Muchos de nosotros tenemos ganas de visitar a nuestros familiares y amigos. Y también de acogerlos en nuestra casa. Llevamos demasiado tiempo sin poder hacerlo. Visitar y acoger son dos verbos que se necesitan mutuamente. Si nadie me visita, no tengo a quién acoger. Y si no acogemos, es difícil que nos visiten. Esta es una dinámica curiosa que admite mil variaciones. Hay gente a la que le gusta ser visitada, pero que nunca da el primer paso para visitar a los demás. Esto se produce en el plano físico, pero también en el campo de las comunicaciones. Conozco personas que disfrutan recibiendo cartas, llamadas telefónicas, correos electrónicos y guasaps, pero casi nunca los envían. Siempre piensan que tienen que ser los demás quienes lo hagan. Se encuentran muy a gusto en su papel de receptores. Ni se preguntan si también podrían ser de vez en cuando emisores.
Todo esto viene a
cuento porque hoy, último día de mayo, celebramos la fiesta de la Visitación de la Virgen María. Según el evangelio de Lucas, en esta historia entran en juego dos personajes:
una chiquilla nazarena llamada María (que es la que visita) y una mujer adulta
llamada Isabel (que es la que acoge). La primera, a pesar de estar embarazada,
se pone en camino con prontitud. Su tarjeta de presentación es la paz (saludó
con el típico shalom a Isabel) y la alegría. Su pariente reconoce el
efecto benéfico del saludo de María: “Apenas llegó a mis oídos la voz de tu
saludo, saltó de gozo el niño en mi seno”. Isabel, por su parte, sabe
acoger con el corazón y los brazos abiertos. Cuando recibe a su joven pariente
exclama: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de
dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?”.
Naturalmente, este relato tiene una profundidad teológica que va mucho más allá de la dinámica de los saludos, pero este año me detengo en ellos, quizás porque la pandemia me ha hecho más sensible al juego de visitar y acoger. Merece la pena pararse un poco. Toda visita es, en cierto sentido, una embajada. Ya sé que antes corría por ahí un refrán demoledor: “El huésped y la pesca, a los tres días apesta”. Pero yo prefiero quedarme con las palabras de Jesús: “Cuando entréis en una casa, decid primero: Paz a esta casa. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz” (Lc 10,5-6). Es verdad que los huéspedes podemos ser entrometidos, pesados y cargantes, pero ¿no es hermoso ser embajadores de paz y alegría como la joven María?
Toda auténtica visita tendría que ser siempre un regalo. No hay nada mejor que podamos regalar a las personas que queremos que nuestra presencia. ¿Cómo recuperar el sentido profundo de las visitas? ¿Cómo llevar alegría donde hay tristezas, paz donde hay tensión, consuelo donde hay pena? ¡Ojalá el final de la pandemia coincida con una nueva etapa de visitas balsámicas, reparadoras! No se trata ya de hacer esas visitas rápidas que la gente sencilla califica como “visitas de médico”, sino visitas tranquilas en las que se pueda hablar con calma, compartir algo de lo que hemos vivido en estos meses, escucharnos con atención, celebrar el encuentro; en definitiva, recrearnos.
Para que una visita sea tan alegre y pacificadora como la de María se necesita que los anfitriones sean tan acogedores como Isabel. Una cosa lleva aparejada la otra. Podemos ayudar mucho a las personas abriéndoles la puerta de nuestra casa y de nuestro corazón, diciéndoles con sinceridad: “¡Cómo me alegro de que vengas! ¡Tu visita es una bendición! ¡Te he echado de menos!”. No hay nada más triste que descubrir que no significamos nada para nadie, que, si desaparecemos, nadie nos va a extrañar.
En teoría sobre liderazgo se habla de que uno de los modelos de líder que más ayuda a las personas y grupos a crecer es el líder “anfitrión”; es decir, la persona que sabe acoger a los demás y crea un clima favorable en el que todos pueden sacar lo mejor de sí mismos. Muchos de mis amigos dominan el arte de la acogida. Son una combinación de Marta y María de Betania. Nada más pasar el umbral de su casa, te sientes a gusto. Nunca te dicen: “Siéntete como en tu casa” porque cuando uno va a su casa nadie le dice semejante frase. Se limitan a crear las condiciones para que te sientas así sin decir una sola palabra que suene a puro formalismo.
Me gusta mucho la
fiesta de la Visitación. Creo que podríamos ser más felices y ayudar a la gente
a serlo si practicáramos con más asiduidad el “arte de la visita”. Es saludable
salir de nuestra “cueva”, ponernos en camino y entrar en la casa de otros. Y es
hermoso abrir la puerta de nuestra casa y recibir con los brazos abiertos a
quienes se ha tomado la molestia de visitarnos. La visita es, en definitiva, una
expresión de los movimientos del amor. Por eso, María de Nazaret se convierte
en icono de la perfecta visitadora, porque recorre los 160 kilómetros de
Nazaret a Ain Karem por puro amor, no por turismo ni por ganas de aventura.