sábado, 4 de enero de 2020

De la programación a la exploración

Escribo la entrada de este primer sábado del año en Lisboa. Luce el sol. Tenemos 13 grados. Terminado mi trabajo en Fátima, regreso a Roma, un poco cansado, pero muy satisfecho y agradecido. He vivido durante ocho días una interesante experiencia de aprendizaje. Hay personas a las que les gusta aprender cosas nuevas y otras que prefieren refugiarse en sus rutinas. Normalmente, con el paso del tiempo, todos nos esclerotizamos un poco. Lo conocido nos da seguridad; lo desconocido nos provoca aprensión y hasta temor. Manejar ambas fuerzas –sobre todo, cuando coexisten en un grupo de 50 personas de diversas edades– no es fácil. Cada una de ellas tiene su importancia. La “tensión emocional” nos empuja siempre hacia nuestra zona de seguridad formada por nuestros hábitos, creencias, rutinas, etc. La “tensión creativa” nos lanza hacia la zona de los sueños, de lo que puede ser pero todavía no es. Algunas personas, cuando oyen la palabra “sueño” enseguida piensan en quimeras, en huidas de la realidad, en metas inalcanzables. Otras, por el contrario, consideran que los sueños son anticipaciones del futuro, energía que pone en marcha un proceso de cambio, lugar de la revelación de Dios.

Cuando uno quiere “controlar” el futuro pone el acento en la programación. Necesita saber con detalle lo que hay que hacer, los plazos de cada acción y los responsables de llevarlas a cabo. Cuantos menos cabos sueltos queden, mejor. Cuando uno acepta “explorar” lo desconocido se conforma con un poco de luz que le permita dar los primeros pasos. La primera actitud es típicamente moderna. Privilegia el poder de la razón y cree firmemente que podemos cambiar la realidad con nuestras acciones programadas y organizadas porque, en el fondo, considera que la realidad es complicada y, por lo tanto, sometida siempre a nuestro control. La segunda es, más bien, una actitud posmoderna. No menosprecia la razón, pero da más cabida a la inteligencia emocional y a la complejidad de la vida. Es la actitud de quienes saben que las mejores cosas que nos suceden son casi siempre imprevisibles, no caben en el marco de una programación. Esta actitud no provoca el cambio de la realidad a fuerza de intervenciones externas, sino que trata de aprovechar el flujo de la vida para navegar con inteligencia y destreza. La vida misma nos proporciona la energía que necesitamos para crecer como personas e instituciones. Privilegia el poder de la conversación (es decir, de la exploración conjunta) sobre la programación.

Es obvio que en un grupo de 50 personas de varias edades coexisten las dos actitudes, sin que me resulte fácil precisar cuál ha sido la predominante. Lo que de verdad importa es aprovechar la sabiduría de ambas para madurar como personas y como comunidad. Cada una de ellas nos impulsa al desarrollo de destrezas particulares. Hay personas que son buenas para programar, organizar, ejecutar y controlar. Hay que aprovechar su competencia para tareas que exigen estas destrezas. Otras son buenas para soñar, impulsar, involucrar y acompañar. También ellas contribuyen al crecimiento del grupo. El buen líder es quien sabe sacar partido de ambas al servicio de los objetivos que todo grupo se propone. Creo que en el Capítulo que hemos vivido en Fátima se han puesto en juego numerosas destrezas de forma complementaria y hasta sinfónica. Las metáforas del cuerpo y de la orquesta nos ayudan a entender la experiencia de la unidad en la diversidad. 

Pasar de provincias claretianas homogéneas desde el punto de vista lingüístico, cultural y operativo (como eran Bética, Portugal y Reino Unido) a una provincia multilingüística, intercultural y con tradiciones y prácticas diversas (como es la actual provincia de Fátima) exige un profundo cambio de paradigma (de la programación a la exploración) y también de actitudes (del control a la apertura). Llevará tiempo, pero hay, al menos, una sencilla “hoja de ruta” (elaborada por todos a través de una serie de conversaciones exploratorias), un equipo de líderes (escogido por todos en un ejercicio colectivo de discernimiento) y una actitud abierta y colaboradora (visible en todos tras ocho días intensos de diálogo, celebración y exploración). Es un buen terreno para que el Espíritu siga haciendo su obra.

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