jueves, 24 de febrero de 2022

Nunca es demasiado tarde

Lo que nos temíamos hace semanas ha sucedido. Rusia ataca Ucrania. Necesitamos elevar un fuerte clamor internacional para que esta invasión no sea el comienzo de una tercera guerra mundial. El orgullo herido, la prepotencia, los intereses de parte y los peores instintos humanos se combinan para colocarnos otra vez ante el abismo. Esta ha sido la “crónica de una guerra anunciada”. Ni las conversaciones diplomáticas ni las oraciones han podido detenerla. Cuando se llega a estos extremos no podemos ser tibios. Ahora no se trata de diseccionar la anatomía de un conflicto previsible o de analizar la geopolítica de fondo, sino de detener la guerra antes de que vaya a más y se vuelva incontrolable. 

La guerra es una droga que siempre encuentra justificaciones. La paz es un don que necesita almas limpias para acogerlo y cultivarlo. Por si no tuviéramos suficiente con los efectos devastadores de la pandemia, ahora se añade un nuevo e inútil sufrimiento. Lo más fácil sería abandonarse a sentimientos de odio, revancha y pesimismo. Lo más útil y esperanzador es vencer el mal a fuerza de bien, multiplicar las acciones que siembren humanidad y lanzar un claro mensaje de rechazo a la guerra, sin ahogarnos en las batallas de la propaganda, las consignas y los innumerables matices. No es ahora el momento, aunque leo que algunos medios de comunicación rusos hablan de que Ucrania ha invado su país. Ver para creer.

Escribo a toda prisa estas líneas antes de comenzar la sesión de trabajo en el segundo día del IV Capítulo de la Provincia de Santiago en el que estoy participando. También participan en él tres misioneros que trabajan en San Petersburgo y Murmansk, dos posiciones misioneras confiadas a la Provincia en la Rusia europea. Ellos están sintiendo con más fuerza el sinsentido de esta invasión rusa de Ucrania. También en este último país hay una comunidad claretiana. Cuando los políticos ambiciosos azuzan el orgullo nacionalista de las naciones para hacer la guerra, nosotros nos esforzamos por tender lazos entre los pueblos. 

Estoy seguro de que hoy, en el curso de nuestras sesiones de trabajo, va a estar muy presente esta nueva crisis abierta, que deja muy pequeña a la que ha vivido el Partido Popular en los días pasados. Parece que, cuando vislumbramos el final de la pandemia, volvemos a nuestros viejos hábitos combativos. En cierto sentido, aunque sea de manera paradójica, la pandemia ha significado una tregua que ya estamos rompiendo. Los seres humanos no sabemos/no queremos vivir en paz. Si no hay agravios objetivos, los inventamos para justificar nuestras agresiones y de paso vender más armas, aunque sea jugando con la vida de nuestros semejantes.

Hay muchos motivos para ser pesimistas con respecto a la raza humana. En días como hoy, a uno le entran ganas de decir aquello de: “Paren el mundo, que me quiero bajar”. Pero no hay que sucumbir al derrotismo. Hay que multiplicar los motivos de esperanza y poner de nuestra parte todo lo que esté en nuestras manos para que el mal no se difunda a sus anchas por la pasividad de los buenos. 

El papa Francisco ha convocado el próximo 2 de marzo, Miércoles de Ceniza, una jornada de ayuno y oración por la paz en Ucrania. El llamamiento que hizo ayer el Papa a los dirigentes políticos “para que hagan un serio examen de conciencia delante de Dios, que es Dios de la paz y no de la guerra; que es Padre de todos, no solo de algunos, que nos quiere hermanos y no enemigos” es apremiante. Nunca es tarde, aunque a veces, miradas las cosas con ojos demasiado humanos, nos parezcan inútiles estas acciones “débiles” frente a la contundencia de las acciones “fuertes” usadas por los poderosos. 

Como si adivinase lo que estaba por suceder, el Papa fue muy directo en su petición de ayer: Pido a todas las partes implicadas que se abstengan de toda acción que provoque aún más sufrimiento a las poblaciones, desestabilizando la convivencia entre las naciones y desacreditando el derecho internacional”. ¿Crecerá una nueva generación de hombres y mujeres que diga adiós definitivamente a las armas y a la guerra o este es uno de esos sueños que nunca se van a cumplir? Así lo espero.

miércoles, 23 de febrero de 2022

Más abrazos y menos cortisol

Un amigo me ha pasado el vídeo que he colocado al final de esta entrada. Os animo a verlo con calma. Dura poco más de 21 minutos, pero no se hace largo. Es interesante y comprensible de principio a fin. Se trata de una acelerada conferencia de la psiquiatra española Marian Rojas-Estapé. Con voz clara y ritmo vertiginoso, aunque con una imagen de poca calidad, Marian nos enseña cómo funciona el cerebro en el mundo digital. 

Me permito hacer un resumen a vuelapluma que sirva como aperitivo para ver el vídeo en su integridad. Comprender lo que nos está pasando hoy puede ayudarnos a sentirnos aliviados. El mundo digital es apasionante… si sabemos gestionarlo bien. Si no, se convierte en una trampa.

Hoy vivimos una intoxicación de cortisol, que es la hormona del estrés. Esta hormona sube cuando experimentamos miedo o amenazas y baja en las primeras horas de sueño nocturno. No distingue entre amenaza real o imaginaria. De hecho, el 90% de las cosas que nos preocupan mucho en la vida nunca suceden, pero las vivimos como si fueran reales. Durante los dos años de pandemia se ha agudizado esta intoxicación de cortisol. Han aumentado los problemas físicos (dolores de estómago, de cabeza y de articulaciones, insomnio, pérdida de memoria, caída de cabello, desajustes alimentarios, etc.) y emocionales (irritabilidad, tristeza, soledad, languidez, angustia, etc.).

¿Cuáles son las vías de escape que estamos utilizando para huir de esta intoxicación? A las tradicionales (alcohol, drogas, sexo, juegos, trabajo, etc.) se une ahora la pantalla, entendiendo por pantalla todo aquello que se nos ofrece a través de un dispositivo electrónico audiovisual (videojuegos, redes sociales, Internet, etc.). El uso de la pantalla nos alivia porque nos proporciona gratificaciones instantáneas. Un directivo de Facebook llegó a confesar que diseñaron esa red social para crear adictos porque a la gente le gusta ser reconocida, compartir fotos y mensajes y recibir muchos likes y emoticones.

En este proceso de gratificación interviene la dopamina, la hormona del placer. Es la hormona de las adicciones a los videojuegos, la pornografía, etc. Ya he dicho que la pantalla que nos proporciona todos esos contenidos de manera instantánea fue diseñada para ser adictiva, tan adictiva como la cocaína. Va por los mismos circuitos cerebrales. Por eso, algunos científicos llaman a Internet “la cocaína (o la droga) del siglo XXI”. Quizá sin ser conscientes, casi todos nos hemos convertido en drogodependientes emocionales y, por lo tanto, en sujetos manipulados. La pantalla nos ofrece constantes “chutes” de dopamina, sensaciones consecutivas. Las grandes corporaciones tecnológicas se dieron cuenta de este fenómeno y lo están explotando para mantener nuestra atención el mayor tiempo posible, crear necesidades sobrevenidas y vender sus productos produciendo en nosotros la vana ilusión de que, comprándolos, seremos más felices. Amazon se frota las manos. 

En realidad, las dos únicas experiencias que hacen felices a los seres humanos son el amor (en sus diversas expresiones) y el trabajo bien hecho. [Yo me permitiría añadir la contemplación de la belleza]. Curiosamente, ambas exigen posponer la satisfacción de los deseos, esperar, ser pacientes. Aquí entra en juego la corteza prefrontal, que es esa zona del cerebro que nos permite controlar los instintos. Es el centro neurálgico de la voluntad. El cerebro madura de atrás hacia adelante y en las mujeres algo antes que en los hombres. En algunas personas no acaba de madurar nunca porque se mueven a golpe de instintos primarios. Eso explica la superficialidad e impulsividad con las que viven.

¿Cómo se activa a un bebé? Con luz, sonido y movimiento. Las madres lo saben muy bien. Esto es precisamente lo que nos proporciona la pantalla en el momento en el que lo deseamos. Para lograrlo basta un simple toque. Cuando este procedimiento se vuelve repetitivo, produce el famoso TDAH (trastorno por déficit de atención con hiperactividad), que padece en torno a un 10% de los niños. Cuanto más se abusa de estímulos externos, más se atrofia la corteza prefrontal. 

Aparte de usarlo como herramienta profesional, ¿cuándo manejamos más el teléfono móvil? Cuando estamos aburridos o estresados. En esos casos, el cerebro nos pide pantalla. El teléfono móvil ha sido diseñado precisamente para aliviarnos en ambas situaciones. Por eso, tanto a los adolescentes y jóvenes como a muchos adultos les resulta casi imposible desprenderse de su teléfono móvil. Es adictivo. Lo llevan en el bolsillo, colgado al cuello o incluso en un reloj inteligente. Se ha convertido casi en una parte del propio cuerpo.

Sin aburrimiento, no hay asombro ni creatividad. Una sociedad permanentemente entretenida es, por fuerza, superficial. Sin saber diferir la satisfacción de los deseos, nunca aprendemos a gestionar las frustraciones, nos volvemos emocionalmente débiles y frágiles.

¿Qué hacer para afrontar de manera positiva este desafío? La doctora Rojas-Estapé ofrece algunas pistas:

  1. Quitar las notificaciones de la pantalla para no estar permanentemente solicitados por el típico sonido que indica que algo nuevo ha llegado.
  2. Posponer las recompensas para no depender siempre del “me apetece”. Una persona con voluntad llega más lejos en la vida que una persona inteligente.
  3. Esculpir nuestra atención en la vida real y reforzar la corteza prefrontal con ejercicios de discernimiento y voluntad.
  4. Volver a conectarnos más con las personas que con los dispositivos electrónicos, incluso en tiempos de distanciamiento social.

El exceso de cortisol se combate con la oxitocina, la hormona de la empatía. Es la hormona de los vínculos, de los gestos de afecto, de las personas-vitamina. Abrazar durante ocho segundos (que es lo que dura su efecto) es el mejor método para superar el estrés que nos está carcomiendo. ¡Pongamos de moda los abrazos! ¡Volvamos a la vida real!

Creo que merece la pena reflexionar sobre esta breve conferencia de la doctora Rojas-Estapé. Y, si por alguna razón no nos convence, siempre podemos decir lo que leí una vez en una pintada: “He aprendido tanto de mis errores, que estoy dispuesto a cometer algunos más”. Eso sí, cargando con las consecuencias. Lo dicho.



martes, 22 de febrero de 2022

Somos piedras indestructibles

Hoy, 22 de febrero, es una fecha capicúa. Pero es, desde el punto de vista litúrgico, la fiesta de la cátedra de san Pedro. Me ahorro explicaciones históricas y voy al grano. En el Evangelio de hoy, Jesús llama a Pedro “bienaventurado”; o sea, dichoso, feliz. Pedro es dichoso porque Dios Padre le ha revelado que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios vivo. A esta confesión sobre la identidad de Jesús, éste responde con otra que revela la verdadera identidad de Pedro: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará”. Estas palabras, aplicadas normalmente al papa de Roma, como sucesor de Pedro, pueden aplicarse a cada cristiano que, movido por Dios, confiesa a Jesús como el Mesías. Están escritas en grandes letras de mosaico alrededor de la cúpula de la basílica de san Pedro de Roma, pero deberían estar escritas en nuestros corazones. 

Hay muchos que dicen que la Iglesia está obsoleta y que su relación con los jóvenes está en peligro de extinción. Algunos hablan abiertamente del ocaso de la Iglesia e incluso de su posible desaparición. Todas estas predicciones minan la confianza de los cristianos sencillos. Es verdad que, desde el punto de vista estadístico, la disminución de creyentes practicantes es palmaria en Europa y buena parte de América, pero ¿significa eso que la comunidad de Jesús va a desaparecer?

La historia nos muestra que en algunas regiones del mundo, antes muy florecientes (por ejemplo, el norte de África), su presencia ha quedado reducida a un resto testimonial. Pero la Iglesia está presente hoy en nuevas regiones del mundo (sobre todo, en el África subsahariana y en muchas zonas de Asia) donde hace siglos no estaba. La geografía humana de la Iglesia cambia, las estadísticas oscilan, pero la comunidad sigue viva. Dos mil años de historia dan para muchos vaivenes. Es probable que algunas mentes del siglo XXI piensen que estamos a las puertas de la batalla final, pero eso no deja de ser una hipótesis humana que contrasta con la contundencia de la Palabra de Dios. La Iglesia lleva naciendo y muriendo desde su inicio. No es una institución fundada por los hombres, por más que sea fieramente humana, sino una continua creación del Espíritu Santo.

No quiero limitarme a hacer análisis estadísticos o esbozos históricos, siempre cambiantes y perfectibles. Prefiero poner el acento en las palabras indelebles que Jesús le dirige a Pedro. En ellas está la clave de nuestra confianza. Jesús promete que las verdaderas “piedras” sobre las que se asienta la estabilidad de la Iglesia no son las cifras de creyentes o los éxitos pastorales. Son todos los “pedros” que, a lo largo de la historia, inspirados por el Padre, lo confiesen como Mesías, como Hijo del Dios vivo. Esto significa que, mientras la Iglesia mantenga incólume esta confesión, que va más allá de la mera formulación ortodoxa, “el poder del infierno no la derrotará”. No hay mal, ni interno (corrupción, abusos, herejías) ni externo (acoso, persecución, martirio), que pueda destruir a la comunidad que confiesa a Jesús como Hijo de Dios

Necesitamos refrescar esta promesa de Jesús en los tiempos difíciles que corren. Me sorprende comprobar que, incluso algunos pastores y teólogos, que tendrían la obligación de recordárnosla con vigor, sucumben a la verdad engañosa de las estadísticas o a la presión de los medios de comunicación social. Es verdad que los casos de abuso sexual por parte del clero y las diversas formas de corrupción están dañando la credibilidad de la Iglesia. Es verdad que en ciertos sectores sociales su imagen está muy debilitada porque parece no avanzar al ritmo de los tiempos y de la mano de los más pobres. Es verdad que los cristianos anunciamos un Evangelio que no acabamos de hacer nuestro. Es verdad que en algunas partes hemos perdido el entusiasmo evangelizador y no sabemos qué hacer. Pero nada de esto es irremediable si seguimos creyendo en Jesús como el sacramento de Dios en nuestro mundo.

El hipotético día en que lo redujéramos a un mero profeta (como Elías, Jeremías, Buda, Gandhi o Nelson Mandela), ese día la barca de la Iglesia naufragaría irremediablemente sacudida por las muchas olas que no dejan de azotarla. Por eso, en una fiesta como la de hoy, es necesario orar por el papa Francisco (como se nos recuerda), pero también por todos los creyentes, para que el Padre nos ayude a confesar a Jesús como Mesías e Hijo de Dios, fuente de nuestra felicidad. Y para que, de este modo, todos seamos piedras vivas y resistentes sobre las que se pueda cimentar la comunidad de la Iglesia. No hay nada grave que temer. Hay mucha felicidad por descubrir (“dichoso tú”) si creemos en la promesa de Jesús. 

lunes, 21 de febrero de 2022

Hablo, luego existo

Hoy es el Día Internacional de la Lengua Materna. Se llama “materna” y no “paterna” porque es la lengua en la que la madre se dirige a sus hijos incluso antes de que nazcan. Esto convierte a la lengua materna en una especie de prolongación de la placenta. No sé si habrá algún estudio científico sobre el tema, pero creo que la mayoría de los hablantes recordamos más expresiones usadas por nuestra madre que por nuestro padre, aunque solo sea por el hecho de que la madre comienza a hablarnos desde que estamos en su seno y no deja de hacerlo hasta que muere. La madre es una fuente permanente de palabras. Y con ellas nos transmite una manera de sentir, pensar y actuar. Antes de que aprendamos el significado de las palabras tal como figura en el diccionario, lo captamos por el uso contextualizado que nuestra madre hace de ellas. ¿Cómo, si no, llegué a conocer palabras como zarria, algarazo, bardera, desbalagar, enjorguinarse, gatuperio, morugo, perolo, regalarse (la nieve) o somarro,  por citar solo unas cuantas de las muchas que aprendí de labios de mi madre (todas ellas recogidas en el diccionario de la RAE) y que apenas se usan fuera del contexto local y comarcal en el que nací y crecí de niño? [Omito los localismos que no figuran en el diccionario].

La lengua materna nos proporciona la misma seguridad que nos proporciona nuestra madre. Por eso, cuando uno habla varias lenguas, recurre a ella para expresar las emociones más íntimas y profundas. Comprendo muy bien a aquellos hablantes y escritores políglotas que se refugian en su lengua materna cuando quieren ser más ellos mismos. De ahí que las lenguas maternas tengan que ser respetadas, celebradas, usadas y promovidas.

Pero el discurso no termina aquí. Igual que en el proceso de maduración uno necesita separarse de su madre (cortar el cordón umbilical) para crecer con autonomía, también desde el punto de vista lingüístico es recomendable abrirse a nuevas lenguas que nos proporcionen otra manera de sentir y pensar el mundo. Cada nueva lengua que aprendemos es una puerta abierta a la realidad. Todas son valiosas, pero quizá las más útiles (no despreciemos el sentido de utilidad) son aquellas que nos permiten comunicarnos con un mayor número de hablantes. Creo que, en el contexto occidental, el inglés y el español son las dos lenguas vehiculares que nos ayudan a establecer lazos con personas de muchos países. 

Es verdad que hay otras lenguas que ostentan récords de hablantes (como el chino mandarín, el hindi o el árabe), pero para quienes vivimos en Europa o en América (los continentes donde hay más lectores de este Rincón), la lengua de Shakespeare (en su versión británica o americana) y la de Cervantes (en su versión ibérica o latinoamericana) son las más usadas en el mundo de la política, la economía, el turismo, la vida académica, etc. De ahí que sea muy recomendable unir a la lengua materna una o dos de las principales lenguas vehiculares. Algunos amigos míos están estudiando también chino desde hace años porque son conscientes de que China se convertirá en la gran potencia mundial del siglo XXI. Decía un viejo misionero claretiano, catalán de origen y universal de misión, que para una persona de hoy es mejor hablar cuatro lenguas regular que solo una, aunque sea muy bien. 

Nunca he entendido bien la guerra de lenguas. O su uso ideológico como arma política. Creo que una lengua nunca debe “imponerse” por motivos extraños a la dinámica comunicacional entre las personas y los pueblos. Cuando en un país se hablan varias lenguas (como es el caso de España), entonces hay que saber combinar con respeto y armonía la lengua materna con la lengua oficial que permite la comunicación entre los diversos pueblos que conforman el país. En algunos lugares, esta armonía se realiza de forma natural porque beneficia a todos. En otros, se utiliza la lengua (tanto la materna o la propia de un territorio como la oficial del país) de forma coercitiva con el argumento de que hay que protegerla o asegurar su aprendizaje a toda costa. Cuando se entra en esta dinámica, el conflicto está servido. Una lengua debe seducir, nunca constreñir. Hagamos que nuestra lengua materna sea atractiva para otras personas por su uso libre, respetuoso, abierto, bello, seductor.

¿No sería mucho más sencillo celebrar, respetar y promover todas las lenguas (mayoritarias y minoritarias) y, a partir de este reconocimiento plural, regular con criterios de eficacia su uso en los ámbitos oficiales y dejar libertad a cada hablante para que utilice la que sea más conveniente según los contextos? Yo lo veo así, pero no siempre los políticos están dispuestos a confiar en la madurez de los ciudadanos. A menudo también quieren meter la cuchara en un terreno que les puede proporcionar réditos electorales en un sentido o en otro, de manera que convierten las lenguas (instrumentos de comunicación y entendimiento) en potenciales armas (instrumentos de confrontación y exclusión). No caigamos en esta estúpida trampa. Los hablantes somos más cuerdos que lo que algunos políticos piensan de nosotros. [Por cierto, además de en mi lengua materna, puedo expresarme en otras varias lenguas].

Feliz Día Internacional de la Lengua Materna

Feliç Dia Internacional de la Llengua Materna

Zoriontsu Ama Hizkuntzaren Nazioarteko Eguna

Feliz Día Internacional da Lingua Materna

Happy International Mother Language Day

Bonne journée internationale de la langue maternelle

Felice giornata internazionale della lingua madre

Alles Gute zum Internationalen Tag der Muttersprache

domingo, 20 de febrero de 2022

Nadie da lo que no tiene


Las aguas de este VII Domingo del Tiempo Ordinario bajan un poco revueltas. Las palabras de Jesús recogidas por el Evangelio de Lucas son de las que levantan ampollas. Quizá no hay en toda la Biblia otras palabras que resulten más provocativas y casi inhumanas. Han pasado dos mil años y todavía no acabamos de comprender su alcance y profundidad. Por dos veces nos pide que amemos a nuestros enemigos. En condiciones normales, cuando todo nos sonríe, esta invitación suena hermosa, pero ¿qué sucede cuando la vida nos coloca ante situaciones de tensión, odio y deseos de venganza? 

Creo que no hay sentimiento más punzante y destructivo que el odio. Por odio los hermanos rompen la unidad familiar, los amigos dejan de hablarse, los amantes se matan y los países hacen la guerra. Cuando nos sentimos ultrajados o atacados por alguien, los seres humanos, movidos por un atávico sentido de supervivencia, tendemos a defendernos con uñas y dientes. Perdemos el sentido de la proporción. Encontramos placer en la venganza. Nos parece que solo recuperaremos la paz pagando con la misma moneda. La historia de la humanidad es una sucesión interminable de acciones y reacciones. Nunca aprendemos nada. Hacíamos la guerra en el paleolítico y seguimos haciéndola en el siglo XXI. Todos somos hijos de Caín. Llevamos un envidioso y un vengador dentro.

Jesús conoce esta dinámica humana. No es un ingenuo. Para salir de ella, no propone medidas diplomáticas, paños calientes o componendas de última hora. Propone una solución radical: “Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica”. La razón última de esta actitud no tiene nada que ver con la prudencia política, ni siquiera con la rectitud moral. Tiene que ver con Dios: “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo”. Basta un minuto de autoanálisis para comprender la hondura de esta exhortación. Si cada vez que no cumplimos con nuestras obligaciones, Dios nos tratara como nosotros solemos tratar a los demás, no quedaría un ser humano vivo sobre la faz de la tierra. 

Jesús quiere confrontarnos con nuestra propia inconsistencia. Amar a nuestros amigos no tiene un gran mérito porque la amistad es un sentimiento recíproco: damos y recibimos. Que los padres amen a los hijos y viceversa está inscrito en nuestros genes. Es hermoso, pero no supone un salto moral. La novedad que Jesús propone, la que va más allá de cualquier normativa jurídica y de cualquier ética humana, es que nos atrevamos a amar a aquellos que nos hacen mal, a nuestros enemigos. Solo el amor puede desactivar la bomba del odio, aunque paguemos un alto precio por ello.

Se supone que las personas que nos consideramos cristianas tendríamos que haber interiorizado este mensaje de Jesús. Hay hermosos ejemplos de cristianos que combaten el mal a fuerza de bien y que perdonan con una magnanimidad que nos deja desarmados. Pero, por lo general, no sucede así. El mismo que va a misa todos los domingos y se come los santos es el que se enoja con su hermano por una herencia y deja de hablarle. Personas que parecen sensatas y devotas, cuando pierden los papeles, se transforman en monstruos irreconocibles. El odio desbarata nuestra escala de valores, nos convierte en energúmenos. 

Por eso Jesús propone una alternativa radical. Cada vez que sentimos deseos de vengarnos por una afrenta recibida, tendríamos que recordar estas palabas de Jesús que leemos en el Evangelio de hoy: “No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros”. En más de una ocasión, cuando alguien estaba hablando mal de otra persona delante de mí, me he atrevido a decirle: “¿Te gustaría que hablaran de ti como tú estás hablando de esta persona?”. No vamos a cambiar a base de esfuerzos titánicos. El perdón es fruto de sabernos perdonados. Cuando en algunos momentos críticos de nuestra vida hemos experimentado la fuerza del perdón (por parte de los demás y de Dios), entonces, solo entonces, aprendemos a perdonar. En este caso, como en tantos otros, nadie da lo que no tiene.

viernes, 18 de febrero de 2022

Mirarse el ombligo

Fotografía del joven médico japonés Takashi Nagai

La situación en el Partido Popular está que arde. Sus adversarios políticos ya tienen gasolina para un tiempo. Con todo, más grave me parece el naufragio del pesquero gallego en Terranova. Al fin y al cabo, la historia de los partidos va y viene. Las vidas engullidas por el Atlántico no retornan.

Yo he terminado de leer un libro que recomiendo vivamente a los lectores del Rincón. Se titula Réquiem por Nagasaki. Me lo regaló hace semanas una amiga mía. Está escrito por Paul Glynn, sacerdote marista australiano que ha dedicado toda su larga vida (nació en 1928) a la reconciliación entre Australia y Japón, fuertemente dañada tras la Segunda Guerra Mundial. El libro cuenta la sorprendente historia de Takashi Nagai (1908-1951), un japonés converso y superviviente de la bomba atómica. Fue médico, radiólogo, profesor universitario y escritor. De tradición confucionista y sintoísta, tras haber vivido una juventud marcada por el ateísmo, se convirtió a la fe cristiana. La lectura de los Pensamientos de Pascal jugó un papel importante. En el bombardeo atómico de Nagasaki perdió a su joven esposa Midori. Él mismo quedó gravemente afectado por las radiaciones, que ya antes, debido a la falta de suficiente protección en su trabajo como radiólogo, le habían producido leucemia. En ningún momento perdió la fe o la alegría.

Sencilla cabaña de madera donde vivió muy enfermo Takashi Nagai tras la bomba de Nagasaki

Destruida su casa por la bomba, se fue a vivir a una humilde cabaña. Desde ella, enfermo y muy disminuido, centró sus últimos seis años de vida en educar a sus dos hijos pequeños (tuvo cuatro, pero dos murieron prematuramente) y en escribir muchos libros que tuvieron un gran éxito en Japón y en otros países. ¡Hasta el emperador Hiro Hito y el delegado del papa Pío XII lo visitaron! Su interpretación cristiana de la vida en toda su belleza y drama -incluyendo los desastres de Hiroshima y Nagasaki- es sencillamente sobrecogedora. Leída 70 años después de su muerte, adquiere una inquietante actualidad. Hoy nos venimos fácilmente abajo cuando tenemos que enfrentar dificultades personales o sociales. Cada vez que experimentamos el dolor y el sufrimiento nos revolvemos contra Dios, incluso si no creemos en él. Nagai lo encuentra siempre en la cruz porque se ha alimentado del Evangelio hasta sus últimas consecuencias. 

Necesitamos personas como Nagai, que sepan combinar una excelente formación científica y filosófica, un amor ardiente a las Escrituras, un compromiso cívico y social fuera de lo común, una fecunda capacidad comunicativa, una delicada sensibilidad poética y, last but not least, un agudo sentido del humor. Hagai fue un hombre del siglo XX, el siglo de los grandes totalitarismos y ateísmos, de las grandes guerras mundiales, de los avances científicos y tecnológicos a los que él fue muy sensible. Solo se dejó seducir por Jesús. Todo lo demás lo consideraba relativo. 

Nagai, ya muy enfermo de leucemia, con su hija

Hoy me fijo en un pequeño detalle que me ha chocado leyendo el libro de Glynn: la meditación de Nagai sobre “el ombligo del mundo”. En las lenguas occidentales, cuando decimos que alguien se mira demasiado el ombligo queremos aludir a su actitud narcisista, curvada sobre sí mismo. De hecho, cuando nos miramos el ombligo tenemos que abajar la cabeza y centrar la mirada en la pequeña cicatriz que se hunde en el centro del abdomen. Solo vemos nuestro cuerpo. No es, pues, extraño que “mirarse el ombligo” se haya convertido en una expresión muy usada para describir la actitud autorreferencial que, en palabras del papa Francisco, caracteriza a la cultura contemporánea. Nos fijamos solo en nuestras cosas. El yo se yergue en el centro de todo. Conjugamos una gramática egoica: yo-mí-me-conmigo.

En Japón, sin embargo, “mirarse el ombligo” tiene un significado completamente diverso. Cuando nos miramos el ombligo recordamos que durante varios meses hemos estado unidos al cuerpo de nuestra madre. El ombligo es un recordatorio corporal y permanente de nuestra radical dependencia. No nos bastamos a nosotros mismos. La existencia nos ha sido dada. Vivimos por pura gracia. Mirarse el ombligo implica un abajamiento que, bien entendido, nos ayuda a ser humildes, a recordar de dónde venimos y, por lo tanto, quiénes somos. El ombligo, en definitiva, es una cicatriz identitaria. 

Tendríamos que mirarnos mucho más a menudo el ombligo, no para quedar atrapados en nuestro pequeño mundo, sino todo lo contrario: para sentirnos vinculados a nuestra madre y, en ella y a través de ella, a toda la humanidad y a Dios. Por el ombligo hacia Dios podría ser el título de una buena novela o de una película, si no fuera porque a los de cierta edad nos recuerda aquel lema franquista de Por el imperio hacia Dios. 

jueves, 17 de febrero de 2022

La buena educación

Mis compañeros del Equipo Pedagógico Provincial de los Misioneros Claretianos de la Provincia de Santiago me pidieron hace pocos días una entrada para su blog Educación que cambia. Escribí unas líneas sobre el Pacto Educativo Global requerido por el papa Francisco. Como él mismo afirma, “todo cambio necesita un camino educativo para generar una nueva solidaridad universal y una sociedad más acogedora”. No soy un experto en educación, pero he sido educando y educador en diversas etapas de mi vida. Algo he ido aprendiendo con el paso del tiempo, aunque solo sea a base de aciertos y errores. 

Para empezar, he vivido experiencias de diverso tipo: la enseñanza primaria la hice en una escuela pública, los cinco primeros cursos de bachillerato en un colegio religioso, el sexto curso por libre y el COU (Curso de Orientación Universitaria) en un instituto público. Conozco, pues, de primera mano los diversos ambientes educativos. Han pasado casi 50 años desde entonces. Muchas cosas han cambiado en el campo de la educación, comenzando por la distribución de etapas y de cursos.

En España se habla de colegios públicos, concertados y privados. No acaba de satisfacerme la clasificación, pero es la que se estila. Cada cierto tiempo se enarbolan banderas en defensa de la enseñanza pública (por considerar que es la que mejor garantiza la igualdad de oportunidades) o de la concertada (porque permite a los padres elegir un colegio de acuerdo con su manera de entender la vida). La privada necesita menos apología porque no depende de las ayudas estatales. Se sostiene con las contribuciones de las familias. Está reservada, pues, a los más pudientes.

Durante cinco años yo estudié en lo que, popular pero impropiamente, se denomina “colegio de curas”; es decir, un colegio gestionado por una congregación religiosa o por otras entidades eclesiásticas. Mi experiencia fue muy positiva. Guardo gratos recuerdos de profesores y compañeros, aunque, vistas las cosas con perspectiva histórica y mirada crítica, comprendo que había un poco de todo: profesores competentes y profesores mediocres; respetuosos y un tanto bruscos y desconsiderados; meapilas y comecuras. Todo eso forma parte de la vida real. Aunque es cierto que un niño y un adolescente son muy maleables, todos tenemos una mínima capacidad para filtrar lo que nos parece bueno, dejar a un lado lo mediocre y olvidar lo malo. La solidaridad entre los alumnos ayuda a hacer este cribado.

Cuando escucho a gente de mi generación (sobre todo, a algunos artistas y personajes públicos) despotricar contra los “colegios de curas”, creo que estamos hablando de dos mundos distintos. Tal vez yo fui muy afortunado, pero mi experiencia de camaradería, disciplina, respeto, curiosidad intelectual, apertura a distintos ámbitos y sentido cristiano de la vida fue muy positiva. No la cambio por otra. De hecho, sigo conservando amigos de aquellos años de bachillerato que comparten esta visión de las cosas. No sufrimos vejaciones ni fuimos maltratados. No tuvimos la impresión de ser adoctrinados a marcha martillo. Naturalmente, todo se encuadraba en la forma de entender la vida en los primeros años 70 del siglo pasado. Hoy los colegios religiosos funcionan de otra manera.


Mi gran preocupación como misionero es de otra naturaleza. Se supone que un colegio religioso educa según una visión cristiana de la vida y en vistas a un compromiso personal y público que brote del Evangelio. Algunos de mis antiguos compañeros así lo reconocen. Están muy agradecidos por esa educación en la fe que posteriormente han procurado mantener y desarrollar en su vida y en su profesión. 

Pero, siendo sinceros, una buena parte de los alumnos de los colegios religiosos se han desenganchado de toda práctica religiosa y aun de una vida personal de fe. Muchos se volvieron anticlericales y algunos engrosaron los cuadros dirigentes de partidos políticos que no se distinguen precisamente por tener una inspiración cristiana. No han faltado casos de políticos y empresarios condenados por corrupción que se habían formado también en colegios religiosos.


¿Qué ha pasado? ¿En qué quedaron las clases de religión, las charlas, los retiros, las convivencias, los voluntariados, las misas y las fiestas religiosas? ¿Fue todo una imposición que había que soportar para seguir adelante y obtener buenos resultados académicos? Es probable que en algunos casos el exceso de incentivos sin suficiente motivación haya producido en bastantes un efecto vacuna. “Ya oí muchas misas cuando estaba en el colegio” es la frase tópica que repiten como un mantra quienes hace años que han abandonado toda práctica religiosa. 

Por el contrario, algunos de los que no tuvieron una educación cristiana particular porque no frecuentaron colegios religiosos han ido madurando una experiencia de fe muy personal, resistente a los embates culturales y con fuerte proyección social. Si esto es así, aunque es muy difícil de cuantificar estadísticamente, la pregunta resulta obligada: ¿Es necesario (o, por lo menos, muy conveniente) un colegio religioso como plataforma educativa y evangelizadora o en las circunstancias actuales es perfectamente prescindible? 

Quienes trabajan hoy en colegios religiosos como responsables, profesores o personal auxiliar (en su inmensa mayoría laicos) están buscando ese “pacto educativo global” que permita a familias, escuelas e instituciones sociales garantizar itinerarios educativos integrales al servicio de los alumnos. Dentro de ese pacto global, ¿qué papel juega la visión cristiana de la vida? ¿Se puede “enseñar” la fe o es mejor que las instituciones educativas sean plataformas axiológicamente neutras (lo que, en la práctica, resulta imposible) para que cada persona pueda escoger con libertad sus valores y creencias? ¿Qué significa, en realidad, educar en la fe? ¿Son los colegios religiosos escuelas de catequesis?

Las preguntas se repiten una y otra vez. Las respuestas van evolucionando, entre otras razones porque vivimos en una sociedad muy pluralista y no todos los agentes implicados en la tarea educativa tienen el mismo nivel de conciencia y compromiso con respecto a la fe cristiana y a la espiritualidad en general. En algunos casos se da la paradoja de que ciertos profesores (incluidos los de religión) no sintonizan personalmente con el ideario del colegio, aunque lo respeten por razones profesionales.


Yo me limito a testimoniar que, a diferencia de quienes por desgracia tuvieron experiencias muy negativas de “la mala educación” en algunos colegios religiosos, yo disfruté de una “buena educación” que me ha permitido surcar con serenidad y esperanza el mar de la vida. Por eso, me duele mucho comprobar que algunos, tras años de sufrimiento y negación, se atreven ahora a compartir sus heridas, incluyendo las producidas por abusos físicos, de conciencia y sexuales. 

¿Cómo es posible que se produjeran estos delitos en ámbitos que tendrían que haber sido seguros? No podemos hacer oídos sordos al dolor de quienes fueron abusados y quizás a la inconsciencia de quienes fueron abusadores. Una buena educación no deja en la cuneta a quienes fueron víctimas de una mala educación. Se trata de un deber de justicia, aunque el paso del tiempo haya borrado o nublado contornos y circunstancias. Sin verdad, petición de perdón y justa reparación nunca podrá renacer la confianza. También esta es una condición indispensable para un pacto educativo global.

miércoles, 16 de febrero de 2022

El ocaso de los dioses

Hacía unos veinte años que no acudía al Teatro Real de Madrid. Lo hice ayer por la tarde para ver la ópera El ocaso de los dioses. Me invitó un amigo mío, lector asiduo de este Rincón. La representación comenzó a las 18,30. Salimos del teatro a medianoche. Cinco horas y media de intensidad dramática, con dos descansos que separaban los tres actos, dan para mucho. Confieso que no me aburrí en ningún momento. Cuando lo que sucedía en el inmenso escenario no me atrapaba, recorría con la mirada el palco izquierdo de la primera planta (donde sonaban algunos metales) o el palco derecho (donde estaban las seis arpas y varios instrumentos de percusión). 

El efecto sonoro producido por el cuerpo orquestal, sepultado en el foso, y sus dos brazos extendidos en los palcos era en algunos momentos sublime. No soy muy aficionado a Richard Wagner. No me atrae su compleja personalidad, pero reconozco que anoche su orquestación me pareció en algunos momentos brillante como la de Berlioz y, en otros, seductora como la de Beethoven. Pablo Heras-Casado (granadino, nacido en 1977) hizo un excelente trabajo dirigiendo la orquesta del teatro. El público lo premió con sentidas ovaciones.


El teatro estaba casi lleno, aunque se fue aligerando un poco a partir del segundo acto. No todos los espectadores pueden permitirse un horario tan dilatado. En mi caso no había ningún problema porque el teatro está a un cuarto de hora a pie de mi casa. 

El libreto de la ópera está escrito en alemán, pero todos pudimos seguir su traducción al español y al inglés en tres grandes pantallas colocadas en la parte superior y en los laterales de la boca del escenario. Me sorprendió la perfecta sincronización entre lo que los actores cantaban en el escenario y lo que aparecía en pantalla.

Confieso que me costó entender la trama argumental a pesar de que me había leído el opúsculo que se reparte a la entrada. No estoy familiarizado con las sagas nórdicas ni con la obra de Wagner. Tuve dificultades para identificar a los personajes principales: Siegfried (tenor heroico), Brünnhilde (soprano dramática), Alberich (barítono bajo), Hagen, su hijo (bajo), Gunther, medio hermano de Hagen (barítono), Gutrune, medio hermana de Hagen (soprano lírica), Waltraute, walkiria hermana de Brünnhilde (mezzosoprano), etc. 

El ocaso de los dioses (Götterdämmerung) es una ópera muy larga y compleja. Es la cuarta y última de las óperas que componen la tetralogía de El anillo del nibelungo (Der Ring des Nibelungen). Fue estrenada en 1876. A España llegó en 1901. A pesar de su trama algo enredada, la ópera narra una historia sencilla: cómo el anillo maldito, hecho con oro robado al Rin por el enano Alberich, perteneciente a la raza de los nibelungos, produce la muerte de Sigfrido, pero también la destrucción del Walhalla, la morada de los dioses, donde habitaba Wotan (Odín). La narración del apocalipsis final que hace Wagner se aparta bastante de las antiguas fuentes nórdicas. Tiene mucho de creación personal tras varios borradores.


Para algunos críticos, la ópera de Wagner se mueve entre la distopía medioambiental y el totalitarismo. En algún momento, cuando aparecían en el escenario las banderas albirrojas y los uniformes militares, me parecía estar recordando la estética nazista de los años 30 y 40 del siglo pasado. Incapaz de pronunciarme con suficiente conocimiento acerca de esta historia y de sus posibles interpretaciones contemporáneas, me recreo en la fascinación estética que me produjo la escenografía (esquemática y enérgica a un tiempo, incluido el fuego y la suave lluvia final) y, sobre todo, la potencia y el colorido de la orquesta. 

A veces me fijaba en el joven músico que tocaba la tuba (en el palco derecho) y que, durante largos períodos, permanecía en silencio. De vez en cuando bebía agua de una botella de plástico sin perder de ojo la partitura. Solo en los momentos de mayor sonoridad hacía resoplar sus notas profundas y dramáticas que contrastaban con el lirismo de las arpas, reservadas para momentos más íntimos.

Pasada la medianoche, mientras regresaba a casa a pie, me preguntaba cómo los seres humanos somos capaces de hacer algo tan grandioso y bello como una ópera y fatigamos tanto para resolver problemas como la desnutrición, la falta de vivienda, el cáncer o la malaria. Necesitamos artistas de la música, de la pintura y de la literatura, pero también “artistas” (uso deliberadamente esta expresión en vez de la más habitual de “profesionales”) de la política, la economía, la medicina, el urbanismo y las ciencias sociales. 

Cuando ponemos en primer plano la dimensión artística, y no la meramente productiva, accedemos a niveles de humanidad que son verdaderamente transformadores. Una ópera (con su complejo equipo de músicos, cantantes, actores, escenógrafos, figurinistas, iluminadores, etc.) es una maqueta del tipo de mundo en el que el talento, el orden y la cooperación se dan la mano para construir algo bello que puede mejorar la vida humana abriéndola a una dimensión trascendente.

Para aquellos que estén interesados en conocer mejor el Teatro Real de Madrid, es posible hacer una visita virtual pinchando en uno de los siguientes enlaces:  visita virtual (1), visita virtual (2).



martes, 15 de febrero de 2022

Proclamar es mucho más que leer

Ayer tendría que haber escrito algo sobre san Valentín, el día de los enamorados y lindezas de este género, pero preferí evocar mi visita al Museo Nacional de Escultura de Valladolid. Por otra parte, ya le dediqué al asunto de los enamorados una entrada hace un par de años. 

Hoy me fijo en una cuestión que parece de poca monta, pero que influye mucho en la manera de vivir la liturgia. Me refiero a la forma de proclamar la Palabra de Dios. Damos por supuesto que el mero hecho de saber leer habilita a una persona para proclamar en público las lecturas de la misa, pero no es así. A menudo, muchos de los lectores que con buena voluntad suben a los ambones de nuestras iglesias leen las lecturas de tal manera que la mayor parte de la asamblea no se entera. Sin pretenderlo, contribuyen a hacer de las celebraciones algo ininteligible y tedioso. 

Cuando no falla el micrófono, fallan el volumen o la dicción. Incluso si los lectores tienen buena pronunciación y una voz clara y potente, no siempre se percibe el mensaje porque ellos mismos no le dan el sentido profundo que tiene. Un buen lector litúrgico no es lo mismo que un locutor profesional. En otras palabras, no se puede proclamar un texto de la Escritura sin saber mínimamente lo que se está leyendo y sin creer en la fuerza de la Palabra de Dios. Los oyentes suelen percibir la diferencia.

Pocas iglesias tienen equipos de lectores bien entrenados. Lo más frecuente es que se recurra a espontáneos que se acercan al ambón por costumbre o porque no hay nadie disponible en ese momento. Salvo excepciones, el resultado suele ser mediocre. Cuando uno desde su banco oye una lectura que no le transmite nada, tiende a desconectar. Nos ha pasado a todos. Por eso, es tan necesario dar importancia al ministerio de lector. 

Existe como ministerio instituido para poner de relieve su significado, pero incluso en los casos de lectores no instituidos (que son la gran mayoría de quienes proclaman la Palabra de Dios en nuestras celebraciones) hay que cuidar más su selección, preparación y coordinación. Cambia mucho la acogida de la Palabra de Dios cuando es proclamada con claridad, técnica, dignidad y convicción que cuando se despacha de cualquier manera para salir del paso. 

Lo que digo de los lectores lo aplico también a quienes proclamamos el Evangelio y/o pronunciamos la homilía; es decir, diáconos, presbíteros y obispos. El sacramento del Orden no garantiza por sí mismo una buena dicción y mucho menos claridad expositiva, unción y entusiasmo. Todos necesitamos creer en la importancia de este ministerio y prepararnos a conciencia. Por mi parte, no recuerdo haber leído nunca el Evangelio de corrida, como quien quiere despachar cuanto antes una tarea. Soy consciente de que cuando se proclama la Palabra de Dios en la Eucaristía es Cristo mismo quien se hace presente en medio de la comunidad.

Imagino que entre los amigos de este Rincón hay varios que sois lectores habituales en vuestras parroquias o comunidades. Sé que también hay un buen número de sacerdotes. ¿No os parece que tendríamos que prepararnos mejor para que la Palabra de Dios llegue con más claridad y convicción al corazón y la mente de quienes participan en las celebraciones, sobre todo en la Eucaristía dominical? Si no se tiene mucha experiencia, eso exige haber leído el texto previamente en voz alta al menos un par de veces para percibir su género literario, su sentido, su ritmo y las posibles palabras o expresiones difíciles. Es fácil tropezarse con el rey Nabucodonosor, con la comunidad de los tesalonicenses o con el holocausto ofrecido a Dios. 

Y exige, por encima de todo, haber captado lo que Dios nos quiere transmitir a través de él para convertirnos en mediaciones inteligibles. A veces, una mera inflexión de la voz, un acento o una pausa estratégica son suficientes para redimir una frase de la rutina y hacer que suene como si fuera la primera vez. No es cuestión de teatralizar la lectura, sino de hacerla inteligible. 

En Internet se encuentran vídeos y documentos que ofrecen pautas muy concretas para ejercitarnos en el arte de proclamar (no simplemente leer) la Palabra de Dios. Pequeños detalles pueden marcar la diferencia. Todos nos merecemos celebraciones más claras, bellas y transformadoras.


lunes, 14 de febrero de 2022

En el corazón de Castilla


He pasado el fin de semana en Valladolid, la sede de las Cortes y del gobierno de Castilla y León, pero no su capital porque la comunidad autónoma de Castilla y León, a diferencia de Cataluña, Andalucía o Castilla-La Mancha, no tiene capital declarada. Sin embargo, no hay que olvidar que entre 1601 y 1606 Valladolid fue capital del imperio español y que en ella  fue proclamado rey de Castilla san Fernando, se casaron los Reyes Católicos, nacieron Felipe II y Felipe IV, Cervantes terminó de escribir El Quijote y murió Cristóbal Colón, por citar solo algunos acontecimientos de relieve. Valladolid es la tierra de José Zorrilla y de Miguel Delibes, de Concha Velasco y de Lola Herrera, de Francisco Umbral y de Rosa Chacel. 


Ayer se celebraron las elecciones autonómicas en Castilla y León. Percibí algo el ambiente visitando un colegio electoral en Valladolid. La tarde del sábado vi de cerca a los participantes en el mitin que uno de los partidos organizó en el centro de la ciudad. Se les veía entusiasmados. Los resultados han desbordado sus expectativas. Hoy los periódicos regionales y nacionales multiplican los análisis de lo sucedido. Y, como ocurre siempre, a cada medio se le ve el plumero. Para algunos, ha sido una muestra del avance imparable del PP y de Vox. Para otros, los resultados certifican el fracaso de Casado, líder nacional del PP. 

Otros prefieren subrayar que la izquierda (PSOE y Unidas Podemos) va en caída libre, aunque a distintas velocidades. Todos se admiran de que la plataforma Soria ¡Ya!, con sus poco más de 18.000 votos (el 42,3% de toda la provincia), se alce con 3 procuradores (de los 5 posibles) en su primera comparecencia electoral. Hay muchos factores en juego. 

Estamos hablando de la región más extensa de España (94.226 kilómetros cuadrados), aunque su población no llega a los 2.500.000 de habitantes. Es también la región con la mejor educación de España y está a la cabeza entre los países de la OCDE.  Ocupa el 7º puesto entre las 17 comunidades autónomas españolas en PIB per cápita. En contra de lo que pudiera parecer, Castilla y León no es solo una reserva cerealista o maderera. Existe también un potente tejido industrial, sobre todo en el sector automovilístico y energético. 

Yo soy soriano de origen; por lo tanto, castellano, aunque sea un castellano periférico, asomado a La Rioja y a Aragón, y me haya pasado casi toda la vida fuera de la tierra. Si algo me ha llamado la atención desde que era niño es que la mayoría de los castellanos, a diferencia de lo que sucede con vascos, catalanes, gallegos y otros pueblos de España, se identifican más con su condición de españoles que con la de castellanos. No hay mucha conciencia regional. Incluso las provincias tienen un significado menor, quizá porque históricamente el poder local (sobre todo, en el caso de las villas) ha sido muy fuerte. Los relatos histórico-míticos (como la famosa batalla de Villalar entre las tropas comuneras y los partidarios del rey Carlos I) tienen escaso arraigo popular, a pesar de que el 23 de abril sea la fiesta de la comunidad autónoma en recuerdo de aquel famoso 23 de abril de 1521. 

Ni siquiera las coplas del Nuevo Mester de Juglaría han conseguido encender el sentimiento nacionalista castellano, a no ser algo en la provincia de Segovia. Las gentes de la meseta no se prestan a las ensoñaciones románticas. Creen poco en los relatos colectivos. El individuo (Castilla es tierra de señores) tiene mucha fuerza. La gente puede ser pobre, pero no va por la vida jugando el papel de víctima. Hay un señorío interior que lo permea todo y que a veces puede percibirse como arrogante y despectivo. Lo entendí un poco mejor visitando el Museo Nacional de Escultura, cuya sede principal se encuentra en el antiguo Colegio de San Gregorio, perteneciente a la orden dominicana y desamortizado en el siglo XIX. Por sus aulas pasaron personajes de la talla de Bartolomé de las Casas, Melchor Cano, Luis de Granada o Francisco de Vitoria. [Por cierto, algunos de los carteles del actual museo me hicieron sonreír (o indignar) por su interpretación bastante torticera de la historia. Casi me parecieron más objeto de propaganda que de verdadera información, pero este es otro discurso].

Más allá de estos detalles, el museo alberga una colección impresionante de esculturas y también algunas pinturas de gran calidad de Rubens, Zurbarán y otros. En el ámbito de la imaginería religiosa, es la colección escultórica más importante de España y una de las más destacadas de Europa. Disfruté recorriendo sus salas y fotografiando algunas de sus piezas. [Las fotografías de la entrada de hoy las tomé durante la visita al museo]. De la mano de los artistas de los siglos XV-XVIII entendí un poco mejor el alma de Castilla, que es como decir que me entendí un poco mejor a mí mismo. 

Algunos visitantes extranjeros que vieron estas obras en el siglo XIX se llevaron una impresión tremendista de la religiosidad castellana. Consideraban que los cristos yacentes de Gregorio Fernández o los grupos escultóricos de Juan de Juni o del maestro Berruguete eran hipérboles doloristas del misterio cristiano que impedían una visión positiva de la vida. Creo que las formas no les permitieron llegar al fondo. Por Castilla pasaron artistas flamencos, alemanes e italianos que se hicieron castellanos de adopción y que conectaron Castilla con el resto de Europa. Comprendo que posteriormente el espíritu batallador de la contrarreforma introdujo una actitud más intolerante que fue cerrando puertas a los aires de fuera. También esto forma parte de la historia y no hay por qué ocultarlo.

Uno se queda pasmado ante los retablos castellanos, esa “obra de arte total” en la que arquitectura, escultura y pintura forman un todo armónico al servicio de la belleza de la fe. Muchas iglesias de pueblos pequeños tienen retablos admirables. La iconoclastia moderna los consideró a veces expresiones de una etapa histórica oscura y poco ilustrada. Hoy  apreciamos más este hermoso legado histórico. La misma existencia del Museo de Valladolid (o el episcopal de Vic y otras muchas ciudades) es una prueba de ello. Llegará un día -espero que no muy lejano- en el que comprendamos que esas obras de arte dicen más de la condición humana que muchos de nuestros banales intentos contemporáneos. 

Entonces valoraremos los tesoros inmensos -muchos de ellos expoliados o malvendidos- que contenían y contienen las iglesias y monasterios de la inmensa Castilla. La España vaciada (de población, pero no de arte y de fe) volverá a ser una reserva de sentido, un horizonte de espiritualidad, una promesa de futuro. La belleza es, por definición, imperecedera. Tenemos una bodega inmensa de recursos humanizadores que no podemos ignorar. [Me parece que me ha salido un poco el abertzale que todos llevamos dentro. Que no se repita].

Os dejo con el tema Solo estás tú del grupo vallisoletano Siloé, acompañado por David OteroPocos se atreven a cantar en directo en un estudio de radio sin más acompañamiento que tres guitarras. 



domingo, 13 de febrero de 2022

Los extraños bienaventurados

Este VI Domingo del Tiempo Ordinario ha amanecido con el cielo cubierto. Ya era hora, después de semanas de situación anticiclónica. En un día como hoy suena con fuerza la voz de Jesús. No habla desde la montaña (como en el evangelio de Mateo), sino desde el valle. Allí señala con claridad los caminos para ser felices. Los más felices son los pobres, los que tienen hambre, los que lloran y los que son odiados y excluidos. Leemos este Evangelio paradójico precisamente hoy que celebramos la Campaña contra el Hambre organizada por Manos Unidas. Casi no me atrevo a hacer una interpretación de estas palabras de Jesús. Resultan tan a contramano de lo que hoy vivimos que casi parecen una tomadura de pelo. ¿Quién en su sano juicio puede pensar que los pobres y los hambrientos son felices? ¿Quién se sitúa voluntariamente en situaciones de pobreza, hambre, soledad y exclusión? 

Si este texto se leyese en una reunión del Foro de Davos, del Fondo Monetario Internacional o del Banco Mundial, provocaría una sonrisa de conmiseración entre los grandes de la tierra. Hay que reconocer que muchas palabras de Jesús suenan tan alejadas de la realidad que uno no sabe si es un ingenuo, un engañabobos o… un profeta que -por usar las palabras de Jeremías que se leen en la primera lectura de hoy- “confía en el Señor y pone en el Señor su confianza. Será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto”.

Los pobres, los hambrientos y los que lloran son bienaventurados porque Dios ha decidido ponerse de su parte, no porque sea deseable vivir en pobreza o marginación. Su felicidad consiste en saber que Dios no los va a dejar tirados, que son sus preferidos, porque un Padre no puede olvidarse de sus hijos más indefensos. ¿Habrá que esperar al final de los tiempos para que estas bienaventuranzas se realicen o se pueden ya experimentar en este mundo? En buen parte depende de quienes nos decimos seguidores de Jesús. Nosotros tenemos la responsabilidad de ser mediación de este Dios que no deja en la cuneta a sus hijos preferidos. Es verdad que la pobreza y el hambre siguen siendo lacras en nuestras sociedades desarrolladas, pero no es menos verdad que hay millones de personas que trabajan y se organizan para ser “providencia de Dios”, para prestarle a Dios mente, corazón y manos. 

La campaña de Manos Unidas contra el Hambre es una de estas iniciativas que busca estar cerca de quienes no tienen lo suficiente para comer. Puede parece una gota en el océano, pero nos recuerda que los seres humanos no podemos resignarnos a la indiferencia. Si hay algo en lo que coincidimos todas las religiones y todas las propuestas humanistas es en la lucha por erradicar la pobreza, de modo que todos los seres humanos tengan lo suficiente para vivir con dignidad.

Las cuatro bienaventuranzas lucanas van acompañadas por cuatro malaventuranzas que son como su reverso. Son los ayes de los ricos, los saciados, los que ríen y los que gozan de buena fama. Todos ellos no esperan nada porque ya han recibido en esta vida su recompensa. Para ellos Dios es un producto superfluo. No necesitan abogado defensor. Se bastan a sí mismos, pero en realidad su vida es inconsistente. Hay más apariencia que realidad. Jeremías (primera lectura) lo explica con palabras poéticas. Podemos ser como un cardo en la estepa o como un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces. En el primer caso, nos agostaremos cuando lleguen los rigores del estío, las pruebas de la vida. En el segundo, nuestras hojas estarán siempre verdes y daremos fruto. ¿A qué tipo de felicidad nos apuntamos?

viernes, 11 de febrero de 2022

Estar al lado de los que sufren


No sé si es necesario que haya un día para recordar los asuntos que nos preocupan, pero quizá es la única manera de mantenernos despiertos. Hoy es, entre otras cosas, el Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia y también la Jornada Mundial del Enfermo. Voy a fijarme en esta última. Este año, en su tradicional mensaje, el papa Francisco nos invita a “estar al lado de los que sufren en un camino de caridad”. En los casi dos años que llevamos de pandemia, miles de sanitarios han estado al lado de los enfermos de Covid, sobre todo en los momentos en los que no se permitía la visita de familiares y amigos a los hospitales. De no haber sido por ellos, muchos enfermos hubieran muerto en absoluta soledad. 

Cuando pase el tiempo y hagamos memoria de estos años duros, es probable que una de las cosas que más nos pesen en la conciencia sea el hecho de no haber encontrado una solución más humana. Nos atemorizó tanto el contagio, que, en nombre de la sacrosanta seguridad sanitaria, dejamos a algunas personas solas, no pudimos estar a su lado en el trance definitivo.


Hoy ha fallecido de cáncer una señora de unos 50 años a la que un amigo mío sacerdote ha acompañado en sus últimos momentos. Ayer le dio por última vez la absolución. Hoy me confesaba que fue emocionante comprobar cómo su familia (marido e hijos) participaron en la celebración y estuvieran al lado de su esposa y madre. Al cabo de unas horas murió, pero tanto ella como los suyos vivieron el trance final como un momento compartido. Es inevitable el dolor de la separación física, pero ¡cómo cambian las cosas cuando vivimos estos momentos acompañándonos unos a otros, siendo presencia amorosa, prestándole a Dios manos y labios! 

Debido a las restricciones impuestas por las autoridades, durante la larga pandemia hemos delegado en sanitarios, cuidadores de residencias y otras personas el acompañamiento de los enfermos y ancianos. Quizás ha llegado el momento de perder el miedo, superar el distanciamiento social y practicar una cercanía amorosa que les haga sentirse queridos y que les recompense de tanta soledad.

Es verdad que hay enfermedades que exigen distancia, pero quizá no hay nada más terapéutico que estar al lado de quienes experimentan el zarpazo del dolor y la inseguridad. En ocasiones, hacen bien las palabras. A menudo, sobran. Basta estar cerca, escuchar… y tocar. El sentido del tacto es el que mejor transmite la cercanía. Cuando tocamos a alguien le transmitimos todo nuestro reconocimiento y amor. Cuando nos dejamos tocar aceptamos que otra persona entre en el espacio aéreo de nuestra vida y nos estremezca. 

Hoy en España ha dejado de ser obligatorio el uso de la mascarilla en los espacios abiertos. Poco a poco se van relajando las medidas restrictivas. ¡Ojalá enfilemos ya la recta final de la pandemia! Ahora, más que preocuparnos de nuestra libertad personal y de lo que podemos hacer para relajarnos, todos tendríamos que preguntarnos qué podemos hacer para “estar al lado” de quienes durante estos años se han sentido más golpeados y solos.