lunes, 1 de noviembre de 2021

¡Enhorabuena, somos santos!


Tras las lluvias de los últimos días, hoy ha amanecido un día soleado. A primera hora, como en mis tiempos de niño, me he acercado al cementerio donde reposan algunos de mis familiares. He depositado centros y ramos de flores en diversas tumbas. No estoy seguro de que las generaciones jóvenes comprendan bien este gesto, pero yo le encuentro un hermoso significado. Litúrgicamente tendría que hacerse mañana, día de los fieles difuntos, pero la gente, por razones prácticas, suele hacerlo hoy, solemnidad de Todos los Santos. ¿He escrito por razones prácticas? Quizá hay una profunda sabiduría teológica detrás de este rito que hemos recuperado este año tras el parón de la pandemia. 

Colocar flores en las tumbas es reconocer la dignidad de quienes “nos han precedido en el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz”. Por el Bautismo, todos hemos sido incorporados a la santidad de Cristo. A sus primeros discípulos se los conocía con nombres diversos, casi todos despectivos. Se los llamaba galileos (es decir, insurgentes), nazarenos (en relación a Nazaret, la despreciada aldea de la que provenía Jesús), cristianos (seguidores de un autodenominado ungido del Señor que terminó en la cruz).


Sin embargo, entre los discípulos utilizaban otros nombres para referirse a ellos mismos. Hablaban de hermanos, creyentes, discípulos del Señor, perfectos, personas del camino ysantos. Pablo escribió sus cartas “a todos los santos que viven en la ciudad de Filipos …” (Fil 1,1); “a los santos que están en Éfeso …” (Ef 1,1); “a los santos y fieles hermanos y hermanas en Cristo que viven en Colosas …” (Col 1,2); “a todos los santos en toda Acaya” (2 Cor 1,1); “a todos los favoritos de Dios en Roma y que están llamados a ser santos …” (Rom 1,7). No escribió a los santos que están en el cielo, sino a personas de carne y hueso que vivían en Filipos, Éfeso, Corinto, Colosas y Roma. Esos eran los santos; es decir, los discípulos de Jesús que habían sido incorporados a su vida mediante el Bautismo.  

¡Cómo cambia nuestra vida cuando tomamos conciencia de nuestra dignidad! Lo que nos hace felices no es nuestra riqueza o nuestro prestigio, ni siquiera nuestra perfección moral, sino -como leemos en la segunda lectura de hoy- el hecho de que “ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos” (1 Jn 3,2). Nuestra verdadera dignidad es ser hijos de Dios. Esta es también la fuente de la verdadera alegría. 


Jesús nos invita a salir de la llanura de nuestra vida cotidiana (donde vemos las cosas con ojos demasiado humanos) y subir con él al monte para ver las cosas como Dios las ve. Desde esa altura comprendemos mejor que la santidad (es decir, la verdadera bienaventuranza) nunca se logra a través de la riqueza, la violencia, la injusticia, el dominio sobre los demás, el sarcasmo o el placer desenfrenado. Los bienaventurados (es decir, los santos) son quienes han puesto en Dios su confianza en medio de las pruebas de la vida: los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los hambrientos y sedientos de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz y los perseguidos por causa de la justicia. 

Por más que la realidad de cada día nos haga ver lo contrario (de hecho, los ricos, corruptos y prepotentes parecen ser los más felices), la Palabra de Dios nos asegura que “había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos” (Ap 7,3). ¿Quiénes forman parte de esta multitud? La respuesta es clara: “Esos son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la Sangre del Cordero” (Ap 7,14). 

En un día como hoy celebramos el triunfo de Jesús en as vidas de todos aquellos que, fieles al Bautismo, han vivido unidos a Cristo en las pruebas de la vida. Algunos, unos pocos, han sido canonizados por la Iglesia. La inmensa mayoría pertenecen (pertenecemos) a “los santos de la puerta de al lado”, como los denomina el papa Francisco en su exhortación Gaudete et Exsultate.


Los santos de la puerta de al lado

6. No pensemos solo en los ya beatificados o canonizados. El Espíritu Santo derrama santidad por todas partes, en el santo pueblo fiel de Dios, porque «fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente». El Señor, en la historia de la salvación, ha salvado a un pueblo. No existe identidad plena sin pertenencia a un pueblo. Por eso nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana: Dios quiso entrar en una dinámica popular, en la dinámica de un pueblo.

7. Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad «de la puerta de al lado», de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, «la clase media de la santidad».

8. Dejémonos estimular por los signos de santidad que el Señor nos presenta a través de los más humildes miembros de ese pueblo que «participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad». Pensemos, como nos sugiere santa Teresa Benedicta de la Cruz, que a través de muchos de ellos se construye la verdadera historia: «En la noche más oscura surgen los más grandes profetas y los santos. Sin embargo, la corriente vivificante de la vida mística permanece invisible. Seguramente, los acontecimientos decisivos de la historia del mundo fueron esencialmente influenciados por almas sobre las cuales nada dicen los libros de historia. Y cuáles sean las almas a las que hemos de agradecer los acontecimientos decisivos de nuestra vida personal, es algo que solo sabremos el día en que todo lo oculto será revelado».

9. La santidad es el rostro más bello de la Iglesia. Pero aun fuera de la Iglesia Católica y en ámbitos muy diferentes, el Espíritu suscita «signos de su presencia, que ayudan a los mismos discípulos de Cristo». Por otra parte, san Juan Pablo II nos recordó que «el testimonio ofrecido a Cristo hasta el derramamiento de la sangre se ha hecho patrimonio común de católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes». En la hermosa conmemoración ecuménica que él quiso celebrar en el Coliseo, durante el Jubileo del año 2000, sostuvo que los mártires son «una herencia que habla con una voz más fuerte que la de los factores de división».



1 comentario:

  1. Tendremos que encontrar otros medios, otros ritos, para recordar a aquellos que ya han llegado a la segunda parte de la vida, porque los jóvenes no van a seguir con nuestras costumbres. Actualmente, con las incineraciones, cada día más abundantes, se borra toda huella material de las personas… La generación, más cercana, les recuerda y rescata valores, pero a la segunda, ya no se sabe quienes fueron. Unos pocos guardan las cenizas en algún columbario, otros, los menos, en casa… Una mayoría las esparce por lugares preferidos de las personas que han fallecido “y el viento se las lleva”.
    A los creyentes, nos ayuda el creer en un Dios que nos reúne, nos ama y está pendiente de nosotros... y nos quiere santos.
    Nos dices: “Por el Bautismo, todos hemos sido incorporados a la santidad de Cristo.” No somos muy conscientes de ello… Nos lo recordamos de vez en cuando pero enseguida lo olvidamos. Realmente, nuestra vida sería bien diferente si tomáramos conciencia de ello. Hemos sido educados con la idea de que “la santidad” es cosa de pocos, no está a nuestro alcance.
    Hay una santidad que cuesta entender y explicar, una santidad de la gente muy sencilla, la de una madre que se suicida su hijo y lo lleva con resignación y encuentra fuerza en la oración… La santidad de aquellas personas que, con sus mínimos, luchan por la justicia… Y así podríamos ir citando a personas que nunca seran ni beatificadas y menos canonizadas, pero de bien seguro que, en su encuentro con Dios, verán reconocido su sufrimiento… ¡Son tantos “los santos de la puerta de al lado”!
    Felicidades Gonzalo y gracias por tu meditación profunda que remueve muchas creencias y ayuda a dar otro color a nuestra vida.

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