domingo, 23 de junio de 2019

Danos tu pan

La solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo me pilla en Cochabamba, una ciudad boliviana a unos 2.600 metros de altitud sobre el nivel del mar. En realidad, este año voy a celebrar la fiesta dos veces. Lo hice ya el jueves pasado en el pueblo de San Pedro de Buena Vista, un enclave escondido entre las altas y peladas montañas del Norte de Potosí. Allí, a 3.600 metros de altitud, celebré una solemne Eucaristía... con poco más de media docena de personas, si exceptuamos el grupo de diez misioneros claretianos. Por alguna razón que desconozco, los cristianos de esta zona andina apenas valoran el sacramento central de nuestra fe. La participación en la Eucaristía dominical es mínima. El contraste con lo que se observa en otras comunidades rurales de América latina, África y Asia es muy llamativo. Confieso que regresé a casa un poco triste, cargado de preguntas y con unos deseos enormes de hacer ver que no hay Iglesia sin Eucaristía porque la Eucaristía “hace” a la Iglesia.

Durante cinco días he estado sin conexión a Internet. Las altas cumbres y el cielo azulísimo han compensado con creces la falta de comunicación con el exterior. Me hubiera gustado haber compartido en este Rincón las incidencias de cada jornada, pero no ha sido posible. Es difícil explicar lo que se siente recorriendo a lomos de un potente LandCruiser los caminos serpenteantes que ascienden o bajan por las laderas de las montañas. Al peligro de caer despeñados por barrancos interminables se une la belleza sobrecogedora de un paisaje indescriptible. En lugares como estos, lejos de la artificiosidad y de los ruidos de las ciudades, parece más fácil abrirse al misterio de la existencia. Al fin y al cabo, formamos parte de un cosmos que solo se entiende cuando todos sus elementos se contemplan relacionados.

Si todos los domingos suelo poner un enlace a los comentarios que Fernando Armellini hace a las lecturas del día, el de hoy resulta particularmente sugerente y recomendable. Nos ofrece claves para comprender mejor el don de la Eucaristía, sin la cual no hay Iglesia. Tanto el relato de Pablo en la primera carta a los Corintios (segunda lectura) como la narración que Lucas hace de la multiplicación y los peces (evangelio) nos ayudan a entender la conexión entre la Eucaristía sacramental y la Eucaristía existencial. Jesús ha querido quedarse entre nosotros en forma de alimento. Entrando en nuestro cuerpo, se funde con nosotros y nos llena de una energía nueva para vivir eucarísticamente; es decir, como hombres y mujeres que se dejan tomar, bendecir, partir y repartir. Nunca he entendido el discurso de quienes dicen que lo que importa es ser buenas personas y no tanto “ir a misa”. La disyuntiva es tramposa. ¿Se puede ser bueno sin la energía que nos regala Jesús en la Eucaristía? La pregunta es retórica porque fácilmente se intuye la respuesta. ¿Qué estamos haciendo mal para que tantos bautizados no sientan la necesidad de participar en la comida de Jesús? ¿Por qué muchos africanos caminan cada domingo decenas de kilómetros para participar en la Eucaristía de su comunidad y muchos europeos o americanos que tienen una iglesia a cien metros de su casa prefieren quedarse en la cama, sacar a pasear el perro, lavar su coche, ir al supermercado o leer el periódico? Me cuesta encontrar respuestas convincentes a estas preguntas.

La solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo no consiste en organizar procesiones espectaculares con custodias de oro y plata, alfombras de flores y bandas de música. Es hermoso venerar el Santísimo Sacramento por las calles, pero es mucho más hermoso convertirse en pan para los demás a través de una vida de entrega y de servicio. La Eucaristía rompe las clases sociales, nos libera del individualismo rampante,  nos regala una Palabra que va más allá de nuestros soliloquios, serena nuestro espíritu, nos reconcilia con los distantes, nos lanza hacia una misión que consiste en “dar de comer” a otros con los pocos panes y peces de que disponemos. Nuestra fragilidad puede convertirse en alimento cuando nos dejamos bendecir por Aquel que puede hacer nuevas todas las cosas, que rellena con su pan las canastas vacías de nuestra indigencia. 

Es probable que algunas veces haya sucumbido a la rutina, que no haya sabido “discernir” el Cuerpo de Cristo, que haya contradicho en la vida lo que he celebrado en el sacramento, pero confieso que no sabría vivir mi fe –y mucho menos mi ministerio– sin el sacramento de la Eucaristía. Reconozco que a menudo nuestras celebraciones eucarísticas son pobres, cansinas, poco conectadas con el flujo de la vida, pero incluso en esas situaciones, Jesús se sigue donando. Por eso, mi oración es sencilla: “Danos hoy nuestro pan de cada día”.


1 comentario:

  1. Hola suy Antonio, de Madrid, cada 15 dias me suelo juntar con un grupo de 5 matrimonios y dos hermanos de la Salle para contarnos nuestras cosas y reflexionar sobre los evangelios. Al final, celebramos nuestro encuentro y que seguimos en busqueda de lo que significa Jesus en nuestras vidas, con los alimentos que cada uno aportamos y los regamos con buen vino del pais. A estas reuniones procuro no faltar, no asi a las misas dominicales que no me inspiran confianza. Jesus esta dentro de nosotros, en ti y en mi y en el compañero. Alli donde estemos dos en Su nombre alli esta El. Para mi estas celebraciones se convierten en Eucaristias, celebraciones sencillas llenas de Amor en las q compartimos nuestras vidas, nuestras alegrias y nuestras tristezas. La comida q realizamos todos los dias, así como las cenas y celebraciones familiares, deberian ser eucaristias, pues son nuestra vida real y nuestra fe debe de ser real y limitada a nuestra naturaleza. Nuestra fe debe de alimentarse de actos cotidianos y cercanos. Si las eucaristias familiares y entre amigos, no se celebran, las eucaristias dominicales no tienen ningun sentido.

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