domingo, 5 de enero de 2020

Elegidos y santos

En muchos lugares se celebra hoy la solemnidad de la Epifanía del Señor, pero en Italia y España hoy es el II Domingo después de Navidad. Tras ocho días en Portugal (Fátima y Lisboa), estoy de nuevo en Roma. Aquí se nota que estamos en invierno, por lo menos en las primeras horas de la mañana. De las lecturas de este domingo escojo solo un versículo de la segunda, tomada de la carta a los Efesios: “Él nos eligió en Cristo, antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor”. Es una fórmula sintética y con sabor litúrgico para recordarnos dos verdades imprescindibles: venimos de una elección (origen) y estamos llamados a la santidad (destino). Ninguna de las dos palabras (elección y santidad) tienen hoy mucho predicamento. ¿Quién habla de que hemos sido “elegidos” por Dios? Salvo en círculos eclesiales, ¿quién habla de “santidad”? Me pregunto incluso si estas palabras dicen algo a la mayoría de las personas.

Me parece que muchos consideran su origen como fruto del azar, como una extraña e improbable combinación de un óvulo y un espermatozoide que en el carrusel de la vida dio origen a un ser humano. Según esta manera de ver ls cosas, todos existimos por  pura casualidad, aunque ya se da la posibilidad técnica de producir bebés programados, casi a la carta. Cuando uno se sabe fruto del azar o de la mera programación no tiene demasiadas razones para valorar su vida o para desistir de eliminarla. Lo que ha surgido por puro azar, puede ser también eliminado sin muchos miramientos. Es probable que en el origen de la pérdida del sentido de la vida de muchos contemporáneos exista esta concepción azarosa de la propia existencia. El hecho de que la Palabra de Dios nos revele que existimos porque Dios nos ha “elegido” (es decir, porque Dios nos ama) introduce una clave que cambia el sentido de la partitura. Incluso aunque nadie reconociera nuestra dignidad, vivimos porque el Dios de la vida ha querido que existiéramos. En el profeta Isaías leemos: “¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré” (Is 49,15). Cuando estas palabras se hacen carne de nuestra carne, contemplamos nuestra vida y la de los demás de otra manera, descubrimos la fuente de nuestra identidad, sabemos de dónde venimos, quiénes somos y a quién pertenecemos.

La segunda palabra tiene que ver con nuestro destino. Hemos sido llamados a ser “santos e intachables ante él por el amor”. Si entendiéramos esta llamada en sentido perfeccionista, creo que interpretaríamos mal su sentido original. Ser santos e intachables es una forma de decir que estamos llamados a amar. La santidad de Dios es su amor. Ser santos significa amar como él nos ama. En este punto hay una hermosa coincidencia entre los que nos revela la Biblia y los que nos descubren las ciencias antropológicas y psicológicas. Los seres humanos estamos hechos para dar y recibir amor, para reflejar el amor divino que está en el origen de nuestra existencia y al que nos dirigimos en nuestra peregrinación terrestre. No es extraño, pues, que cuando planteamos la vida desde otras claves nos sintamos desajustados, como quien se extravía en el camino y no acaba de encontrar su meta. Creo que en un día como hoy, en el que muchos niños de España y de algunos países latinoamericanos (México, Argentina, Uruguay, República Dominicana, Colombia, Venezuela, Paraguay, Puerto Rico o Cuba) esperan con ilusión la llegada de los Reyes Magos, no hay mejor regalo que saber que existimos porque Dios nos ha elegido y que estamos llamados a ser santos. Venimos del Amor y a él vamos. Hay razones suficientes para la alegría y no tienen nada que ver con las que la publicidad nos vende.


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