viernes, 30 de abril de 2021

A solo 93 metros de casa

Los periodistas David Beriain y Roberto Fraile, asesinados en Burkina Faso

Ha causado un fuerte impacto en España (y también en Italia) el asesinato de dos periodistas españoles y del conservacionista irlandés Rory Young en Burkina Faso, un país del África occidental donde crece el yihadismo a costa de la miseria. Todavía no he tenido la oportunidad de visitarlo, aunque los claretianos tenemos allí una misión que está unida a las del vecino Costa de Marfil. Los periodistas españoles eran David Beriain y Roberto Fraile. Descansen en paz. 

David tenía una productora que se llamaba “93 metros”. Estaba especializada en grandes formatos documentales y en “encontrar y contar grandes historias que reflejan la realidad más radical, intensa y emocionante”. En un tiempo en el que tantas noticias se cocinan en las redacciones de los periódicos digitales a base de “corta y pega”, adquieren más valor los periodistas que se arriesgan a ir a los lugares donde se genera la noticia para contarla en primera persona. Se trata de ir, ver y contar. El mensaje del papa Francisco para la próxima Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales parece haberse adelantado a lo sucedido en Burkina Faso. Transcribo algunas palabras:

“También el periodismo, como relato de la realidad, requiere la capacidad de ir allá donde nadie va: un movimiento y un deseo de ver. Una curiosidad, una apertura, una pasión. Gracias a la valentía y al compromiso de tantos profesionales —periodistas, camarógrafos, montadores, directores que a menudo trabajan corriendo grandes riesgos— hoy conocemos, por ejemplo, las difíciles condiciones de las minorías perseguidas en varias partes del mundo; los innumerables abusos e injusticias contra los pobres y contra la creación que se han denunciado; las muchas guerras olvidadas que se han contado. Sería una pérdida no sólo para la información, sino para toda la sociedad y para la democracia si estas voces desaparecieran: un empobrecimiento para nuestra humanidad”.

Iglesia de Artajona (Navarra)

Me parece claro que tanto David como Roberto pertenecían a esa raza de periodistas atrevidos que van donde nadie va. Pero ¿por qué David llamó a su productora “93 Metros”? La explicación la ofreció él mismo en una entrevista concedida a “Nuestro Tiempo” en 2017: 

“Mi productora se llama 93 Metros porque la fundamos cuando mi abuela murió. Mi abuela Juanita era la matriarca de los Beriain. Murió con 98 años dejando tras de sí una huella de cariño y de entrega espectacular. Todos le teníamos devoción, con todo el sentido del nombre, y a mí, por ser el periodista, me tocó escribir unas palabras. Y noventa y tres metros es la distancia que hay entre la que era la puerta de su casa y el banco de la iglesia donde ella rezaba. No salía de ahí nunca. Jamás”. 

Y añadió algo más: 

Por eso nos llamamos así, porque no nos olvidamos nunca de que a veces la historia más grande está en el lugar más pequeño. Hacemos historias grandes, épicas, de esas que importan, en sitios exóticos. Lo que pasa es que a los imbéciles como yo nos resulta más obvio contar una historia cuando nos explotan las cosas a los lados. Solo hay que darse cuenta de que a la vuelta de la esquina hay algo que contar. No hay historias pequeñas: hay ojos pequeños”. 

Quizá lo más impactante es el final de la entrevista: “A mi abuela le sobraron noventa y tres metros para encontrar su verdad. Yo he andado por más de noventa y tres países, y todavía no he conseguido hacer nada”.

Admiro a personas tan sinceras como David. Cuando confiesa que ha andado por más de noventa y tres países y todavía no ha conseguido hacer nada, está expresando lo que sienten muchas personas de su generación. Vivimos en un mundo que nos ha vendido el señuelo de que cuantas más cosas hagamos, más tengamos y más viajemos, más libres y felices vamos a ser. No es verdad. El sentimiento de desorientación y languidez que acompaña a muchos de quienes viven así es quizá la prueba más evidente. 

Tiene que ser una anciana que apenas se ha movido de su pueblo la que, sin alharacas, con la alegría de sus ojillos curados de espanto, muestre que la fuente de la vida está a apenas 93 metros de su casa. Juanita, la abuela de David, rezaba mucho en el banco de la iglesia de Artajona (Navarra). Miraba a Jesús y se dejaba mirar por él. Con el paso del tiempo se fue produciendo un trasvase de amor y confianza. Juanita no necesitó dar la vuelta al mundo para saber cuál es el verdadero sentido de la vida. Lo tenía a la puerta de casa. 

Interior de la iglesia de san Saturnino en Artajona (Navarra)
¿Estaremos todavía en condiciones de dejarnos curar por los ancianos que destilan sabiduría o nos hemos vuelto tan orgullosos que solo nos fiamos de lo que nosotros experimentamos? ¿Creemos que el mundo comienza con nuestra generación o recogemos el legado de quienes han vivido mucho y han encontrado luz en las tinieblas? Estoy convencido que las respuestas a las grandes cuestiones de la existencia no exigen muchas investigaciones y aventuras, sino solo un corazón sencillo y una enorme capacidad de admiración. Si no, los pobres quedarían excluidos. Y, sin embargo, son ellos, según Jesús, quienes mejor perciben las “cosas del Reino” que el Padre oculta a los sabios y entendidos de este mundo.

jueves, 29 de abril de 2021

Se necesitan mujeres como ella


Hoy se celebra la memoria de santa Catalina de Siena, una santa mística y luchadora. Su testimonio sigue muy vivo en la vida de la Iglesia y, de manera particular en Italia, país de la que es patrona junto con san Francisco de Asís, otro santo muy popular en el país transalpino y en todo el mundo. Y más aún desde que el papa Francisco decidiera adoptar su nombre. La santa es también copatrona de Europa desde 1999, por expreso deseo de san Juan Pablo II. Catalina nació en la ciudad toscana de Siena, indisolublemente ligada a su nombre, el 25 de marzo de 1347. Murió tal día como hoy en Roma, a la edad de 33 años, en 1380. Vivió, pues, en la segunda mitad del siglo XIV, un siglo tormentoso para la vida de la Iglesia. Dos años antes de su muerte estalló el llamado “cisma de Occidente”, que no terminó hasta bien entrado el siglo XV.

Igual que santa Teresa de Jesús fue la gran santa del convulso siglo XVI en España, Catalina lo fue del siglo XIV en Italia. Ambas son doctoras de la Iglesia. He visitado la tumba de santa Catalina muchas veces en la iglesia de Santa María sobre Minerva, considerada la única iglesia gótica de Roma. [Os recomiendo hacer una visita virtual en el enlace anterior. Podéis contemplar el precioso techo abovedado y estrellado de la nave central e incluso orar ante la tumba de la santa]. Como su mismo nombre indica, esta iglesia, regentada por los dominicos, está construida sobre el templo pagano dedicado a la diosa Minerva. En la plaza que hay frente a ella se encuentra el célebre elefantito de Bernini que tanto suele gustar a los niños. La sobria fachada no deja adivinar el hermoso interior de una iglesia que acoge también los restos de fray Angélico, el gran pintor dominico del siglo XV. 

Para conocer sucintamente la vida de Catalina, y sobre todo su mensaje espiritual para nosotros, os recomiendo leer la silueta que hizo de ella el papa Benedicto XVI en una de sus catequesis de los miércoles, concretamente el 24 de noviembre de 2010. Lo que más me impresiona de esta mujer es la combinación de experiencia mística y compromiso político, por usar expresiones poco medievales, pero muy utilizadas hoy. Su amor por Jesús y por la Iglesia la llevó a tomar decisiones valientes. Escribió cartas a hombres y mujeres de todas las condiciones, manteniendo correspondencia con las principales autoridades de los actuales territorios de Italia, rogando por la paz entre las repúblicas de Italia y el regreso del papa a Roma desde Aviñón. Se relacionó mucho con el papa Gregorio XI (1330-1378), emplazándolo a reformar el clero y la administración de los Estados Pontificios. 

De entre las muchas frases célebres que conservamos de Catalina, elijo una: “Avete taciuto abbastanza. È ora di finirla di stare zitti! Gridate con centomila lingue. Io vedo che a forza di silenzio il mondo è marcito”. En español podría sonar así: “Ya os habéis callado bastante. ¡Es hora de dejar de estar con la boca cerrada! Gritad con cien mil lenguas. Veo que a fuerza de silencio el mundo se ha podrido”. Es una frase que se podría pronunciar hoy. A veces tengo la impresión de que nuestro mundo se pudre porque, para evitarnos problemas, preferimos no levantar la voz ante todo lo que atenta contra los seres humanos. Nos acostumbramos a realidades que no son normales hasta que el paso del tiempo nos abre los ojos. Entonces, a veces demasiado tarde, nos rasgamos las vestiduras. 

Nos hemos “acostumbrado” a que mueran miles de inmigrantes en el Mediterráneo, en el Atlántico o en la frontera entre México y Estados Unidos, a que cada año se practiquen más de 70 millones de abortos en el mundo, a que 820 millones de personas padezcan hambre, a que se “compre” (lenguaje esclavista) un futbolista por 100 millones de euros, a que el gasto anual en armamento supere el billón y medio de dólares, a que la prostitución sea una práctica tolerada, a que se viertan a la atmósfera más de 36.800 millones de toneladas de CO2 cada año, a que dejemos de creer en Dios como si no pasara nada...

Las palabras de santa Catalina suenan como un mazazo: Ya os habéis callado bastante. ¡Es hora de dejar de estar callados! Gritad con cien mil lenguas”. El desafío no consiste solo en denunciar y gritar (esto lo hacen muchos), sino en ser consecuentes con lo que decimos. Palabras y obras deben ir de la mano. De Catalina seguimos hablando seis siglos después de su muerte porque no se limitó a decir y escribir. Su vida fue un fiel y apasionado reflejo de lo que pedía a los demás. No se detuvo ni siquiera ante el papa. Al mismo tiempo que reconocía su figura como la del “dulce Cristo en la tierra”, le recriminaba su conducta con una valentía profética que pocas veces hemos visto en la historia de la Iglesia. Mujeres como ella pueden despertarnos del sopor producido por lo “políticamente correcto”, por un estilo de vida que traga casi con cualquier cosa con tal de no perder la cuota de tranquilidad que nos permite seguir viviendo con placidez, aunque sea a costa de muchas otras personas inocentes. 

Me vienen a la mente unas palabras pronunciadas por los discípulos de Emaús cuando le contaban a Jesús lo que había sucedido en Jerusalén: “Algunas de nuestras mujeres nos han sobresaltado” (Lc 24,22). También hoy necesitamos que muchas de nuestras mujeres nos sobresalten, nos digan que ya hemos callado bastante y nos inviten a asumir compromisos. De hecho, en la vida de la Iglesia y de la sociedad son muchas las mujeres que están denunciando casos de abusos sexuales y de violencia doméstica, de dominación machista, de clericalismo trasnochado, de políticas deshumanas, de competitividad absurda, de contaminación ambiental, de explotación de la infancia, de una sanidad despersonalizada, de oligopolios farmacéuticos … Necesitamos mujeres, como Catalina de Siena, que, llenas de amor a Jesús y a su Iglesia, levanten con fuerza la voz y acompañen su denuncia con el testimonio de una vida coherente y entregada. Cada vez lo veo más claro. Ellas, portadoras de la vida, saben mejor que nadie cómo podemos y debemos vivir de otra manera.



miércoles, 28 de abril de 2021

Elogio de la eñe

En los últimos días estoy viviendo de préstamos. Los agradezco mucho. Una prima me envió el vídeo con la nueva grabación del “Himno a la Alegría”. Ayer comenté el artículo del New York Times que me mandó un amigo costarricense acerca de la languidez como estado de ánimo general durante la pandemia. Y hoy quiero sacarle jugo a un mensaje de WhatsApp que me hizo llegar otro amigo de Madrid. Se trata de algo ligero. No todos los días podemos arremangarnos para arreglar el mundo. A veces, basta con que disfrutemos un poco de las pequeñas o grandes cosas, como, por ejemplo, de la lengua que usamos en este Rincón. Suelo repetir que nuestra verdadera patria es más la lengua que hablamos que el territorio en el que hemos nacido, aunque todo tenga su importancia. Si bien el Día de la Lengua Española en las Naciones Unidas se celebró el pasado 23 de abril, nunca es tarde para hablar de ella. Yo nací en Castilla, tierra nutricia de esta lengua universal, también conocida como castellano. 

Hay algunas curiosidades que nos pueden servir para abrir boca, a modo de aperitivo. El español es la segunda lengua del mundo por número de hablantes nativos, solo detrás del chino. Es el tercer idioma más popular en Internet, aunque ocupa un segundo puesto en las redes sociales. Es la lengua oficial (de iure o de facto) en 21 países, sobre todo en América. México tiene el mayor número de hispanohablantes, seguido de Colombia y España. Nada menos que unos 4.000 términos del español proceden del árabe; por ejemplo, aceituna, azúcar, almohada, alféizar y arroz. El Quijote es la segunda obra más traducida a otras lenguas después de la Biblia. Estas y otras muchas curiosidades se pueden encontrar en cualquier artículo o libro que hable sobre la lengua española.

Hoy quiero fijarme en la letra eñe (ñ), que es la letra española por antonomasia. Hasta el Instituto Cervantes la ha adoptado en su logo. Acerca de su origen, se dice que, en la Edad Media, los amanuenses idearon un plan para ahorrar tiempo y pergamino acortando las palabras con letras dobles. Combinaron las dos figuras en una y dibujaron en la parte superior una pequeña virgulilla (~), a modo de sombrero. Por lo tanto, una palabra como “annus”, en latín, se convirtió en el español “año”. La letra fue incorporada oficialmente en el diccionario de la Real Academia Española en 1803. 

España aprobó una legislación que protegía la inclusión de la eñe en el teclado de los ordenadores. Yo escribo con un ordenador italiano. En la tecla correspondiente a la eñe figuran tres símbolos (ò, ç y @), pero me apaño bastante bien cambiando la lengua en “preferencias de idioma”. La letra eñe aparece en más de 17.700 palabras en español, así que hay que darle la importancia que se merece. Otras reflexiones de más calado no me vienen ahora. Quizá no es necesario hacer una metafísica de la eñe. Basta con escribirla con propiedad y nunca usarla como arma arrojadiza.

El mensaje que me envió mi amigo de Madrid contenía un poema escrito por Hugo Pazos desde Perú. Se le podría aplicar aquel ripio de: “Aunque como poesía no tiene gran valía, / como poema amoroso es, sin duda, ingenioso”. Lo de amoroso viene por su amor desmesurado a la letra eñe, jajaja. Ahí va tal cual lo he recibido:

  El Triunfo de la Eñe

(Hugo Pazos)

En el idioma español
la eñe es muy importante
y en todo computador
debe ser una constante.

Tan importante es la eñe
que sin ella yo no sueño
y, aunque te parezca extraño,
ni me estriño ni me baño.

Aunque sin eñe no hay daño,
resultaría dañino
que nos faltara el empeño
y no existiera el cariño.

No verías a mi limeña
con su linda piel de armiño,
tampoco habría cabañas
para albergar a los niños.

Sin eñe yo no te riño,
aunque tampoco regaño
y mira que no te engaño,
si te digo que te extraño.

Sin beber un vino añejo
en una criolla peña,
¿qué gracia tendrá el mañana?

¿Acaso habría buñuelos
o chuños para la niña,
como los hacía la abuela
con sus trocitos de piña?

No existiría el otoño
sin la eñe en nuestras letras
y tampoco habría moño,
donde prender las peinetas.

Habría sido muy extraño
que Bill Gates no la pusiera,
¡quedaría como el tacaño
más grande de todo el año!

Bueno, basta de regaños
porque ya me vino el sueño
y aunque pongo mucho empeño
los ojos no me acompañan.

Termino pidiendo a todos
los que hablan el español,
defiendan la eñe… ¡coño!,
que así el idioma es mejor.

Si no existiera la eñe,
¿cómo quedaría el "Feliz Año"
o cómo imperativamente
se pronunciaría "Cumpleaños"?


martes, 27 de abril de 2021

No sé qué me pasa

Cuatro monosílabos y una palabra bisilábica. Es todo lo que se necesita para expresar un sentimiento que está en boca de muchos: “No sé qué me pasa”.  Un amigo costarricense me envió ayer el enlace a un artículo del periódico New York Times que pone nombre a esta situación por la que están atravesando muchas personas en estos tiempos de Covid. Se llama languidez. No se trata de un mero agotamiento ni tampoco de una depresión en sentido estricto. Según la RAE, languidecer significa “perder el espíritu o el vigor”. Parece que ni siquiera las vacunaciones masivas que se están llevando a cabo en muchos países consiguen levantar el ánimo colectivo. Si 2020 fue el año del desconcierto y del temor, 2021 parece ser el año de la languidez. El autor del artículo la describe así: “La languidez es una sensación de estancamiento y vacío. Se siente como si estuvieras arrastrándote para pasar los días, mirando tu vida a través de un parabrisas empañado”. 

Y, desde su perspectiva psicológica, añade: 

“La languidez es el hijo ignorado de la salud mental. Es el vacío entre la depresión y el bienestar: la ausencia de bienestar. No tienes síntomas de enfermedad mental, pero tampoco eres la imagen viva de la salud mental. No estás funcionando a toda máquina. El languidecimiento empaña tu motivación, altera tu capacidad de concentración y triplica las probabilidades de que reduzcas el trabajo. Parece ser más común que la depresión, y en cierto modo puede ser un factor de riesgo mayor para sufrir una enfermedad mental”.

No sé si los lectores de este Rincón habéis identificado en vosotros algunos de estos síntomas. Si así fuera, habría que cambiar el indefinido “No sé qué me pasa” por un asertivo: “Me encuentro lánguido”. Es probable que la languidez conduzca también al aburrimiento al no encontrar nada que nos dé energía. No hay por qué temerlo. El aburrimiento puede favorecer el viaje a la interioridad (del que solemos huir) y ser la antesala de una creatividad más profunda. Me parece que la gran tentación es querer vencer el aburrimiento con el entretenimiento. Internet se ha convertido en un colosal parque temático en el que uno puede encontrar todo tipo de propuestas para “matar el tiempo”, pero quizás es peor el remedio que la enfermedad. 

¿Por qué no permitirnos a nosotros mismos vivir un tiempo de languidez sin sentirnos culpables por ello? ¿Tan peligroso es estar apagados y aburridos? ¿Quién ha dicho que tenemos que llenar el tiempo de ocupaciones y estar siempre pletóricos? Quizás esa es la imagen de gente saludable que presenta la publicidad para vender productos que contribuyen a crear un estado de satisfacción y aun de euforia, pero esa imagen risueña de los anuncios no refleja la vida real de la mayoría de las personas. 

Vivir un tiempo de languidez tras años de aceleración, consumismo e inconsciencia puede ser el camino hacia una nueva forma de entender la vida. O una especie de desierto hacia una pequeña “tierra prometida”. En la tradición de los maestros espirituales del desierto se hablaba de una enfermedad espiritual llamada acedía, que el diccionario de la RAE describe como “pereza, flojedad, tristeza, angustia y amargura”. Algunos hablan de ella como de una forma de malestar de la cultura actual, incluso antes de la pandemia. Creo que es saludable experimentar este tipo de sentimientos porque actúan como despertadores para hacernos ver que necesitamos cambiar, que no se trata de continuar como siempre.

Mientras tecleo la entrada de hoy, recuerdo las palabras que el papa Francisco pronunció el pasado domingo durante la recitación del Ángelus: 

“130 migrantes han muerto en el mar. Son personas. Son vidas humanas, que durante dos días enteros han suplicado en vano ayuda. Una ayuda que no llegó. Hermanos y hermanas, cuestionémonos todos sobre esta enésima tragedia. Es el momento de la vergüenza. Recemos por estos hermanos y hermanas, y por tantos que siguen muriendo en estos dramáticos viajes. También rezamos por aquellos que pueden ayudar, pero prefieren mirar hacia otro lado. Rezamos en silencio por ellos”. 

Es probable que la languidez personal nos vuelva indiferentes ante las tragedias que siguen sucediendo en nuestro mundo. Podemos pensar que ya tenemos demasiados problemas en casa como para ocuparnos de los problemas de los demás. Y, sin embargo, solo cuando escuchamos el grito de los otros logramos salir de nuestro propio encierro.

La pandemia se ha llevado a otro claretiano en Lima (Perú). Alrededor de 25 misioneros han muerto en todo el mundo a causa del coronavirus en el último año. Los claretianos de la India me cuentan la terrible situación por la que está atravesando el país. El virus está desbocado. Los muertos se cuentan por millares. Cualquier sitio es bueno para incinerarlos. La desesperación se está apoderando de muchas personas. 

¿Qué podemos hacer? ¿Es la languidez un estado anímico de ricos? ¿Se pueden permitir los pobres estar lánguidos o la vida misma los obliga a afrontar la batalla de cada día? Creo que abrir las ventanas de nuestra casa para ver lo que sucede en el mundo ayuda a relativizar nuestros problemas personales y la falta de vigor que se ha apoderado de nosotros. Por otra parte, si aceptamos la languidez con paciencia, sin querer apresurar los tiempos, es probable que, poco a poco, se vaya haciendo la luz. En cualquier caso, con vigor o sin él, con ganas de comernos el mundo o de refugiarnos en nuestra casa, Dios sigue caminando con nosotros. Esta fe nos ayuda a vivir el presente con serenidad. Y salir de nosotros mismos para hacer un pequeño favor a alguien... también.


lunes, 26 de abril de 2021

Tú y yo somos únicos

¿Cuántas relaciones vamos sumando a lo largo de nuestra vida? No es fácil establecer una cifra. Hay algunas relaciones primarias e indiscutibles que nos acompañan desde que nacemos: nuestros padres y hermanos. Aunque quisiéramos renunciar a ellas, siempre llevaremos sus marcas, siquiera en forma de ADN. A ellas se añaden las que establecemos con los familiares más cercanos: abuelos, tíos y primos. En el caso de las personas casadas, cobra una importancia capital la relación con el propio cónyuge, con los hijos y con todos aquellos vinculados a la nueva familia: suegros, cuñados, sobrinos, etc. En cuanto a los consagrados, resulta determinante nuestra pertenencia a una comunidad carismática y los vínculos de fraternidad que establecemos con sus miembros. Y también todas las relaciones que brotan del trabajo pastoral o del acompañamiento de las personas. 

Sigue luego la lista de nuestros amigos con los que mantenemos diversos grados de vinculación. Algunos lo son desde la infancia y, como el buen vino, han ido madurando con el paso de los años. Otros se han ido incorporando en las sucesivas etapas de la vida. Puede que algunos lo sean solo desde hace unas semanas o meses. En algunos casos, los amigos se esfuman con el paso del tiempo, pero, por lo general, si la amistad es auténtica, perdura toda la vida, incluso en la distancia. 

Nos relacionamos mucho con nuestros compañeros de trabajo, algunos de los cuales pueden también formar parte del grupo de amigos, pero no necesariamente. A veces, a mayor cercanía física, mayor distancia emocional. Y hay, finalmente, un grupo numeroso y heterogéneo formado por los conocidos: personas con las que nos hemos encontrado en algún momento, pero con las cuales no mantenemos una vinculación estrecha, sino, más bien, epidérmica y a veces solo circunstancial.

El milagro de las relaciones interpersonales consiste en que cada una es única, no equiparable a las demás. Por esta misma dinámica, ninguna roba nada a las otras. La relación que yo mantengo con mi padre o con mi madre, por ejemplo, no se parece a ninguna otra. Con cada uno de mis hermanos tengo también una relación única. Y lo mismo podría decir respecto de mis hermanos de comunidad y mis amigos. Es probable que compartamos los mismos hechos y desarrollemos pautas de conducta parecidas, pero, en el fondo, con cada persona construimos una historia singular. Toda persona es insustituible. Recuerdo muy bien lo que cantaba Alberto Cortez: “Cuando un amigo se va / queda un espacio vacío / que no lo puede llenar / la llegada de otro amigo”. ¿No es maravillosa esta increíble diversidad? 

Los celos y otros fenómenos parecidos surgen cuando no aceptamos la singularidad de cada relación y pretendemos establecer comparaciones cualitativas o cuantitativas. O cuando consideramos que las demás relaciones constituyen una amenaza para la que consideramos prioritaria. No sé si alguna vez lograremos tal grado de madurez, pero la dirección por la que caminar me parece clara. Esto exige, al menos, dos condiciones que no son fáciles de cumplir. La primera es estar vinculados a una relación única e incondicional que constituya el fundamento de nuestra vida, más allá de todos los vaivenes que podamos experimentar en sus diversas etapas. Para los creyentes, esta realidad es Dios, el único que nos ama por lo que somos, siempre y de manera absoluta. 

La segunda condición es ejercitarnos en el arte del desapego, que no consiste en dejar de cultivar las relaciones que tejen nuestra vida, sino en no “poseerlas” y, por lo tanto, en no hacer depender de ellas nuestra felicidad. No hay ser humano que pueda colmar el ansia de amor que todos experimentamos. Estamos hechos para un amor infinito. No podemos pedirle a ninguna persona finita que ocupe el lugar de Dios. Este “desapego” nos otorga una gran libertad y, en el fondo, una nueva energía para amar a todos sin exigencias desmesuradas y sin dependencias insanas.

No creo que sea fácil decirle a una persona que amamos: “Tú y yo somos únicos. Nuestra relación es original, inédita”. Pero es la pura verdad. Creo que nos haría mucho bien disfrutar de esta singularidad y no perdernos en comparaciones que pueden malograr la riqueza de nuestra vida afectiva. De niños nos suelen preguntar: “¿A quién quieres más: a mamá o a papá?”. Es una pregunta tramposa que nos inocula el virus de la comparación. Si tuviéramos la madurez suficiente, podríamos responder así: “A papá lo quiero como papá; y a mamá la quiero como mamá. Cada uno es único. No hay comparación posible”. Y lo mismo se podría decir del resto de las muchas relaciones con las que vamos tejiendo nuestra vida. Naturalmente, la singularidad implica que no con todas las personas mantenemos el mismo grado de intimidad y confianza. Esto no es posible ni quizá deseable. Pero eso no desnaturaliza el valor de la relación y su carácter único. 

En fin, se ve que este último lunes de abril me ha dado por hurgar en el álbum de los afectos. Quizás es una hermosa oportunidad para dar gracias a Dios por todas las personas que ha ido poniendo en mi vida. Me resulta imposible calcular ni siquiera un número aproximado. Cada una ha sido un reflejo de ese Amor único que es Dios mismo. Es evidente que no sería quien soy sin la ayuda de muchos hombres y mujeres que han bailado conmigo en la danza de la vida. Reconozco que no siempre he sido agradecido y respetuoso. Me duelen los agravios, los olvidos y, sobre todo, la indiferencia. Pero como se dice en el ámbito del deporte todavía queda partido.



domingo, 25 de abril de 2021

Se buscan pastores

Ya se sabe que todos los años el evangelio del IV Domingo de Pascua va de pastores y de ovejas, hasta el punto de ser conocido como el domingo del Buen Pastor. El fragmento del evangelio de Juan que leemos hoy (Jn 10,11-18) distingue claramente entre el pastor bueno y el pastor asalariado. El primero es capaz de dar la vida por las ovejas; el segundo, cuando ve venir al lobo, “abandona las ovejas y huye”. La razón es sencilla: al asalariado “no le importan las ovejas”. 

La comparación era perfectamente entendible para los contemporáneos de Jesús. Aunque estaban ya establecidos en Palestina y se habían hecho agricultores sedentarios, nunca habían renunciado a su pasado pastoril y nómada. Jesús parte de esta experiencia popular para presentarse como el “buen pastor”. No habría inconveniente en traducir esta expresión por “el pastor hermoso”. ¿En que se nota que él es un pastor bueno/hermoso? En tres rasgos claros: conoce (es decir, ama) a sus ovejas, da la vida por ellas y busca a las que no están en el redil. El objetivo también es claro: que haya un solo rebaño bajo el pastoreo de Dios, único pastor de todos. 

El ambiente rural de los tiempos de Jesús ha sido sustituido hoy por el continente digital. Parece que en un país como España agonizan los pastores tradicionales. Es un oficio hermoso, pero duro. Los jóvenes no se sienten atraídos. Entre pastorear ovejas y trabajar en el mundo digital no hay duda posible. Escogen lo segundo. ¿Tendrá algo que ver esta crisis del pastoreo tradicional con la crisis del pastoreo espiritual?

Todos los seguidores de Jesús estamos llamados a ser como él: es decir, “buenos pastores” y no simplemente cristianos “asalariados”. Pertenecemos al segundo grupo cuando nos limitamos a cumplir algunas obligaciones externas, pero no ponemos la vida en ello. Somos “buenos pastores” cuando nos preocupamos de conocer/amar a las personas que forman parte de nuestro entorno, expresamos este amor con gestos concretos de cuidado y cariño y buscamos también a las personas que pueden andar por la vida “como ovejas sin pastor”. Es una forma hermosa de presentar la vocación cristiana, por más que la metáfora pueda parecer desfasada. 

La común vocación al pastoreo se expresa de manera singular en quienes han sido llamados a ser “pastores” de la comunidad en el nombre de Jesús. En la tradición católica solemos llamarlos sacerdotes o, más popularmente, curas. Raramente nos referimos a ellos como “pastores” (como hacen algunas iglesias protestantes con sus líderes) y mucho menos con la expresión “ministros ordenados”, teológicamente más precisa. Su número está creciendo en África y Asia y disminuyendo en Europa y América. En el viejo continente cada vez hay menos jóvenes dispuestos a consagrar su vida al servicio de Dios y de la comunidad siguiendo esta vocación. 

Llevamos varias décadas hablando de “crisis de vocaciones” porque tomamos como baremo el alto número de los años 50 y 60 del siglo pasado. Con el envejecimiento notable de la mayoría de ellos, la imagen del sacerdote que muchos niños tienen en Europa es la de una persona anciana a la que ven los domingos en la iglesia. Difícilmente pueden identificarse con ella. Nunca como ahora los presbíteros hacen honor al significado de su nombre: ancianos.

En este contexto de escasez y envejecimiento, hoy celebramos la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. En su mensaje de este año, el papa Francisco, evocando el año de san José, nos habla del sueño de la vocación. Destaca tres palabras clave que nos ayudan a descubrir y realizar nuestra vocación en la vida: sueño, servicio y fidelidad. Merece la pena leer el mensaje del papa Francisco para ver cómo estas palabras son hitos de un itinerario que conecta con lo que hoy estamos viviendo. 

¿Qué tiene que suceder para que más jóvenes se abran a este sueño? ¿Será cuestión de suprimir el celibato como requisito obligatorio? ¿Cambiaría el panorama si las mujeres pudieran acceder al ministerio ordenado? Algunos de estos cambios han sido ya realizados por varias iglesias protestantes sin que ello haya supuesto una revitalización de sus comunidades y un aumento significativo de las vocaciones ministeriales. 

Aunque estos asuntos tengan su importancia y actualidad, la cuestión es mucho más de fondo. Tiene que ver con el significado de la fe en Jesús, la pertenencia a la comunidad de la Iglesia y las diversas formas de entender la ministerialidad. Influyen también el descenso demográfico, la mala imagen de la Iglesia en las últimas décadas (en parte provocada por los escándalos de poder, financieros y sexuales de algunos sacerdotes) y el desconocimiento de una forma de vida que puede ser humanamente plena y socialmente significativa. 

Hace tres años escribí en este mismo Rincón una Carta a un joven que nunca ha pensado ser sacerdote. En ella comparto con más amplitud cómo veo la situación. Ahora añadiría algún detalle nuevo, pero, en lo sustancial, la suscribo. Más de una vez me han preguntado si yo, con la experiencia acumulada, volvería a escoger esta vocación. Mi respuesta ha sido siempre la misma: “No tengo la impresión de haber escogido nada, sino de haber sido escogido. Si hoy tuviera esa misma experiencia, no lo dudaría ni un segundo, a pesar del contexto desafiante en el que vivimos”. Cuando Dios llama, él mismo se encarga de darnos todo lo que necesitamos para ser fieles y felices, aunque no siempre nos ahorre tener que pasar por “cañadas oscuras” e incluso por crisis existenciales. 

El salmo 22/23 lo expresa con mucha claridad. Os propongo una hermosa versión musical realizada por la hermana Glenda. Os pido también a los amigos del Rincón que sigamos orando al Dueño de la mies para que envíe muchos operarios (laicos, consagrados y sacerdotes) a esta inmensa mies que es el mundo. 



sábado, 24 de abril de 2021

El árbol no come sus frutos


En una conversación informal con amigos, alguien dijo una frase que se me quedó grabada: “El árbol no come sus frutos”. Me pareció una manera muy plástica de decir que todos los seres, incluyendo los humanos, existimos para darnos, no para ahorrarnos. En el libro de los Hechos de los Apóstoles encontramos un dicho de Jesús que Pablo inserta en su discurso de despedida a los presbíteros de Éfeso: “Siempre os he enseñado que es trabajando como se debe socorrer a los necesitados, recordando las palabras del Señor Jesús, que dijo: Hay más dicha en dar que en recibir” (Hch 20,35-36). Este proverbio de Jesús − Hay más dicha en dar que en recibir” – no se encuentra en los evangelios. Parece que Pablo lo recibió por tradición oral. Nosotros lo hemos incorporado a la lista de dichos famosos. En pocas palabras expresa la dinámica de la vida. Hemos sido hechos para dar y para darnos. 

Naturalmente, esta dinámica implica también (y no siempre es fácil) la apertura y humildad suficientes para recibir. Todos nos necesitamos. Nadie puede decir que es autosuficiente. Nadie tiene a cabalidad todo lo que necesita para ser feliz. Algunas personas pueden abundar en bienes materiales, pero ser indigentes en salud o en afectos. Otras pueden vivir rodeadas de cariño, pero andan escasas de trabajo o de dinero. Nuestra vida cambiaría si pudiéramos comprender que − como el árbol – no estamos hechos para comernos nuestros propios frutos, sino para donarlos como alimento a otros. Igual que los frutos se pudren si nadie los recoge, de igual modo nuestros dones resultan infecundos si nos los ponemos al servicio de los demás.

No siempre somos conscientes de esta dinámica. Por paradójico que resulte, muchos de los que más tienen son con frecuencia los menos dispuestos a dar. Y muchos de los que menos tienen suelen compartir lo poco que tienen con quien lo necesita. La capacidad de compartir no está ligada a la abundancia de recursos, sino a la generosidad del corazón. La persona avara acumula y se enriquece, pero nunca es feliz porque su actitud acaparadora va contra la dinámica de la vida. La persona generosa, aun cuando atraviese períodos de escasez, encuentra en su interior la fuente del gozo porque − como nos reveló Jesús hay más alegría en dar que en recibir. 

Creo que en la raíz de la tristeza y la soledad que viven muchas personas está su incapacidad para dar y, sobre todo, darse. Jesús lo dijo de otro modo más llamativo: “Quien quiera salvar su propia vida la perderá, pero quien la pierde por mí la salvará” (Mt 16,25). La frase la encontramos también en el evangelio de Marcos (8,35) y en el de Lucas (9,24; 17,33). Se trata, pues, de una sentencia que con toda probabilidad fue pronunciada por Jesús en estos mismos términos. Salvar la propia vida quiere decir, en este contexto, buscar el propio interés, asegurar lo que tenemos, ponernos a buen recaudo. Quien obsesivamente plantea su vida desde esta clave, acaba perdiendo la vida, porque por ese camino cierra las puertas a la alegría. Quien, por el contrario, “pierde” la propia vida (es decir, se vacía para darse a los demás), la gana para siempre, encuentra la razón de su existencia.

Creo que todos nosotros hemos tenido experiencia de esto. Cuando hemos sido generosos, renunciando incluso a lo que nos correspondía por derecho, hemos experimentado una íntima satisfacción que no es comparable a la producida por un aplauso, un elogio o una suma de dinero. Cuando hemos escurrido el bulto y hemos buscado nuestro propio beneficio, aun cuando hayamos ganado seguridad, es probable que hayamos experimentado por dentro la tristeza de quien gana en la superficie, pero pierde en el fondo. ¿Por qué, a pesar de haberlo experimentado, nos cuesta tanto dar y darnos? ¿Por qué creemos que vamos a ser más felices cuando nos limitamos a recibir lo que los demás nos dan? 

En las relaciones interpersonales esta dinámica se aprecia con más nitidez. Todos estamos esperando que los otros nos respeten, acojan, llamen, acompañen, inviten, cuiden, animen, abracen, escriban y recuerden. Nos produce alegría el hecho de recibir estos frutos. Pero olvidamos que también nosotros tenemos esas mismas capacidades y que, por tanto, debemos tomar la iniciativa. Una relación nunca madura cuando siempre una de las partes da y la otra recibe, en permanente asimetría. Me sorprende comprobar que hay familiares y amigos, por ejemplo, que siempre esperan que alguien les envíe un guasap o los llame por teléfono, pero ellos nunca dan el primer paso. Uno puede cansarse y, llegado el momento, dejar de hacerlo. Puede que a veces sea oportuno para provocar una reacción saludable. En todo caso, en momentos en los que uno quisiera la toalla porque ya se cansa de tanta asimetría, es bueno recordar que “hay más alegría en dar que en recibir”. Todo cambia.

viernes, 23 de abril de 2021

Leo, luego pienso

En este Día Internacional del Libro se multiplican los artículos y reflexiones sobre las ventajas de la lectura. Por un día, todos nos volvemos ávidos lectores y hablamos de los libros que hemos leído, de los que no hemos leído y de los que nos gustaría leer. Mi biblioteca de libros no leídos es inmensa. Cada vez que participo en una reunión Zoom desde mi despacho, siempre hay algún cibernauta que me pregunta si he leído todos los libros que aparecen en la estantería que hay detrás de mi silla y que la cámara capta como fondo. Mi respuesta se ha vuelto ritual: “No, no los he leído todos, ni tengo intención de hacerlo”. Hace años sentí un cierto placer en coleccionar libros. Hoy quiero deshacerme de la mayoría para quedarme solo con los más imprescindibles. En la era de Internet, el concepto de biblioteca ha cambiado. No es muy práctico acumular obras en papel que son fácilmente accesibles en formato digital. Cuestan dinero, ocupan espacio, acumulan polvo y resulta más difícil la búsqueda de un texto. 

Es verdad que leer un libro impreso tiene algunas ventajas. La primera es la propia materialidad del libro, que se convierte en una invitación a relacionarnos con él. A veces, una buena portada es ya una puerta entreabierta. Importa mucho el papel, el tipo de letra y hasta la distribución del texto. Hay personas que se sienten atraídas incluso por el olor de los libros. En mi rincón de lectura doméstico opto casi siempre por libros impresos. Me gusta tenerlos en las manos y ponerlos a dialogar con una taza de café. En los viajes y en otras circunstancias, prefiero los libros electrónicos. Más allá del formato, la lectura nos ayuda a trascender, a ir más allá del mundo en el que vivimos, incluso cuando desciende a los infiernos de algunos inframundos. Trascender significa ir siempre un poco más allá de lo que nos es dado, de la posición física y mental en la que nos encontramos, de nuestras convicciones y actitudes. Cada libro cuestiona lo que somos, nos confronta con la verdad o mentira de nosotros mismos. A veces, un buen libro acrecienta nuestra pasión por la verdad. Otras veces nos enseña a ser mejores. Y siempre, si es verdaderamente bueno, nos cura con el bálsamo de la belleza. Si nos fiamos de Dostoievski, “la belleza salvará al mundo”.

Imagino lo que tuvo que significar para la humanidad el paso de la tradición oral a la escrita. Este paso también se verificó en las comunidades cristianas. No es lo mismo transmitir los dichos de Jesús oralmente, a partir de los recuerdos de algunos testigos, que fijarlos por escrito en cartas y evangelios. La comunicación oral tiene la fuerza del testimonio; la escrita ayuda a no deformar los hechos y dichos y a enmarcarlos en un contexto. La primera corre el riesgo de acomodar los recuerdos a los intereses del hablante; la segunda, de esclerotizarlos. Durante siglos han convivido en la Iglesia las transmisiones orales (que facilitan la creatividad de quien habla) y las comunicaciones escritas (que aseguran la fidelidad a la tradición). 

¿Qué va a pasar ahora que estamos entrando en una nueva era? La transición de la larga era de las obras impresas a la nueva era de las obras digitales está comportando cambios muy significativos que se irán acelerando con el paso del tiempo. Con un click podemos acceder desde nuestra casa a una inmensa biblioteca digital que ningún ser humano tuvo en la era de la imprenta. El proceso de ampliación y democratización es evidente. Puedo leer en línea desde la Ilíada hasta El Lazarillo de Tormes sin gastar un euro. Y millones de obras más. Si los libros impresos fueron cambiando la mentalidad de las personas, ¿qué cambios va a introducir la era digital? ¿Cómo va a afectar también esta nueva era a la transmisión de la fe cristiana?

Recuerdo que hace años un compañero mío dibujó una viñeta en la que un sabio decía el famoso dicho griego: “Solo sé que no sé nada”. Para acentuar la ironía de la célebre frase, añadió: “¡Y eso porque lo he leído en un libro!”. Sí, muchas de las cosas que sabemos, pensamos y decimos provienen de las lecturas que hemos hecho. A veces somos conscientes de esta conexión, pero la mayor parte de las veces somos deudores inconscientes. Una vez asimilado el alimento intelectual, se convierte en carne de nosotros mismos. Somos lo que hemos leído de Platón y Aristóteles, el impacto de Las confesiones de san Agustín y la lógica aprendida con la Suma teológica de santo Tomás. Utilizamos palabras que le hemos pedido prestadas a Francisco Umbral o a José Ortega y Gasset. Si somos lo que comemos, también podríamos decir que somos lo que leemos. 

Es importante elegir un buen menú y digerirlo con calma, sin la voracidad a la que nos empuja la sociedad digital. Un buen libro es un instrumento que nos ayuda a lentificar el tiempo. Podemos leer despacio, subrayar palabras, volver sobre lo leído… Con un libro en las manos, el tiempo se densifica y se fecunda. Por eso, los grandes lectores suelen ser, por lo general, personas más reflexivas, calmadas y agudas que la media. A veces incluso son mejores, pero esto no viene dado automáticamente. Leo – no podía ser de otro modo  que en los meses de pandemia se ha incrementado el tiempo dedicado a la lectura. Me alegro. Es uno de los efectos colaterales positivos. Esperemos que se mantenga la tendencia. En fin, que el recuerdo de Cervantes y de Shakespeare en este día en el que se celebra por aproximación su muerte, nos estimule a practicar el noble arte de la lectura antes de que nos instalen microchips en el cerebro con toda la información requerida y nos priven del placer de adquirirla por nosotros mismos. 

jueves, 22 de abril de 2021

Encuentros en el desierto


He empezado a preparar la conferencia que dentro de un mes tendré que pronunciar en la 49/50 Semana Nacional para Institutos de Vida Consagrada, que este año será en formato digital. El tema que me han adjudicado se titula “Espiritualidad de la vida consagrada en la sociedad de la información”, así que no tengo más remedio que engolfarme otra vez en asuntos que me gustan, como la revolución digital, el impacto de Internet en nuestras vidas y cosas por el estilo. Para no incurrir en tópicos, estoy todavía en la fase de documentación, tratando de ver qué está cambiando en el complejo mundo de las comunicaciones y cómo nos está afectando a los consagrados. 

Este sencillo blog me sirve de laboratorio para testar algunas reacciones que se pueden extender a otras áreas del océano (o desierto, según se mire) de Internet. El Rincón de Gundisalvus recibe una media de unas 400/500 visitas diarias. Algunos de los lectores son asiduos. De vez en cuando hacen comentarios en el espacio reservado para ello o expresan sus reacciones en el enlace que todos los días cuelgo en Facebook y Twitter. También sugieren temas o envían vídeos interesantes. Las mujeres suelen ser más atrevidas y participativas que los varones. Nada nuevo bajo el sol. Más de uno me ha dicho que aguarda la entrada de cada día con expectación y que le ayuda a ponerse en forma espiritual, sobre todo en este prolongado tiempo de pandemia. Este solo hecho justifica con creces el pequeño esfuerzo diario.

Hay otro segundo grupo de lectores que también son asiduos, pero en “modo Nicodemo”; es decir, de manera anónima y nocturna, sin dejar huella de su paso y sin expresar la más mínima reacción. Predomina en ellos una mezcla de curiosidad y distancia. Les gusta ver sin ser vistos. Quizás en algún caso se da un cóctel de admiración y timidez. Otros (tercer grupo) son visitantes esporádicos. Pinchan el enlace de Facebook cuando el título les parece interesante o cuando les gusta la foto que lo acompaña. Aparecen y desaparecen con total libertad. No pertenecen al grupo de amigos del Rincón. Nunca se les ocurriría, por ejemplo, participar en los encuentros digitales que periódicamente se organizan. Y hay, finalmente, un pequeño grupo de visitantes ocasionales, que se han topado con el blog por casualidad mientras tecleaban en el buscador de Google algún término que los ha remitido a él. Entran una o dos veces y ya no vuelven. Todos son bienvenidos. Internet nos asegura una gran libertad de movimientos, sin el peso de fidelidades sobrevenidas. 

Entre los visitantes del último grupo, a veces se dan sorpresas como la que nos propone la primera lectura de la misa de hoy. El diácono Felipe se encuentra con un funcionario etíope en el camino que va de Jerusalén a Gaza, en medio del desierto. Lo que sucede allí se asemeja mucho a lo que les pasó a los dos discípulos que se dirigían a Emaús, solo que aquí se presenta un itinerario bautismal y allí uno eucarístico. El funcionario está leyendo el profeta Isaías. Lee, pero no entiende. Felipe se ofrece para explicárselo. La conversación termina con el bautismo en las aguas de algún oasis. 

Internet es un océano (o un desierto, si nos atenemos al escenario mencionado en el encuentro entre el funcionario etíope y el diácono Felipe) en el que pueden darse encuentros inesperados que cambian la vida de una persona. He sido testigo de algunos. Por eso, me gusta más hablar de “milagros” que de “peligros”. Y así quiero subrayarlo en la conferencia que estoy preparando para el 22 de mayo. Internet es ya nuestro ambiente, por más que señalemos una y otra vez sus límites y riesgos. En él nos movemos y comunicamos. ¿Cómo prepararnos para los encuentros que pueden cambiar una vida? ¿Qué tipo de Felipes se requieren hoy para acompañar la búsqueda de muchas personas que “leen, pero no entienden”, que quisieran encontrar a Dios, pero se pierden en los mil vericuetos de la existencia? Este es uno de esos desafíos que los consagrados no podemos pasar por alto. Pero para responder a él necesitamos la audacia y la preparación del diácono Felipe, que bien podría ser nombrado “patrono de los que buscan en el desierto”.

Los madrileños se preguntan quién ganó ayer el debate entre los seis aspirantes a presidir la Comunidad de Madrid. Quedan pocos días para las elecciones autonómicas que tendrán lugar el próximo 4 de mayo. Por lo leído, fue un debate muy polarizado entre el bloque de izquierdas y el de derechas. Las encuestas digitales señalan una clara ganadora, pero serán las urnas quienes den el dictamen final. La política sigue siendo un campo demasiado minado. ¿No habrá otra forma de participación y corresponsabilidad ciudadana que no pase necesariamente por la mediación partidista? Espero que la encontremos. 

Yo prefiero recordar que hoy, 22 de abril, celebramos la Jornada Internacional de la Tierra, una más en el rosario de jornadas que pretenden despertar nuestra conciencia ecológica. Creo que, a medida que abrimos los ojos y vemos el deterioro del planeta, estas acciones van cobrando importancia, pero no es suficiente con tomar conciencia. Hay que pasar a la acción, modificar los modos de producción y los hábitos de consumo. En este campo, como en tantos otros de la vida, “ojos que no ven, corazón que no siente”. Hasta que no veamos que la subida de los océanos se “come” algunas de  nuestras playas favoritas, mientras no nos escandalicemos contemplando horrorizados las islas de plástico que navegan por los mares o veamos que terrenos otrora feraces se han desertificado, no acabaremos de tomar en serio este desafío. Esperemos que sea antes de traspasar el temido punto de no retorno.

miércoles, 21 de abril de 2021

Un rincón en el Rincón

A eso de las 9,30 de la noche, acabadas todas las actividades, terminada la cena, visto el telegiornale de RAI2, me siento en mi rincón de lectura antes de irme a la cama. Hay un gran silencio en casa. Solo se oyen los pocos coches que a esa hora circulan por la calle del Sacro Cuore di Maria. Si hace frío, me cubro con la mantita que hace años “robé” en un avión de Iberia. A veces, me preparo un café con leche muy caliente que vierto sobre una taza grande donde se lee “I love coffee”. En realidad, el verbo love está simbolizado por un gran corazón rojo. La bebida ayuda a conciliar el sueño. La voy sorbiendo mientras leo despacio. 

Es la hora de la literatura, de la historia o de la poesía. En este momento no suelo leer libros académicos, ni siquiera de teología o espiritualidad. Me gustan las biografías. Combino los libros en papel (mis preferidos) con los libros en formato electrónico. No terminé de leer las memorias de Barack Obama que empecé el pasad noviembre. Volveré cuando tenga más tiempo. Ahora compagino Vida espiritual en la sociedad digital, un libro (en papel) del catalán Francesc Torralba escrito hace ya nueve años y 1984, la premonitoria y distópica novela que George Orwell publicó en 1949. He sentido la necesidad de releer este libro en formato electrónico. La primera vez que lo leí hace ya muchos años me dejó un regusto amargo. Ahora no sabría describir mi reacción, pero sigo adelante.

La lectura me serena. No me gusta despedir el día pegado a la pantalla del ordenador, a menos que haya algo urgente que preparar para el día siguiente o quede en programa alguna videoconferencia con América. Tampoco a estas horas suelo ver la televisión. En realidad, salvo el informativo de la noche, no suelo ver la televisión. Soy de los que ha sucumbido a la atracción de Internet. En el proprio ordenador uno puede ver lo que quiera en el momento oportuno, sin atarse a los horarios televisivos. 

Compruebo que leer ayuda a reflexionar con calma. Me gustan las películas y los vídeos sobre diversos temas. Sigo a algunos youtubers que me parecen originales y creativos, como Jaime Altozano (música) y su compañera Ter (arquitectura), además de otros más ortodoxos, pero reconozco que la lectura me ayuda a lentificar mi ritmo de vida y a pensar los asuntos lejos del ritmo veloz que suelen marcar las producciones audiovisuales. Me parece que ambos medios se equilibran. 

Por otra parte, leer es imprescindible para aprender a escribir. No solo porque la lectura aumenta el vocabulario, enriquece la sintaxis y sugiere infinidad de temas, sino porque ayuda a pensar, sentir e imaginar. Me resultaría difícil escribir algo sin haberlo rumiado. Solo cuando hago algo mío, por complejo que sea, puedo comunicarlo con claridad y sencillez. No me gusta la prosa alambicada. Se me caen de las manos el Ulises de Joyce y algunos de los últimos libros de Umberto Eco, por citar solo un par de ejemplos. No suelo dejarme llevar por lo que opinan los críticos, sino por lo que yo experimento. Si un libro, por famoso que sea, no me ha atrapado en las diez primeras páginas, suelo dejarlo sin ningún remordimiento.

El final del tiempo de lectura lo marcan los párpados. Cuando comienzan a cerrarse, quiere decir que ha llegado el tiempo de irme a la cama. Entonces, abro la aplicación eprex en mi teléfono móvil y allí mismo, en la butaca del rincón de lectura, rezo las completas en italiano. El versículo que más me gusta, porque se cumple rigurosamente casi todos los días, es uno tomado del salmo 4 que se recita después de las primeras vísperas del domingo y de las solemnidades: “En paz me acuesto y en seguida me duermo, porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo”. En italiano suena así: “In pace mi corico e subito mi addormento: tu solo, Signore, al sicuro mi fai riposare”. Apago la luz, voy a la zona de dormir y como dice el salmo enseguida me duermo, derrotado por el peso del día y poniendo toda la jornada en manos de Dios. 

Cuando tengo que viajar de un lado para otro, echo de menos mi rincón de lectura. Una de las ventajas de este año de la pandemia es que he tenido que pasar la mayor parte del tiempo en Roma. Esto me ha permitido mantener mis rutinas con regularidad. Me temo que este aprecio de los pequeños “sacramentos” domésticos, de los lugares que nos ayudan a meditar o descansar, es un claro signo de que me encuentro en el otoño de la vida. Sea como fuere, me ayuda a encontrar un poco de equilibrio en medio de jornadas repletas de compromisos. Valga lo uno por lo otro.





martes, 20 de abril de 2021

Un poco de sindéresis, porfa


En los últimos días ha tenido cierto eco en la prensa española – y también en la italiana – la entrevista que Jordi Évole le hizo a Miguel Bosé en México y que LaSexta ha emitido en dos capítulos los domingos 11 y 18 de abril. En ella aparece un Miguel Bosé físicamente deteriorado y mentalmente perdido. Enseguida se han multiplicado las parodias. No ha sido necesario mucho esfuerzo porque en la entrevista real Miguel Bosé parecía una parodia de sí mismo. Entre esa entrevista mexicana y otras del pasado parece que hay un abismo. “Todo puede fallar menos el ADN”, le llegó a decir hace 14 años a Jesús Quintero en un diálogo sensato. Esperemos que ese ADN Dominguín-Bosé le ayude a Miguel a encontrarse consigo mismo y rescatar su mejor identidad. La imagen que dio en el coloquio con Évole es tan desconcertante que muchos se han podido preguntar qué es lo que ha llevado a un personaje famoso a tal grado de desconexión con la realidad. Quizás es algo más profundo que el consumo de drogas durante una buena parte de su vida. 

Si traigo a colación esta entrevista no es tanto por la postura negacionista que exhibe Miguel Bosé con respecto al coronavirus, o por su denuncia de las vacunas como un gran negocio farmacéutico (asunto en el que lleva bastante razón), sino solo como botón de muestra de un fenómeno que cada vez está creciendo más. Me refiero a la difusión pública de mensajes sin pies ni cabeza. Abundan los programas de televisión en los que algunos famosillos pontifican sobre todo sin tener la más mínima idea, dejándose llevar por sus filias y fobias. Lo peor de todo es que crean opinión. Es difícil difundir el juicio ponderado de un científico, de un filósofo o de un experto en alguna materia porque los datos y los matices no venden. Resulta mucho más espectacular airear la frase ocurrente de un torero, un futbolista, una actriz de cine o simplemente de uno de esos personajes que van de plató en plató sin más méritos que algún escándalo vendible. Parece que la gente busca titulares llamativos más que pareceres con fundamento. 

¿Cómo vamos a orientarnos en este complejo mundo si lo que más suena es casi siempre lo más disparatado? El único consuelo es que la mayor parte de las personas, aunque vean estos programas y se dejen encandilar por algunos personajes excéntricos y oportunistas, conservan un mínimo de sindéresis. Esta palabra la aprendí siendo casi un niño porque uno de mis profesores la usaba con frecuencia. Según el diccionario de la RAE, sindéresis significa “discreción, capacidad natural para juzgar rectamente”. 

Confío en que todavía conservemos esta “capacidad natural” para no dejarnos manipular y tomar con humor, por ejemplo, el discurso que Irene Montero, la ministra de Igualdad del gobierno de España, pronunció hace unos días en Madrid. Extraigo algunas palabras sueltas del vídeo que me ha enviado un amigo mío: “Buenas tardes a todos y a todas, a todes… Necesitan leyes públicas que garanticen los derechos de todos, de todas y de todes en nuestro país… Os ha costado tanto ser escuchados, escuchadas, escuchades que garanticen que uno, una, une puede ser quien es sin miedo a nada. Estos son mis derechos, son los derechos de mis hijos, hijas e hijes”. Ese constante recurso al todos, todas, todes resulta artificial y agotador. ¿Es necesario llegar a este extremo, ridículo más que fundamentado, para hacer visibles las situaciones de algunas personas y defender sus derechos? Con este artilugio machacón ¿no se consigue el efecto contrario? ¿Qué nos está pasando? ¿De dónde brota esta especie de tendencia generalizada a la exageración y al esperpento?

Pocos usan hoy la palabra “sindéresis”. No sé si debe a una pobreza léxica o, más bien, al hecho de que escasea la virtud correspondiente. Es probable que ya no creamos mucho en que los seres humanos tenemos “una capacidad natural para juzgar rectamente”. Manipulados de mil maneras por élites intelectuales y personajillos sin escrúpulos que los medios de comunicación airean, hemos ido perdiendo algo que todavía podemos encontrar en las personas que viven a ras de suelo: la capacidad de discernir, de juzgar rectamente, de separar el trigo de la paja. Si el ser humano no tuviera esta capacidad, no podría sobrevivir. Podemos reflexionar sobre sus condicionamientos socioculturales, sus modalidades y límites, pero no podemos negarla. 

Acostumbrado a tratar con todo tipo de personas, cada día me sorprendo más de la sabiduría que atesoran muchos hombres y mujeres del medio rural que no han sido demasiado contaminados por el ruido urbano. Su manera sensata de juzgar las cosas es fruto de una sindéresis que muchas élites urbanas hace tiempo que han perdido. Son personas que están en contacto con la vida, con su belleza y su drama. Ven cómo nacen y mueren los animales y las personas, conocen el lenguaje de las plantas, contemplan las estrellas y siguen el curso de las estaciones, han experimentado el recorrido de la verdad y la mentira, del éxito aparente y del fracaso, distinguen a la legua un impostor de un hombre cabal, mantienen intactas virtudes como la honradez, la lealtad, la laboriosidad, la humildad y la compasión. No soportan el ridículo de quienes creen descubrir el Mediterráneo por el hecho de usar palabras altisonantes o de mofarse de la moral que se ha ido fraguando durante generaciones como si fuera siempre obsoleta. 

Algo parecido he encontrado en varios jóvenes con los que he conversado a fondo en los últimos meses. Me han sorprendido su sensatez y su espíritu crítico con respecto a muchas tendencias actuales que nos están desquiciando. Confío en una generación nueva, no resabiada. Personas como ellas nos salvan de la estupidez general. Son como una reserva natural de sentido común y sindéresis. Todavía podemos respirar.


lunes, 19 de abril de 2021

El himno del futuro


Ya se sabe que el himno de los primeros meses de la pandemia fue “Resistiré”. En momentos de gran confusión y dolor, la virtud primera era la resistencia. No había que dejarse intimidar por el número de infectados y muertos. Y mucho menos por un invisible virus que, tarde o temprano, sería derrotado. Se hicieron muchas versiones de esa canción del Dúo Dinámico, tanto en España como en Latinoamérica. La gente lo cantaba casi con rabia, como si al hacerlo exorcizara el poder maléfico del virus. Fue una especie de vacuna emocional y estética antes de que llegaran las vacunas farmacéuticas. 

Ahora, como preparándonos para la nueva etapa que nos aguarda, ha saltado con mucha fuerza otro himno. Como sucedió con el primero, no es rigurosamente nuevo. Se remonta nada menos que a Beethoven pasando por el lifting que le hizo Waldo de los Ríos en 1969. Me estoy refiriendo al celebérrimo Himno a la Alegría que popularizó Miguel Ríos en los años 70 del siglo pasado. Su éxito fue enorme en muchos países del mundo. Llegó a ser número uno en Estados Unidos, Alemania, Francia, Italia y Reino Unido, además de tener gran éxito en otros países como Japón, Suecia, Austria, Holanda y Canadá. Recuerdo que lo cantábamos incluso en las celebraciones litúrgicas de aquel tiempo y en los campamentos. Se convirtió también en uno de los temas fijos en las sesiones de karaoke. 

El himno vuelve con fuerza en una nueva grabación que se ha colgado en YouTube hace cuatro días. Podríamos calificarla de pandémica porque se sirve de la técnica de pantalla compartida que tanto han explotado los músicos durante los meses de la pandemia. Más de 40 cantantes españoles y latinoamericanos interpretan el famoso himno desde sus casas o estudios. A ellos se unen la italiana Laura Pausini y el británico Bryan May que hace un espléndido solo de guitarra eléctrica. Aparecen también varios famosos del mundo del deporte y del cine con el símbolo del corazón. Todos lo han hecho de manera altruista como una forma de apoyo a la música, tan probada en estos tiempos, y también como un homenaje a los pacientes y víctimas del coronavirus y al personal sanitario. El montaje final resulta bastante heterogéneo, pero poderoso. La velocidad acentúa la sensación de urgencia. Algo nuevo va a empezar. Creo que se va a convertir en el emblema musical de los próximos meses.

Los autores de la idea han conservado la letra original de la canción de Miguel Ríos que casi todos nosotros sabemos de memoria. Recordémosla mientras la tarareamos:

Escucha, hermano,
la canción de la alegría,
el canto alegre
del que espera un nuevo día.

Ven canta, sueña cantado,
vive soñando el nuevo Sol,
en que los hombres
volverán a ser hermanos.


Si en tu camino
solo existe la tristeza
y el llanto amargo
de la soledad completa.

Ven canta, sueña cantado,
vive soñando el nuevo Sol,
en que los hombres
volverán a ser hermanos.

Si es que no encuentras
la alegría en esta tierra,
búscala, hermano,
más allá de las estrellas.

Ven canta, sueña cantado,
vive soñando el nuevo Sol,
en que los hombres
volverán a ser hermanos.

Que estamos esperando un “nuevo día” es indiscutible. Llevamos meses con esta esperanza pegada a la piel. Lo que no sabemos bien es cuándo va a llegar y en qué va a consistir. La canción nos ayuda a soñar en el nuevo Sol y a confiar en que saldremos más hermanos que nunca de esta dura prueba. Es como si se hubiera inspirado en la encíclica Fratelli tutti del papa Francisco 50 años antes de su publicación. Me llama la atención el verbo utilizado: “los hombres volverán a ser hermanos”. Ese “volver” supone que alguna vez hemos sido hermanos y que luego nos hemos enemistado. En realidad, más que “volver” a una etapa de fraternidad universal que nunca ha existido en la historia, se trata de “volver” a la utopía de unas relaciones humanas basadas en el respeto a todas las personas y en el amor mutuo. Podríamos decir que se trata de “volver al futuro”, no al pasado. Más que añorar una fraternidad pasada, la deseamos para el futuro inmediato porque sabemos que sin ella será difícil asegurar la vida en nuestro mundo. 

La segunda estrofa parece escrita en nuestros días. Habla de tristeza, llanto y soledad, tres sentimientos que caracterizan la vida de muchas personas destrozadas anímicamente por la pandemia. Con solo dieciséis palabras dibuja un panorama muy real. ¿Cuántas personas están tristes, llorosas y solas por haber perdido a sus seres queridos, haberse quedado sin trabajo o no ver ninguna salida a este oscuro túnel? A estas personas, que podemos ser cualquiera de nosotros, el himno las anima a soñar cantando. Veremos un nuevo Sol y experimentaremos una nueva fraternidad. ¿Es un sueño o una quimera?

La tercera y última estrofa parece abrir una claraboya de trascendencia. En el caso de que esa alegría que anhelamos no se pueda encontrar en esta tierra, entonces hay que buscarla “más allá de las estrellas”. No se menciona explícitamente a Dios, pero se deja intuir. Nosotros haremos todo lo posible por mejorar las condiciones de vida “en esta tierra”, pero si algo nos ha enseñado la pandemia es a reconocer nuestros límites. Podemos mejorar la atención sanitaria, la educación, la investigación científica, la producción de vacunas y algunas cosas más, pero hay un hondón del alma al que no llega ningún remedio o cuidado paliativo. Solo Dios puede curar esa tristeza profunda que se apodera del alma cuando no sabemos bien por qué y para quién vivimos o cuando el mal y el dolor nos dejan exánimes.

La belleza del evangelio cristiano consiste en revelarnos que ese “más allá de las estrellas” lo podemos encontrar a ras de tierra, porque el Cristo resucitado se ha quedado con nosotros. El cielo se ha hecho tierra. La fe anticipa el futuro en el presente. La canción, sin pretenderlo, tiene sabor a Pascua. Es hora de escucharla y disfrutar con ella