miércoles, 22 de abril de 2020

Ella estaba ahí

Desde que el mundo es mundo, ella ha estado siempre presente. No solo eso. Durante la mayor parte de la historia y en casi todas las culturas, ha estado… omnipresente. Se la ha temido y se la ha celebrado, pero nunca se la ha olvidado. En la cultura occidental, sin embargo, se la ha ido escondiendo cada vez más, como si fuera una intrusa que altera nuestra pacífica existencia, como si no formara parte de las experiencias que configuran la vida humana. Ha perdido su carácter doméstico y familiar y se ha profesionalizado. Se ha vuelto más fría, anónima e impersonal, tanto que la mayoría ya no percibe su presencia en la trama de la vida cotidiana. Para muchos niños y jóvenes, se podría decir que casi no existe. En todo caso, es un asunto que afecta solo a los mayores. O a jóvenes y niños, pero en lugares lejanos en los que hay hambre, enfermedades, guerras y violencia. Aquí, en la vieja Europa, ella actúa en ambientes asépticos como hospitales y tanatorios, pero casi nunca en el propio hogar. Cuando llega, todo se resuelve en un plazo de 24 horas. Las empresas especializadas se encargan del proceso. No hay que mancharse las manos. Una vez pasada, resulta de mal gusto referirse a ella en casa o con los amigos. El silencio es una forma de ignorarla. Aunque por el momento sigue siendo inevitable, quizá algún día la ciencia pueda derrotarla definitivamente

Así pensaban muchas personas acerca de  ella (la hermana muerte, como la denominaba Francisco de Asís) hasta que, desde hace algo menos de dos meses, se ha colado en nuestras vidas de una manera visible, impúdica, exagerada, escandalosa. Ya no hay tabú que la proteja. Cada día se ofrece el recuento de sus víctimas en estos tiempos de pandemia. Ella estaba ahí. Siempre había estado ahí, pero no queríamos verla. Ahora no tenemos más remedio que mirarla a la cara y enfrentarnos a ella. Se ha vuelto tan visible que ya no hay excusas para pasar de puntillas a su lado. En este asunto no sirven de nada las mascarillas de protección. De repente, niños y jóvenes oyen hablar más de la muerte en dos meses que en todos sus años anteriores. No podemos vivir entre algodones o con los auriculares puestos escuchando solo la música que nos gusta. Por más que pretendamos evitarlo, no tenemos más remedio que caer en la cuenta de que los seres humanos somos frágiles y mortales. Esta verdad incontestable, pero silenciada, nos produce desconcierto y miedo. 

En el fondo, saber que muchos están muriendo a causa del coronavirus nos confronta con nuestra propia muerte. Nos obliga a hacernos con más hondura las preguntas que nos acompañan desde niños pero que a menudo dejamos de lado porque otros intereses y urgencias nos atrapan. Ahora, confinados en nuestras casas, expuestos a las informaciones de televisión, no tenemos más remedio que preguntarnos qué va a ser de nosotros y de nuestros seres queridos, para qué vivimos y para qué morimos, qué sentido tiene todo lo que hacemos, adónde apunta la existencia humana. Las actitudes ante la muerte son tan variadas como las personas, pero quizás se pueden resumir en tres fundamentales:
  • Quienes tienen una visión materialista de la vida, consideran que la muerte pone punto final a un ciclo. Nuestras células pasan a formar parte de otros seres vivos. Hay que aceptar con serenidad este hecho inexorable sin angustias innecesarias. Vivimos un lapso de tiempo y luego desaparecemos. Fin de la historia. Permanecemos solo en el recuerdo de quienes nos aman. Y no por mucho tiempo. A menos que seamos muy famosos, nuestra huella desaparece en tres o cuatro generaciones.
  • Muchos no se resignan a la posibilidad de la desaparición total y escogen otros caminos que tienen que ver con energías, vibraciones, conciencia infinita, etc. No tienen muy claro en qué puede consistir algún tipo de vida después de la muerte, pero experimentan un fuerte anhelo casi biológico. Por eso, cuando hablan de sus difuntos utilizan fórmulas etéreas (entre sublimes y cursis) como “dondequiera que esté”, “en algún lugar nos encontraremos” etc. La simbología religiosa aprendida de niños (cielo, infierno, etc.) ya nos les dice nada.
  • Quienes han hecho de Jesús el centro de su existencia creen en su promesa de resurrección y vida, pero a menudo encuentran dificultades para dar una explicación plausible sobre el verdadero significado de la vida eterna. Ni siquiera encuentran las palabras adecuadas. Confían en la fuerza salvadora de la Palabra de Dios. 
Si en este tiempo de coronavirus la muerte ha adquirido una visibilidad social desconocida en los últimos 50 años, quizás también ha llegado el momento de hacer más visible uno de los artículos del Credo menos aceptado, incluso por muchos que se confiesan cristianos practicantes. Me refiero al que reza: “Creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna”. Es verdad que, desde el punto de vista humano, nos produce un inmenso dolor que miles de hombres y mujeres (sobre todo, ancianos en residencias y hospitales) estén muriendo estos días a causa del Covid-19. Es verdad que nos duele todavía más el hecho de no poder acompañarlos en sus momentos finales y en su entierro o incineración debido a las exigentes medidas sanitarias. No se puede esconder este dolor, ni se puede reducir a un sentimiento pasajero que el tiempo curará. Es nuestro Viernes Santo colectivo. 

Pero por eso mismo necesitamos saber que existe un Domingo de Pascua, que nuestros seres queridos no van a la fosa común del olvido o de la aniquilación. Ningún ser humano es un ser anónimo para Dios, una materia de descarte. Todos somos sus hijos e hijas. Quienes creemos en Jesús sabemos que de Dios venimos y a Él vamos. Como cantamos en un himno muy popular, “la muerte no es el final”. La segunda estrofa resume nuestra trayectoria con estas palabras: “Tú nos hiciste, tuyos somos, / nuestro destino es vivir, / siendo felices contigo, / sin padecer ni morir”. El fundamento de esta fe no es un mero sentimiento de infinitud o una nostalgia de la casa paterna, sino un hecho objetivo: la resurrección de Cristo, cuyo triunfo estamos celebrando en este tiempo pascual. Como afirma san Pablo en la primera carta a los corintios: “Si no hay resurrección de muertos, tampoco el Mesías ha resucitado; y si el Mesías no ha resucitado, es vana nuestra proclamación, es vana nuestra fe” (1 Cor 15,13-14). Creo que todos necesitamos dejarnos empapar por este mensaje hasta transformar nuestro temor en confianza, nuestra tristeza en alegría, nuestra desesperación en esperanza. No nos puede suceder nada mejor que descansar en el regazo del Padre. Pero este no es el resultado de una conclusión lógica, sino el don que el Espíritu del Resucitado nos regala. Debemos pedirlo con humildad. Lo necesitamos, antes de que el excesivo dolor nos devore.

Sé que muchas personas –algunas muy cercanas a mí– han perdido a sus seres queridos durante estos meses de pandemia. El claretiano Fernando Prado Ayuso, director de Publicaciones Claretianas de Madrid, ha escrito un librito titulado Cuando perdemos a un ser querido. Creo que puede ser de gran ayuda en estos momentos. Quien lo desee, puede descargarlo gratis pinchando aquí.


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