jueves, 16 de enero de 2020

Había una vez

Mi abuelo materno era un contador de historias. Tenía gracia y salero para hacernos revivir lo que le había pasado en las islas Chafarinas cuando hacía el servicio militar, allá por los años 20 del siglo pasado, o durante su viaje a la Argentina el mismo día en que el general Videla daba un golpe de estado en marzo de 1976. La gente que sabe contar historias reúne en torno a sí a otras personas, crea lazos entre ellas, suscita emociones, despierta la imaginación, invita al cambio, anima a la compasión. Jesús fue un gran contador de historias. Sus parábolas siguen llegándonos al corazón. Basta decir “el hijo pródigo” o “el buen samaritano” (ambos títulos un poco desenfocados con respecto al núcleo de las parábolas a las que aluden) para que se produzcan en nosotros recuerdos y sentimientos. Los evangelios son, en buena medida, una colección de historias acerca de lo que Jesús hizo y dijo. Son, sobre todo, recuerdos de sus encuentros con numerosas personas y del proceso de transformación que se produjo en ellas, desde la mujer adúltera hasta Zaqueo o María de Magdala. Releyéndolas, vemos algo de nosotros mismos reflejado en ellas.

Escribo esto porque ayer dedicamos parte de la tarde a contar historias de hechos reales que nos habían ayudado en nuestro camino vocacional. En casi todas había un componente pascual; es decir, una experiencia de sufrimiento que se había transformado luego en alegría y fuerza personal. En algún momento me emocioné. Me imaginaba con mi abuelo, junto al fuego, escuchando sus relatos interminables. Cuando alguien comienza diciendo eso de “Había una vez”, los oídos se aguzan y el corazón late de otra manera. Las historias tienen el poder de ponernos en contacto con la realidad de las personas y las cosas. Es el poder de la vida misma. Las historias unen a la personas porque activan los vínculos afectivos entre ellas. Cuando nos separamos de las historias concretas (que siempre tienen sujetos, se producen en un tiempo y lugar determinados y remiten a cosas que pasan) y comenzamos el proceso de abstracción, nos separamos de la realidad y de las personas. Las culturas en donde se ha perdido la capacidad de contar historias e impera el racionalismo, son culturas menos cohesionadas, más individualistas, más tristes.

También la Iglesia, que nació a raíz de historias concretas de encuentros con Jesús, pierde fuerza cuando reduce la experiencia de encuentro a mera doctrina. Los conceptos son necesarios, pero lo que realmente cambia es la fuerza de las historias porque nos conectan con la vida misma y nos impulsan a vivir. Necesitamos un tipo de evangelización que sepa narrar historias, que nos cuente qué le pasa a un hombre o una mujer cuando se encuentran con Jesús, qué transformaciones ocurren, qué energía se desata. Las historias son contagiosas. Las comunidades que atesoran historias garantizan mejor la transmisión de la fe a las nuevas generaciones. A menudo, la religiosidad popular llega más a la gente que la liturgia precisamente porque se basa en “historias” (o a veces leyendas) que tienen un gran poder evocador. La liturgia celebra la gran historia de la vida, muerte y resurrección de Jesús. Él mismo nos pidió que celebráramos la cena “en memoria suya”, pero a veces hemos desdibujado el carácter narrativo y lo hemos sustituido por otros códigos abstractos que resultan muy alejados de la vida de la gente. Los sacerdotes, antes que aprender a hacer discursos doctrinales o catequesis, tendríamos que aprender a contar historias. Reflejaríamos mejor el método usado por Jesús. Llegaríamos más al corazón de la gente. Suscitaríamos más interés.



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