martes, 30 de noviembre de 2021

No somos el centro

Hoy es san Andrés, uno de los doce apóstoles de Jesús. En muchas partes del norte de España se está cumpliendo el refrán: “Por los Santos, la nieve en los altos; por san Andrés, la nieve en los pies”. Mi hermano me envió un vídeo en el que se veía mi pueblo cubierto de nieve. Aquí en Madrid no ha caído ni un copo. Tras el desastre causado por Filomena, los madrileños no quieren oír ni hablar de nieve. Quizá estarían dispuestos a ver un suave manto blanco sobre los tejados, pero no una copiosísima nevada como la caída el pasado mes de enero. Los meteorólogos siguen anunciando nevadas para los próximos días, sobre todo en la mitad norte de la península. Parece que el invierno se está adelantando un poco. 

En este tiempo frío, me detengo en una frase brevísima del evangelio de Juan referida a Andrés que ya comenté el año pasado, pero que me sigue fascinando. Por eso, vuelvo a la carga desde otra perspectiva. Después de haberse encontrado con el Maestro, Andrés quiso compartir su experiencia con su hermano Simón. Ambos eran pescadores oriundos de Betsaida. El evangelio de Juan resume la acción de Andrés en cinco palabras: “Y lo llevó a Jesús” (Jn 1,42). También el original griego tiene cinco palabras: “égagen autòn pròs tòn Iesoun”. Solo por esa acción Andrés merece ser recordado e imitado.

Me parece que la verdadera misión de la Iglesia consiste precisamente en eso, en llevar a los hombres y mujeres a Jesús, en compartir la experiencia de encuentro con él y en facilitarles el camino. Él se encargará de lo demás. Llevar a Jesús significa, en primer lugar, eliminar todas las trabas que se interponen entre nosotros y él. No me refiero solo al pecado personal. Muchas personas siguen pensando que las iglesias son más obstaculizadoras que facilitadoras. O sea, que hacen innecesariamente difícil el acceso. Hay normas que, aunque tal vez nacidas para proteger derechos y custodiar deberes, constituyen en la práctica una barrera para el encuentro libre y gozoso con Jesús. A veces, los sacerdotes no nos comportamos como Andrés, sino como aquellos otros discípulos que cuando llevaron unos niños a Jesús para que los tocara “los regañaban” (Mc 10,13). El texto evangélico es contundente: “Jesús, al verlo, se indignó y dijo: Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el reino de Dios” (Mc 10,14). 

¿No se indignaría también hoy Jesús cuando la Iglesia pone tantas trabas a los divorciados vueltos a casar, a los homosexuales que viven juntos, a los sacerdotes secularizados, a los jóvenes que cuestionan algunas prácticas…? Parece que “regañar” es un verbo que conjugamos con bastante frecuencia. Cada vez que impedimos a la gente (también a las personas que no son éticamente irreprochables, que han infringido algunas normas, que no tienen los papeles en regla) acercarse a Jesús, él se indigna. El verbo griego usado por Marcos (eganáktesen) es muy fuerte. Más nos valdría prestarle atención y actuar en consecuencia.

Por el contrario, hay en nuestra Iglesia muchos Andrés; es decir, personas que no remiten a sí mismas, sino que con humildad saben llevar a los demás a Jesús. Es verdad que hay sacerdotes, consagrados y laicos que siempre se colocan en el centro. Quizás es la tentación de algunos de nosotros: hablar mucho de lo que somos y hacemos y poco de Jesús. El papa Francisco ha puesto de moda la palabra “autorreferencialidad” aplicada a la Iglesia. Es la actitud de quien se mira el ombligo y se olvida de que no vivimos para nosotros mismos sino para los demás. 

Sin embargo, los modernos Andrés tienen la humildad suficiente como para no considerarse el centro. Saben que el centro es Jesús; por eso, acompañan a las personas al encuentro con él, señalan la dirección, hacen fácil el camino, abren puertas, eliminan obstáculos y, sobre todo, comparten lo que ellos mismos han experimentado. Creo que en esto consiste la verdadera evangelización: en llevar a Jesús. Solo él puede transformarnos por dentro. No se trata, pues, de poner el acento en la adhesión a un líder o movimiento o en la aceptación de algunas consignas, sino en el encuentro personal con Jesús. En este día de san Andrés necesitamos una copiosa “nevada” de humildad.


lunes, 29 de noviembre de 2021

A veces es bueno aburrirse

Ayer leí un artículo de Rodrigo Terrasa publicado en El Mundo. El autor se pregunta por qué nos estresa tanto no hacer absolutamente nada. Me dio que pensar. Se nos ha inoculado tanto el virus de la hiperactividad que nos sentimos obligados a estar siempre haciendo algo. En algunas personas se nota más. Trastean por la cocina, ponen la lavadora, encienden la televisión, barren el pasillo, se cortan las uñas, ordenan los libros de la estantería, hacen una llamada telefónica, consultan varias veces el móvil, limpian el polvo de algún mueble, vuelven a cambiar el canal de televisión, añaden un poco de sal al guiso, pasan un paño húmedo por los cristales de la ventana, recogen la ropa dispersa encima de la cama, ordenan viejas facturas… y hasta se preparan un café mientras revisan por enésima vez su cuenta de Facebook

No hacer nada se considera una herejía para los adeptos a la religión de “el tiempo es oro”. Tanto haces, tanto vales. Está prohibido aburrirse. Uno tiene que estar ocupado o entretenido al menos 16 horas al día para justificar(se) que está vivo y que sirve para algo. Su frase favorita es: “Siempre estoy haciendo algo”, lo que traducido al lenguaje corriente significa: “Valgo más que tú porque no me estoy quieto mientras tú te dedicas a holgazanear”. [¡Menos mal que en la mayoría de los casos no han leído un versículo del Evangelio de Juan que dice así: “Mi Padre no cesa nunca de trabajar” (Jn 5,17)! Si no, mucho me temo que lo usarían como fundamento bíblico para justificar su actitud]. Marta de Betania derrota definitivamente a su contemplativa y aburrida hermana María. No importa tanto la actividad cuanto el hecho de estar activo y de que se note lo más posible. Parece un signo de salud física, mental y espiritual. ¡Solo los muertos y los vagos están mano sobre mano!

Pero, junto a las personas que no se permiten ni un minuto de aburrimiento, hay otras muchas que se pasan la vida aburridas, sin nada interesante que hacer, arrastrando el alma por las vías muertas de la nada, enfermas de vacío. A veces también leen, ven la televisión, cocinan o consultan su móvil, pero sienten que nada les atrae. Todo está cubierto con una pátina de insignificancia. Ahítos de estímulos fuertes en otras etapas de su vida, ya no hay nada que suscite su interés. Las conversaciones les aburren porque, según ellas, siempre decimos las mismas cosas. Las películas son un rollo de dos horas. La televisión es un supermercado de banalidades. Los libros se caen de las manos a partir de la segunda página porque no producen ninguna emoción. 

De las celebraciones religiosas es mejor no hablar. Una de las críticas más frecuentes que se hacen a las misas es que son muy “aburridas”. Parece que solo merece la pena vivir cuando tenemos la suerte de toparnos con experiencias divertidas. Una conferencia es buena, no si ha iluminado algún asunto de interés, sino si ha sido divertida. Una homilía puede calificarse de aceptable si el predicador de turno ha conseguido divertir a los fieles durante ocho o diez minutos. Las sesiones del parlamento merecen la pena si logran divertir a la audiencia a base de chascarrillos, enfrentamientos verbales y alguna pirueta dialéctica.

Estar di-vertidos significa etimológicamente estar fuera de lugar, tomar otro camino, otra dirección. Si para evitar el aburrimiento buscamos compulsivamente la diversión, acabaremos sintiendo que no sabemos dónde estamos y quiénes somos. Por eso, hay un aburrimiento que es sano porque nos obliga a entrar dentro de nosotros mismos y a no huir tomando siempre el camino de la actividad o de la diversión. Hay un aburrimiento que no es pandémico sino terapéutico.  De hecho, muchas obras geniales se incuban durante periodos más o menos largos de aburrimiento en los que dejamos que nuestro cerebro descanse un poco. ¡También las neuronas necesitan unas pequeñas vacaciones para reorganizarse! 

Una persona permanentemente aburrida puede contagiar sentimientos negativos. Sin embargo, una persona que acepta de buen grado aburrirse de vez en cuando está en mejores condiciones para apreciar lo que de verdad vale la pena y, sobre todo, para imaginar maneras nuevas de vivir que no sucumban a la hiperactividad o a la rutina. No es demasiado grave “aburrirse” con asuntos religión, con tal de que ese “bendito aburrimiento” nos espolee para buscar formas más profundas creativas y comunitarias de vivir la fe. ¡Viva el aburrimiento... de vez en cuando!


domingo, 28 de noviembre de 2021

¡Levantemos la cabeza!

Parece igual, pero no es la repetición de lo que ya vivimos el año pasado, o hace dos, tres o cuatro años. Es una etapa nueva. Es el Adviento de 2021. Hoy celebramos el I Domingo. Con la que está cayendo, ¿tenemos todavía ánimos para seguir esperando? Algunas personas parecen haber llegado al límite de sus fuerzas. Optan por el suicidio. Su número se ha incrementado con la pandemia. Otras muchas, sin llegar a quitarse la vida, se limitan a sobrevivir como pueden, pero sin esperar nada. Toda esperanza vana aumenta la frustración, igual que todo esfuerzo inútil produce melancolía. No está el ardiente horno actual para muchos bollos de optimismo. 

La reciente cumbre de Glasgow nos ha vuelto a atemorizar con las consecuencias del calentamiento global. Los científicos nos dicen que están aumentando las superbacterias resistentes a los antibióticos. No hemos derrotado al Covid-19 y ya nos anuncian futuras pandemias más graves. Se habla también de problemas en la cadena de suministros, de un temible apagón mundial, de posibles ciberataques a gran escala y de escasez de agua y otros recursos básicos. 

Sin ninguna dificultad podemos aplicar a nuestro tiempo las palabras de Jesús en el Evangelio de este domingo en las que habla de que los seres humanos están “desfalleciendo por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo” (Lc 21,27). Miedo y ansiedad son dos palabras de moda que roban la esperanza y paralizan la vida. Algunas parejas jóvenes no quieren traer hijos al mundo precisamente porque tienen miedo de un futuro incierto. 

¿Cómo seguir creyendo las palabras del profeta Jeremías (primera lectura de hoy) en las que Dios promete que “en aquellos días y en aquella hora, suscitaré a David un vástago legítimo que hará justicia y derecho en la tierra” (Jer 33,15)? ¿Queda todavía espacio para la esperanza o, como sucede a veces cuando uno teclea el PIN de su móvil, hemos agotado ya el número de intentos? La respuesta nos la ofrece Jesús (el auténtico vástago de David) en el Evangelio de hoy. En medio de todos los signos de caos (que nos hablan de una anti-creación), la humanidad se encamina hacia una nueva creación. Por eso, no debemos arrugarnos, sino despertarnos, ponernos de pie y levantar la cabeza. No existe desorden del que Dios no pueda crear un mundo nuevo. 

Este mundo nuevo nace cada vez que le permitimos a Dios realizar su Adviento (su “venida”) en nuestras vidas. Nuestra tentación consiste en huir del caos buscando algunas salidas falsas: “Tened cuidado de vosotros, no sea que se emboten vuestros corazones con juergas, borracheras y las inquietudes de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra”. ¿No es esto lo que está sucediendo en nuestra sociedad del entretenimiento? A menudo justificamos nuestros “botellones” particulares como un modo de mitigar el miedo que nos corroe. Huimos de la quema por la escalera de emergencia de nuestros vicios y adicciones.

Sin embargo, san Pablo, en su primera carta a los Tesalonicenses (el escrito más antiguo del Nuevo Testamento), nos ofrece una salida distinta: “Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos, lo mismo que nosotros os amamos a vosotros; y que afiance así vuestros corazones, de modo que os presentéis ante Dios, nuestro Padre, santos e irreprochables en la venida de nuestro Señor Jesús con todos sus santos” (1 Tes 3,12). Lo que nos permite afrontar el miedo al futuro con la cabeza alta, lo que mantiene viva la esperanza, es el “amor mutuo”. Quien ama ya está viviendo anticipadamente la victoria final porque el amor derrota toda corrupción e injusticia. 

Es hermoso que la liturgia nos ofrezca un año más la posibilidad de resetear nuestra vida para no ser víctimas de la desesperanza que se respira en el ambiente. ¡Claro que el Señor llega! Cuando un ser humano se abre al amor, Dios se hace presente entre nosotros porque “ubi caritas et amor, Deus ibi est” (donde hay caridad y amor, allí está Dios). El amor disipa el temor.  ¡Feliz domingo!

sábado, 27 de noviembre de 2021

Siempre despiertos

Hoy es el último día del año litúrgico. O sea, que este año podríamos decir que, tras el Black Friday (viernes negro), viene el Last Saturday (último sábado). Mañana comenzaremos el Adviento, aunque en Madrid comenzamos ayer por la tarde la Navidad comercial y turística con el encendido del alumbrado callejero. El pistoletazo lo dio el alcalde en la recién remodelada Plaza de España mientras los varios miles de circunstantes (por pura casualidad, yo fui uno de ellos) gritábamos la cuenta atrás: diez, nueve, ocho, siete… Se encendieron las luces como por arte de magia. Los fuegos artificiales pusieron color y ruido en la noche madrileña. 

Para el negocio no hay Adviento. La Navidad dura unos 40 días sin que medie ninguna preparación: solo el deseo de vender lo más posible para recuperar el tiempo perdido durante los meses duros de la pandemia. En este contexto navideño (desde el punto de vista turístico-comercial) y apocalíptico-escatológico (desde el punto de vista litúrgico) me fijo en el último versículo del Evangelio de hoy: “Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir y manteneros en pie ante el Hijo del hombre” Lc 21,36).

La invitación a “estar despiertos” presupone que a menudo estamos dormidos o, por lo menos, adormilados. O sea, que vivimos como zombis, haciendo las cosas por pura rutina, sin tiempo ni ganas para saber por qué las hacemos, para qué sirven, a quién aprovechan. Uno de los reclamos que se repiten en casi todas las religiones es la invitación a vivir despiertos, a tomar conciencia de nuestro ser y del tiempo que nos toca vivir. Parece fácil, pero no lo es. Resulta más sencillo dejarnos llevar por lo que todos piensan, dicen y hacen. La pertenencia gregaria nos da seguridad. Ser uno mismo es muy arriesgado. 

El cristianismo no es una religión de borregos, por más que Jesús utilice a veces la imagen de la oveja para referirse a sus seguidores. Es un camino de hombres y mujeres libres, despiertos, que no tienen miedo de pensar por ellos mismos y de tomar sus propias decisiones. Sin libertad no hay fe. La invitación de Jesús a estar despiertos y mantenernos en pie va acompañada por otra que a veces olvidamos: pedir fuerza “para escapar de todo lo que está por venir”.

El último día del año litúrgico no tiene entre nosotros la magia del último día del año civil. No hay litúrgicamente una celebración de Nochevieja. Este déficit celebrativo puede ser una buena oportunidad para no perdernos en ritos y meditar en la ultimidad de la vida. Es claro que somos viandantes. Lo que no está tan claro para muchos es si nos dirigimos a una patria prometida o a un abismo de aniquilación. Hoy es un buen día para salir de nuestro letargo y hacernos estas preguntas últimas. 

Como a menudo nos dan miedo, es bueno que recordemos la invitación de Jesús a pedir fuerzas. Se supone que solos no podemos hacer frente a este horizonte desconocido. Es verdad que la lucidez es a veces fuente de problemas. Solemos decir que las personas “dormidas” viven más tranquilas (no sé si más felices), pero, en realidad, solo quien se despierta percibe la densidad de la vida y se prepara para tomar decisiones conscientes y libres. ¿Qué felicidad puede haber donde no hay libertad?

viernes, 26 de noviembre de 2021

¿Por qué consumimos tanto?

Tendría que escribir algo sobre el Black Friday, pero me niego a caer en la trampa. No me comí ayer un pavo rodeado de familiares, ni hoy pienso comprar una camisa o un dispositivo electrónico por el simple hecho de que los vendan a precios tentadores. Me parece muy bien que en Estados Unidos celebren con gratitud y armonía familiar el Thanksgiving Day (Día de Acción de Gracias) y que al día siguiente (es decir, hoy) se lancen a comprar como posesos aprovechando las rebajas del famoso Viernes Negro. Cada país tiene derecho a crear y vivir sus tradiciones, pero me rebelo contra el colonialismo cultural. Me gusta la mezcla, la fusión de culturas, pero no la imposición violenta o sutil de unas sobre otras. 

Ya sé que mi queja es perfectamente inútil (como lo fue hace casi un mes a propósito de la importada fiesta de Halloween), pero eso no me impide compartir mi desahogo. El papanatismo no tiene límites. Soy un admirador de los Estados Unidos. Hay muchas cosas que me gustan de ese inmenso y todavía poderoso país, pero me niego a seguir siempre sus dictados, sobre todo cuando no responden a mi manera de entender la vida. Favorecer un consumismo voraz no encaja con mi opción por un estilo de vida sobrio y solidario. Estoy de acuerdo con el cardenal Omella en que “comprar compulsivamente nos apaga el corazón”.

A menudo me pregunto por qué consumimos tanto. Esta pregunta se la hacen también los expertos en mercadotecnia y hasta los filósofos. Hablan de obsolescencia programada, de dependencia de la publicidad y de una convicción colectiva de que lo básico para vivir incluye muchas más cosas que las que se juzgaban necesarias hace solo unas décadas. Hace años, por ejemplo, el aire acondicionado se consideraba un lujo en muchos lugares; hoy se ha convertido en una necesidad. El problema es que, mientras aumentan los deseos de tener más cosas, no aumentan los salarios en una proporción semejante. Esto produce una enorme ansiedad que no siempre se maneja bien y que tiene su cohorte de desajustes.

Si los lectores del Rincón no me tildan de espiritualista, yo creo que hay una razón más profunda y de la que pocas veces se habla. Hoy nos hemos vuelto consumistas compulsivos (destaco el adjetivo) porque ya no creemos en una vida más allá de la muerte. Cuando desaparece del horizonte existencial la esperanza en un futuro mejor, nos vemos obligados a satisfacer el máximo de nuestros deseos aquí y ahora: “Más vale pájaro en mano que ciento volando”. Parafraseando el refrán, podríamos decir: “Más vale casa y coche en esta tierra (visible) que un hipotético lugar en el cielo (invisible)”. O sea, que disponemos de un tiempo relativamente corto para parecernos a los modelos felices que la publicidad nos vende. Hay que hacerse ricos cuanto antes. O, por lo menos, consumir todo lo posible, aunque sea a costa de endeudarnos hasta las cejas. 

Si el consumismo compulsivo, además de mover la economía, produjera personas serenas y felices, estaría dispuesto a reconocer sus ventajas. Pero lo que observo es casi siempre lo contrario. Adquirir un televisor de plasma de 40 pulgadas, un SUV de 40.000 euros o un apartamento en la playa no garantiza la felicidad. Muchas personas entran en una espiral ansiosa de la que nunca salen porque siempre hay un producto mejor o porque se comparan con alguien próximo que tiene mayor poder adquisitivo y, por lo tanto, puede comprar un coche con más cilindros o una casa con más metros cuadrados. Mientras tanto, la vida (y no solo la nómina mensual) queda bastante hipotecada. 

Solo cuando tomamos conciencia de que esta vida es muy limitada en el tiempo y de que nuestra verdadera patria está en el cielo (cosa que el hombre moderno ha rechazado de plano o admite a regañadientes), solo entonces podemos conducir una vida sobria, solidaria… y feliz. No es que nos convirtamos en ascetas intolerantes o que renunciemos a toda propiedad, sino que ─como reza el salmo 130─ “acallamos y moderamos nuestros deseos, como un niño en brazos de su madre” porque “no pretendemos grandezas que superan nuestra capacidad”. Ser sobrio no significa ser un aguafiestas, sino vivir con la alegría que produce la moderación y la compartición, conscientes además de que el consumismo compulsivo es un insulto a quienes apenas pueden sobrevivir y un atentado a la sostenibilidad del planeta. 

¿Cuánto tiempo tarda uno en darse cuenta de esta dinámica? Cuando se es joven resulta casi imposible porque uno cree que va a ser más cuanto más tenga. Tener y ser parecen verbos intercambiables. Solo el paso del tiempo y alguna “experiencia fuerte” pueden ayudarnos a entender las cosas de otra manera. ¡Desde luego, al Black Friday no le interesa lo más mínimo un cambio de mentalidad!

jueves, 25 de noviembre de 2021

¿Por qué soy cristiano?


En 1957, Bertrand Russell (1872-1970), el famoso filósofo y matemático inglés, escribió un libro que dio mucho que hablar: ¿Por qué no soy cristiano?   (Why I Am Not a Christian). La Biblioteca Pública de Nueva York lo considera uno de los libros más influyentes del siglo XX. Ha sido muy citada la frase que puede resumir su contenido: “Afirmo deliberadamente que la religión cristiana, tal como está organizada en iglesias, ha sido, y es aún, la principal enemiga del progreso moral del mundo”. Treinta años más tarde, en 1987, el teólogo suizo Hans Küng (1928-2021) publicó su libro ¿Por qué sigo siendo cristiano? No tuvo el impacto del libro de Russell, pero también dio que hablar. 

Siguiendo esta misma estela de porqués, en 2005 el pensador español José Antonio Marina publicó su ¿Por qué soy cristiano? en la editorial Anagrama. Me lo acabo de releer estos días. El autor justifica así su esfuerzo: “Un filósofo tiene que enfrentarse con los temas esenciales de la realidad y también de su cultura, y parece evidente que, en una civilización cristiana como la nuestra, saber a qué atenerse respecto del personaje al que constantemente se hace referencia es inevitable”. Me parece una actitud sensata e inteligente. ¿Cuántos de nosotros nos hemos preguntado sinceramente por qué somos cristianos? ¿Cuántos hemos encontrado una respuesta satisfactoria o, por lo menos, suficiente para seguir sosteniendo nuestra fe en Jesús?

El libro de Marina me ha hecho pensar. Aunque en algunos puntos se me queda muy corto, creo que merece la pena leerlo. Detrás de su pensamiento se adivinan muchas lecturas históricas, filosóficas y teológicas. No es un cantamañanas que se pone a pontificar sin conocimiento de causa. Respecto de su experiencia personal de “encuentro” con Jesús, no puedo decir nada. Él mismo es muy parco a la hora de adentrarse en este territorio, pero reconoce la importancia de las experiencias personales, tan denostadas por quienes defienden un concepción intelectualista de la fe. Recorriendo las 152 páginas del libro, caigo en la cuenta de que el “asunto Jesús” es un pozo sin fondo. Cuanto más se da por liquidado, más interés suscita. Siguen escribiéndose montañas de libros y artículos y produciéndose películas, series (como la excelente The Chosen) y documentales.

Las personas doctas se rompen la cabeza con reflexiones de altura. ¿Cómo es posible conciliar la verdad objetiva y la verdad personal, la razón y la fe, la institución y el carisma? Las personas sencillas perciben en Jesús un océano de amor que les da fuerza para afrontar una vida llena de problemas. Pasan los siglos y seguimos diciendo casi lo mismo que se decía al principio: ¿Existió un hombre como Jesús? ¿Era solo un hombre o había en él algo más? ¿En qué consistía ese algo más? ¿Qué tiene él que ver conmigo y qué tengo yo que ver con él? ¿Podría cambiar el mundo si todos creyéramos en él y en su sueño de Reino de Dios?

Nunca acabamos de saber por qué somos cristianos o por qué hemos dejado de serlo. Pocos estarían en condiciones de escribir un libro como el de Marina. A menudo despachamos el asunto con frases muy genéricas: “Porque me bautizaron de niño”, “Porque he crecido en una familia cristiana”, “Porque es lo que se lleva en mi ambiente”, “Porque Jesús es para mí una fuente de inspiración”, porque, porque… También las del otro signo suelen ser muy nebulosas: “Porque esto de la religión es un cuento chino”, “Porque no hay ninguna base científica para creer”, “Porque esa etapa ya la he superado”, “Porque no me dice nada”, porque, porque… 

De vez en cuando, merece la pena coger una hoja de papel en blanco y un bolígrafo, sentarse en un lugar tranquilo y hacer el esfuerzo por responder por escrito a una pregunta directa: ¿por qué soy cristiano? Es probable que al principio no sepamos bien qué decir. Si aguantamos el primer silencio, a lo mejor van saliendo borbotones de vida que no sabíamos que estaban dentro. Ganar conciencia de lo que vivimos inadvertidamente es un paso imprescindible en el camino espiritual. Si somos capaces de escribir algunas respuestas, aunque nos parezcan superficiales o tópicas, tenemos un punto de partida muy real para seguir creciendo en nuestro camino de fe. ¡Adelante!

miércoles, 24 de noviembre de 2021

La actividad más inútil

A las seis de la mañana todo es oscuro. Cuando suena el despertador salto de la cama sin mucha pereza. Hace ya tiempo que no enciendo la radio. Prefiero empezar el día en silencio. La ducha caliente se encarga de recordarme que hace muchos años fui bautizado en un agua renovadora. Merece la pena empezar el día como un hijo de Dios, un consagrado. Es la clave del pentagrama diario. Desde ella adquieren sentido todas las notas que vayan sonando a lo largo de la jornada. Nadie podrá arrebatarme mi dignidad de hijo, ni siquiera mi propia torpeza. A eso de las seis y media me dirijo a la pequeña capilla que dista unos catorce metros de mi habitación. A esa hora temprana no hay nadie. ¿Nadie? Está la presencia eucarística de Jesús en el sagrario. Me lo recuerda la lucecita roja siempre encendida. 

Me siento en mi silla, bastante más incómoda que la que tenía en Roma. Respiro hondo varias veces mientras tomo conciencia de que no estoy solo. Repito en voz baja: “Señor Jesús, ten misericordia de mí”. Luego me dejo llevar. A veces me asaltan algunas preguntas: ¿Existirá de verdad este Dios al que no veo ni oigo? ¿Llevaré años engañándome a mí mismo mediante una especie de autosugestión? ¿Qué hago aquí “perdiendo el tiempo” mientras mucha gente duerme o está yendo al trabajo? ¿Para qué sirve esta hora en silencio y soledad?

Cuando han pasado unos diez o quince minutos, empiezan a desfilar por mi mente los rostros de las personas que están atravesando situaciones especiales. Le cuento a Dios lo que él ya sabe. Se lo cuento con una confianza infantil que a veces se parece mucho a la falta de responsabilidad. Es como si le dijera: “Hazte cargo de lo que está viviendo esta persona porque yo no sé muy bien qué puedo hacer”. Nunca he escuchado una respuesta nítida, pero intuyo que, en más de un caso, Dios podría responderme: “Te he hecho a ti. Sé mis ojos y mis manos”. Sigo en silencio y siguen desfilando rostros y nombres. Esta fase interpersonal no falta nunca.

A veces me detengo un poco en algunos, sobre todo cuando se trata de personas que viven situaciones dolorosas. Por lo general, el tiempo vuela, aunque hay días en que se me hace interminable. Nunca leo nada, ni siquiera un texto bíblico. Estoy ante quien creo que está. Pronto dejo de hablar. Me abandono a una presencia amorosa que no sabría describir. Puedo engañarme, pero al día siguiente vuelvo a la cita, como si me atrajera un poderoso imán. Cuando por alguna razón me falta, la echo de menos.


La oración es la actividad más inútil. A primera vista, no sirve para nada, a veces ni siquiera para serenar los ánimos. Puede ser una balsa de aceite, pero casi siempre es un combate. No se parece a las técnicas de autoayuda. Su objetivo no es ayudarnos a sentirnos bien o a lidiar con nuestros problemas. Es un ejercicio amoroso de pura gratuidad. Dejarse mirar y mirar. Dejarse amar y amar. Dejarse curar y ver con otros ojos las propias heridas y fragilidades. Hay días en que desearía escuchar algo, sentir algo, probar una mínima emoción. No sucede nada. Es como si el silencio y la ausencia lo inundaran todo. 

Otros días, sin saber por qué, el corazón parece esponjarse. Hay una sobredosis de paz, alegría, confianza y amor. Lo importante es estar para poder ser. Todo lo que tiene que ver con la amistad no se puede justipreciar. Un poco antes de las siete y media comienzan a llegar a la capilla otros hermanos. Vienen para la oración comunitaria. No camino solo. En la oscuridad de la capilla está el mundo entero. La presencia física de mis hermanos es un sacramento. Me hace recordar un himno litúrgico que describe bien la dimensión comunitaria (y humanitaria) de toda oración:

Padre nuestro,
Padre de todos,
líbrame del orgullo
de estar solo.

No vengo a la soledad
cuando vengo a la oración,
pues sé que, estando contigo,
con mis hermanos estoy;
y sé que, estando con ellos,
tú estás en medio, Señor.

No he venido a refugiarme
dentro de tu torreón,
como quien huye a un exilio
de aristocracia interior.
Pues vine huyendo del ruido,
pero de los hombres no.

Allí donde va un cristiano
no hay soledad, sino amor,
pues lleva toda la Iglesia
dentro de su corazón.
y dice siempre «nosotros»,
incluso si dice «yo». Amén.

  

martes, 23 de noviembre de 2021

Paseo bajo la lluvia

Llovía suavemente. Eran como las cinco de la tarde. Escogí ese momento porque supuse que, debido a la lluvia, habría menos gente. No me equivoqué. Enfilé a pie el Paseo de Rosales, pasé frente al Templo de Debod, dejé a la derecha la iglesia de santa Teresa y me interné en el dédalo de vías y parterres que conectan la Plaza de España con la Plaza de Oriente. Ayer se inauguró la remodelación de la zona. Ha durado más de dos años y medio con un coste aproximado de 70 millones de euros. Cuando yo llegué ya habían retirado el set de Telemadrid que había servido de estudio improvisado para cubrir los actos de la inauguración. 

Leo en los periódicos digitales opiniones para todos los gustos. Algunos piensan que la reforma no era necesaria, que hay pocas zonas verdes y demasiado granito, que será un lugar propicio para que acampen tribus urbanas de diverso pelaje, que mezcla en peligroso cóctel ciclistas y peatones, que sobra el proyectado Café Cervantes, que se necesitan más árboles, que falta la antigua fuente... Otras críticas tienen un color más social. ¿A cuántas familias necesitadas se podría haber ayudado con 70 millones de euros en estos tiempos de pandemia?


Coincido con algunas de estas observaciones críticas, pero me parece que, en conjunto, el proyecto ha sido un gran acierto. Lo iremos viendo a medida que pase el tiempo. Crea un área peatonal de unos 70.000 metros cuadrados que permite caminar desde la Gran Vía hasta la Casa de Campo pasando por lugares tan emblemáticos como los Jardines de Sabatini, el Palacio Real, el Teatro Real, la catedral de la Almudena, el Campo del Moro o Madrid Río. La creación de un corredor verde que enlaza los eslabones de esta cadena monumental, superando obstáculos que parecían insalvables y soterrando el tráfico de la zona, es un logro que no se puede comparar con el hecho de que en algún punto sería recomendable colocar una escalera mecánica y otras cuestiones por el estilo. Anhelo la llegada de la primavera para ver el entorno en todo su esplendor. En otoño, todo (desde los madroños hasta los plátanos de Indias) tiene el aire melancólico de lo que está a punto de morir. 


Hacia las seis de la tarde se encendieron las farolas de la zona. Algunas son clásicas, para entonar con los monumentos circunstantes; otras son de diseño moderno, con tecnología LED. Armado con mi paraguas, respirando el viento fresco que descendía de la sierra, comprendí que la belleza es tan necesaria como el pan. Si los seres humanos nos limitáramos a hacer solo cosas útiles y productivas, no despegaríamos de nuestra piel animal. Lo propio del hombre es trascender los límites que le impone la naturaleza o los que él mismo se fija. En esta trascendencia continua se humaniza, descubre nuevas razones para ser auténtico y bueno. Verdad, bondad y belleza forman un triángulo virtuoso que se retroalimenta. 

No sé cómo acogerán este nuevo espacio los madrileños y quienes nos visiten. Como siempre, habrá opiniones para todos los gustos. Hace unos días, un anciano, sin que yo le dijera nada, me espetó una pregunta directa seguida de una frase lapidaria: “¿A usted le gusta la nueva plaza? ¡Pues a mí no me gusta nada!”. Sospecho que más que por razones estéticas, el anciano de gorra de paño se movía por razones políticas. ¿Quién lo ha hecho, que me opongo? Esta tozudez congénita es cónsona con el carácter español. Decir que nos gusta algo parece un signo de debilidad intelectual o de sumisa aquiescencia.


Las ciudades modernas están viviendo una permanente reconquista de los espacios que con el correr de los tiempos fueron ganando los vehículos. Hace décadas, tener un vehículo era signo de modernidad. Cuantos más coches había en una ciudad, más moderna era. Llevamos ya tiempo quejándonos de las nefastas consecuencias que ha tenido este predominio de la máquina. Ahora reivindicamos calles libres de humo y de ruidos. Por todas partes, se multiplican las áreas verdes y peatonales, los espacios públicos de encuentro y solaz. Creo que la recién inaugurada Plaza de España y su entorno encajan en esta visión. 


Con mayor o menor acierto, el proyecto ha intentado “humanizar” una zona que había sido engullida por el tráfico con el correr de los años. Eliminar las barreras físicas es una forma de contribuir a eliminar otras barreras que hacen difícil la convivencia. El urbanismo es también una ciencia social. Quizás mi frustrada vocación de arquitecto me da una especial sensibilidad para estas cuestiones. Comprendo que otras personas vean las cosas de distinta manera, pero a mí me gusta mucho la conjunción de ciencia (arquitectura), ética (responsabilidad social) y estética (belleza urbana). La productividad y el beneficio se nos darán por añadidura. O no se nos darán. No siempre es necesario ganar algo, sino ser más. El magis (cualidad) es más valioso que el plus (cantidad).



lunes, 22 de noviembre de 2021

A vueltas con el Sínodo

El jueves pasado participé en una de las conferencias de los jueves del ITVR de Madrid. Estuvo a cargo de Cristina Inogés-Sanz. Esta teóloga laica se hizo más conocida a raíz de su intervención en la apertura del Sínodo el pasado mes de octubre. No voy a entrar ahora en el contenido de su conferencia, titulada “Vida Consagrada sinodal y sinodalidad. Entre el Sínodo de 1994 y el de 2023”, ni voy a expresar mi perplejidad ante alguna de sus afirmaciones. Me limito a hacer breves comentarios a propósito de asuntos que considero urgentes. En un momento dado, de manera sutilmente desafiante, Cristina se dirigió a la asamblea con esta pregunta: “¿A qué categorías de personas nunca se les consulta nada en la Iglesia?”. Hubo algunas respuestas sueltas. Al final, las tres categorías que ella consideraba marginadas eran: las personas divorciadas, los homosexuales (o quizá mejor el colectivo LGTBI) y los sacerdotes secularizados (que me parece que son más de cien mil). 

Más allá de si son estas o no, o de si falta alguna significativa, es evidente que en un camino sinodal todas las voces son importantes. A menudo, lo más profético puede llegarnos de quien menos imaginamos. Si las conversaciones presinodales se limitan a los de siempre, es probable que no quepa mucha novedad. ¿Qué le está diciendo hoy el Espíritu a la Iglesia en la voz de personas que por razones diversas son (o se sienten) excluidas del mainstream de la comunidad?

En la segunda parte en su conferencia, Cristina comentó diez expresiones para comprender el alcance del camino sinodal que hemos emprendido. He aquí su particular “decálogo”: conversión (reciclar el corazón), escucha activa (incluyendo a los que nunca son escuchados), valentía (para no permanecer inoperantes), opciones (porque el miedo paraliza), creativos (hacer casi todo con poco), aprender a ser (sobre todo, libres), compasión (abrazar el cambio incluso cuando no lo hemos propiciado nosotros), sin distancia (saber llamar a todos por su nombre), congruencia (percibir el significado de los cambios) y cuidado (hay mucho y bueno por hacer). 

Estos diez caminos son un potente antídoto contra el virus que mata la sinodalidad: el clericalismo. Este virus, aunque anida en muchos clérigos, no les es exclusivo., Puede afectar a otros cristianos. De hecho, cursa efectos muy nocivos en algunos laicos. Se trata de una actitud que tiende a apropiarse de lo cristiano y que, desde una falsa superioridad moral, mira a los demás por encima del hombro y ejerce sobre ellos un dominio despótico. Contra este virus paralizante se requiere un nuevo y sano anticlericalismo. ¿Cómo se les puede pedir a los laicos que contribuyan al sostenimiento económico de la Iglesia, por ejemplo, si la mayoría sienten que no pintan nada en ella? Es normal que muchos se sientan solo paganos (es decir, los que pagan), no miembros activos y corresponsables.

Siglos de clericalismo han creado una Iglesia pasiva y poco audaz. Ya sé que esta es una afirmación demasiado gruesa y que abundan las excepciones, pero hay veces en que si no se dicen las cosas de manera algo grosera no acabamos de despertarnos del letargo secular. ¿Será el próximo Sínodo la última oportunidad para aprender a valorar cada vocación, caminar juntos y realizar un discernimiento colectivo? No lo creo. La multisecular historia de la Iglesia nos muestra que a veces, cuando damos la batalla por perdida, el Espíritu sabe sacar fuerza de flaqueza y abrir caminos nuevos donde nosotros nos hemos empeñado en construir muro. Habrá muchas más oportunidades en el futuro, pero me parece claro que hay que aprovechar esta que se nos ofrece ahora, a nuestra generación. 

Mucho depende de que los obispos de cada diócesis asuman con responsabilidad (incluso con entusiasmo) la propuesta que la Iglesia nos hace, pero mucho depende también de que todos, a nuestro nivel, insistamos y no nos limitemos a responder mecánicamente algunos cuestionarios. Tenemos dos años para realizar “conversaciones generativas” en las que, en un contexto de escucha y libertad, podamos discernir lo que el Espíritu le está concediendo a la Iglesia en este primer tercio de siglo XXI. No sé si estamos preparados para tanta novedad. Yo no soy de los que piensan que el cristianismo ha agotado ya sus potencialidades y que hemos entrado abiertamente en una época poscristiana. Creo, más bien, lo contrario. En buena medida, el Evangelio está todavía por estrenar. En la vida y las palabras de Jesús hay muchas semillas que todavía no han germinado. En los próximos años podemos cultivar algunas.

Os dejo con la conferencia de Cristina Inogés-Sanz:



miércoles, 17 de noviembre de 2021

¿No podría ser de otro modo?

Creo que a muchos católicos les da casi igual quién sea su obispo. Es más, en muchos casos ni siquiera saben su nombre. Pueden tener una actitud obsequiosa hacia él, pero en la práctica apenas conocen y siguen sus orientaciones. 

En los últimos días se han producido en España algunos nombramientos episcopales. La impresión que se tiene es que estos asuntos se cocinan entre la cúpula de la Conferencia Episcopal, la Nunciatura y la Congregación para los Obispos. Es cierto que se realizan algunas consultas a diversas personas, pero todo el proceso se caracteriza por un exceso de opacidad envuelta con palabras biensonantes como discreción y prudencia. 

El pueblo de Dios no participa abiertamente en la designación de los obispos ni tiene una palabra que decir sobre su traslado o remoción. No creo que esta práctica se pueda prolongar mucho más tiempo porque, aunque se ajusta a derecho, no respeta suficientemente el principio de sinodalidad que, en expresión del papa Francisco, es el modo de ser Iglesia en el siglo XXI. Lo que ocurre es que entre un nuevo enfoque teológico y su traducción canónica suele mediar un largo recorrido. Muchos de quienes hoy se oponen a modificar el Código de Derecho Canónico (por convicción, desidia o incompetencia) serán quienes dentro de unos años se conviertan en defensores entusiastas de los posibles cambios.

¿Es normal que, salvo problemas graves, un obispo permanezca solo cuatro o cinco años en una diócesis, sin tiempo para conocer a su pueblo y desarrollar un verdadero proceso pastoral? ¿Es normal que las diócesis pequeñas (por ejemplo, la mía de nacimiento) comprueben impotentes cómo cada poco tiempo desfilan nuevos obispos que después son trasladados a diócesis de más renombre? ¿Es normal que un obispo “aterrice” en una diócesis que no conoce cuando tal vez sería posible (y deseable) que fuera nombrado obispo algún presbítero de la propia diócesis propuesto por los cristianos (presbíteros, diáconos, consagrados y laicos) que forman parte de ella? ¿Qué vinculación puede haber entre una diócesis y su obispo cuando éste viene de fuera, pasa unos pocos años en ella y luego se va? Las preguntas pueden multiplicarse. Muchos cristianos se las formulan.

Comprendo los problemas que puede haber en diócesis pequeñas para encontrar candidatos apropiados, me hago cargo de las dificultades para articular procesos electivos que respondan a un verdadero discernimiento y no a grupos de presión, entiendo los riesgos de pontificados muy largos en el mismo lugar y otros asuntos semejantes. Con todo, la práctica actual presenta también serios inconvenientes y, sobre todo, no refleja bien el concepto de Iglesia como Pueblo de Dios que vamos madurando a partir del Concilio Vaticano II.  

Ya sé que a la mayoría de los lectores de este Rincón estos temas no les quitan el sueño. A mí tampoco. Bastante tenemos con abordar los problemas de cada día. Y, sin embargo, tienen su importancia en el delicado momento eclesial que estamos viviendo. No podemos acometer una evangelización valiente, creativa y creíble sin reforzar la comunión eclesial. Para ello necesitamos crear estructuras cada más participativas en las que todos los cristianos ─cada uno desde nuestra peculiar vocación─ podamos expresar nuestra corresponsabilidad en la marcha de la Iglesia. Me parece una consecuencia de nuestro Bautismo. Esta participación activa en nada se opone al principio jerárquico. 

Espero que el camino sinodal que hemos comenzado hacia el Sínodo de 2023 nos permita hacer un discernimiento colectivo que prepare decisiones audaces. Sé por experiencia que las instituciones eclesiásticas son bastante reacias a los cambios, aunque los vean como necesarios. Pero sé también que hay movimientos del Espíritu que son imparables. A menudo pasan por un nuevo sensus fidelium (sentir de los fieles) que nos empuja a ver lo que no queremos ver y a cuestionar nuestras convicciones y, sobre todo, nuestro estilo de vida. Mientras tanto, seguimos caminando sin perder la capacidad crítica y la esperanza. Amamos a la Iglesia que es y soñamos con la que puede ser porque creemos que “algunas cosas podrían ser de otro modo”. 

martes, 16 de noviembre de 2021

La cita previa


Cambiar de país conlleva una serie de procedimientos burocráticos. Lo estoy experimentando en carne propia. En primer lugar, he tenido que empadronarme en la ciudad donde vivo. Sin el certificado de empadronamiento no es posible obtener, por ejemplo, la tarjeta sanitaria. Después es preciso que los datos de la vacunación contra el Covid-19 realizada en Italia se vuelquen en el sistema informático español para que conste oficialmente que estoy vacunado. Algunas de estas operaciones se pueden hacer online, pero otras requieren acudir a la oficina correspondiente, después de haber concertado una cita, la llamada “cita previa”. A veces, se logra en un santiamén, pero otras la cita puede demorarse más de dos o tres semanas. Se requiere un poco de destreza y mucha paciencia. 

Durante los días pasados he tenido que dedicarme a gestionar todos estos asuntos prácticos. Valoro mucho las posibilidades que nos brinda la tecnología, pero compruebo también sus límites. Mientras concertaba algunas de estas “citas previas” pensaba en las personas mayores que no están adiestradas en informática. Es verdad que algunas consultas y reservas se pueden hacer por teléfono, pero, tarde o temprano, hay que rellenar formularios online o hacer otro tipo de operaciones complicadas. Muchos se sienten perdidos. Necesitan la ayuda de sus hijos o nietos. Lo pude comprobar el otro día en una sucursal bancaria. Cada vez es más difícil que te atienda una persona. Tenemos que vérnoslas con máquinas en nombre de la rapidez, la eficacia y la reducción de costos.

Hace años uno podía presentarse en cualquier oficina pública para hacer un trámite sin necesidad de concertar nada. Si no había muchas personas en la cola y topaba con un funcionario amable y competente, se podía resolver un asunto burocrático en menos que canta un gallo. En el caso de que hubiera mucha gente, tocaba esperar, pero, tarde o temprano, uno solucionaba su problema. 

Ahora no es posible seguir este procedimiento. Para cualquier gestión (desde la renovación del carné de identidad hasta una consulta médica o un trámite de empadronamiento) es necesario concertar la famosa “cita previa”. La ventaja es que uno va a tiro hecho, pero la gran desventaja es que se requiere una programación a medio plazo (no valen las urgencias o las improvisaciones) y que uno tiene que saber manejarse un poco en el mundo virtual. 

Es obvio que caminamos cada vez más hacia una burocracia informatizada. El hecho de disponer de un certificado digital, por ejemplo, facilita la realización de operaciones oficiales online. Yo obtuve mi certificado de empadronamiento sin moverme de mi despacho. Esto es una gran ventaja. Se ahorra tiempo y dinero. Se evita uno el tradicional y enojoso “vuelva usted mañana”. Pero me temo que lo que ganamos en rapidez y eficacia lo vamos a perder en atención personalizada. Nada puede sustituir al encuentro de dos personas y a la ayuda que podemos brindarnos.

No quiero ni imaginarme el día en que para confesarse en una iglesia haya que pedir también “cita previa” o que el acompañamiento espiritual se realice a través de una máquina que te ofrece diversas alternativas para que tú vayas pulsando la más adecuada: “Si se siente solo, pulse 1; si se siente deprimido, pulse 2; si necesita superar el estrés, pulse 3”. Imaginemos que pulso el 1. Entonces la máquina podría proseguir más o menos así: “Si necesita sentir que alguien le quiere, pulse 1; si solo necesita hablar un rato, pulse 2; si prefiere que nadie lo moleste, pulse 3”. Después de una serie interminable de pulsaciones, la máquina se despediría con estas o parecidas palabras: “Muchas gracias por haber usado nuestros servicios. Le deseamos un buen día. No dude en contactarnos cada vez que lo necesite”. 

Prefiero tomarme con humor todo esto, pero las consecuencias antropológicas de esta mecanización de la vida saltan a la vista. Sin darnos cuenta, todos nos vamos mecanizando. ¡Hasta las relaciones personales pueden perder frescura y degenerar en intercambios automáticos! En este afán por programarlo todo, por eliminar los factores de riesgo, mucho me temo que si uno quiere ir al cielo necesitará pedir con mucha antelación una “cita previa”. San Pedro no quiere verse sometido a un exceso de estrés celestial en la gestión de los ingresos.

La evangelización no puede mecanizar la fe. Ahora más que nunca se necesita una alternativa que coloque en primer lugar a cada persona. Los cristianos podemos servirnos de la técnica para realizar de manera eficaz muchas operaciones rutinarias, pero nunca deberíamos caer en la trampa de mecanizar todas las esferas de la vida, especialmente las que tienen que ver con las relaciones personales y los itinerarios de fe. También aquí podemos marcar la diferencia. Para querernos y acompañarnos no es necesaria ninguna “cita previa” y ningún formulario online, ni siquiera en tiempos de pandemia. La fe es, ante todo, la experiencia de un encuentro. Sin mediaciones personales, no se enciende su llama. 

lunes, 15 de noviembre de 2021

Si yo fuera joven

Según las Naciones Unidas, y a fines sobre todo estadísticos, jóvenes son aquellos que tienen entre 15 y 24 años. Es evidente que yo hace mucho tiempo que salí de ese grupo. El final de mi juventud coincidió cronológicamente con mi ordenación sacerdotal. Se supone que a partir de ese momento entré en la etapa adulta. 

Hoy se repite que la juventud se ha prolongado mucho. Algunos la estiran hasta los 35 o 40 años debido al alargamiento de la vida en general. En España, por ejemplo, la esperanza de vida al nacimiento alcanzaría los 83,2 años en los hombres y los 87,7 en las mujeres en el año 2035, lo que supone una ganancia respecto a los valores actuales de 3,2 y de 2,3 años respectivamente. Es verdad que la pandemia ha corregido un poco a la baja estos cálculos, pero la tendencia ascendente parece mantenerse. 

Recorriendo estos días a pie el centro de Madrid, he visto muchísimos ancianos que aprovechan el veranillo de san Martín para salir a la calle. Tras meses de confinamiento, disfrutan paseando por los parques, a menudo acompañados por algún cuidador o por sus perros. He visto también muchos jóvenes (sobre todo, en las zonas de movida), pero me ha llamado mucho la atención el alto porcentaje de ancianos. Es obvio que Europa en general es un continente muy envejecido.

En este contexto, hoy intento meterme en la piel de quienes tienen entre 15 y 24 años (es decir, los oficialmente “jóvenes”) y les ha tocado vivir de lleno los efectos de la pandemia. En un tiempo de cambios rápidos y de envejecimiento generalizado:

  • Si yo fuera joven, intentaría disfrutar de toda la energía que la edad me brinda, pero no olvidaría que la vida humana tiene sus etapas y que no siempre voy a tener 20 años.
  • Si yo fuera joven, me sentiría muy a gusto con los de mi edad, pero no despreciaría la voz de quienes han vivido más y pueden compartir conmigo su sabiduría vital, aunque no hayan tenido las mismas posibilidades formativas que yo.
  • Si yo fuera joven, procuraría formarme en actitudes de flexibilidad para ir ajustándome sin violencia a los sucesivos cambios sociales.
  • Si yo fuera joven, no me dejaría engatusar por el señuelo de la informática para no añadir más adicciones a las que provienen de otras fuentes como el sexo, el alcohol, el dinero, el trabajo, etc.
  • Si yo fuera joven, no renunciaría a preguntarme por el sentido de la vida y a cuestionar las muchas respuestas prefabricadas que la sociedad me ofrece.
  • Si yo fuera joven, me esforzaría por encontrar un trabajo bien remunerado, pero no me obsesionaría con acumular dinero y entrar en los círculos de poder olvidando que la mayoría de las personas viven en situaciones precarias.
  • Si yo fuera joven, aprendería a cultivar y saborear las cosas sencillas y valiosas de la vida como la amistad sincera, el contacto con la naturaleza, el deporte y la contemplación del arte.
  • Si yo fuera joven, no reduciría el sexo a mercancía ni me dejaría llevar por el bombardeo incesante de estímulos eróticos.
  • Si yo fuera joven, no daría el asunto Dios por descartado ni me dejaría intimidar por quienes dicen que la religión es solo una cosa de niños y ancianos, de gente pobre o de personas sin formación.
  • Si yo fuera joven, no excluiría la posibilidad de seguir a Jesús como sacerdote o religioso, aunque ambas opciones no gocen hoy de plausibilidad social.
  • Si yo fuera joven, adoptaría una actitud muy crítica hacia las ideologías y evitaría que me dieran gato por liebre.
  • Si yo fuera joven, no creería que con mi actitud voy a cambiar el mundo, pero haría todo lo posible por mejorar algo mi entorno.

El hecho de que ya no sea joven no me exime de caminar en una dirección muy parecida a la que he imaginado en el caso de que lo fuera. Hay caminos que vemos con más claridad cuando están ya muy avanzados que en su origen. Imaginar cómo podría haber sido el pasado y soñar cómo queremos que sea el futuro son ejercicios muy provechosos para dar calidad al presente. Aprendemos de nuestros errores y de nuestros anhelos, de nuestros éxitos y de nuestros fracasos, de nuestros planes y de las sorpresas que la vida nos depara… 

Creo que el arte de vivir consiste en tener una mirada larga para distinguir lo esencial de lo accidental, comprometernos con lo que de verdad vale la pena y ser muy flexible y tolerante con lo que es secundario. Serenidad, sabiduría, compasión y buen humor me parecen notas esenciales de una vida feliz. Si yo fuera joven, me entrenaría en este arte lo antes posible.




domingo, 14 de noviembre de 2021

Serenidad, unidad, esperanza

Estamos acercándonos al final del año litúrgico.  Este XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario nos ofrece un mensaje de serenidad, unidad y esperanza. Para comprenderlo mejor podemos partir de lo que estamos viviendo hoy. La pandemia ha incrementado los miedos que nos acompañaban desde comienzos del milenio. Los anuncios catastrofistas que en el pasado estaban en la boca encendida de algunos líderes de sectas religiosas hoy provienen de muchos científicos. Por todas partes se nos dice que el fin del mundo está cada vez más próximo porque, debido al calentamiento global, estamos acabando con nuestro planeta. Desde hace décadas se piensa en la posible emigración a otros planetas de nuestro sistema solar para asegurar la supervivencia de la especie humana. 

Este temor a la desaparición es recurrente a lo largo de la historia. Se ve que a los seres humanos nos gusta fantasear con la hecatombe final y rodearla de signos dramáticos y espectaculares. La única diferencia es que hoy reviste tintes científicos. Jesús nos cura de toda tendencia a calcular el fin: “El día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre” (Mc 13,32). No sirve de nada romperse la cabeza con aquello que escapa a nuestro control. La historia está en manos de Dios. 

Aunque hay novelas y películas que se sirven del género apocalíptico, surgido en Israel un par de siglos antes de Cristo (recordemos el fragmento del profeta Daniel que se lee en la primera lectura), la mayoría de nosotros no estamos acostumbrados a utilizar y descifrar este género extraño. Nos sentimos muy perdidos. Por eso, nos cuesta tanto entender el Evangelio de hoy. Sin embargo, con un mínimo de formación, su mensaje es claro:

  • “El sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán”. Jesús no está hablando de un cataclismo cósmico, sino de la superación de toda idolatría. En el mundo pagano, el sol, la luna y las estrellas eran adorados como dioses. Su caída significa que el único soberano es Dios, que la fe vence siempre a las idolatrías antiguas y modernas. Jesús invita a sus discípulos de todos los tiempos a la serenidad y la confianza. Dios es siempre vencedor. No hay ningún poder (político, económico, mediático o de cualquier signo) que pueda derrotarlo.
  • “Enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte”. En tiempos de crisis y persecuciones, corremos siempre el riesgo de la división y la dispersión. Cada uno buscamos una salida por nuestra cuenta. Hacemos del “sálvese quien pueda” la consigna de nuestra vida. Jesús nos invita a perseverar en la unidad. Dentro de la comunidad cristiana habrá algunos “ángeles” (es decir, discípulos que actúan en nombre de Señor) que se ocuparán de reunir a todos y de combatir todo cisma.
  • “Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que él está cerca, a la puerta”. Por muy duras que sean las circunstancias históricas que nos toque vivir, lo que importa siempre es prestar atención a las yemas que brotan, a los signos de vida. Son manifestación de la presencia del Señor en medio de nosotros. Jesús nos invita a vivir en esperanza, conscientes de que a Dios nunca se le escapa la historia de las manos y que la primavera sigue siempre al invierno.

Por desgracia, con mucha frecuencia damos más crédito a nuestros temores que a la palabra de Jesús, olvidando que “el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. Creo que el Evangelio de este domingo constituye una fuerte invitación a dejarnos guiar por la Palabra de Dios y no tanto por las innumerables palabras humanas que a menudo nos desorientan y entristecen.

En su mensaje con motivo de la V Jornada Mundial de los Pobres que se celebra hoy, el papa Francisco nos recuerda que “el rostro de Dios que Él revela, de hecho, es el de un Padre para los pobres y cercano a los pobres. Toda la obra de Jesús afirma que la pobreza no es fruto de la fatalidad, sino un signo concreto de su presencia entre nosotros. No lo encontramos cuando y donde quisiéramos, sino que lo reconocemos en la vida de los pobres, en su sufrimiento e indigencia, en las condiciones a veces inhumanas en las que se ven obligados a vivir. No me canso de repetir que los pobres son verdaderos evangelizadores porque fueron los primeros en ser evangelizados y llamados a compartir la bienaventuranza del Señor y su Reino (cf. Mt 5,3)”. 

¿Cómo vamos a vivir con esperanza si no somos capaces de ver en los pobres los “signos de vida” que nos despiertan de nuestro letargo? Quien está volcado en compartir la suerte de los pobres, no tiene tiempo ni humor para perderse en especulaciones apocalípticas. Cuando se vive desde el amor, uno ya vive el final de los tiempos porque el amor será la palabra definitiva, el punto final de la historia. No tiene nada que temer. Así pues, serenidad, unidad y esperanza. Nos sobran el nerviosismo, la división y el temor.

sábado, 13 de noviembre de 2021

Es demasiado pronto, Princesa

Cada día me echo a la calle a eso de las 7,45 de la mañana después de haber hecho un tiempo de oración personal y otro de oración comunitaria. En el corto trayecto que separa mi casa del colegio de las Concepcionistas donde celebro la misa a las 8 casi siempre me encuentro con las mismas personas: estudiantes de las universidades cercanas que se apresuran para llegar puntuales a clase, oficinistas que se dirigen a su puesto de trabajo, empleados de la limpieza, albañiles de las obras que están a punto de rematarse en la plaza de España, turistas que salen de sus hoteles… y alguna que otra persona que se despereza entre cajas de cartón. 

Diez minutos a pie no dan para muchas reflexiones, pero siempre me pregunto por las historias de los transeúntes. ¿Qué es lo que nos mueve a cada uno a levantarnos cada mañana? ¿Dónde encontramos motivos para seguir creyendo, amando y esperando? Me imagino la posibilidad de invitar a alguien a tomar un café en alguna de las muchas cafeterías abiertas y a mantener una conversación a tumba abierta.  Por desgracia, la mayoría de los rostros corresponden a personas anónimas. Ni siquiera nos saludamos. Nos limitamos a no estorbarnos en la acera o delante de los semáforos. Una ciudad como Madrid es un laboratorio de humanidad, pero también una fábrica de indiferencia.

Cuando, al borde de las 8, traspaso el umbral de la puerta del colegio enfundado en mi mascarilla y me higienizo las manos con el gel hidroalcohólico, asisto a otro espectáculo llamativo: la entrada de los colegiales, adolescentes que cargan con sus mochilas y que también viven historias singulares. Todavía no he tenido la oportunidad de hablar con ellos, pero dentro de unos días celebraré una misa con los de la sección de bachillerato. ¿Conseguiré conectar con su mundo de preocupaciones? ¿Qué se le pasa hoy por la cabeza a una chica o a un chico de 16 o 17 años? ¿Cómo ven el mundo? ¿Cómo imaginan el futuro? ¿Qué impacto está teniendo en ellos esta persistente pandemia? ¿Creen todavía en Dios? ¿Se sienten miembros de la Iglesia?

La mayoría de estas preguntas quedarán sin respuesta porque nuestros caminos no se cruzan y quizá porque hablamos idiomas diferentes. Cada uno vamos a lo nuestro. Estamos tan absorbidos por nuestras ocupaciones que no tenemos tiempo para diálogos serenos. Pero a veces se producen hermosas sorpresas. Cuando menos lo esperas, alguien se acerca, sonríe, formula una pregunta y se lanza a compartir algo de su vida. Somos seres de encuentro. La alegría es siempre el fruto de habernos encontrado con alguien.

Anoche, conversando en videoconferencia con un amigo, recordé que hace años había escrito una breve semblanza de las 33 personas que en ese momento habían sido muy significativas en mi vida (excluyendo familiares). La colección se titulaba “Nombres”. Cada semblanza ocupaba una página. Eran como pinceladas de un retrato emocional. Me estoy animando a continuarla con otra galería de 33 (o más) nuevas personas de entre las que he ido conociendo en los últimos años. Sustituiré el viejo título “Nombres” por otro inspirado en un poema del obispo claretiano Pedro Casaldáliga: “El corazón lleno de nombres”. 

Me hace bien recordar a las personas que han dejado una huella en mi vida. A veces, pequeños detalles de intimidad y confianza nos marcan para siempre. No seríamos los que somos sin la red de relaciones que configuran nuestra vida. A menudo, las personas más cercanas a nosotros no son precisamente las que físicamente lo están, sino aquellas que habitan en la geografía de nuestro corazón, aunque estén a miles de kilómetros de distancia. 

Estoy seguro de que los transeúntes que me encuentro cada mañana en la calle de la Princesa tienen también sus propias listas de nombres. No hay mayor tristeza que comprobar que uno está solo en la vida, que, si desaparece, nadie lo va a echar en falta. Joaquín Sabina cantaba aquello de “Ahora es demasiado tarde, princesa”. Yo, viendo los rostros anónimos de las personas que me encuentro cada mañana en la calle madrileña, me siento tentado de cambiar la letra de la canción sabiniana: “Ahora es demasiado pronto, Princesa”. Demasiado pronto para saludarnos y detenernos a charlar unos segundos. Demasiado pronto para conocer las historias que se agazapan en los corazones de los hombres y mujeres que se echan a la misma calle que yo cuando apenas está amaneciendo. Pero, aunque no podamos conocerlas y compartirlas, siento que todos pertenecemos a la misma familia humana. Eso es más que suficiente. Algún día se revelará el misterio.



viernes, 12 de noviembre de 2021

Te doy la vida

Me desayuno con una noticia que me ha impresionado. Leo en un periódico digital: “En total en 2020 han fallecido por suicidio 3.941 personas en España, una media de casi 11 personas al día; un 74% de ellas varones (2.938) y un 26% mujeres (1.011). Así, 2020 se convierte en el año con más suicidios registrado en la historia de España desde que se tienen datos (año 1906)”. Los datos ofrecen una radiografía preocupante. El suicidio es la principal causa de muerte no natural en España. Produce 2,7 veces más muertes que las provocadas por accidentes de tráfico, 13,6 veces más que los homicidios y casi 90 veces más que la violencia de género. Con 300 muertes por esta causa, el suicidio es, después de los tumores (330 defunciones) la principal causa de muerte entre la juventud española (15 a 29 años). 

¿Ha influido la pandemia en este significativo aumento? Parece que sí. Las secuelas psicológicas, laborales y económicas del Covid-19 están teniendo un fuerte impacto en la población. Si el problema es serio, las soluciones deben ser radicales y urgentes. Necesitamos cuidarnos mucho más unos a otros antes de que sea demasiado tarde. Según las estadísticas, parece que los hombres somos más proclives al suicidio que las mujeres, no porque experimentemos más problemas, sino porque tal vez no sabemos gestionar bien el estrés. Nos enfrentamos a una realidad dura, no sujeta a fáciles y rápidas interpretaciones. Ignoramos mucho más de lo que conocemos. El suicidio nos confronta, una vez más, con el misterio insondable de la condición humana. 

Aunque la noticia sobre el aumento del número de suicidios en España puede pasar desapercibida en el bosque informativo diario, para mí tiene un significado especial. Muestra que podemos hacer mucho más para que nadie se vea abocado a una decisión irreversible. La escucha es un arma muy poderosa. A veces, cuando uno se encuentra mal, no necesita soluciones materiales. Lo que busca es poder compartir su desesperación con alguien que se haga cargo sin juicios y sin superficiales consejos piadosos. La compasión consiste en sentir con la otra persona, en sintonizar su frecuencia. Caminar juntos es a menudo la única forma que tenemos de ayudar a quien atraviesa una crisis. Solo cuando compartimos la dureza del camino podemos descubrir que la vida tiene sentido y que merece la pena vivirla, aunque no todo nos salga bien. 

La gran paradoja de nuestro tiempo es que, por una parte, la publicidad nos presenta una imagen idílica de la vida humana a través de los iconos de moda. Según estos, vivir significa tener un cuerpo hermoso y sano, disfrutar de muchas relaciones, habitar en una casa confortable, viajar, comer bien, comprar lo que se nos antoje, etc. Por otra parte, los informativos nos brindan imágenes de situaciones de pobreza, exclusión, violencia, enfermedad, etc. Nosotros nos situamos entre los dos extremos. A veces, soñamos con vivir como esas personas sonrientes de la publicidad, pero la realidad cotidiana nos devuelve a una existencia limitada cuando no miserable. Padecemos problemas de salud, penurias económicas, desajustes afectivos, falta de comunicación, soledad…

¿Cómo gestionar este abismo entre una vida falsamente eufórica y una vida sinceramente feliz? Creo que la fe en Jesús es esencial en este proceso de ajuste. Jesús se hace cargo de nuestras necesidades, pone nombre a nuestros desajustes, bucea en nuestro fondo personal. Desde dentro, nos ayuda a caer en la cuenta de que vivir no significa estar exento de problemas, sino afrontarlos con amor. Él mismo nos ha dicho: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10,10). 

Pero, ¿cómo nos da vida abundante Jesús? ¿Nos ofrece algún raro complejo vitamínico? La clave está en la entrega: “En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna” (Jn 12,24-25). A veces, cuando la vida se nos pone cuesta arriba, cuando ya no encontramos razones para vivir, cuando nos ronda la tentación del suicidio, cuando quisiéramos tirar la toalla porque ya no nos quedan fuerzas… entonces, precisamente entonces, la salida consiste en no tirar la toalla, sino en ceñírnosla. Aprender a servir a otros cuando ya no tenemos ganas ni recursos para servirnos a nosotros mismos es paradójicamente el mejor modo de vencer el derrotismo. La vida se gana dándola. ¿Seremos capaces de entender esta lección de Jesús? ¿Estamos dispuestos a dar nuestra vida para que nadie de nuestro entorno sienta la tentación de quitársela?