lunes, 30 de septiembre de 2019

El Domingo de la Palabra

Me encuentro en Nemi, a pocos kilómetros de Roma, en la hermosa región de los Castelli Romani. La vista del lago relaja y recrea. La entrada de hoy llega con un poco de retraso porque el reloj no da para más. Se me acumulan las actividades. Pero me alegro de no haber podido escribir anoche o esta mañana (como suele ser habitual) porque de esta forma puedo hacerme eco de la carta apostólica del papa Francisco que lleva por título dos palabras tomadas del relato lucano de los discípulos de Emaús: Aperuit illis. En ella se anuncia que el papa ha instituido el III Domingo del Tiempo Ordinario como el “Domingo de la Palabra de Dios”. Se celebrará por vez primera el próximo 26 de enero de 2020. Para que no se quede en un simple recuerdo, el papa ofrece sugerencias muy prácticas: “Las comunidades encontrarán el modo de vivir este Domingo como un día solemne. En cualquier caso, será importante que en la celebración eucarística se entronice el texto sagrado, a fin de hacer evidente a la asamblea el valor normativo que tiene la Palabra de Dios. En este domingo, de manera especial, será útil destacar su proclamación y adaptar la homilía para poner de relieve el servicio que se hace a la Palabra del Señor. En este domingo, los obispos podrán celebrar el rito del Lectorado o confiar un ministerio similar para recordar la importancia de la proclamación de la Palabra de Dios en la liturgia. En efecto, es fundamental que no falte ningún esfuerzo para que algunos fieles se preparen con una formación adecuada a ser verdaderos anunciadores de la Palabra, como sucede de manera ya habitual para los acólitos o los ministros extraordinarios de la Comunión. Asimismo, los párrocos podrán encontrar el modo de entregar la Biblia, o uno de sus libros, a toda la asamblea, para resaltar la importancia de seguir en la vida diaria la lectura, la profundización y la oración con la Sagrada Escritura, con una particular consideración a la lectio divina”.

La vocación especial de los Misioneros Claretianos dentro del Pueblo de Dios es el ministerio de la Palabra. Por eso, me siento muy contento y agradecido por la iniciativa del papa Francisco. En repetidas ocasiones en este Rincón me he referido a la importancia de la Palabra de Dios en la vida del cristiano. Siempre estamos “a vueltas con la Biblia”, convencidos como estamos de que “ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo”. Esta frase de san Jerónimo –cuya memoria celebramos precisamente hoy– resume bien la necesidad de acercarnos a la Palabra para conocer a Cristo.  Es verdad que en las últimas décadas se han dado muchos pasos para facilitar el acceso a las Escrituras y su mejor comprensión. Muchas parroquias tienen cursos bíblicos, abundan los centros bíblicos populares, ha crecido la práctica de la “lectio divina” en muchos cristianos, pero todavía hay que seguir trabajando. Rara es la casa en la que no haya una Biblia, pero siguen siendo pocos los católicos que tengan una formación suficiente para leer la Biblia con provecho, sin ser esclavos de interpretaciones fundamentalistas o sin hacer de la Palabra una mera excusa para justificar las propias posiciones. Aunque han pasado ya más de 25 años desde su publicación, sigue siendo muy útil leer el documento “La interpretación de la Biblia en la Iglesia”. Aclara dudas, amplía perspectivas, ayuda a situarse en un terreno que está lleno de minas. Recomiendo su lectura a todo aquel que quiera orientarse en este campo.

En su carta apostólica, el papa Francisco afirma que “la Biblia no puede ser sólo patrimonio de algunos, y mucho menos una colección de libros para unos pocos privilegiados. Pertenece, en primer lugar, al pueblo convocado para escucharla y reconocerse en esa Palabra. A menudo se dan tendencias que intentan monopolizar el texto sagrado relegándolo a ciertos círculos o grupos escogidos. No puede ser así. La Biblia es el libro del pueblo del Señor que al escucharlo pasa de la dispersión y la división a la unidad. La Palabra de Dios une a los creyentes y los convierte en un solo pueblo”. A los sacerdotes nos recuerda algunas orientaciones sobre la homilía que ya ha repetido en varias ocasiones: “Es necesario dedicar el tiempo apropiado para la preparación de la homilía. No se puede improvisar el comentario de las lecturas sagradas. A los predicadores se nos pide más bien el esfuerzo de no alargarnos desmedidamente con homilías pedantes o temas extraños. Cuando uno se detiene a meditar y rezar sobre el texto sagrado, entonces se puede hablar con el corazón para alcanzar los corazones de las personas que escuchan, expresando lo esencial con vistas a que se comprenda y dé fruto. Que nunca nos cansemos de dedicar tiempo y oración a la Sagrada Escritura, para que sea acogida «no como palabra humana, sino, cual es en verdad, como Palabra de Dios» (1 Ts 2,13)”. Espero no echar en saco roto estos consejos. 


RETIRO CON LOS AMIGOS DEL RINCON DE GUNDISALVUS

Termina el mes de septiembre. Hace unos días escribí sobre el retiro que he pensado organizar con los amigos de El Rincón de Gundisalvus. Ya hemos superado el número máximo de participantes que es 21. Si a lo largo de esta semana os animáis unos cuantos más, podríamos organizar dos tandas: una el fin de semana del 14 al 16 de febrero (ya anunciado) y otra el fin de semana anterior (del 7 al 9 de febrero). Los interesados en esta segunda tanda (primera en cuanto a fecha) podéis escribirme a esta dirección: gonfersa@hotmail.com. Buena semana.

domingo, 29 de septiembre de 2019

Los abismos de la vida

Este XXVI Domingo del Tiempo Ordinario nos sigue ofreciendo un mensaje que habla de pobres, riqueza, injusticia y “ajuste de cuentas”, pero no estoy seguro de haber captado bien su verdadero significado. El profeta Amós -a quien el domingo pasado presenté como un aguafiestas profesional- critica sin piedad a quienes “se acuestan en lechos de marfil, se arrellanan en sus divanes, comen corderos del rebaño y terneros del establo; tartamudean como insensatos e inventan como David instrumentos musicales; beben el vino en elegantes copas y se ungen con el mejor de los aceites” (Am 6,4-6). Le parece que estos ricachones “se sienten seguros en Sion, confiados en la montaña de Samaría”, creen que sus riquezas son suficientes para asegurar su futuro. Están muy equivocados porque “irán al destierro, a la cabeza de los deportados, y se acabará la orgía de los disolutos”. No es nada difícil trasladar esta crítica y esta advertencia a los tiempos actuales, pero prefiero acercarme a la luz que viene de la parábola de Jesús que nos cuenta el Evangelio de Lucas (16,19-31). En ella aparecen algunos personajes que tienen nombre: un mendigo llamado Lázaro, el patriarca Abrahán, Moisés y, por supuesto, Dios. Pero hay otros que no tienen nombre: un hombre rico “que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día”, su padre y sus cinco hermanos. En la parábola sucede lo contrario de lo que vemos en nuestro mundo. Los ricos famosos aparecen todos los días en los periódicos con sus nombres y apellidos exhibiendo su impúdica abundancia; los pobres no tienen ni rostro ni nombre. La historia que cuenta la parábola de Jesús es muy conocida, pero quizá no bien interpretada.

Jesús no dice que el hombre rico sea malo y que el pobre Lázaro sea bueno. De ninguno de ellos se hace un juicio moral. Jesús se limita a describir su situación vital. Uno (el hombre rico anónimo) “se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día” y otro (el pobre Lázaro) “estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico”. Puede incluso que el hombre rico fuera un cumplidor de la Ley y el pobre un desgraciado que había malogrado su vida a causa de su inmoralidad. Aquí y ahora no interesan su comportamiento o su catadura moral. Jesús quiere poner de relieve el fuerte contraste entre dos estilos de vida, la brecha, el abismo, que separa dos mundos, aunque estén físicamente cercanos. El gran problema es que el anónimo hombre rico no cae en la cuenta de que un desnivel como este clama al cielo, de que Dios, padre de todos, no puede estar contento con estas diferencias abismales. El “abismo” que se ha creado en la tierra entre los que tienen mucho y derrochan se reproduce en sentido contrario en el cielo. Por eso, el Abrahán de la parábola recurre a este mismo símbolo (el abismo) para responder al rico que le pide ayuda: “Entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que los que quieran cruzar desde aquí hacia vosotros no puedan hacerlo, ni tampoco pasar de ahí hasta nosotros”.

El gran problema del rico es que no se dio cuenta a tiempo de este “abismo” y, por tanto, no hizo nada para superarlo. Desde su situación de condena, quiere prevenir a su padre y sus cinco hermanos para que no cometan su mismo error, pero no se trata de hacer un numerito de circo para que abran los ojos. Abrahán le da un criterio desconcertante: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto”. Nosotros tenemos a Jesús. Su vida y su palabra nos hablan con claridad del mundo que Dios quiere. No hace falta que se produzca ningún milagro. Si todos somos hijos del mismo Padre no puede haber tantos “abismos” entre los hermanos. La situación de flagrante injusticia que vivimos en el mundo, la distancia inmensa entre unos pocos superricos y tantísimos pobres e indigentes no puede ser tolerada por Dios. Es verdad que algún día las tornas se cambiarán, pero lo que el Evangelio pide es que ese día se anticipe al hoy de nuestra vida, que no esperemos ningún acontecimiento extraordinario para rellenar los abismos. Si la palabra de Jesús no nos convence, no habrá ningún otro argumento más poderoso, ni siquiera el temor a una hecatombe mundial.

Este domingo coincide con la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado. En el mensaje del papa Francisco para la Jornada de este año, nos habla también de los “abismos” que existen entre los que no tenemos necesidad de movernos de nuestras posiciones (porque estamos cómodos) y quienes no tienen más remedio que huir o emigrar (porque son perseguidos o no tienen lo suficiente para vivir con dignidad). Estos abismos consentidos acaban creando la “cultura de la indiferencia”. Las palabras del papa son claras: “Las sociedades económicamente más avanzadas desarrollan en su seno la tendencia a un marcado individualismo que, combinado con la mentalidad utilitarista y multiplicado por la red mediática, produce la “globalización de la indiferencia”. En este escenario, las personas migrantes, refugiadas, desplazadas y las víctimas de la trata, se han convertido en emblema de la exclusión porque, además de soportar dificultades por su misma condición, con frecuencia son objeto de juicios negativos, puesto que se las considera responsables de los males sociales. La actitud hacia ellas constituye una señal de alarma, que nos advierte de la decadencia moral a la que nos enfrentamos si seguimos dando espacio a la cultura del descarte. De hecho, por esta senda, cada sujeto que no responde a los cánones del bienestar físico, mental y social, corre el riesgo de ser marginado y excluido”.


sábado, 28 de septiembre de 2019

El club de los "tones"

La lengua española es más cruel que la italiana. En la lengua de Dante decimos que uno es ventenne, trentenne, quarantenne, cinquantenne, sessantenne, settantenne, ottantenne y hasta novantenne. O sea, que uno está en la década de los veinte, los treinta, los cuarenta, los cincuenta, los sesenta, los setenta, los ochenta y hasta los noventa años. Todas las décadas son tratadas del mismo modo, con exquisita neutralidad. Nadie tiene por qué sentirse ofendido y vilipendiado, por lo menos desde el punto de vista lingüístico. Pero, ¡ay!, en español no sucede así. Cuando uno tiene entre veinte y veintinueve años decimos que es un veinteañero (lo equivalente al italiano ventenne). Cuando tiene entre treinta y treinta y nueve, decimos con amabilidad que es un treintañero (sigue el paralelismo con el italiano trentenne). Pero cuando uno se interna en la crítica década de los cuarenta comienzan las desgracias. Deja de ser “añero” y se convierte en otra cosa que suena decadente. Ya no decimos cuarentañero (¡hasta el corrector ortográfico de Word me ha señalado en rojo esta palabra inexistente en castellano!) sino que empezamos a hablar de cuarentones, cincuentones, sesentones, setentones, ochentones y noventones. No es una mera cuestión lingüística. Es una forma sonora de decirle a uno que ha dejado de ser joven y que es mejor que no lo disimule. Un tipo de 45 años, por atlético, sonriente y vivaracho que parezca, no deja de ser un “cuarentón”, aunque la expresión académica sea “cuadragenario”. La lengua no perdona. No sabe de liftings y otras paparruchas. No digamos nada de las décadas posteriores. Tenemos que cumplir cien años para recuperar un poco de dignidad. Entonces se acaban los oprobiosos “tones” y empezamos a ser centenarios, que es una palabra cargada de prestigio. Pero pocos llegan a esta meta. La mayoría naufraga en las décadas anteriores.

Es obvio que yo me encuentro en una de las etapas de los “tones”. No importa si me siento más o menos joven. No es cuestión de sentimientos sino de dictámenes. La gramática es implacable. Por eso, cuando lo de “sesentón” me resulta un poco ofensivo –o, por lo menos, despectivo– me refugio en la placidez de mi segunda lengua. Que alguien me llame sesantenne me resulta mucho más agradable que me diga “sesentón”. Por algo se suele decir que nuestra verdadera patria no es el territorio donde hemos nacido o el país que expide nuestro pasaporte, sino la lengua (o las lenguas) que hablamos. A veces, me he sentido más a gusto en algunos países hispanohablantes de Latinoamérica o en el bel paese italiano que en mi España natal, sin que esto signifique que reniegue de mis orígenes. Pero la dureza de la lengua es síntoma de una dureza social y política que a veces me resulta irritante. Estoy viviendo con tristeza y casi amargura la tirantez política que se respira en España en los últimos meses. Y todavía faltan algunos ingredientes para que el cóctel resulte venenoso: la sentencia sobre los líderes separatistas catalanes, la exhumación de Franco del Valle de los Caídos, la campaña electoral, las consecuencias del Brexit, etc. ¿Será imposible que surjan nuevos líderes con una mentalidad renovadora y reconciliadora?

Aunque la lengua castellana sea cruel con los que tenemos más de 40 años –miembros a la fuerza del club de los “tones”– hay que reconocer que, si la salud acompaña, es una etapa de la vida de creatividad, serenidad, compasión y sentido del humor. Es probable que cuando se acuñó la expresión, los que tenían más de 40 años eran ya unas personas vetustas, condenadas al arrastre, como se dice vulgarmente. Hoy no es así. Por eso, reivindico las etapas de la madurez y senectud como etapas de la vida que pueden contribuir mucho a la integración social. Amainados los excesos y las pasiones de la edad juvenil, es posible contemplar la vida con amabilidad. Si además del peso de la experiencia, uno disfruta de la luz de la fe, entonces se puede contemplar el pasado con gratitud, el presente con serenidad y el futuro con esperanza.  Personas así no van por la vida de inquisidores, siempre con el revólver (el dialéctico, se entiende) en la mano, criticando con agresividad y amargura todo y a todos, sino que desarrollan una gran capacidad de comprensión (porque son conscientes de su fragilidad), de compasión (porque saben que la única medicina que cambia a las personas es el amor) y de buen humor (porque han percibido la enorme distancia que hay entre sus sueños y la realidad y, sin embargo, no se desesperan, la contemplan con una mirada un poco burlona). Reivindico a los “tones” como un patrimonio social que conviene preservar.

viernes, 27 de septiembre de 2019

Me falta bastante

Ayer dedicamos toda la jornada a meditar sobre la cena de Jesús con los discípulos de Emaús y, por tanto, sobre el significado de la Eucaristía en nuestra vida misionera. A media tarde me dio por calcular el número de misas que he celebrado desde mi ordenación sacerdotal. Redondeando, me salió la cifra de 13.500. Me estremecí. ¿Es posible que haya celebrado tantísimas veces la “memoria” de Jesús? Si es verdad que acabamos siendo lo que comemos, tendría que ser ya como Jesús: puro pan para los demás. Y, sin embargo, tengo la impresión de estar en los comienzos del camino de transformación. Es probable que no tuviera que escribir esto en el blog, pero no tengo conciencia de haber celebrado ni siquiera una misa de forma rutinaria. Trato de poner alma, vida y corazón. Es verdad que a veces estoy cansado, disgustado, triste o lleno de preocupaciones, pero procuro dejarme curar por el sacramento. ¡Cuántas veces he empezado una Eucaristía como fuera de lugar y la he terminado centrado, agradecido, contento! En cada Eucaristía se reproduce el itinerario de Emaús. Podemos empezarla tristes, confusos y frustrados por los sinsabores que la vida nos depara, pero si pedimos perdón, nos dejamos iluminar por la Palabra y comemos el Cuerpo y la Sangre de Cristo con fe y gratitud, se nos abren los ojos, lo reconocemos como nuestro Señor, y podemos volver a casa restablecidos.

Me duele mucho cuando observo a algunos sacerdotes “despachar” el sacramento como si se tratara de un obstáculo que hay que quitarse de encima cuanto antes. O cuando pronuncian las oraciones deprisa, sin sentido y sin unción. O cuando se enrollan en las homilías y, al final, cuesta trabajo saber lo que han dicho y, más aún, lo que querían decir. No es cuestión de ser un comunicador profesional o un buen actor, sino de dejarse tocar por el misterio que celebramos, incluso de estremecerse. Desde hace muchos años me acompañan los versos de León Felipe como si fueran un despertador: “Que no se acostumbre el pie a pisar el mismo suelo, / ni el tablado de la farsa, ni la losa de los templos / para que nunca recemos / como el sacristán los rezos, / ni como el cómico viejo / digamos los versos”. 

Ese “que no se acostumbre” me ayuda a no convertir la Eucaristía diaria en una rutina. ¡Y eso que ya van más de 13.000, sin contar todas en las que participé desde que era niño! A algunos de mis compañeros del bachillerato les oí comentar con un poco de sorna: “¡Yo hace años que no voy a misa; bastantes tengo ya con las que me tragué (sic) siendo estudiante (o seminarista)!”. Yo me he “tragado” muchísimas más y confieso que no podría vivir sin la Eucaristía diaria. Por algo, una de las peticiones del Padrenuestro es: “Danos hoy nuestro pan de cada día”. ¿Sirve de algo llevar una existencia eucarística? Todas las preguntas que empiezan con el verbo “servir” suelen tener un tufillo eficacista, pero me atrevo a responder así: “Sirve para parecerse un poco más a Jesús y, dentro de las debilidades humanas, ser pan para los demás”. Pero para esto me falta bastante, mucho, casi todo.

Cuando pienso en la larga y tumultuosa historia de la Iglesia, caigo en la cuenta de que, en medio de cambios, cismas, divisiones y luchas de todo tipo, la Iglesia nunca ha perdido el tesoro de la Eucaristía. Es más, no sería la comunidad de Jesús sin el sacramento de su presencia. Han variado las formas de celebrarla, se le ha dado una importancia distinta según las épocas, pero nunca la Iglesia ha prescindido de la Eucaristía. Me parece un verdadero milagro. ¿Qué podríamos hacer para que las personas que no acaban de descubrir su significado se sintieran sacudidas? ¿Qué podríamos hacer para mejorar su celebración, de modo que muchos cristianos no tengan la impresión de estar perdiendo el tiempo y de cumplir con un rito insignificante? ¿Qué se necesita para que uno llegue a decir que le falta algo vital cuando no participa en la Eucaristía? No son preguntas retóricas. Constituyen un acicate que me espolea como sacerdote. Al menos, en lo que de mí depende, quisiera esforzarme por hacer de cada Eucaristía una entrega de pan fresco, recién horneado, no una cena con pan recalentado. Los discípulos de Emaús me están dando mucha guerra. ¡Menos mal que ya hoy volvemos con ellos a nuestra particular Jerusalén!

jueves, 26 de septiembre de 2019

En tu cruz sigues hoy

Ayer por la tarde me acordé de una antigua canción del grupo Kairoi. La letra dice así: “En tu cruz sigues hoy, Jesús, / te acompaña por donde vas, / en el hombre que está en prisión, / en el que sufrirá / la tortura en nombre de Dios. / Cada llanto de un niño es / un clamor que me lleva a ti. / Me recuerda que aún, / veinte siglos después, / continúas muriendo ante mí”. En el camino de ejercicios espirituales que estamos haciendo tuvimos un Viacrucis por el jardín de la casa. No fue necesario tirar de imaginación porque ya estaba físicamente construido. Comenzando en la parte más baja, el camino asciende por entre castaños hasta desembocar en la parte superior del jardín. Cada estación está señalada por una pequeña construcción que alberga una pieza de cerámica representando la escena correspondiente. Fue un Viacrucis exprés. Duró poco más de media hora. La tarde era suave, de otoño romano. No hubo reflexiones ni exhortaciones piadosas. Nos limitamos a enunciar la estación, arrodillarnos brevemente, contemplar el bajorrelieve alusivo y orar por las personas conocidas que están haciendo un Viacrucis existencial. El nuestro era devocional; el suyo se parecía mucho más al vivido por Jesús.

Me sorprendí de la cantidad de nombres que fueron apareciendo a lo largo de las catorce estaciones. Era como una “internacional del dolor”. Salieron los nombres de nuestros padres ancianos, de amigos o familiares sometidos a operaciones graves, de personas que están padeciendo depresiones, problemas afectivos, penurias económicas, búsqueda de trabajo, etc. Pedimos por los emigrantes y refugiados, por las víctimas de la droga y la extorsión, por los niños abusados, por los países sometidos a dictaduras. Éramos 24 misioneros de varios países. Actuábamos como portavoces de las personas que han querido compartir con nosotros su cruz. Sentí que la cruz de Jesús sigue teniendo hoy muchas expresiones. No es posible retirarse a un lugar tranquilo fingiendo que no existe el dolor. Un retiro que olvide a las personas que sufren es un retiro mentiroso, una forma de huir del Cristo que sigue sufriendo. Terminado el Viacrucis, entramos en la capilla para realizar la adoración de la Cruz, un rito que la liturgia reserva para el Viernes Santo. La misma expresión resulta provocativa. ¿Se puede “adorar” la cruz que es signo de tortura y de muerte? En realidad, para los cristianos la cruz no es tanto un patíbulo cuanto un trono. Por eso, porque con la muerte/resurrección de Jesús comienza una nueva etapa en la historia, preferimos llamarla el árbol de la vida.

Me meto en la piel de quienes no creen, de quienes a veces atisban que “tiene que haber algo” pero se estrellan contra el muro del sufrimiento de los inocentes. La pregunta recorre la historia humana: “Si existe Dios, ¿por qué permite que sus hijos e hijas sufran? ¿No es una contradicción lacerante hablar de un Padre bueno y después contemplar el dolor que asola el mundo?”. El creyente calla, no despliega una batería de respuestas insustanciales, no cae en la trampa de encontrar una palabra justa para todo. Hay realidades que superan toda explicación. En realidad, lo que el creyente hace es ponerse a recorrer el camino de la cruz con Jesús. No huye del sufrimiento sino que lo abraza y lo carga en sus hombros. El Dios en el que creemos no es el tirano que contempla con fría distancia el dolor de sus hijos y permanece impasible. En Jesús hemos aprendido que Dios se desnuda y se convierte en el cirineo de todo hombre o mujer que prueba en sus carnes el sufrimiento. Él carga nuestras cruces. Él sufre con nosotros. Él aguanta al aparente sinsentido del Viernes y del Sábado Santo. Y él nos incorpora a su triunfo pascual: “Si morimos con Cristo, viviremos con él”. No es un cuento de hadas para narcotizar el dolor. Es la verdad que millones de personas están viviendo con profunda fe. Jesús sigue hoy en la cruz de quienes, ante las pruebas de la vida, no reniegan de Dios, sino que lo sienten como su compañero de camino. Esta presencia misteriosa es bálsamo en la herida y puerta abierta a la esperanza.


miércoles, 25 de septiembre de 2019

Bendita "equivocación"

¿Por qué me gustará tanto el silencio si soy una persona más bien habladora? De pequeño mi abuelo materno solía repetirme con fina ironía que no sabía a quién me podía parecer. Lo decía él, que era un contador inagotable de historias. Me gusta el silencio porque, sin él, las palabras sonarían huecas. Me gusta el silencio porque en su espejo aprendo a conocerme. Me gusta el silencio porque me pone en comunión con todos y con todo. Me gusta el silencio porque me ayuda a percibir la silueta de las cosas.  Me gusta el silencio porque el ruido me mata. Me gusta el silencio porque a veces me trae el eco de una voz que me resulta familiar. Ayer, a eso de las seis de la tarde, salí al jardín. Me daba el sol poniente de frente. No era una bofetada de luz como la que se siente cuando uno sale a mediodía. Era una caricia suave. Me hubiera estado allí una hora sin moverme. No pude hacerlo porque algunas obligaciones me reclamaban, pero fue como si el tiempo se hubiera detenido de repente. Después, cuando entré a internet para mirar el correo y ver las últimas noticias, me topé otra vez con la cruda realidad.

Esta mañana me sorprende un artículo de El País sobre un libro recién publicado que lleva por título Dios, una historia humana. Lo ha escrito Reza Aslan, un estudioso de las religiones. De origen iraní, vive ahora en California. Fue musulmán y después cristiano evangélico. Ahora se considera panteísta. No he leído este libro. Escribo a partir de la entrevista que el periódico hace a su autor. En un momento dado, Reza Aslan confiesa que “no me interesa la pregunta de si existe o no existe Dios, que es imposible de responder. La pregunta que me ha llevado a escribir este libro es qué se quiere decir cuando se dice la palabra Dios. Esa es una palabra casi universal. Y cada uno entiende algo muy diferente”. Como estudioso, parece interesarse más por la “idea” de Dios (cuya existencia es casi universal) que por la “realidad” de su existencia. Un poco más adelante, añade: “Tanto si creemos en uno, en muchos o en ninguno, somos nosotros los que hemos modelado a Dios a nuestra imagen y semejanza, y no al revés”. Si yo no creyera en Jesucristo y en la fuerza de su palabra reveladora, pensaría algo muy parecido a esto. Desde un punto de vista fenomenológico, las religiones más parecen una proyección de rasgos humanos en entes divinos que al revés.

Sobre el cristianismo sigue la tesis clásica de los que consideran que es una invención de Pablo de Tarso: “Lo que usted y yo llamamos cristianismo fue creado por Pablo. Los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas eran solo otra versión del judaísmo”. Sobre esto tendría mucho que matizar, pero ahora no es el momento. ¿Qué decir de los dogmas cristianos? Son un mero producto de las circunstancias históricas. Por ejemplo, la Trinidad “suponía una ruptura abrupta con el monoteísmo judío, pero satisfacía los gustos politeístas de los primeros cristianos, que eran mayoritariamente griegos o romanos”. Tampoco salen bien parados en su análisis los ateos combativos –a los que califica más bien de antiteístas– como Richard Dawkins o Sam Harris: “El nuevo ateísmo no me parece un movimiento muy intelectual. Un ateo no cree en Dios y ya está. Estos son antiteístas: dicen que la religión es un mal insidioso que debe ser erradicado de la sociedad. Y eso se parece más al fundamentalismo religioso que al ateísmo”. Son solo algunas frases aisladas. A partir de ellas no es posible hacer una crítica en condiciones. Me gustan los libros que hacen pensar, que ponen a prueba verdades que a veces más parecen rutinas que verdaderas convicciones.

Desde el silencio de este lugar, cada vez comprendo más que muchas personas no crean en Dios (hacerlo se parece a un salto en el vacío) o que otras lo consideren una mera idea que los seres humanos hemos fabricado para hacer más tolerable esta existencia miserable. Por eso mismo, porque encuentro plausible una postura agnóstica o atea, valoro más el don maravilloso de la fe. Cuando todo puede ser explicado a base de razones históricas o evolutivas, cuando no se hundiría el mundo si uno dijera que “no ve” a Dios por ninguna parte, cuando el mundo funciona sin el recurso permanente a un relojero que lo pone en hora, entonces se hace más sorprendente la experiencia de encuentro personal con Jesús de Nazaret como “sacramento” de Dios. Sin su brújula, todos –también los que nos decimos creyentes– estamos expuestos a los vaivenes intelectuales y emocionales de nuestra subjetividad. En Jesús sigo aprendiendo a bucear en el misterio del Dios-Abbá para el que no hay conceptos que puedan explicarlo. ¿Puedo estar equivocado?  No lo excluyo de manera apodíctica, pero prefiero mil veces esta “equivocación” a vivir una vida roma, centrada en la búsqueda de la propia satisfacción, sin un horizonte de esperanza.

martes, 24 de septiembre de 2019

Nos vemos de nuevo

Ayer comencé un retiro de cinco días con mis compañeros de la curia general. Estamos a pocos kilómetros de Roma. El clima es suave. La casa es funcional y hermosa. Se respira silencio. Todo se presta, pues, a un encuentro sereno con uno mismo, con los demás y con Dios. Hacer esta experiencia juntos al comienzo de un nuevo año académico y pastoral es como colocar la clave de sol al principio de un pentagrama. Uno ya sabe el tono de las notas que vendrán luego. Cada vez que dirijo un retiro pienso en muchos amigos míos a los que les gustaría tener una experiencia semejante, pero no pueden por motivos laborales, familiares e incluso económicos. No todo el mundo se puede permitir el lujo de retirarse cinco días para estar en silencio, sin más ocupación que orar y meditar. Supongo que, aunque la meditación está de moda, más de un lector del Rincón se preguntará si estas experiencias sirven para algo o son un mero entretenimiento. El verbo “servir” no acaba de gustarme en este contexto, pero comprendo la pertinencia de la pregunta. Un retiro “sirve” si la persona está dispuesta a dejarse cuestionar y se abre humildemente a lo que Dios quiera revelarle a través de las múltiples mediaciones que pone a nuestra alcance: una charla, una conversación, una eucaristía, una lectura, un tiempo de silencio, un paseo por el campo, un ejercicio de introspección, etc.

Me parece que este es el lugar adecuado para anunciar el segundo retiro con los lectores del Rincón que lo deseen. Será, como el año pasado, en el Centro Fragua de Los Negrales (Madrid), del viernes 14 de febrero de 2020 (por la tarde) hasta el domingo 16 (después de comer). La experiencia del primero fue positiva porque juntos somos mejores. Allí surgió la idea de reunirnos al menos una vez al año. Quienes deseen participar, pueden enviarme un mensaje con sus datos personales (nombre y apellidos, edad, lugar de residencia y número de teléfono) a la siguiente dirección de correo electrónico: gonfersa@hotmail.com. Teniendo en cuenta que la casa solo dispone de 21 habitaciones, es bueno que os deis prisa en apuntaros. Una vez que tengamos la lista de participantes me pondré en contacto con vosotros para concretar otros detalles. Es hermoso que, a raíz de un sencillo blog en Internet, se haya ido creando un grupo de amigos interesados en profundizar en la fe cristiana y en traducirla en un compromiso más generoso con la Iglesia y la sociedad. Lo bueno de estos encuentros es que no generan ninguna pertenencia institucional ni exigen un compromiso particular, a no ser el de vivir cada uno en su contexto del modo más coherente posible.

Cada vez descubro a más personas que buscan algo nuevo, diferente, que no están satisfechas ni con su vida cristiana un poco mortecina ni con su agnosticismo o ateísmo anquilosado. Conozco el caso de algún joven que se ha bautizado con más de 20 años y que no acaba de encontrar en su parroquia lo que necesita para seguir creciendo en su fe recién estrenada. ¿Cómo ayudarnos unos a otros a superar la rutina, a explorar nuevas formas de vivir la vida, inspirados por el siempre joven Jesús de Nazaret? Cada vez se multiplican más las ofertas de retiros, talleres y experiencias de diverso tipo. No tengo nada en contra, pero hay algo que me preocupa. Si el objetivo de estas iniciativas es solo buscar el bienestar personal, la autorrealización, el mindfulness y zarandajas de este tipo, conmigo que no cuenten. No hemos venido a la vida para “estar bien”, sino para entregarnos al servicio de los demás. Esta entrega es la que nos ayudará a sentirnos bien, pero como un don añadido, no como un objetivo buscado con ansiedad. ¡Ojalá en nuestro retiro de febrero podamos crear un espacio en el que creyentes de larga trayectoria, recién conversos y personas que buscan seamos capaces de enriquecernos y ayudarnos a encontrar caminos!

lunes, 23 de septiembre de 2019

Gozo, dolor y gloria

Ayer por la tarde cayó sobre Roma una lluvia rabiosa, de verano moribundo. El cielo se volvió oscuro y pesado. Aproveché el tiempo para ver la última película de Pedro Almodóvar que un compañero me pasó a través del servidor de nuestra curia general. A principios de este mes fue elegida para representar a España en la categoría del premio Oscar a la mejor película internacional. Espero que le vaya bien. ¿Qué puedo decir de Dolor y Gloria? La fotografía y el sonido son deslumbrantes. Atrapan desde el principio. Pero la película de casi dos horas de duración me dejó el mismo sabor agridulce de casi todas las de Almodóvar, aunque me parece que formalmente esta es de las mejores. 

La paleta cromática es típicamente almodovariana. Hay escenas que parecen sacadas de un cuadro de Andy Warhol. Los personajes son menos histriónicos y extravagantes que en películas anteriores. El ritmo es bueno. Tampoco esta vez falta la música de Chavela Vargas y, por supuesto, la de Alberto IglesiasLa interpretación que Antonio Banderas hace del cineasta Salvador Mallo (remedo del mismo Pedro Almodóvar) me parece soberbia. Me gusta su expresión contenida, creíble, fruto de una carrera que ha alcanzado su madurez. También me gusta mucho el papel de la madrileña Penélope Cruz como joven madre de Salvador. No desmerecen otros actores como Asier Etxeandia, Leonardo Sbaraglia y Julieta Serrano (muy creíble en su papel de madre anciana del cineasta).

A pesar de estos méritos indudables, es difícil que una película como esta produzca entusiasmo o complicidad en el espectador. Pinta bien el dolor de un director marcado por sus enfermedades y adicciones que en algunos momentos ha escalado también la gloria. Pero creo que la película no acaba de seducir porque a estos misterios “dolorosos” –y fugazmente “gloriosos”– les falta la alegría serena de los misterios “gozosos”. Es verdad que hay escenas como la de las mujeres lavando en el río– que retratan la cara amable de la vida (con copla incluida), pero en general domina el dolor. En la película se sufre mucho, a ratos se saborea la ambigüedad de la gloria, pero no se goza. Una pátina de amargura y tristeza parece recubrir todo, como si los colores vivos y contrastados de cada fotograma no fueran más que un decorado postizo, no una expresión de vida.

Esta ausencia de los misterios “gozosos” de la existencia refleja muy bien lo que muchas personas han vivido en las últimas décadas. Su obsesión ha sido escalar la gloria del reconocimiento. Ser famosos parecía ser el sueño de muchos jóvenes. Para ello, no han tenido inconveniente en sumergirse en la ciénaga del dolor (incluido el producido por las drogas y el sexo sin límite), pero no han sabido (o no han podido) dejarse acariciar por la cara gozosa de la vida. Es como si la existencia se hubiera reducido a los binomios dolor/gloria, fracaso/triunfo, pasión/odio, placer/adicción… La película no deja espacio a una sonrisa amable porque todo lo ocupa el narcisismo de un director prisionero de su depresión actual y esclavo de sus demonios pasados. Ya sé que este es el terreno que prefieren explorar la mayoría de los creadores porque les parece una fuente inagotable de emociones y claroscuros, pero a mí me deja con el regusto de quien ha querido llegar al cielo (o al infierno) y se ha quedado a medio camino. Es verdad que la existencia humana está tejida con estos mimbres, pero solo con ellos no hay persona que se tenga en pie. Las escenas del director de cine con su madre pretenden introducir otra perspectiva, pero más que enriquecer el cuadro con una forma diferente (digámoslo claro, “religiosa”) de entender la vida, se parece a un cariñoso ajuste de cuentas o a una reconciliación post mortem.

En relación con la fe en Dios, hay una frase de Salvador Mallo (o sea, Almodóvar) que me resulta llamativa: “Las noches en las que se me juntan cuatro dolores, creo en Dios; las noches en las que solo tengo un dolor, soy ateo”. Reconozco que es ingeniosa y quizá también profunda. Da la impresión de que para el cineasta Dios es una “solución de emergencia” cuando el dolor está a punto de derrotarnos; en momentos de bonanza podemos prescindir de él, nos bastamos con nuestros propios recursos. En varias ocasiones Pedro Almodóvar ha hablado de su ateísmo. Rememorando sus años de escuela católica, dijo: “A mí me educaron los curas, pero nada más salir de ahí, me comporté como un ateo, así ha sido mi vida”. En la película da la impresión de que sus padres querían que entrase al seminario menor –la escuela de los pobres de la época– para poder realizar el bachillerato. El mismo Almodóvar añade más detalles sobre esa etapa: “Fue a partir de los 9 años, cuando comencé a asistir a esta escuela (católica), y me formulé muchas de las preguntas que te haces a ti mismo durante toda la vida –¿De dónde venimos? ¿Cuál es nuestro propósito aquí en la tierra?– y decidí darles a los sacerdotes y la religión la oportunidad de darme estas respuestas. Esperé un año, pero nunca llegaron”.

La declaración me parece curiosa. Me cuesta entender que un niño de diez años esté ya en condiciones de dar por zanjado el asunto de la fe. Reconozco, no obstante, que muchas personas que se educaron en aquella época en colegios religiosos no vivieron una aproximación amable a la fe, sino más bien, una presentación hosca que provocó su posterior agnosticismo o ateísmo. Refiriéndose a otro cineasta ateo, confesó: “Lo único de Buñuel que a mí me tiene sin cuidado es su preocupación por la religión. Yo soy ateo y creo en el destino de la tragedia, pero no creo que Dios guíe las acciones de los hombres”. Como otros muchos ateos, no cierra la puerta a otro tipo de experiencia: “Me habría encantado tener fe, porque es algo irracional, es casi como un regalo de Dios. Creo que Dios escoge a la gente que le va a dar la fe y simplemente no fui elegido”. 

En la película Dolor y gloria, su anciana madre aparece como una de esas personas “escogidas” que ha decidido ser enterrada son su viejo rosario entre las manos mientras regala uno nuevo a su hijo “perdido”. Es un bonito símbolo que no conviene minusvalorar. El rosario contempla los misterios gozosos, dolorosos y gloriosos (a los que en las últimas décadas se añaden los luminosos). Por eso, es un símbolo elocuente de las diversas caras de la existencia humana. Más allá del carácter autobiográfico de esa escena en particular, la película en su conjunto retrata un estilo de vida que quiere ser luminoso y colorista, pero que no acaba de encontrar la luz que pueda dar brillo a tantos colores. Es, en el fondo, el drama de nuestra generación secularizada. O, quizá mejor, descreída. Pero no todo termina ahí. Quien busca, acaba encontrando.



domingo, 22 de septiembre de 2019

Amigos antes que dinero

Casi han llegado al mismo tiempo el otoño del hemisferio norte (la primavera en el hemisferio sur) y el XXV Domingo del Tiempo Ordinario. Roma amanece bajo una lluvia persistente. Necesitábamos el agua tras un verano demasiado seco y caluroso. Todo invita al recogimiento. Confieso que soy un enamorado del otoño. Pero no es cuestión de ponerse románticos, sino de abrir los oídos del corazón para escuchar lo que nos tiene preparado la Palabra de Dios. El Evangelio de este domingo nos presenta una de las parábolas más enigmáticas de Jesús. Me encanta la parábola del administrador sagaz porque rompe los esquemas a los que estamos acostumbrados. Jesús elogia a un tipo que parece comportarse como un corrupto cualquiera. ¿Por qué? Porque cuando siente que el amo lo va a despedir, negocia con los deudores. Pero la cosa no es como a primera vista parece. Jesús no defiende la corrupción sino la sagacidad. Veamos de qué va la historia.

En vez de quedarse con el porcentaje que a él le hubiera correspondido en concepto de comisión por su trabajo como administrador, revierte esa ganancia en los propios deudores, con lo cual ellos se quedan contentos y agradecidos. Y ya se sabe que de amigos contentos y agradecidos se puede esperar siempre algún favor. Cuando el administrador se quede de patitas en la calle, es muy probable que alguno de estos amigos lo reciba en su casa o le proporcione un nuevo empleo. En realidad, no ha robado a nadie. Simplemente, ha hecho una buena operación de ingeniería contable, renunciando a algo a lo que tenía derecho. El administrador fue astuto —dice Jesús— porque entendió que debía apostar no tanto a los productos (aceite o trigo) cuanto a los amigos. Los productos son perecederos; los amigos auténticos permanecen para siempre. En definitiva, el administrador sagaz supo renunciar a lo primero (una ganancia material efímera) para conquistar lo segundo (una ganancia afectiva duradera). Jesús alaba su sagacidad a la hora de tomar la opción correcta: “Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su propia gente que los hijos de la luz”.

¿Dónde está la moraleja de esta parábola extraña? Creo que en estas palabras de Jesús: “Y yo os digo: ganaos amigos con el dinero de iniquidad, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas.” (Lc 16,9). Esta es la frase más importante del Evangelio de hoy. Sintetiza toda la enseñanza de la parábola. El administrador se da cuenta de que el dinero a que tiene derecho por su trabajo se puede devaluar (es pan para hoy y hambre para mañana); por eso, decide apostar todo en sus amigos. Pierde a corto plazo, pero gana pensando en el futuro. No es difícil saltar del plano de la parábola al plano de la vida. En el fondo, lo que Jesús nos invita a hacer es una elección por lo que realmente vale la pena en la vida porque es duradero (Dios, los amigos, la familia, etc.) y no tanto por lo que es efímero (el dinero). 

Lo dice con una frase que cierra el Evangelio de hoy y que se ha convertido casi en un eslogan: “Ningún siervo puede servir a dos señores, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero”. Cada uno tiene su lógica. La lógica del dinero es clara. Es como si hubiera dentro de nosotros una vocecita que nos dijera: “No seas tonto, engaña, verás lo bien que te va. Ahorra, no compartas demasiado, que nunca se sabe lo que puede pasar. Disfruta lo que puedas con tus bienes”. La lógica de Dios, por el contrario, nos susurra otra dirección: “Lo que tienes no es tuyo, eres un mero administrador. Comparte con quienes necesitan más que ti. No te fíes demasiado de los bienes porque tu vida no depende de ellos”. Es evidente que no podemos seguir ambas lógicas al mismo tiempo. En otras palabras: no podemos encender una vela a Dios y otro al dinero.

Por si fuera poco, en la primera lectura de hoy se nos presenta un mensaje perturbador. El profeta Amós, un pastor del sur de Israel, es –perdóneseme la expresión– una “pulga cojonera” en tiempos del rey Jeroboán II (mediados del siglo VIII antes de Cristo). Israel está viviendo uno de los periodos más prósperos de su historia. Parece que todo va bien. La gente disfruta. Corre el dinero. Pero, en realidad, los que disfrutan son los ricos. Hay muchos pobres que lo están pasando mal. Amós, aun a riesgo de su vida, no se calla. Denuncia el origen de las riquezas de muchos con palabras que hacen temblar: “Venden al pobre por dinero y al pobre por un par de sandalias; revuelcan en el polvo al débil y no hacen justicia al indefenso” (Am 2,6-7). 

Muchos siglos más tarde, san Juan Crisóstomo, un padre de la Iglesia del siglo IV, llegará a hacer un diagnóstico que levanta ampollas: “El rico es ladrón o hijo de ladrones”. Lo que viene a decir es que, solo con un trabajo honrado, nadie se hace rico, que la riqueza desmedida casi siempre (me atrevo a introducir un casi mitigador) implica alguna injusticia o, por lo menos, un aprovechamiento de los más pobres. Si Amós levantara la cabeza vería que en esta economía capitalista en la que vivimos, lo que él denunciaba en el Israel del siglo VIII antes de Cristo, es el pan nuestro de cada día. No hemos avanzado gran cosa. Jesús nos invita a abrir los ojos y a señalar claramente nuestras prioridades, pero el brillo del dinero sigue seduciéndonos. ¡Qué le vamos a hacer! En el goce está la penitencia. Algún día –quizá cuando ya sea demasiado tarde– se nos abrirán los ojos y nos daremos cuenta de nuestro error. Si miramos a los ojos a quienes no tienen lo necesario, es muy probable que nos despertemos antes.