
No sé cuántas veces he escuchado a los presentadores de televisión hablar sobre la segunda ola de calor de este verano. Cuando agarran un tema, no lo sueltan. Me produce más calor la insistencia mediática que los grados del termómetro. Comprendo que hay que difundir las alertas, pero todo hay que hacerlo con mesura; si no, se produce un hartazgo generalizado.
En mi paseo matutino de hoy no he sufrido demasiado calor. La sombra de los pinos me protegía del sol y la brisa que venía del embalse aliviaba aún más la temperatura. Sentado en una roca a la orilla del agua, he comenzado a leer una novela de Carmen Martín Gaite, novelista que frecuento casi todos los veranos. A menudo, interrumpía la lectura y me extasiaba contemplando la masa de agua. A lo lejos se divisaba la parte alta del campanario de la vieja iglesia de La Muedra, sumergida en el agua desde hace casi ocho décadas. Confieso que me interesaba más el paisaje de cielo, agua y bosque que la novela que tenía entre las manos.

De regreso a casa, he recordado a los miles de jóvenes que también hoy estarán regresando a sus lugares de origen después de haber vivido el Jubileo en Roma. Tengo interés en hablar con algunos de ellos cuando llegue el momento oportuno. Quiero escuchar de sus labios lo que han vivido, cómo se han sentido, qué horizonte han vislumbrado, qué Iglesia han descubierto.
Una cosa es lo que decimos los adultos y los medios de comunicación social y otra -a veces muy distinta- lo que dicen los protagonistas de la aventura. Escucharlos con atención forma parte de mis aprendizajes de verano. En sus palabras y en sus silencios quiero intuir por dónde está soplando hoy el Espíritu a las nuevas generaciones. Me llevaré algunas sorpresas.

El lugar en el que estoy pasando estos días se llena de turistas y visitantes. Creo que yo no pertenezco a ninguna de estas categorías porque he nacido en él, he pasado en él mi infancia, tengo aquí a familiares y amigos y me siento parte de la comunidad humana, cada vez más pequeña, que vive aquí durante todo el año.
Las primeras conversaciones con una especie de ajuste de coordenadas para ver dónde nos situamos cada uno, cómo nos ha ido el año y qué pensamos hacer estos días. Luego vienen otras conversaciones más personales en las que es posible compartir lo que hay detrás de ese “bien” genérico que solemos utilizar como respuesta a la pregunta -también genérica- de “cómo estás”. La aventura no ha hecho más que empezar. Las mañanas, perdido en el bosque y en el embalse; las tardes, abierto a mil conversaciones. Otras cosas pueden esperar.

No me olvido de que hoy celebramos la memoria de san Juan María Vianney, una figura a través de cuya sencillez Dios puso corazón en el Siglo de las Luces. Me gustas estas palabras del santo cura de Ars: “Consideradlo, hijos míos: el tesoro del hombre cristiano no está en la tierra, sino en el cielo. Por esto, nuestro pensamiento debe estar siempre orientado hacia allí donde está nuestro tesoro. El hombre tiene un hermoso deber y obligación: orar y amar. Si oráis y amáis, habréis hallado la felicidad en este mundo”. La fórmula es clara: orar y amar. No conviene andarse por las ramas.
Nos dices que “la fórmula es clara: orar y amar. No conviene andarse por las ramas.” Dos verbos que bien conjugados, pueden transformar nuestras vidas y nuestro entorno.
ResponderEliminarGracias Gonzalo por tu testimonio.