
Nos juntamos un buen número de personas, incluidos jóvenes y adolescentes, con el único propósito de adorar al Señor. Cada cierto tiempo, el coro cantaba composiciones suaves. Algunas con letras clásicas (“No me mueve mi Dios para quererte”); otras, de factura moderna y un tanto sentimental. El resto del tiempo el silencio era completo, interrumpido solo por el murmullo que llegaba de las terrazas de la plaza contigua y algún ladrido canino. Pasada la medianoche, muchos se fueron yendo con discreción. Una hora parece el tiempo más razonable para este tipo de oración colectiva.

La adoración está de moda. Basta ver cómo prolifera en algunos movimientos juveniles (por ejemplo, Hakuna), en las Jornadas Mundiales de la Juventud, en el reciente Jubileo de los Jóvenes, etc. En una sociedad ruidosa y acelerada, los jóvenes buscan espacios de silencio y calma. Pero ¿la adoración se reduce a crear pequeños oasis contemplativos en el desierto contemporáneo de la fe? ¿Se trata de una práctica de relajación adobada con algunos elementos estéticos que reflejan el minimalismo de Ikea (velas, telas de colores crudos, focos efectistas, música sentimental, incienso y posturas corporales cercanas al yoga)? La adoración al Santísimo es infinitamente más que eso. ¡Es una prolongación de la Eucaristía!
El mismo Señor que se entrega por amor sacrificando su vida se nos da a nosotros para que, adorándolo, reproduzcamos su dinámica de amor. San Juan Pablo II lo expresó con nitidez en su encíclica Ecclesia de Eucharistia:
“El culto que se da a la Eucaristía fuera de la Misa es de un valor inestimable en la vida de la Iglesia. Dicho culto está estrechamente unido a la celebración del Sacrificio eucarístico. La presencia de Cristo bajo las sagradas especies que se conservan después de la Misa –presencia que dura mientras subsistan las especies del pan y del vino–, deriva de la celebración del Sacrificio y tiende a la comunión sacramental y espiritual. Corresponde a los Pastores animar, incluso con el testimonio personal, el culto eucarístico, particularmente la exposición del Santísimo Sacramento y la adoración de Cristo presente bajo las especies eucarísticas. Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf. Jn 13, 25), palpar el amor infinito de su corazón” (n. 25).

Es hermoso que, en el corazón de una fresca noche de verano, un grupo de cristianos se reúna para adorar al Señor. Conviene que seamos conscientes de los peligros a los que esta práctica se enfrenta hoy: teatralización, sentimentalismo, psicologismo, reducción del sacramento a mera reliquia, etc. Pero es más importante acentuar su profundo significado cristiano. En un mundo caracterizado por la volatilidad, la incertidumbre, la complejidad y la ambigüedad, la adoración nos conecta con la fuente del ser y nos centra en la verdad de nuestra condición de criaturas e hijos de Dios.
Adorar significa reconocer que estamos envueltos por un Misterio que nos sobrepasa sin aterrarnos, que nos mantiene vivos sin anularnos como criaturas. La adoración es la respiración del alma, un ejercicio imprescindible para no perecer bajo los efectos del secularismo ambiental que padecemos. Adorar nos hace más hombres y mujeres porque nos pone en contacto con la fuente de nuestra identidad. Nunca somos más grandes que cuando nos sentimos pequeños frente al Dios que se hace también pequeño para estar a nuestro alcance y no humillarnos con su grandeza.
Cuando adoramos a Dios de rodillas renunciamos a nuestro narcisismo, dejamos que Él tome la iniciativa, reconocemos su poder salvador. Así entendida, la adoración es un camino de crecimiento en la fe que merece ser promovido y cultivado.
Muchas gracias de corazón al joven párroco y a quienes anoche organizaron el evento y nos ayudaron a orar.
Mi madre amaba al Santísimo.. y sólo decía.. Deseo estar con El Señor..Me dejó esta grande herencia.
ResponderEliminarQué bendición tener una exposición del Santísimo en tu pueblo, en verano y con una respuesta tan positiva. Por primera vez en mi vida y en mi pueblo hoy he celebrado solo la misa. Mirar al frente y ver la iglesia vacía, impresiona. En el silencio iluminado, ponemos a nuestras gentes en las manos del Señor.
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