno. Aquí en Tarija siguen los fuertes contrastes entre el día (25 grados) y la noche (2 grados). Estas oscilaciones térmicas me recuerdan las oscilaciones anímicas que a menudo se dan en nuestras vidas. Hay días en que parece que nos comemos el mundo y otros en los que nada nos sale a derechas. Si nos fijamos en las cosas positivas, tenemos la impresión de que la vida es maravillosa. Hasta nuestro sistema inmunológico funciona mejor. Si, por alguna razón, se nos imponen las negativas, todo se torna gris e indeseable. Estos vaivenes anímicos se acentúan cada vez más porque crece el torrente de estímulos que inundan nuestra conciencia. Estamos tan desbordados que pocos consiguen mantener un talante ecuánime. Leo que Netflix ha sacado una serie titulada Euphoria en la que se llevan al límite estos contrastes en el mundo de los adolescentes y jóvenes. Para llamar más la atención, los publicitarios de la plataforma televisiva recomiendan “no verla”.

Se supone que lo que puede ser normal entre los adolescentes y jóvenes va remitiendo con el paso de los años. Se supone que, a medida que entramos en la edad adulta, somos menos esclavos de nuestros estados de ánimo. Se supone que hemos aprendido a manejar nuestras emociones y nos hemos entrenado en mantener una actitud ecuánime y serena. Se suponen muchas cosas, pero la experiencia nos dice que a menudo no es así. Nos dejamos llevar demasiado por nuestras emociones, por nuestros gustos y disgustos, por nuestras filias y fobias. Es más, la literatura y una cierta publicidad nos empujan a extremar las emociones como si vivir, lo que se dice vivir, fuera una aventura siempre al borde del abismo, como si los hombres y mujeres serenos estuvieran desperdiciando la existencia. La ecuanimidad y el sosiego se presentan como sinónimo de aburrimiento y rutina. Solo los extremistas viven a tope. Para disfrutar de la vida se recomienda pasar de la exaltación extrema (a menudo inducida por el consumo de drogas) a la depresión más profunda. Entre un tren que circula raudo por la llanura y una montaña rusa, los extremistas prefieren los subidones de adrenalina de la montaña. A muchos escritores y cineastas les gusta explorar estos mundos extremos. Dan mucho juego artístico.

¿Ayuda la fe a no ser víctimas de los extremos, a mantener una actitud serena y sosegada en las diversas situaciones de la vida? Creo que sí. Siempre me ha gustado el salmo 22/23. Es uno de los más conocidos. Muchos cristianos lo saben de memoria. En su versión litúrgica suena así: “El Señor es mi pastor, nada me falta. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo porque tú vas conmigo. Tu vara y tu cayado me sosiegan”. La razón por la que no tenemos miedo no es porque las cosas nos vayan bien o porque todo encaje a la perfección, sino porque el Señor va siempre con nosotros. Las “cañadas oscuras” representan todas las experiencias que nos hacen perder el ánimo, la paz, la alegría y el sentido. Muchas personas se sienten perdidas en estas “cañadas oscuras”. No saben cómo afrontar las pérdidas, el fracaso, la avalancha de estímulos, la soledad o la traición. Recurren a terapias psicológicas o a fármacos. Huyen de esas “cañadas” a través de experiencias vertiginosas. El resultado suele ser una tristeza insuperable. 

El creyente, sin menospreciar los medios humanos que nos ayudan a recuperar el equilibrio psicofísico, sabe que su vida está en las manos de Dios, que Él se ocupa de cada uno de nosotros, que, teniéndolo a Él, nada nos falta. El verdadero sosiego del alma viene de la confianza en que Él nunca nos abandona, ni siquiera cuando sentimos que ha desaparecido del horizonte de nuestra vida. La fe no es un placebo y mucho menos una droga. Es una conexión con Dios como fuente de la vida plena. Y, por ello, remanso de paz y de sentido.



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