miércoles, 12 de junio de 2019

La lección de la maleta

Llegué ayer a Lima a las cinco de la mañana después de un vuelo de casi doce horas desde Madrid. He visitado varias veces la capital de Perú en los últimos veinte años. Ahora me ha sorprendido la temperatura fresca –alrededor de 17 grados– y, sobre todo, el alto porcentaje de humedad relativa. Al final de la tarde de ayer llegó al 94%. El paso por Lima ha sido fugaz porque hoy mismo, de madrugada, he volado a Santa Cruz de la Sierra, la capital económica de Bolivia. Aquí la temperatura llega casi a los 30 grados. El contraste es llamativo. De todos modos, tiempo habrá para comentar algunas incidencias de este nuevo viaje misionero por tierras andinas, dos semanas después de haber regresado del Cono Sur. Hoy quiero fijarme en un detalle casi insignificante. Ayer estuve casi una hora esperando que apareciera mi maleta en la cinta número 6 del aeropuerto Jorge Chávez de Lima.  Desfilaban de todos los tamaños, texturas y colores. La mía es una vieja Samsonite  rígidacurtida en mil batallas, llena de arañazos por fuera pero intacta por dentro, a prueba de maltratos, polvo, lluvia y agresiones varias. Por más que miraba la cinta, mi maleta no aparecía. Recordé que en mi primera visita a Lima, hace ya bastantes años, me extraviaron la maleta. Temí que se repitiera la historia. Aguardé con paciencia mientras contemplaba cómo los demás pasajeros se iban yendo y yo me quedaba casi solo. Al fin, después de más de una hora de paciente espera, apareció mi vieja Samsonite azul oscuro. Venía un poco aplastada, pero entera. Respiré. Ya me estaba preparando para reclamar su desaparición en el mostrador de Air Europa.

Los viajes están llenos de cosas imprevistas: pérdida de maletas, retraso o cancelación de vuelos, encuentro con personas desconocidas, películas interesantes o aburridas, comida en mal estado, compañeros agradables o maleducados, turbulencias frecuentes, problemas en las aduanas o confusión en algunos aeropuertos. Lo mismo sucede en ese gran viaje que es la vida misma. Al fin y al cabo, los viajes en coche, tren, avión o barco no son sino metáforas, ensayos, de ese viaje formidable que es la existencia. Perder la maleta equivaldría a perder los recursos que nos permiten vivir con tranquilidad. Hay personas que pierden la salud, la fama, el dinero, el amor, el trabajo, la casa, los amigos, un ser querido, la confianza y hasta la fe. Cada una de estas pérdidas se puede vivir como un drama. Muchas personas se vienen abajo cuando pierden alguna de sus referencias fundamentales. Sienten que ya no son ellas mismas, que la vida las ha timado. Educados en una cultura que nos impulsa siempre a ganar, encajamos de mala gana las inevitables pérdidas a las que, tarde o temprano, tenemos que enfrentarnos. A mí me han extraviado la maleta en tres o cuatro ocasiones a lo largo de mi vida. Las primeras veces me sentí mal, reaccioné con rabia. Luego aprendí a llevar lo esencial en el equipaje de mano. De esta forma, en caso de pérdida, puedo minimizar las consecuencias. Debo añadir –en honor a la verdad– que los sistemas de traslado y distribución de equipajes han mejorado mucho en los últimos años. Las pérdidas ya no son tan frecuentes como eran antes.  

¿Qué es, en realidad, una pérdida? ¿Cómo sabemos si perdemos o ganamos? En economía y en los juegos es fácil saberlo. En la vida las cosas funcionan de otro modo. Hay pérdidas que, a largo plazo, se revelan como verdaderas ganancias. Y hay ganancias que acaban siendo pérdidas. Hace unos pocos días leí que el 80% de los deportistas acaba en la ruina. Puede que el cálculo sea muy exagerado, pero suele ser frecuente que lo que ganamos sin esfuerzo se acaba perdiendo con facilidad. Saber perder sin volverse neurótico es uno de esos aprendizajes que no forman parte del currículum académico y, sin embargo, nos resultan imprescindibles para afrontar los muchos reveses de la vida. Cada pérdida esconde, en el fondo, la oportunidad de descubrir algo oculto de nosotros mismos, de aceptar las limitaciones de la vida con serenidad y de poner en marcha nuevas respuestas. Las pérdidas nos enseñan más que las ganancias. Nos hacen humildes, realistas y resistentes. Nos impulsan a seguir luchando sin absurdas ensoñaciones. Nos devuelven a la tierra para construir sobre cimientos sólidos y no sobre arenas movedizas. En fin, algo de esto se me pasó por la cabeza ayer en el aeropuerto de Lima mientras esperaba la salida de mi vieja Samsonite. No quiero pensar lo que se me hubiera ocurrido si no hubiera aparecido por la cinta 6 antes de que se detuviera el movimiento.

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