martes, 25 de septiembre de 2018

De quemados a encendidos

Hace unas semanas salía el último número de la revista española CONFER en el que aparece un artículo mío titulado “De quemados a encendidos”. En él abordo un problema que afecta a muchos religiosos y sacerdotes, pero también a numerosos laicos: el desgaste personal provocado por la sobrecarga de trabajo y, sobre todo, por la pérdida de motivaciones para afrontar la vida. En algunos casos, este desgaste puede conducir al suicidio. No voy a reproducir aquí el contenido del artículo, ni siquiera a resumirlo, pero sí quiero detenerme en alguno de sus puntos. En mi vida relacional y pastoral encuentro un número significativo de personas que, con estas o parecidas palabras, me dicen: “Estoy quemado, no aguanto más”. No es lo mismo decir “Estoy cansado” que “Estoy quemado”. En el primer caso, uno se encuentra debilitado por haber consumido mucha energía en algún ejercicio físico o mental. Esto sucede normalmente en el desarrollo de nuestras responsabilidades. Cansarse es algo normal en el caso de las personas trabajadoras. Del cansancio nos recuperamos descansando. Una actividad placentera, un poco de ejercicio físico diario, una sana alimentación y un sueño reparador suelen ser suficientes para recuperar el tono vital. A esto podemos añadir de vez en cuando algunos periodos vacacionales.

Pero, ¿qué hacer cuando uno está “quemado”? Aquí no se trata solo de una pérdida de energías físicas o psíquicas (recuperables mediante el descanso), sino de una pérdida de motivaciones. Cuando esto sucede, sirve de muy poco tumbarse en el sofá o tomarse unas vacaciones. El problema es más radical, afecta a las razones por las cuales vivimos, nos relacionamos, trabajamos y, en definitiva, afrontamos la vida. La experiencia de “estar quemado” es a menudo la antesala de la depresión. Los especialistas dicen que este síndrome afecta, de manera especial, a las personas que tienen que cuidar a otras (médicos, enfermeros, personal de emergencias, cuidadores domésticos), a quienes trabajan en el campo de la educación (profesores, maestros, personal auxiliar) y, en general, a los profesionales de la ayuda (sacerdotes, trabajadores sociales, bomberos, etc.). Pero me he encontrado también a personas “quemadas” en otros grupos sociales. Se aducen muchas razones: un trabajo desagradable o poco valorado, compañeros insolidarios, jefes incompetentes y déspotas, horarios inhumanos, escasa remuneración, falta de alicientes. Y, en muchos casos, algunos se queman porque, después de mucho tiempo, no acaban de encontrar un trabajo digno y tienen que conformarse con empleos precarios o quedarse en el paro.

¿Cómo se puede pasar de la situación de “quemados” a la de “encendidos”? En ambas aludimos al fuego como metáfora, pero se trata de dos fuegos diferentes. Hay un fuego que quema, reduciendo la vida a cenizas; y hay otro que enciende, haciendo de ella una llama luminosa y cálida. Para pasar de uno a otro, hace muchos años que encontré pistas muy concretas en el itinerario que Jesús sigue con los discípulos de Emaús. Se puede aplicar a las situaciones de desgaste. Cada uno de nosotros somos ese compañero anónimo de Cleofás que huye de Jerusalén para refugiarse en Emaús. El relato del evangelio de Lucas (cf. 24,13-35) está construido dinámicamente como un lento viaje de bajada (de la ciudad de Jerusalén a la aldea de Emaús), seguido por un rápido camino de subida (de Emaús a Jerusalén). La bajada simboliza la experiencia de sentirse decepcionados y quemados. La subida, por el contrario, alude a la recuperación del sentido comunitario y misionero, del fuego de la vocación. Lo que sucede a lo largo del camino se puede articular en cuatro etapas, que señalan el proceso terapéutico del discípulo quemado que llega a convertirse en discípulo encendido.

La primera etapa consiste en hablar, en sacar toda la negatividad acumulada en respuesta a la pregunta de Jesús: “¿Qué conversación lleváis por el camino?”. Nosotros hablamos y él escucha. Es muy importante verbalizar lo que nos pasa, poner nombre a nuestras decepciones. Luego se cambian los papeles (segunda etapa) Nosotros escuchamos mientras él nos ofrece las claves de interpretación a partir de la Palabra de Dios: “¿No ardía nuestro corazón cuando nos explicaba las Escrituras por el camino?”. No basta desahogarse; necesitamos encontrar claves para saber por qué nos hemos quemado y cuál es el significado existencial de esa experiencia. 

La tercera etapa obedece a un deseo (“Quédate con nosotros porque el día ya va de caída”), al que sigue una experiencia de reconocimiento del Resucitado en la celebración de la Eucaristía (“Lo reconocieron al partir el pan”). La persona quemada no puede abandonarse a las decisiones de los demás. Tiene que expresar, siquiera mínimamente, su deseo de salir del pozo. Iluminados por la Palabra y confortados por la Eucaristía, los dos discípulos regresan a la comunidad de Jerusalén (cuarta etapa), acogen su mensaje (“Verdaderamente ha resucitado el Señor”) y comparten su experiencia por el camino. Regresar al grupo humano del que nos hemos alejado es esencial para reconstruir el tejido de nuestra vida personal y social. Antes de compartir con él lo que nos ha pasado por el camino, necesitamos aceptar lo que el grupo tiene que decirnos, los valores que lo sustentan y que, en el fondo, son los nuestros. Solo entonces la persona quemada experimenta que ha superado la prueba. La vuelta a la normalidad de la vida cotidiana es el signo más visible. No estamos llamados a estar quemados sino a ser luz.

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