viernes, 31 de enero de 2020

¡Hasta la vista, UK!

En abril tengo que viajar al Reino Unido, más concretamente a Inglaterra. Creo que podré hacerlo con mi documento de identidad español, como lo he venido haciendo en los últimos años. La exigencia de pasaporte y visado electrónico se retrasa algún tiempo. Todavía hay mucha incertidumbre respecto de las consecuencias que tendrá el famoso Brexit. Lo que ya es claro es que la próxima medianoche, después de más de tres años y medio de negociaciones, el Reino Unido saldrá de la Unión Europea. Los británicos arriarán la bandera de las doce estrellas amarillas sobre fondo azul y los europeos retiraremos de las instituciones la Union Jack. Es la primera vez que un país sale de la Unión, que ahora, sin el Reino Unido, se queda con 27 miembros. Salvo que el país de Su Graciosa Majestad regrese dentro de unos años, será difícil que la Unión llegue otra vez al techo que había alcanzado ahora con 512 millones de habitantes, cuatro millones de kilómetros cuadrados y un PIB de casi 16 billones de euros. Muchos británicos dicen que salen de la Unión, pero no de Europa, a la que ellos siempre han llamado con un poco de desdén “the Continent”.

En realidad, el Reino Unido siempre ha estado dentro (por razones económicas) y fuera (por todas las demás). Un auténtico Brexit de consecuencias profundas fue el protagonizado por Enrique VIII cuando decidió separarse de Roma y crear la Iglesia de Inglaterra. Cualquiera que haya viajado a Inglaterra, Gales, Escocia o Irlanda del Norte (las cuatro naciones que componen el Reino Unido) se habrá percatado de que las diferencias con “the Continent” saltan a la vista desde que uno pisa su suelo. Se necesita un adaptador para los enchufes, los vehículos se mueven por la izquierda, los autobuses urbanos son de dos pisos, se utilizan las millas y otras medidas de longitud y peso, se paga con libras y no con euros y se entra en casas que tienen moqueta hasta en el cuarto de baño. Los británicos siempre han sido –quizá por su carácter insular– un mundo aparte, lo cual los ha protegido de algunos virus europeos, pero también ha forjado un modo de ser muy “peculiar”, en el sentido de extraño, singular, raro. Pueden ser formales y educados o, si median unas cuantas pintas de cerveza, sucios y groseros. Aman las novedades sin renunciar a sus rancias tradiciones. Son cosmopolitas sin desprenderse de sus diez metros cuadrados de jardín. Presumen de pragmáticos y un poco escépticos, pero adoran los símbolos patrios y el fútbol. Están orgullosos del verde de sus campos y de la lluvia fina, pero se mueren de ganas de bañarse y tostarse en una playa del Mediterráneo. Les gusta el Norte para trabajar y hacer dinero y el Sur para gastarlo y descansar. No hay duda de que tienen una fisionomía muy particular.


La salida del Reino Unido puede ser el principio del final de la Unión Europea o el comienzo de una nueva etapa de mayor integración y solidaridad. No hay un guion escrito. Si otros países siguen la senda abierta por los británicos, la Unión tiene los años contados. Si se aprovecha el momento para hacer las reformas que desde hace años se vienen reclamando, entonces la Unión puede salir fortalecida. Más allá de la singularidad británica, lo que está en juego es la acertada integración de unidad y diversidad. Lo que sucede en la Unión se reproduce a menor escala en cada uno de sus estados. Raro es el país que no vive tensiones entre el conjunto y alguna de sus partes. El caso de España es paradigmático. Todos quieren las ventajas de pertenecer a unidades grandes, pero sin pagar el precio que eso supone. Es evidente que el peso geo-estratégico hace décadas que no está en Europa. Tras la Segunda Guerra Mundial viró al Atlántico Norte y ahora se ha desplazado al Pacífico. En cualquier caso, Europa sigue siendo un laboratorio para la humanidad. A pesar de sus indudables defectos, la Unión Europea ha sido uno de los ensayos más exitosos del último siglo. En su origen estuvieron algunos católicos de la talla humana e intelectual de Robert Schuman (franco-alemán), Alcide De Gasperi (italiano) y Konrad Adenauer (alemán) o humanistas como Jean Monnet, todos ellos muy comprometidos con la causa de la paz y la fraternidad entre los pueblos. ¡Ojalá no se pierda este espíritu inspirador!



jueves, 30 de enero de 2020

Se requiere un antivirus

Me vine de Chile con mi portátil infectado. La “promiscuidad informática” que viví durante esas dos semanas y mi insuficiente protección abrieron un espacio a varios troyanos y otros especímenes de malware. Y, como es natural, en cuanto vieron un boquete, se colaron sin contemplaciones. Visto que no podía eliminarlos con mi viejo antivirus AVG, ayer tuve que instalar otro más potente, un Norton en toda regla. No quedó un virus con cabeza. ¡Ojalá se encontrase pronto un remedio tan eficaz para el coronavirus que está asolando China y ha saltado ya a otros países del mundo! Tener el ordenador infectado es un fastidio permanente. En cuanto quería abrir cualquier página web, enseguida saltaban otras no deseadas. El trabajo se hacía enojoso. Es quizás una invitación a desconectar más, a engrosar las filas de quienes ya están hartos de tanta tecnología y aspiran a recuperar tranquilidad.

Instalar un antivirus me llevó poco tiempo. Espero que la limpieza haya sido total, aunque nunca se sabe. Por ahora, la cosa tiene buena pinta. Hacía años que no experimentaba una infección semejante. Estoy demasiado protegido por las barreras del lugar donde vivo. Lo malo es que cuando uno sale a campo abierto y se expone a conexiones no seguras, intercambio de pendrives y otras prácticas de riesgo digital, puede suceder cualquier cosa. A la luz de lo vivido con mi portátil, es imposible no pensar en lo que sucede en otras esferas de la vida. Cuanto más salimos, más nos arriesgamos, pero en eso consiste vivir. Uno no puede quedarse siempre en los cuarteles de invierno. El papa Francisco dice que prefiere una iglesia accidentada por salir a la calle, al encuentro con la gente, que una iglesia tranquila que se vuelve un poco neurótica por querer preservar siempre su seguridad.

Con frecuencia tengo la impresión de que nuestros sistemas operativos personales están infectados y de que, por lo tanto, las “aplicaciones” con las que gestionamos nuestra vida no funcionan bien. Acumulamos demasiados virus (los llamados “pecados capitales”) en nuestro interior. Así, es imposible vivir con serenidad y alegría y transmitir positividad a los demás. Cuando uno está bien por dentro, todo (el trabajo, las relaciones, la oración, etc.) resulta más fácil y llevadero. Es como si el sistema operativo personal funcionara sin lastre, a pleno rendimiento. Cuando, por el contrario, acumulamos resentimiento, envidia, codicia, lujuria, pereza, etc., todo se resiente. Perdemos la capacidad de saludar a los demás con amabilidad, hacemos nuestro trabajo a regañadientes, todo se nos hace cuesta arriba, nos molestamos por cualquier insignificancia, almacenamos resquemores, nos pesa esbozar una sonrisa y sospechamos siempre de los demás. Un sistema operativo infectado por el pecado nunca funciona bien. De poco sirve que instalemos “aplicaciones” de lujo, como un una buena lectura, un cursillo, una conversación o cualquier otra cosa. Apenas sacaremos provecho de sus potencialidades porque el sistema no está preparado para ello.

Los cristianos disponemos de algunos potentes antivirus para limpiar nuestro sistema operativo. El más radical es el sacramento de la reconciliación. Nos permite explorar lo que nos pasa, poner nombre a los virus (pecados) que entorpecen nuestra vida y, sobre todo, abrirnos al poder sanador de la misericordia de Dios. Y, sin embargo, es un antivirus que ha caído en desuso. A veces, se sustituye impropiamente por terapias psicológicas o por otros medios para evacuar la culpabilidad acumulada. El sacramento de la reconciliación mantiene nuestro sistema operativo en buen funcionamiento para que todas las demás aplicaciones operen con eficacia. Otro potente antivirus es, sin duda, la oración. A través de su ejercicio regular, nos manteneos en contacto con el “servidor” de Dios y recibimos de él todas las actualizaciones necesarias para vivir cada día con lucidez y fuerza. Hay un tercer antivirus que no es fácil de encontrar en el “mercado espiritual”: el acompañamiento. Se trata de la posibilidad de compartir lo que nos pasa con alguien que nos escuche con atención y nos ayude a discernir el paso de Dios por nuestra vida. Jesús, además de enseñar, predicar y curar, se dedicaba también a “expulsar demonios”; es decir, aplicaba el antivirus del perdón y la misericordia allí donde los virus del mal (los “demonios”) se habían posesionado de las personas.

miércoles, 29 de enero de 2020

Un embajador discreto

Nadie me ha nombrado embajador del pueblo en el que nací, pero ejerzo como tal en mis viajes misioneros por todo el mundo. Cuando me preguntan de dónde soy, siempre digo que soy de Vinuesa, a sabiendas de que muy pocos en Chile, Indonesia o Kenia, por ejemplo, saben dónde demonios queda ese lugar que en tiempos remotos debió de llamarse Visontium. No tengo más remedio que ir haciendo algunas maniobras de aproximación. Primero digo que soy de España. La mayoría se sitúan sin problemas, incluidos los norteamericanos, que suelen confundir España con México. Si insisten un poco más, aclaro que vengo de una región llamada Castilla. En Latinoamérica se ubican enseguida porque todos saben que a la lengua española se la llama también castellano. Asocian con rapidez la región a la lengua que ellos mismos hablan, aunque a veces evocan también la famosa y denostada conquista llevada a cabo por la Corona de Castilla. La cosa se complica cuando digo que soy de una provincia llamada Soria. En México están acostumbrados a la cadena de supermercados “La Soriana”, creada hace décadas por los hermanos Francisco y Armando Martín Borque, pero en otros lugares no tienen ni la más remota idea de dónde está ese lugar que suena casi a vasco. Así que corto por lo sano diciendo que mi pueblo se sitúa a unos 260 kilómetros al nordeste de Madrid. La capital del reino sí es conocida, aunque solo sea por sus equipos de fútbol. Google Maps se encarga de rematar la operación.

Todo esto viene a cuento de una noticia muy reciente. El pasado viernes 24 de enero los alcaldes de las localidades sorianas de Vinuesa y Monteagudo de las Vicarías recogieron en la Feria Internacional de Turismo de Madrid (Fitur) el diploma que las acredita como pueblos más bonitos de España.  No son los únicos, por supuesto. Forman parte de una red de unos 100 pueblos incluidos en la lista de los pueblos más bonitos. En realidad, el reconocimiento se había otorgado el pasado 1 de diciembre. Con estas dos incorporaciones, son ya cuatro (Yanguas, Medinaceli, Montegaudo de las Vicarias y Vinuesa) los pueblos sorianos incluidos en esa apreciada lista. Imagino la satisfacción de Juan Ramón Soria Marina, el joven alcalde de mi pueblo, a quien conozco y estimo, y la del resto de la corporación municipal. Recogen frutos de semillas sembradas hace tiempo.

Me alegra una noticia tan positiva. Este reconocimiento puede ayudar a revertir la despoblación imparable que se viene produciendo en los últimos años. Vinuesa pertenece, como tantos otros pueblos castellanos, a la España “vaciada”. Crecen los turistas, pero disminuyen los habitantes. No es fácil para los jóvenes quedarse en un lugar en el que escasean las oportunidades laborales. No se puede fiar todo al turismo de temporada, por  más que se estire la cuerda a base de nuevos reclamos (ferias ganaderas, jornadas micológicas, belén viviente, paso de la Vuelta Ciclista a España, etc.). Es preciso crear puestos de trabajo estables y más servicios (educativos, médicos, asistenciales, etc.) que beneficien a los que viven en el pueblo todo el año. Yo mismo, aunque nacido allí, soy un visitante ocasional. No siempre me es posible ir todas las veces que quisiera. Por eso, quizás no me hago cargo de hasta qué punto no se puede vivir solo de belleza, por más atractiva que resulte para propios y extraños.

La belleza de Vinuesa procede de su incomparable entorno natural, pero también de su casco urbano, que ha ido adquiriendo a lo largo de los siglos una fisonomía propia. Se podría decir lo que se dice del pan y del vino en el ofertorio de la misa: “frutos de la tierra y del trabajo del hombre”. Naturaleza e historia se dan la mano. La primera nos viene dada. Es un regalo exuberante que hay que cuidar con esmero. La segunda hay que construirla día a día con inteligencia y tesón. El resultado es un ambiente único, sugestivo y acogedor. Yo he tenido la suerte de visitar muchos hermosos lugares en el mundo, desde el parque Serengueti en Tanzania hasta las playas de Bali en Indonesia o las montañas nevadas de San Martín de los Andes en Argentina. Sería pretencioso –y quizá ridículo– decir que no he visto un lugar como mi pueblo. No es necesario caer en esta exageración pueblerina. Me conformo con decir que en ninguno he sentido la sensación de hogar que experimento cuando camino por los pinares de Vailengua o El Robledo, subo a la Laguna Negra, enfilo el pasadizo de El Portalejo, cruzo el puente sobre el Duero o recorro a pie las calles empedradas del casco viejo. Por eso, a medida que pasan los años, siento una nostalgia mayor, que tal vez no sentía cuando era joven y deseaba conocer otros mundos.

De adolescente, no me sentía muy orgulloso de haber nacido en un pueblo pequeño de montaña. A veces envidiaba a los de la ciudad, por más que no me gustasen sus ínfulas urbanitas. He tenido que vivir en ciudades grandes (como Madrid o Roma) y recorrer medio mundo para apreciar lo que significa haber nacido en un lugar en el que todo (desde el espacio físico al humano) resulta familiar, a medida de hombre. He tardado tiempo en comprender que necesitamos espacios así para saber que tenemos un nombre propio que la gente pronuncia cuando nos cruzamos en la calle. Jamás he sentido esto en el anonimato de una gran ciudad. Quizá la belleza de un pueblo no reside tanto en el atractivo de su entorno o de su historia, cuanto en la creación de un ámbito en el que uno es reconocido por sí mismo, aunque esto suponga exponerse a veces a  críticas o comentarios indeseados. 

En tiempos tan globales como los que vivimos, necesitamos un anclaje en una tierra pequeña y en un grupo humano conocido. Sin él, estamos expuestos a ser arrastrados por cualquier vendaval. Para mí, Vinuesa supone este anclaje. Disfruto con sus bosques y ríos, añoro las nevadas de mis tiempos infantiles, los baños en el embalse de la Cuerda del Pozo y los paseos en bici por las pistas forestales. Pero recuerdo, sobre todo, los tiempos de silencio y las eucaristías bajo las naves de la iglesia de Nuestra Señora del Pino, las conversaciones con mis amigos (los de ayer y los de hoy) en torno a una cerveza o un café, los encuentros con muchas personas por la calle y las celebraciones que crean comunidad (desde las fiestas patronales hasta la Navidad o los “santitos”). Con o sin premio, seguiré siendo un discreto “embajador” de mi pueblo allí donde me encuentre.

martes, 28 de enero de 2020

El padre y la hija

Cuando se produjo el accidente hacia las 10 de la mañana cerca de Calabasas (California), yo estaba ya en el avión que me traía desde Santiago de Chile a Roma, así que me enteré de la noticia ayer, a las 6,30 de la mañana, apenas aterrizado en Fiumicino. Conecté mi teléfono móvil y saltó la noticia: Kobe Bryant había fallecido en un accidente de helicóptero cuando viajaba con su hija Gianna y otras siete personas más, incluido el piloto. Durante todo el día de ayer y la jornada de hoy se han sucedido las informaciones, reportajes y recuerdos en los medios de comunicación y las redes sociales. Aquí en Italia el impacto ha sido grande porque Kobe vivió siete años de niño y adolescente. En varias ocasiones lo escuché hablando un italiano fluido. (También se expresaba con soltura en español). Sentía pasión por el país transalpino y venía cada vez que podía. Creo que aquí hizo también su primera comunión.

A mí me gusta mucho el baloncesto. Reconozco que admiraba a Bryant, así que su muerte me ha sacudido, aunque no soy de los que cuelgan vídeos y fotos en las redes sociales. Cada vez que muere un personaje famoso se desata enseguida un doble movimiento. Por una parte, se multiplican las manifestaciones de cariño por parte de sus admiradores; por otra, aparecen siempre detractores dispuestos a acentuar sus puntos débiles y a decir que es injusto hablar de un muerto singular cuando cada día mueren miles de personas igualmente dignas de ser recordadas. Basta asomarse a los foros de los periódicos digitales o a Facebook para ver que estas dos corrientes se enfrentan, aunque me parece que gana la primera por goleada (o por puntos, por emplear la jerga del baloncesto). 

De Kobe Bryant, un grandullón de 1,98 metros y 96 kilos, se acentúan tres manchas: su carácter arrogante y frío (aunque atemperado con el paso de los años), su adulterio con una camarera (si bien no fue condenado por violación) y la insensatez de volar en un día neblinoso poniendo en riesgo su vida y la de sus acompañantes (aunque todavía se tienen que esclarecer las causas del accidente). No seré yo quien entre a juzgar estas acusaciones. Prefiero acentuar su fe católica como energía que provocó en él un lento proceso de transformación personal. Después de su famosa infidelidad –que él reconoció, aunque siempre negó la violación– llegó a afirmar que “lo único que realmente me ayudó durante ese proceso –soy católico, fui criado católico, mis hijas son católicas– fue hablar con un sacerdote”. No creo que sea honrado aprovechar estas declaraciones para hacer una apología de la fe católica o del ministerio sacerdotal, pero tampoco hay que pasarlas por alto, como si fueran una mera anécdota. Son pocos los famosos que se atreven a confesar su fe sin temor a ser tildados de retrógrados. Kobe y su hija Gianna habían participado en la misa dominical de las 7 de la mañana en la iglesia de Nuestra Señora Reina de los Ángeles antes de dirigirse al aeropuerto John Wayne en el condado de Orange.

Para mí, lo esencial es comprobar que una persona habituada a una competitividad extrema y que gana más de 20 millones de dólares al año, es capaz de afrontar una crisis personal y matrimonial bebiendo en la fuente de su fe. Yo no admiro a las personas impolutas, con una hoja de servicios inmaculada, sino a aquellas que tienen jirones en la piel por haber luchado, pero que tienen también la humildad suficiente para reconocer sus errores y fallos, ponerse en pie y seguir caminando. Había algo en el rostro del Bryant que hacía intuir un interior más rico del que transparentaba su voracidad encestadora, su obsesión con entrenarse incluso de noche y su cuenta bancaria.

La imagen de Kobe con su hija Gianna (nombre italiano, por cierto), dotada también para el baloncesto, me hace recordar a las familias que han vivido el drama de un accidente en el que uno o más miembros han fallecido. Tengo experiencias muy cercanas. Es un golpe del que pocos se rehacen. Pienso en la esposa de Bryant y en sus tres hijas vivas. Me cuesta imaginar lo que están viviendo en estos días. Ellas tienen el apoyo de millones de personas en todo el mundo, pero nada puede suplir a la pérdida de un esposo (y padre) y de una hija (y hermana). La muerte de los famosos nos hace más sensibles a las muertes de quienes mueren en el anonimato, sin compañía. Y –como es lógico– nos obliga a pensar en nuestra propia muerte. 

Kobe era un tipo relativamente joven (41 años), fuerte, apuesto, rico y con una adorable familia. Tenía todos los ingredientes que hoy se consideran necesarios para llevar una vida feliz. Y, sin embargo, cuando estaba empezando una etapa fuera de las canchas que le hubiera permitido seguir madurando como ser humano, esposo y padre, todo se tronca. No podemos esperar demasiado para ser nosotros mismos, para creer en Dios y para amar a los demás. Hoy es el momento. Mañana puede ser demasiado tarde. Nos lo recuerdan sin palabras un padre y una hija, unidos en una experiencia que ningún padre desea jamás: morir junto a quienes tendrían que haber preservado su memoria. Que el Padre de todos acoja a ambos en su infinito amor y a nosotros nos dé lucidez, compasión y ganas de vivir con hondura.




lunes, 27 de enero de 2020

Las "casualidades" de Dios

Tras 14 horas de vuelo desde Santiago de Chile, estoy de nuevo en Roma. Paso del verano austral al invierno del hemisferio norte. O, lo que es lo mismo, de los 32 grados de Santiago a los 4 de la Ciudad Eterna. La vida sigue su curso, pero ya no será igual que antes. Cada experiencia vivida ensancha un poco nuestra manera de vernos y de ver el mundo. Si hay algo atractivo de la vida misionera es la posibilidad de entrar en contacto con cientos, miles de personas. En cada una hay un destello de Dios. Cuando decimos que “no vemos” a Dios en esta sociedad contemporánea, quizás estamos levantando acta –aunque no seamos conscientes de ello– de nuestra incapacidad para percibir el reflejo de Dios en el rostro de los seres humanos. 

Es verdad que la naturaleza es el primer libro a través de cual nos habla Dios. Por eso, me parece que el ecologismo puede ser una nueva vía de encuentro con él. Pero hay un segundo libro más explícito: el libro de la humanidad. Al fin y al cabo –como se nos recuerda en el Génesis– los seres humanos hemos sido hechos a “imagen y semejanza” de Dios. Por más que la ciencia contemporánea quiera reducirnos a primates evolucionados, no somos un elemento más de esta compleja creación. Dios mismo ha querido hacerse uno de nosotros. Encontrarse con un ser humano es como entrar en un santuario en el que, de una manera u otra, se percibe el misterio de Dios. No sé qué tipo de proceso estamos viviendo hoy. Algunos dicen que a medida que hemos ido perdiendo la fe en Dios nos hemos ido deshumanizando. Puede ser. Yo me inclino a pensar que el proceso ha sido más bien el contrario. A medida que nos hemos ido deshumanizando se nos ha hecho muy difícil –casi imposible– reconocer la presencia de Dios porque, al fin y al cabo, el ser humano es su signo más visible.

Tenemos que dedicar mucho más tiempo a las relaciones humanas, a las conversaciones tranquilas, al encuentro interpersonal. No es suficiente contentarse con multiplicar escuetos mensajes de WhatsApp. No basta con tener la sensación de que estamos conectados con muchos a través del mundo por el simple hecho de que forman parte de la lista de nuestros amigos en Facebook o de nuestros seguidores en Twitter o Instagram. Estas redes abren puertas que de otra manera quizás nunca se hubieran abierto, pero el encuentro interpersonal es algo más profundo. No se puede despachar con un simple Me gusta. Confundir la conectividad con el encuentro es la antesala de la frustración No es extraño que algunos influencers se hayan suicidado al comprobar que su fama digital coincidía casi exactamente con la medida de su soledad personal. Ese abismo acentúa la sensación de que estamos solos en el mundo y de que, en el fondo, la vida no merece la pena. 5.000 amigos en Facebook (el máximo permitido por esta red social) pueden equivaler a cero amigos en la vida desconectada. Hay personas que se mueven en la red como pez en el agua, pero no tienen a nadie con quien dar una vuelta, tomar un café o charlar tranquilamente durante un par de horas sobre algo más que el tipo de música que les gusta o las posibilidades de algunas aplicaciones nuevas.

En Chile he tenido la oportunidad de mantener algunas conversaciones que nunca hubiera imaginado. Han sido totalmente casuales, aunque bien podría calificarlas de “providenciales”. Una de ellas –la más significativa, con diferencia– surgió a raíz de la ponencia que presenté el martes. Uno de los participantes se acercó a ella con la idea de dormirse, como suele suceder en muchos casos, o de reemplazarla por un paseo urbano. Pero algo sucedió que cambió su actitud. Me confesó que desde el primer momento se sintió atrapado y que esa experiencia le ayudó a mantenerse alerta durante todo el Congreso de Espiritualidad. Cuando yo repaso el texto que pronuncié, no encuentro nada particularmente chocante. A diferencia de lo que suelo hacer en otros foros, no acompañé mi conferencia con una presentación audiovisual, sino que me limité a leer despacio el texto que había preparado. También esto es una novedad porque casi siempre hablo sin leer. Esta vez lo hice para facilitar la labor de los traductores al inglés. 

A pesar de todos estos inconvenientes, que parecen avalar la tesis de que los misioneros no sabemos comunicar con los códigos de hoy, hubo alguien que, desde el primer momento, sintonizó con lo que yo estaba diciendo, lo entendió casi como un mensaje dirigido a él. Al acabar, se acercó a mí para darme las gracias. A partir de ese momento se abrió entre nosotros una vía comunicativa que se adentró en niveles que van más mucho allá de un intercambio cortés y que tocaron las fibras de nuestra humanidad y nuestra fe. Dios tiene sus modos de hacer las cosas. Jamás hubiera imaginado que el fruto de una ponencia pudiera ser una nueva amistad. Este solo hecho justifica un viaje de 12.000 kilómetros y, sobre todo, un canto de acción de gracias a Dios por sus “casualidades”.

domingo, 26 de enero de 2020

Que alguien encienda la luz

Hoy se me amontonan los sentimientos y alguna que otra idea. Escribo casi con un pie en el avión que me trasladará de nuevo a Roma tras dos semanas en Chile. Lo vivido ayer en la basílica del Corazón de María de Santiago me conmovió. Hacía tiempo que no participaba en una Eucaristía con tanta belleza y emoción. Duró algo más de dos horas. Todo comenzó con una sencilla procesión desde el lugar donde estaba la pequeña capilla en la que se asentaron los primeros claretianos hace 150 años hacia la contigua basílica del Corazón de María. Después se fueron sucediendo los ritos, las palabras, los símbolos y los cantos. Todo tenía un sabor de familia y de fiesta. Varios me confesaron al final que hacía tiempo que no celebraban una Eucaristía de este modo. A algunos se les escaparon las lágrimas. Cada vez me convenzo más de que una liturgia celebrada con verdad, convicción y belleza es una de las vías mejores para la evangelización en nuestras sociedades secularizadas. Por eso, me rebelo contra las prisas, la banalidad o la pompa hueca. Tras la celebración, nos dimos cita en el jardín de la comunidad todos los que habíamos participado en la misa. No sé cuántos éramos, pero calculo que unas 300 o 400 personas. Todos compartimos un ágape de pie, mientras conversábamos animadamente. Confieso que alguna de estas conversaciones me llegó al alma.

No tendría que haberme extendido mucho sobre la celebración de ayer porque, en realidad, hoy estamos ya en el III domingo del Tiempo Ordinario, pero era obligado. No todos los días se producen acontecimientos de relieve. Este año, por vez primera, celebramos en este tercer domingo del Tiempo Ordinario, el Domingo de la Palabra, instituido por el papa Francisco con la Carta Apostólica Aperuit illis, publicada el pasado 30 de septiembre pasado, con motivo del 1600 aniversario de la muerte de San Jerónimo, gran estudioso de la Sagrada Escritura y traductor de los textos originales al latín. Necesitamos desempolvar la Biblia e iluminar desde ella lo que estamos viviendo. Los católicos hemos avanzado en los últimos 50 años, pero hay mucho camino que recorrer. Me parece que las iglesias latinoamericanas han dado pasos más audaces que las europeas. Personas de escasa instrucción son capaces de manejar la Biblia con soltura. Se han multiplicado los centros bíblicos populares, la lectura orante de la Palabra, el uso del Diario Bíblico y otras muchas iniciativas. Espero que este Domingo de la Palabra sirva para animarnos a mejorar nuestra formación bíblica y, sobre todo, a caer en la cuenta de que no hay verdadera fe si no se nutre de la Palabra de Dios. Creo que en este campo los claretianos estamos haciendo un gran esfuerzo de profundización y difusión.

Casi no me queda ya espacio para decir algo sobre la Palabra que la liturgia nos propone este domingo. Veo a Jesús como el enviado de Dios que ha venido a iluminar nuestras oscuridades. Para explicar el comienzo de su actividad pública en Cafarnaúm, junto al lago de Galilea, Mateo cita un pasaje del profeta Isaías que leemos parcialmente en la primera lectura: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierra de sombras, y una luz les brilló” (Is 9,1). Es útil conocer el contexto histórico para comprender el alcance de estas palabras, pero lo importante es aplicarlas a nuestra situación. También hoy tenemos a menudo la sensación de caminar a oscuras, sin ver con claridad el horizonte. Jesús, con su  triple acción de enseñar, predicar y curar, viene a iluminarnos. No solo eso. Sigue llamando a algunos para que sean “pescadores de hombres”; es decir, personas expertas en sacar a otros del mar de la oscuridad y la confusión mediante la red de la Palabra. 

Jesús no se resigna a que vivamos como si la noche fuera más fuerte que el día. No nos quiere sonámbulos, sino caminantes siempre dispuestos a ponernos en marcha, a cambiar de mentalidad (eso es lo que significa la invitación a “convertirnos”) y abrirnos al reino de Dios que llega. Este anuncio de esperanza Jesús no lo dirige en primer lugar a los ortodoxos y puros de Jerusalén, sino a la gente de Galilea, famosa por vivir en una periferia en la que muchos no sabían bien si eran judíos o gentiles. ¿No supone esta actitud de Jesús una invitación a dirigirnos también a quienes hoy se debaten entre la fe y la increencia, entre su pertenencia a la Iglesia y su alejamiento de ella? La Galilea de hoy es una tierra indeterminada en la que viven los que una vez creyeron y ya no creen, los que se preguntan si de verdad creen o no, los que buscan algo nuevo en sus vidas o los que simplemente han tirado ya la toalla. Para todos Jesús viene a traer luz y horizonte. Es preciso que alguien haga de testigo.

sábado, 25 de enero de 2020

Las frescas mañanas

Dentro de unas horas celebraremos la Eucaristía en la basílica del Corazón de María de Santiago de Chile. Daremos gracias a Dios por 150 años de vida misionera en tierras de América. Lo hacemos en la fiesta de la conversión de san Pablo, como si la efeméride claretiana fuera una invitación a empezar de nuevo. Escribo frente un huerto lleno de manzanos. A esta hora todo es silencio y frescor matinal. Me vienen a la memoria algunos versos del himno litúrgico Alfarero del hombre: “De mañana te busco, hecho de luz concreta, / de espacio puro y tierra amanecida. / De mañana te encuentro, Vigor, Origen, Meta / de los sonoros ríos de la vida”. A esta hora, mucha gente duerme en este lado del mundo. Es probable que lo hagan quienes ayer, como todos los viernes, se manifestaran por las calles de Santiago y de otras poblaciones chilenas. O quienes, también como todos los viernes, salieron de Santiago hacia la playa provocando grandes retenciones en la autopista. Yo afronto mi último día en este país largo como un adolescente en pleno estirón y estrecho como las escaleras de la casa de Pablo Neruda en Isla Negra. Han sido casi dos semanas de encuentros, conversaciones y preguntas. Una especie de sacudida emocional e intelectual en un país acostumbrado a las sacudidas sísmicas. Regreso a Roma agradecido y con más ganas de “caminar con otros”, de explorar nuevos caminos en la evangelización, de hacer de los problemas puntos de partida para nuevos enfoques. Quien renuncia a cambiar empieza a morir antes de tiempo.

Los periódicos de todo el mundo hablan de virus chinos y de otras amenazas. La mayor amenaza es vivir dormido, como si fuéramos zombis que ejecutan mecánicamente las rutinas de siempre, pero no saben disfrutar de la libertad, de la vida. Entre un paseo digital por Internet y un paseo por estos prados frescos, entre árboles frutales y flores, no tengo la menor duda a la hora de escoger. La naturaleza siempre habla de Dios porque es el primer libro marcado con las huellas de su presencia. Es difícil ser ateo o indiferente cuando uno aprende a descifrar algunos de sus códigos secretos. Disfrutar del amanecer es siempre una parábola de la resurrección. Estamos llamados a salir de la sombras de la noche y estrenar un nuevo día. Esto lo percibo con claridad en este recinto de Talagante. No sé si es tan evidente en medio de los humos de Santiago. Quizá allí, silenciado el libro de la naturaleza, hay que aprender otra gramática: la de los seres humanos perdidos en sus cubículos de hormigón, llenos de rabia y esperanza casi a partes iguales, conectados a terminales digitales que casi parecen una prolongación de su sistema nervioso. ¿Vive Dios en la séptima planta de un edificio que se asoma a la calle Zenteno o a la Casa de la Moneda? Vive, pero no es tan fácil reconocer su rostro porque nosotros nos hemos encargado de recubrirlo con mil maquillajes. Quizá una de las tareas de la espiritualidad contemporánea es aprender a desmaquillarnos para dejar el rostro como es. En sus pliegues, en su tersura o en sus arrugas, sería más fácil reconocer al Hacedor: “No hay brisa, si no alientas, monte, si nos estás dentro, / ni soledad en que no te hagas fuerte. / Todo es presencia y gracia. Vivir es ese encuentro: / Tú, por la luz; el hombre, por la muerte”.

Lo dejo aquí. Me aguarda un programa intenso en una jornada que promete ser jubilosa, abierta, compartida. Celebrar juntos nos hace más humanos y nos devuelve la esperanza que a veces nos quita la rutina diaria. Celebrar 150 años de vida misionera es un trampolín de lanzamiento hacia el futuro porque siempre que recordamos (pasamos algo por el corazón)  encontramos nuevos motivos para  vivir y soñar. Agradezco de corazón a mis hermanos claretianos de Chile, a todos los de la provincia de San José de Sur, el despliegue de simpatía y fraternidad que han realizado en estos días. Ninguna semilla de vida quedará infecunda.

viernes, 24 de enero de 2020

Aprendizajes a pie de calle

A las dos de la tarde cae un sol de justicia sobre Santiago. El termómetro se dispara a más de 30 grados. Dentro de los salones climatizados del Centro Ágora se está bien. Mientras algunos dormitan entre el almuerzo y el comienzo de la sesión de la tarde, yo aprovecho para teclear la entrada de hoy. Tras doce días intensos de trabajo, empiezo a acusar el cansancio. Mañana concluiremos el Congreso de Espiritualidad e inauguraremos oficialmente el inicio del 150 aniversario de la muerte de Claret que cerraremos el día 24 de octubre en Vic (España). Más allá de las ideas y las palabras, me quedo con la experiencia de una familia carismática que no ha tirado la toalla de la evangelización, que no ve en el momento actual solo un conjunto de obstáculos y problemas, sino, más bien, grandes desafíos que espolean nuestra fe y creatividad. Somos herederos de un fundador, san Antonio María Claret, que vivió también tiempos difíciles. En ningún momento creyó que era imposible vivir y anunciar el Evangelio. Ayer recordamos de manera especial su etapa cubana. Rodeado de problemas internos y externos, fue capaz de poner en pie una diócesis que encontró en situación calamitosa. ¡Y eso que solo estuvo seis años en la isla!

En este Congreso nos acompañan dos obispos claretianos de la zona: uno residencial (el obispo de San Carlos de Bariloche, Argentina)  y otro emérito (el obispo de Copiapó, Chile). Cuando mis compañeros africanos y asiáticos los ven sentados en las mismas butacas que los demás o haciendo cola en el comedor para recoger su bandeja de alimentos, no salen de su asombro. Eso sería impensable en muchas partes de Asia y de África, donde obispos y sacerdotes siguen teniendo un trato privilegiado. Aquí subrayamos la esencial igualdad y fraternidad por encima de los ministerios de cada uno, lo cual no significa menospreciar la diferencia, sino situarla en una Iglesia sinodal, en la que laicos, consagrados, sacerdotes y obispos caminan codo con codo, se sientan a pensar y a celebrar, comen juntos y, llegado el caso, dialogan y hasta discuten. Se rompe el esquema piramidal y se ensaya un nuevo (no tan nuevo) modo de ser Iglesia, basado en la comunión. Por eso, tanto las ponencias principales como los talleres están a cargo de laicos y consagrados. Hay un mutuo enriquecimiento. Todos vibramos con el carisma claretiano. En general, los laicos dominan mejor los recursos didácticos y la comunicación. Muchos vienen del campo educativo. Se nota enseguida.

No es que en Europa no existan experiencias semejantes de sinodalidad, pero el peso histórico es mucho mayor. Por eso, el esfuerzo tendría que ser también más audaz. La renovación de la Iglesia europea no va a venir por ofrecer más de lo mismo, sino por un ejercicio humilde de escucha y por una apuesta sin dobleces por la formación y responsabilidad de los laicos. Puede parecer que soy repetitivo –y hasta obsesivo– en este punto, pero no veo otro camino. Necesitamos un laicado entusiasta y corresponsable.  El contexto social desafiante no es un problema, sino, más bien, un acicate. Así ha sido en otros momentos críticos de la historia. No veo por qué ahora va a ser distinto. Las dificultades acrisolan la opción de fe y nos obligan a poner en común lo mejor de nosotros mismos al servicio del Evangelio. Nos obligan también a no encerrarnos en nuestros cuarteles de invierno, a salir a la calle, incluyendo la “calle digital”. Hoy nos ha hablado un claretiano de Brasil, experto en comunicación y redes sociales. Yo lo he escuchado con mucho interés, a pesar de que incumplo sistemáticamente una de las reglas que nos ha ofrecido. Él insistía mucho en que los jóvenes de hoy –nativos digitales– apenas resisten un texto que tenga más de una frase o un vídeo que dure más de un minuto. Yo, por el momento, seguiré con mis tres párrafos diarios. No quiero caer al nivel de Donald Trump y sus apresurados tuits. Prefiero pocos lectores, pero con la paciencia suficiente como para leer 800 palabras.

jueves, 23 de enero de 2020

La "viña joven"

El martes tuve la ponencia inicial en el Congreso de Espiritualidad Claretiana que se está celebrando en el Centro Ágora de Santiago de Chile. Nos hemos dado cita unas 140 personas (claretianos, consagrados y seglares) para conmemorar los 150 años de la llegada de los claretianos a América. Dado que, tras la revolución de septiembre de 1868, tuvieron que salir de España y refugiarse en el sur de Francia, el embarque se produjo en Burdeos el 13 de diciembre de 1869. Bordeando el Cabo de Hornos, llegaron al puerto de Valparaíso (Chile) el 21 de enero de 1879, tras casi cuarenta días de navegación. Eran siete: cinco sacerdotes y dos misioneros hermanos. Esa misma noche se dirigieron en tren a la capital, Santiago. Los comienzos no fueron fáciles, pero no se echaron atrás. Hoy estamos presentes en todos los países de América, desde Canadá hasta la Patagonia argentina, exceptuando las Antillas menores. San Antonio María Claret, que fue arzobispo de Santiago de Cuba durante algo más de seis años (1851-1857), calificó el continente de “viña joven”. Hoy, tras 150 años, se ha convertido ya en una “viña adulta” que necesita cuidados y podas para seguir creciendo con vitalidad.

Mi ponencia trató sobre algunas claves para vivir la espiritualidad misionera hoy. Si los cristianos confesamos al Espíritu Santo como “señor y dador de vida”, esto significa que vivir “con Espíritu” (eso es, en definitiva, la espiritualidad) implica vivir en plenitud, tal como Jesús quería: “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). Vivir no es un mero hecho biológico. Vivir significa desarrollar las cinco relaciones básicas que nos configuran como seres humanos: la autoconciencia (la relación con nosotros), la alteridad (la relación con los demás), la mundanidad (la relación con el mundo), la historicidad (la relación con el tiempo) y la religiosidad (la relación con Dios). Repasé brevemente cada una de ellas para poner de relieve la novedad que aporta Jesús y el modo como Claret y nuestros misioneros vivieron estas relaciones. Cincuenta minutos no dan para mucho, pero en el tiempo de las preguntas tuve la oportunidad de desarrollar y profundizar algunos puntos que habían suscitado el interés de los participantes.

Estoy convencido –como decía Karl Rahner en el ya lejano 1959– que el cristianismo del siglo XXI o será místico o simplemente no será. Un místico es aquel o aquella que han experimentado algo. Sin experiencia de cómo la acción del Espíritu afecta a las dimensiones esenciales de nuestra vida es imposible saber adónde vamos, por qué vamos y con quiénes vamos. Es verdad que hay muchas personas que viven en un estado de gran confusión y aun de rabia, pero me parece más evidente la actitud de búsqueda. En realidad, la confusión y la rabia son como el SOS extremo que lanzamos cuando no encontramos motivos suficientes para seguir viviendo con dignidad y alegría. Experimentamos que las cinco relaciones están deterioradas, pero no sabemos cómo repararlas. Frente al narcisismo, el cainismo, el consumismo, el hedonismo y el ateísmo (que son los virus que trastornan nuestra relación con nosotros mismos, los otros, el mundo, el tiempo y Dios), el Evangelio nos muestra que hay otro modo de vivir. Estamos llamamos a vivir como hijos (de Dios Padre), hermanos (de todos los seres humanos), cuidadores (de la casa común), peregrinos (en camino hacia la patria definitiva) y adoradores (de Dios en espíritu y verdad).

lunes, 20 de enero de 2020

Neruda, el vino y el cartero

La combinación de un horario intenso y una mala conexión a Internet hace que me sea muy difícil ser fiel a mi cita diaria. Ayer fue un día diferente. Pasé la mañana en Isla Negra visitando una de las tres casas –junto con La Sebastiana en Valparaíso y La Chacona en Santiago– que Pablo Neruda (1904-1973) tenía en Chile. Era la segunda vez que la visitaba. La mañana estaba fresca, el cielo encapotado y el Pacífico bastante revuelto. Acompañado por mi audioguía, recorrí los diversos ambientes de una casa extravagante que a veces parecía un barco varado en tierra y otras un vagón de ferrocarril que adopta la forma de Chile: largo y estrecho. 

La casa es, en realidad, un museo que alberga numerosas colecciones de conchas, mapas, mascarones de proa de viejos barcos, piezas cerámicas, etc. Lo que más me gustó fue la apertura de la casa al inmenso océano a través de grandes ventanales que parecen conectar las estancias con el agua gris del Pacífico. Dos de las cuatro paredes del dormitorio son de vidrio. La cama está colocada en la diagonal, de manera que desde ella se contempla el poniente marítimo como si uno estuviera tumbado en la playa. El único lugar que no se puede visitar es la cocina. Cuando tenía invitados, Neruda solía colocar un cartel en la puerta en el que advertía que estaba prohibida la entrada porque lo que el huésped debía admirar era el producto final, no el proceso de elaboración. Cada rincón de la original casa tenía algún enlace con su obra poética y, desde luego, con sus viajes por diversas partes del mundo en calidad de cónsul o embajador de Chile. En el vestidor del dormitorio se conserva el frac con el que recibió el Premio Nobel de Literatura en 1971.


De vuelta a Talagante, dediqué la tarde a visitar las Bodegas Undurraga, fundadas en 1886 por un vasco afincado en Chile. Acompañados por un guía que se expresaba bien en castellano e inglés, hice el recorrido con mis compañeros. Admiramos las viñas, probamos algunas uvas ácidas (les faltan casi dos meses para la vendimia), seguimos todo el proceso de elaboración visitando las diversas instalaciones del complejo y acabamos en el enorme porche degustando cuatro categorías de vinos: dos blancos y dos tintos. Antes habíamos pasado por la Galería de Aromas. El guía tuvo la honradez de decirnos que todas las advertencias que suelen hacer las etiquetas de las botellas sobre los aromas del vino suelen ser más creaciones literarias que descripciones reales. 

Regresamos a casa más contentos de lo normal, con una bolsita de papel que contenía la copa de vidrio en la que habíamos catado los vinos. Todos la dejamos en la cocina del Centro Claret. Una colección de casi 40 copas puede ser útil; a nosotros nos supone una complicación menos en el equipaje. Incluso los que no provienen de culturas vinícolas (asiáticos y africanos, sobre todo) apreciaron el valor simbólico de un producto que, bebido con moderación, abre las puertas de la verdad (“In vino veritas”), eleva un punto el contento de quien lo bebe (“El vino alegra el corazón del hombre”) y crea lazos de solidaridad con la tierra y con los seres humanos (“fruto de la tierra y del trabajo del hombre” decimos en la presentación de los dones eucarísticos).

Terminé la jornada viendo una vieja película italiana que en su momento (1994) me encantó: Il postino (“El cartero”). Temí que el paso del tiempo le hubiera borrado el encanto original, pero no fue así. Disfruté igual o más que la primera vez. Quizá el hecho de haber visitado por la mañana la casa de Neruda en Isla Negra me colocó en sintonía con la historia que narra. Cuando Pablo Neruda tuvo que exiliarse durante una temporada en la isla de Capri (Italia), habitó en una casa encaramada en la montaña. Dado que recibía cada día una cantidad ingente de cartas y paquetes, la oficina de correos del pueblo contrató a un joven cartero que, a lomos de su vieja bicicleta, subía todos los días a la casa del escritor para entregarle la correspondencia. A cambio, recibía una exigua propina que ensanchaba un poco su mísero sueldo de 300 liras. 

Entre el maestro Neruda y el cartero Mario Ruppolo se fue estableciendo una sólida amistad. A pesar de la diferencia de edad, proveniencia y formación, les unían varias cosas; sobre todo, el amor por la poesía y los ideales comunistas. Antes de que el poeta regresara a su Chile natal, Mario –el joven  cartero– se casó con su amada Beatriz. El ateísmo del poeta no impidió que el párroco accediera a regañadientes a que fuera testigo del matrimonio. Me fui a la cama derrotado por la ternura y la credibilidad de una interpretación cinematográfica que no tiene nada que ver con los códigos que dominan en el cine de hoy. No todo lo pasado fue peor.

viernes, 17 de enero de 2020

El coraje de decidir

Hoy celebramos la memoria de san Antonio, abad (251-356). Para muchas personas, es el santo de los animales. En varios lugares se celebran romerías y bendiciones de mascotas. El santo egipcio ha sido presentado como un animalista adelantado en muchos siglos a su tiempo. Y, sin embargo, lo más llamativo de su excéntrica y larguísima vida (105 años) fue el coraje que tuvo para tomar una decisión que cambiaría su vida. Muertos sus padres cuando él era todavía muy joven, vendió sus bienes, aseguró el futuro de su hermana menor y se retiró al desierto para llevar una vida de oración y ascesis. Sabemos detalles de su vida por la famosa obra La vida de Antonio, escrita por san Atanasio, y también por los escritos de san Jerónimo y otros autores famosos, aunque –como suele pasar con los personajes de la antigüedad– resulta difícil separar la historia de la leyenda. Resulta casi increíble que un eremita de los siglos III y IV siga interesando a los hombres y mujeres del siglo XXI.

Decidir. Esta me parece la palabra clave. En tiempos líquidos como los nuestros, resulta muy difícil tomar decisiones. Hablamos, damos vueltas a los asuntos, hacemos experiencias de diverso tipo, pero cuando llega la hora de tomar decisiones –sobre todo, decisiones que comprometan a fondo nuestra vida– nos entra una especie de miedo escénico, solemos echarnos para atrás. Les pasa a las jóvenes parejas que no acaban de comprometerse en una relación matrimonial, a los candidatos al sacerdocio o la vida religiosa, a los voluntarios que no quieren asumir responsabilidades demasiado largas… Decidir significa escoger y, por tanto, rechazar. A veces quisiéramos una cosa y su contraria: vivir con sencillez y tener todo a nuestra disposición; vivir en pareja y experimentar la libertad de los célibes; comprometernos en un proyecto colectivo y hacer lo que a nosotros nos da la gana… Decidir es siempre una experiencia pascual: implica “morir” a algo para “resucitar” a una realidad nueva. Si hoy nos cuesta tanto decidir no es solo porque se han multiplicado mucho las posibilidades de emprender caminos diversos, sino, sobre todo, porque nos cuesta “morir”. Pensamos que la renuncia a uno mismo implica la aniquilación, no la transformación. Nos cuesta mucho entender las palabras de Jesús: “Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere da mucho fruto” (Jn 12,24).

El joven egipcio Antonio se sintió tocado por otras palabras de Jesús: “Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes, y da a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo, y ven y sígueme” (Mt 19,21). No lo dudó mucho. Las tomó al pie de la letra. Vendió todo y se retiró al desierto. Creyó que la propuesta de Jesús –por paradójica que pudiera resultar– era una propuesta de vida. Se fio; por eso, se decidió. Tuvo la valentía de emprender una aventura sin saber cómo terminaría. No necesitó tenerlo todo claro. Le bastó tener claro lo más importante: que quien pone su vida en manos de Dios nunca queda defraudado. Las decisiones son, en el fondo, el fruto maduro de la confianza. Quien desconfía por sistema, también es indeciso por sistema. Muchas experiencias hermosas se vienen abajo por la falta de una decisión firme, por el titubeo constante. Es verdad que, por lo general, las decisiones suelen ser futo de un proceso trabajoso de discernimiento, pero a veces también se producen a consecuencia de un flechazo. Cuando hay algo que nos encandila, la intuición toma el puesto de la reflexión. No sabría decir qué vía es la mejor. Las dos nos ayudan a decidirnos. Hay personas más intuitivas y otras más reflexivas. Lo que importa es que, por una vía o por ambas, nos arriesguemos a tomar decisiones.