En abril tengo que viajar al Reino Unido, más concretamente a Inglaterra. Creo que podré
hacerlo con mi documento de identidad español, como lo he venido haciendo en
los últimos años. La exigencia de pasaporte y visado electrónico se retrasa
algún tiempo. Todavía hay mucha incertidumbre respecto de las consecuencias que
tendrá el famoso Brexit. Lo que ya es
claro es que la próxima medianoche, después de más de tres años y medio de
negociaciones, el
Reino Unido saldrá de la Unión Europea. Los británicos arriarán la
bandera de las doce estrellas amarillas sobre fondo azul y los europeos
retiraremos de las instituciones la Union
Jack. Es la primera vez que un país sale de la Unión, que ahora, sin el
Reino Unido, se queda con 27 miembros. Salvo que el país de Su Graciosa Majestad regrese dentro
de unos años, será difícil que la Unión llegue otra vez al techo que había
alcanzado ahora con 512 millones de habitantes, cuatro millones de kilómetros
cuadrados y un PIB de casi 16 billones de euros. Muchos británicos dicen que
salen de la Unión, pero no de Europa, a la que ellos siempre han llamado con un poco de desdén “the Continent”.
En realidad, el
Reino Unido siempre ha estado dentro (por razones económicas) y fuera (por
todas las demás). Un auténtico Brexit de consecuencias
profundas fue el protagonizado por Enrique VIII cuando decidió separarse de
Roma y crear la Iglesia de Inglaterra. Cualquiera que haya viajado a
Inglaterra, Gales, Escocia o Irlanda del Norte (las cuatro naciones que
componen el Reino Unido) se habrá percatado de que las diferencias con “the Continent” saltan a la vista desde
que uno pisa su suelo. Se necesita un adaptador para los enchufes, los vehículos
se mueven por la izquierda, los autobuses urbanos son de dos pisos, se utilizan
las millas y otras medidas de longitud y peso, se paga con libras y no con
euros y se entra en casas que tienen moqueta hasta en el cuarto de baño. Los
británicos siempre han sido –quizá por su carácter insular– un mundo aparte, lo
cual los ha protegido de algunos virus europeos, pero también ha forjado un modo
de ser muy “peculiar”, en el sentido
de extraño, singular, raro. Pueden ser formales y educados o, si median unas cuantas pintas de cerveza, sucios y groseros. Aman las novedades sin renunciar a sus rancias tradiciones. Son cosmopolitas sin desprenderse de sus diez metros cuadrados de jardín. Presumen de pragmáticos y un poco escépticos, pero adoran los símbolos patrios y el fútbol. Están orgullosos del verde de sus campos y de la lluvia fina, pero se mueren de ganas de bañarse y tostarse en una playa del Mediterráneo. Les gusta el Norte para trabajar y hacer dinero y el Sur para gastarlo y descansar. No hay duda de que tienen una fisionomía muy particular.
La salida del Reino Unido puede ser el principio del final de la Unión Europea o el comienzo de una nueva etapa de mayor integración y solidaridad. No hay un guion escrito. Si otros países siguen la senda abierta por los británicos, la Unión tiene los años contados. Si se aprovecha el momento para hacer las reformas que desde hace años se vienen reclamando, entonces la Unión puede salir fortalecida. Más allá de la singularidad británica, lo que está en juego es la acertada integración de unidad y diversidad. Lo que sucede en la Unión se reproduce a menor escala en cada uno de sus estados. Raro es el país que no vive tensiones entre el conjunto y alguna de sus partes. El caso de España es paradigmático. Todos quieren las ventajas de pertenecer a unidades grandes, pero sin pagar el precio que eso supone. Es evidente que el peso geo-estratégico hace décadas que no está en Europa. Tras la Segunda Guerra Mundial viró al Atlántico Norte y ahora se ha desplazado al Pacífico. En cualquier caso, Europa sigue siendo un laboratorio para la humanidad. A pesar de sus indudables defectos, la Unión Europea ha sido uno de los ensayos más exitosos del último siglo. En su origen estuvieron algunos católicos de la talla humana e intelectual de Robert Schuman (franco-alemán), Alcide De Gasperi (italiano) y Konrad Adenauer (alemán) o humanistas como Jean Monnet, todos ellos muy comprometidos con la causa de la paz y la fraternidad entre los pueblos. ¡Ojalá no se pierda este espíritu inspirador!
La salida del Reino Unido puede ser el principio del final de la Unión Europea o el comienzo de una nueva etapa de mayor integración y solidaridad. No hay un guion escrito. Si otros países siguen la senda abierta por los británicos, la Unión tiene los años contados. Si se aprovecha el momento para hacer las reformas que desde hace años se vienen reclamando, entonces la Unión puede salir fortalecida. Más allá de la singularidad británica, lo que está en juego es la acertada integración de unidad y diversidad. Lo que sucede en la Unión se reproduce a menor escala en cada uno de sus estados. Raro es el país que no vive tensiones entre el conjunto y alguna de sus partes. El caso de España es paradigmático. Todos quieren las ventajas de pertenecer a unidades grandes, pero sin pagar el precio que eso supone. Es evidente que el peso geo-estratégico hace décadas que no está en Europa. Tras la Segunda Guerra Mundial viró al Atlántico Norte y ahora se ha desplazado al Pacífico. En cualquier caso, Europa sigue siendo un laboratorio para la humanidad. A pesar de sus indudables defectos, la Unión Europea ha sido uno de los ensayos más exitosos del último siglo. En su origen estuvieron algunos católicos de la talla humana e intelectual de Robert Schuman (franco-alemán), Alcide De Gasperi (italiano) y Konrad Adenauer (alemán) o humanistas como Jean Monnet, todos ellos muy comprometidos con la causa de la paz y la fraternidad entre los pueblos. ¡Ojalá no se pierda este espíritu inspirador!