jueves, 30 de junio de 2016

Asante Bwana (Gracias, Señor)

Dentro de unas horas vuelo de regreso a Roma después de haber pasado tres semanas en Kenia. Lo que me sale del corazón es: Gracias, Señor (Asante Bwana, en suajili, la lengua más hablada en el país). He vivido junto al Océano Índico (en las bellísimas playas de Mombasa) y en la sabana árida de Isiolo, al nordeste del país. He experimentado el calor de la misión de Ngaramara, la humedad del sur y el frío del noviciado de Kibiko, el silencio del parque de Buffalo Springs y el tráfico ruidoso de Nairobi. He tenido que viajar en avión, coche, jeep, protegerme de los mosquitos y comer el chapati que tanto gusta a nuestros misioneros de la India. He conversado con el arzobispo de Mombasa, con el obispo de Isiolo y con los líderes de algunas comunidades. He hablado mucho, pero he escuchado más: no solo a mis hermanos claretianos sino también a la naturaleza impresionante. Kenia es la “cuna de la humanidad”. Viajando por el país se tiene la impresión de regresar en el tiempo al origen de todo. Es como si el paisaje se convirtiera en testigo mudo de la evolución del universo.

Un viaje, por corto que sea, está expuesto a muchos peligros e incidencias: desde una indigestión hasta un brote de malaria, un accidente de tráfico o un ataque de piratas somalíes. Mientras escribo, recuerdo y oro por las víctimas del atentado de ayer en el aeropuerto de Estambul. Estamos siempre en las manos de Señor; por eso, me siento muy agradecido por su constante protección. Hasta las cosas más pequeñas son expresión de su providencia. Los hombres y mujeres modernos no somos muy sensibles a esto porque creemos que casi todo depende de nuestras previsiones y controles. Pero yo, que soy una persona organizada, sé hasta qué punto las mejores cosas suceden de manera imprevista. Como suelen decir los ecólogos, no se trata de hechos sino de eventos; es decir, de sucesos que no estaban programados y que son portadores de novedad y a menudo de incertidumbre. 

Durante mi estancia en Kenia he hecho acopio de algunos eventos maravillosos como las conversaciones con algunos misioneros, el encuentro con un grupo de niños y mujeres de la tribu turkana en la remota aldea de Daaba, el silencio impresionante de la noche en la sabana, el viento casi constante en las playas de Mombasa… A medida que pase el tiempo olvidaré muchos detalles, pero lo vivido no se pierde porque contribuye a ensanchar mi experiencia de la vida. Desaparecen algunos recuerdos, pero queda lo aprendido. Una vez más, Asante Bwana.

Imagen de la Virgen negra con el niño en la misión de Ngaramara

miércoles, 29 de junio de 2016

Los elefantes no viven tan mal

El post de hoy llega con varias horas de retraso. Acabo de llegar a Nairobi procedente de nuestra misión de Ngaramara. He tenido que hacer casi 800 kilómetros en poco más de un día, pero ha merecido la pena. Cuando regrese a Roma escribiré con más calma sobre este viaje relámpago que me ha permitido conocer la misión más difícil de las que los claretianos tenemos en África oriental.  Esta mañana he pasado un par de horas en la Buffalo Springs National Reserve. No tiene la extensión y la variedad del Serengeti National Park de Tanzania, pero transmite la misma sensación de vivir en un mundo primigenio que poco tiene que ver con el que vivimos en las ciudades. He visto antílopes, avestruces, jirafas, cocodrilos, mandriles, puercoespines, infinidad de aves… Pero, desde luego, los elefantes me han cautivado. Hace seis años, en Serengeti, tuve una experiencia peligrosa. Una manada persiguió nuestro jeep. Tuvimos que poner pies en polvorosa. Y nunca mejor dicho porque los caminos eran tan polvorientos que apenas veíamos su curso. Hoy, por el contrario, los diversos grupos de elefantes que hemos visto se han comportado con tal corrección que parecían casi viejos colegas. De buena gana hubiera iniciado con ellos un diálogo más amistoso que el que mantuve hace unos días con el mosquito de Mombasa, pero no teníamos tiempo para exquisiteces. Viéndolos devorar ingentes cantidades de hierbas y de arbustos con absoluta tranquilidad, he tenido la impresión de que en la vida no hay ningún problema que merezca quitarnos la paz. Hakuna matata, como se dice en swahili: No hay problema. Mañana será otro día.

martes, 28 de junio de 2016

Seis años después

El 11 de julio de 2010 me encontraba en Mombasa. Al día siguiente volé a Nairobi. El policía que controló mi pasaporte en el aeropuerto me felicitó efusivamente. El motivo era claro: España había ganado la Copa del Mundo de fútbol al derrotar por 1 a 0 a la selección holandesa en Sudáfrica con un golazo de Iniesta que ha pasado a la historia. No participé del delirio que desató la Roja porque me encontraba a miles de kilómetros de mi país. Pero después vi varios reportajes de televisión. Ganar la Copa del Mundo hace que la autoestima colectiva de un país experimente un subidón. Uno nunca sabe por qué suceden estas cosas, pero suceden. Pareciera que los triunfos deportivos eliminan de un plumazo todos los problemas. No es verdad, pero por unos días se vive ese espejismo.

Por casualidades del destino, ayer me encontraba también en Mombasa. Pude ver completo el partido entre Italia y España en una de las salas de espera del aeropuerto. Yo estaba un poco dividido entre los azules y los rojos (esta vez blancos con extraños elementos decorativos), pero, al final, el corazoncito siempre tira hacia el país de nacimiento. El resultado es conocido. España perdió 2-0, con lo cual quedó eliminada de la Eurocopa 2016. Imagino la desilusión de muchas personas que todavía pensaban que era posible ganar la Eurocopa por tercera vez consecutiva. Esta vez, como es lógico, ningún empleado del aeropuerto me felicitó al ver mi pasaporte español.

En el vuelo a Nairobi, adonde llegué a las 10 de la noche, pensé que el fútbol –el deporte, en general– es una parábola de la vida: unas veces se gana y otras se pierde.  En ninguno de los dos casos debemos desorientarnos. Ni la euforia ni la amargura son buenas compañeras de camino. Hay que saber felicitar con gallardía al adversario, aprender con humildad de los propios errores y seguir luchando tenazmente. Algunos alardean de un pesimismo con final feliz. Llegan a decir que en la vida “vamos de derrota en derrota hasta la victoria final”. Yo preferí acordarme de la frase del Eclesiástico: “No te angusties en tiempo de adversidad” (2,1). Encajar los contratiempos, lo no previsto y deseado, es una prueba de la solidez de nuestras convicciones. A menudo nos ayuda a corregir errores y afrontar el futuro con más realismo y determinación.

No escribo más porque dentro de poco salgo para la misión de Isiolo, en el norte de Kenia. Va a ser un largo día de viaje. 

lunes, 27 de junio de 2016

Las chanclas de Marco Polo

A mediodía termino mi estancia en Mombasa. Por la noche viajaré en avión a Nairobi para proseguir mañana por carretera hacia Isiolo, una de las misiones del norte, no demasiado lejos de la frontera con Etiopía. Han sido dos semanas serenas. Las aguas turquesas del Océano Índico, con su murmullo constante, han sido la banda sonora. La brisa marina ha mantenido la temperatura entre 25 y 28 grados.  En este paraíso he tenido tiempo para desconectar de algunas preocupaciones y conectarme con otras, para disfrutar del silencio y para pensar. He olvidado que vivo en una gran ciudad. No la he echado de menos, ni siquiera cuando me enteré de que tenemos una alcaldesa nueva: Virginia Raggi, del movimiento 5 estrellas. He sabido del Brexit y de los resultados de las elecciones generales en mi país, pero todo me sonaba a noticias lejanas, como si no tuvieran que ver mucho conmigo. Estas curas de desintoxicación informativa son beneficiosas. Las dificultades de acceso a internet contribuyen a que sean más reales.

Ayer domingo, a media tarde, rematé la compra de algunos pequeños objetos de artesanía a dos de los vendedores que merodean por la playa. Se trata de una colección de llaveros de caoba con los nombres de algunas personas grabados. Los muchachos dominan la técnica. En nuestros regateos pude conocer algo de las condiciones en las que viven. Uno de ellos me dijo que se llamaba Marco Polo. No sé si es su nombre real o su nombre de batalla. No importa. Camina siempre descalzo. A veces se lastima los pies con las conchas incrustadas en la arena de la playa. Vive de lo que va sacando con la venta de productos del mar y pequeños objetos de artesanía. Todavía no ha comenzado la temporada alta del turismo, aunque lo hará dentro de unos días, cuando empiecen a llegar los primeros europeos. Pues bien, Marco Polo se encaprichó de mis chanclas de baño. Sin rodeos, me pidió que se las regalase. Confieso que les tenía un cariño especial. Me acompañan siempre en mis viajes misioneros. Son muy prácticas en los países tropicales. Las compré hace años en una tienda de ZARA en el aeropuerto de Barcelona. No lo dudé mucho. Ni corto ni perezoso me las quité, las metí en una bolsa de plástico y se las entregué a Marco Polo, el aventurero que limita sus sueños a recorrer las playas de Mombasa descalzo. Estas benditas chanclas se han convertido en un pequeño símbolo de mi vida misionera. No puedo cantar eso de “En la arena he dejado mi barca” porque nunca he tenido una. Pero puedo, al menos, susurrar: “En la arena he dejado mis chanclas, junto a ti buscaré otro mar”.

domingo, 26 de junio de 2016

Un poco de alma, por favor

Me cuesta entender el Brexit, pero la vida está llena de casos irracionales. Leo en los periódicos digitales de España, Italia y Reino Unido infinidad de reacciones. Hasta parece que se han recogido ya más de dos millones de firmas para pedir la convocatoria de un nuevo referendo, lo cual demuestra hasta qué punto muchos votaron de manera visceral y ahora se arrepienten de las consecuencias. Actuaron en plan hooliganaunque fueran dulces abuelitas del Cambridgeshire con una pamela en la cabeza y una taza de té en la mano. No sé qué curso tomarán los acontecimientos a partir de ahora, pero el daño está hecho. O quizá se han disparado las alarmas. ¡Atención, luz roja! No hay mal que por bien no venga. El Brexit va a exigir repensar la Unión Europea. Puede servirnos para darnos cuenta de que un cuerpo sin alma pronto se corrompe. 

De las elecciones generales en mi país prefieron no decir nada por el momento. Quizá comente algo cuando se conozcan los resultados. Estoy tan fuera de juego que no escribiría con el suficiente conocimiento de causa. Además, hoy es mi 34 aniversario de ordenación sacerdotal. Prefiero que dominen los sentimientos de gratitud sobre los de enojo o frustración. ¡Que no decaiga!

Pero volvamos al asunto de Europa porque pueden cambiar muchas cosas. La Unión Europea es un cuerpo gigantesco: 28 países y 500 millones de personas. Tiene miles de funcionarios y emana miles de directivas comunitarias. Posee una moneda casi común (el euro) y un espacio donde casi circulan libremente las personas y los bienes y servicios. Posee una bandera y un himno. Dispone de un Parlamento y de una Comisión. Es la primera potencia económica mundial, aunque en las listas internacionales cada país figura por separado. Pero –siempre hay un pero– este inmenso organismo parece más un robot que un cuerpo animado. Le falta alma, aunque su inspiración fue muy clara. En su día hubo muchas reticencias a incluir en la Constitución europea una referencia a las raíces cristianas del continente.  Quizá lo de menos es la expresión escrita. Pero, ¿hay alguna forma de entender Europa sin el cristianismo? Es conocido el dicho del literato alemán Johann Wolfgang von Goethe: “Europa se hizo peregrinando a Santiago de Compostela”. Hoy en Europa tenemos muchos caminos de peregrinación. A los tradicionales (Roma, Santiago de Compostela, Czestochowa, Montserrat, Loreto, Walsingham, etc.) se unen otros más recientes como Lourdes, Fátima o Taizé, que congregan a miles de personas y refuerzan nuestra condición de “pueblo en marcha”. 

Para la socióloga francesa Danièle Hervieu-Léger, el paradigma del “peregrino” –a diferencia de los paradigmas del “observante” y del “militante”, típicos de décadas pasadas– es el que mejor caracteriza a los creyentes europeos de hoy, e incluso a muchos hombres y mujeres que buscan un nuevo sentido a su vida en momentos de crisis y transición. Solo cuando salimos de nosotros mismos y nos ponemos a caminar con otros descubrimos quiénes somos y cuál es nuestra misión. Europa necesita centralizar muchos servicios esenciales (en materia fiscal, diplomática, de defensa, etc.) y descentralizar otros que pueden ser cubiertos por instancias más cercanas al ciudadano, según un normal principio de subsidiaridad. Pero necesita, sobre todo, un alma, una mística común que le permita peregrinar con sentido y, desde su matriz cristiana, integrar otros muchos elementos, incluida la cultura laica que se ha ido gestando en los últimos siglos. Necesita creer en los valores (libertad, igualdad, fraternidad) que la han forjado a lo largo de los siglos. Necesita sentirse a gusto con lo que es, infundir esperanza. Necesita acoger e integrar a los que vienen.  Necesita combinar un fuerte sentido de unidad continental con un respeto exquisito a la diversidad. Tiene que abandonar las luchas intestinas, los procedimientos interminables, la burocracia excesiva, etc. Si no reacciona a tiempo, los populismos y extremismos conquistarán el espacio social y la fragmentación acabará con ella. Volveremos a los egoísmos nacionales o regionales, a los deseos de dominio. No son descartables estallidos de diverso género. ¿O es que la historia no sirve para nada?

Hoy es el XIII Domingo del Tiempo Ordinario. Nos merecemos una pausa de descanso y celebración. Os dejo, como siempre, con el vídeo de Fernando Armellini.



sábado, 25 de junio de 2016

¿Rápido o lejos? This is the question

Los corredores kenianos son famosos por sus marcas en pruebas de resistencia. Están entrenados para llegar lejos. Hay corredores jamaicanos, como Usain Bolt, que son velocísimos. Están entrenados para correr rápido. Son dos maneras de entender la misma disciplina. En África corre un proverbio que reza así: “Si quieres llegar rápido, camina solo; si quieres llegar lejos, camina en grupo”. Describe bien lo que suele suceder en muchos ámbitos de la vida. Cuando queremos hacer algo rápido, a nuestro estilo, parece que los demás nos estorban. “Lo hago antes y mejor yo solo”, solemos decir con un poco de autosuficiencia pero basados en experiencias pasadas. Trabajar con otros retrasa y complica los procesos. Al fin y al cabo, como se suele decir con ironía, “un camello es un caballo dibujado por una comisión”. Hoy, que vivimos una cultura cortoplacista (no sé quién inventó este palabro, pero lo usan mucho los más cortoplacistas de todos: los políticos), damos mucha importancia a la obra individual, de autor. Parece que la banda sonora de nuestra vida es el My way (A mi manera) de Frank Sinatra. Buscamos resultados rápidos, vistosos, rentables. Yo solo soy más veloz, más guapo, más inteligente, mejor organizador… Vamos, que yo solo soy casi CR7.

Sin embargo, si aspiramos a obras de largo alcance, que tengan un impacto duradero, si buscamos procesos de transformación y no solo acciones aisladas, entonces no tenemos más remedio que involucrar al mayor número posible de personas. Necesitamos institucionalizar las obras para que puedan llegar lejos. Chesterton decía que “los hombres felices crean instituciones” porque es la única manera de asegurar que la felicidad no sea efímera, que alcance a más personas y por más tiempo. No estoy en Jamaica sino en Kenia, así que me inclino por la segunda parte de la pregunta. Creo que para llegar lejos necesitamos el apoyo que nos ofrecen los demás. ¿Tendrá esto algo que ver con el famoso Brexit? ¿O con otros procesos separatistas? Intelligenti pauca.

viernes, 24 de junio de 2016

San Juan y los vendedores de la playa

¡Cómo me gusta el día de san Juan! Me recuerda los tiempos en que siendo estudiante quemaba junto con mis compañeros todos los apuntes del curso recién terminado en una gran hoguera que emulaba a las que se suelen encender en muchos lugares para celebrar la noche de san Juan. Por otra parte, este santo es un puente entre lo viejo y lo nuevo. Siento que hoy necesitamos personas así, capaces de unir lo que parece irreconciliable. Aprovecho para felicitar a todos mis amigos que llevan el nombre de Juan (fiel a Dios). 

Hoy quiero recordar también en este rincón al obispo claretiano Luis Gutiérrez que ayer fue enterrado en la catedral de Segovia, de cuya diócesis fue titular de 1995 a 2007. Siendo provincial de Castilla, recibió mi primera profesión como claretiano hace ya 40 años. Descanse en paz.

Apenas levantado, me entero de que en el Reino Unido el Brexit ha ganado. Resulta chocante que con tanta unión en sus respectivos nombres (Reino UnidoUnión Europea) los británicos prefieran la des-unión. Veremos qué consecuencias trae todo esto a medio y largo plazo. Leo también que, por fin, el gobierno de Colombia y las FARC, tras tres años de negociaciones, llegan a un acuerdo definitivo de paz que pone fin –¡esperemos!– a más de 50 años de conflicto. Y me impresiona que en España el número de muertes supere ya al de nacimientos. Muchos temas de calado en un día tan popular como la fiesta de san Juan. Pero tampoco el post de hoy va de lo que parece. No quiero hablar de ninguno de los temas anteriores sino de algo más ligado al lugar en el que estoy, de una pequeña historia que hace pensar en una muy grande y muy triste.

Ayer por la tarde, después de bañarme en las cálidas aguas del Océano Índico, me quedé un largo rato sentado frente a él, sin más objetivo que perder la vista en el horizonte de ese mar inmenso y dejarme llevar. Take it easy! Esta es una de las meditaciones que recomiendo a cualquiera, sobre todo a los interioranos, como se dice en América. Es como si los sentidos se dilataran y uno se adentrase en el más allá. Pero debo reconocer que en esta playa de arena finísima no es fácil disfrutar de mucho tiempo tranquilo. No porque haya muchos bañistas o curiosos (de hecho, no hay ninguno) sino porque enseguida acude una cuadrilla de jóvenes que se dedican a vender las conchas que recogen cuando baja la marea y diversas artesanías. Se pasan el día patrullando la costa en busca de turistas o extranjeros a los que ofrecer sus productos. El regateo forma parte de la transacción. Yo me he detenido a hablar con varios de ellos. Son amables y educados. Se manejan bien en inglés. Hemos llegado a un acuerdo sobre la fabricación de llaveros de caoba con los nombres de algunos miembros de mi familia. 10 llaveros, 10 dólares. Trato hecho.

Cuando, por fin, me dejaron otra vez solo pensé en el pasado, presente y futuro de estos jóvenes. ¿Por qué yo estoy disfrutando de un recinto confortable y ellos tienen que ganarse la vida vendiendo lo que recogen en el mar o lo que fabrican en sus pequeños talleres artesanales sin saber cómo les irá? ¿Qué hemos hecho unos y otros para merecer destinos tan diferentes? ¿Por qué yo dentro de unos días cogeré el avión de regreso a Roma y ellos permanecerán aquí, pateando descalzos la playa una y mil veces para ganarse unos pocos dólares cada día? Confieso que se me hizo difícil volver a mi cottage y encontrar que todo estaba a punto (excepto el agua, dicho sea de paso). Me sentí como el beneficiado de una injusticia que recorre el mundo y que nos divide entre privilegiados y excluidos. Sin la menor duda, me reconocí en el grupo de los privilegiados sin necesidad de ser Bill Gates o un descendiente del barón de Rothschild. Volví a entender por qué Jesús se pone siempre de parte de los últimos, por qué se esforzó en hacerles ver que para Dios eran los preferidos. Volví a entender un poco mejor el Magnificat de María: Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes. Y volví a entender que no hay fe auténtica que no tome en serio este hecho y se esfuerce por darle la vuelta.

Esta tarde volveré a encontrarme con ellos, recogeré los llaveros encargados y hablaremos más. Por encima de todo –regateo incluido– somos seres humanos.

jueves, 23 de junio de 2016

Celebrar es un arte

No sé en qué terminará el referéndum británico de hoy. Aquí, en Kenia, no he podido seguir los debates. Yo soy partidario de que el Reino Unido se quede en la Unión Europea sin poner demasiadas condiciones. Diferentes somos todos, no solo los británicos. Lo que importa es saber renunciar a algunas peculiaridades para reforzar el conjunto. Me parece claro que a los Estados Unidos les interesa una Europa unida y fuerte mientras que China prefiere una Europa fragmentada y débil. Que cada cual saque las consecuencias. ¿O es que Europa aspira a ser dominada por el gigante asiático? África parece cada vez más una sucursal de la poderosa China. Ayer me enteré de que entre las numerosas obras que los chinos están llevando a cabo en este continente, sobre todo en el área subsahariana, se encuentra una nueva línea ferroviaria que unirá Nairobi con Mombasa. ¿Hace falta mucho ingenio para adivinar por qué a los chinos les interesa conectar por ferrocarril el principal puerto de Kenia con la capital del país? No, no es para facilitar la movilidad de los kenianos y contribuir a la articulación y desarrollo del país. Bueno, no sé por qué he empezado con este tono político porque, en realidad, hoy quiero hablar de lo vivido ayer. El famoso Brexit me ha extraviado.




Ayer nos dimos cita en la parroquia “Sagrado Corazón” de Shanzu todos los claretianos que trabajan en Kenia, Uganda y Tanzania. El motivo era celebrar juntos los 25 años de la llegada de los primeros claretianos a estas tierras de África oriental y reforzar el sentido de pertenencia a la Delegación de San Carlos Lwanga creada hace apenas dos años. Tanto la comunidad que regenta la parroquia como los feligreses se volcaron en la organización con una destreza y entrega que me emocionaron. Empezamos con una misa de acción de gracias en swahili que duró algo menos de tres horas. La verdad es que solo la homilía del delegado episcopal se comió 40 minutos. ¡Menos mal que esta fue en inglés, aunque confieso que eché más de una cabezadita! El tono monótono y el calor no estimulan la atención. 

Los cantos y las danzas pusieron ritmo y colorido. Con todo, los católicos de África oriental no son tan expresivos como los de Congo, Nigeria o Camerún. Aquí todo es un poco más comedido. Tras la misa y las fotos de rigor, tuvimos una sesión de actuaciones escolares y de discursos. El mío fue demasiado formal, pero, por lo menos fue breve. La comida fue espectacular, comenzando por el rito del lavado de manos. Puestos en rigurosa fila, una mujer nos rociaba las manos con jabón líquido, otra vertía agua con una jofaina y una tercera nos ofrecía un trozo de papel para secarlas. Así purificados, podíamos desfilar con nuestro plato y cuchara ante las viandas expuestas en varias mesas multicolores. No hace falta decir que la mayoría de los voluntarios vestía camisetas estampadas para la ocasión y que la música sonaba a todo volumen. Situados bajo unas carpas blancas, con nuestro plato haciendo malabarismos, pudimos seguir las actuaciones de un grupo de jóvenes que dramatizaban una historia vocacional (I want to be a priest, gritaba un muchacho que se oponía a los deseos de sus padres) y la de otro que bailaba como solo los africanos saben hacer. Todo acabó con la bendición y corte de la inmensa tarta conmemorativa de los 25 años. Ni que decir tiene que a lo largo de la fiesta casi todo el mundo estaba pendiente de su teléfono móvil haciendo llamadas, fotos, enviando mensajes, etc. La comunicacionitis es ya una epidemia universal para la que no hay cura. África no es una excepción sino, más bien, su manifestación extrema.

¿Por qué os cuento estos detalles? Por una sola razón: mostrar que los africanos disfrutan con la fiesta sin la sofisticación que se da en otros lugares. Disfrutan con la misa larga, con los cantos y danzas, con la comedia, con los desfiles, con los discursos, con la comida…Yo me descubro a mí mismo con el freno de mano echado; es decir, contento, pero con ganas de que todo termine cuanto antes para estar tranquilo y dedicarme a mis cosas. Esta diferencia entre disfrutar en grupo y estar en mis cosas caracteriza bastante bien la diferencia entre el talante africano y el europeo. No hay más remedio que aprender otra lección. ¿Cuántas van ya?

miércoles, 22 de junio de 2016

Por ti

Ya hemos terminado la asamblea. Hoy celebraremos en Mombasa los 25 años de la llegada de los primeros claretianos a África oriental. Parece poco tiempo, pero en estos cinco lustros han sucedido muchas cosas. Ayer lo pensaba mientras procuraba atender los muchos frentes abiertos. Por una parte, el desarrollo mismo de la asamblea con sus mil asuntos. Luego, las personas que quieren hablar, la preparación del discurso de mañana (que tiene que ser al estilo africano; es decir, con muchos saludos, alguna historieta y un tono rimbombante), unos minutos para lavar la ropa aprovechando las pocas horas en que hay agua, respuesta a los emails que siguen llegando, preocupación por la salud de algunos allegados, llamadas cortadas a través de Skype… 

A veces uno tiene la impresión de no dar abasto. Se multiplican los compromisos y se acorta el tiempo. En medio de la vorágine es bueno pararse unos segundos y cambiar el sesgo de la pregunta. Lo que importa no es tanto preguntarse qué tengo que hacer sino por qué lo hago; o incluso por quién lo hago.

Hace ya muchos años que alguien que vive en la soledad de un monasterio me enseñó a descubrir la fuerza de los primeros versos del salmo 62: “Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo”. Ese por ti me acompaña desde entonces, aunque no siempre le presto la debida atención. Por ti me levanto cada día. Por ti asumo los trabajos diarios. Por ti sonrío cuando no tengo ganas. Por ti acepto con serenidad los contratiempos. Por ti procuro estar atento a las necesidades de los que me rodean. Ese inocente por ti unifica todos los aspectos de mi vida. Si no fuera por él, viviría en una permanente dispersión, no sabría qué tiene que ver una conversación amigable, un artículo escrito, la visita a un enfermo, el partido de anoche de España contra Croacia en la Eurocopa y la preocupación por el referéndum británico de mañana.

Me pregunto cómo se pueden soldar los fragmentos cotidianos cuando no hay un por ti en el horizonte de nuestra vida, un por ti que les dé sentido y significado. Tengo la impresión –tal vez me equivoco– de que todo se reduce a ir acumulando sucesos y experiencias como quien colecciona sellos o caracoles de mar, pero sin saber a ciencia cierta cuál es su utilidad.

martes, 21 de junio de 2016

Vivir para comprender

Ayer comenzamos la asamblea de todos los misioneros claretianos que trabajan en Kenia, Uganda y Tanzania. Pertenecen a la Delegación de San Carlos Lwanga, el famoso mártir ugandés canonizado por Pablo VI. Aunque estamos en un recinto bien acondicionado, esto es África. La luz va y viene caprichosamente. En medio de una presentación, el proyector se apaga y nos deja colgados. Se ha estropeado la bomba del agua, así que la tenemos racionada: una hora por la mañana y dos por la tarde. Y, como es lógico, internet sigue la misma lógica caprichosa que la electricidad. Me parece un milagro que pueda mantener vivo este blog. Si esto sucede a dos pasos de la segunda ciudad del país –Mombasa– y en un complejo que acoge a visitantes internacionales, ¿qué no sucederá en las ciudades pequeñas y, sobre todo, en los pueblos y aldeas desperdigados por la sabana y en la zona montañosa? Uno siempre tiene que prever un plan B porque no sabe con qué recursos puede contar. Los tiempos se dilatan, la paciencia se pone a prueba y todo tiene que ser reducido a sus trazos esenciales. Aquí no hay tiempo para filigranas.

Cada viaje a África me ayuda a comprender mejor por qué nuestros misioneros tardan tanto en enviar los informes sobre los proyectos que financiamos desde Europa, por qué no responden enseguida los correos electrónicos que reciben y por qué, en definitiva, llevan otro ritmo y desarrollan otras virtudes. Nosotros valoramos la rapidez, la eficiencia, el control. Ellos conviven con la paciencia, la improvisación y un aceptable desorden. En otras palabras, no se ve de igual modo la vida desde un despacho romano conectado a internet las 24 horas a través de fibra óptica que desde una casita en la que nunca sabes si vendrá o se irá la luz, se acabará el gasoil del generador en el momento menos oportuno o una tormenta intempestiva destrozará el techo de hojas de palma. Solo comprendemos bien a una persona cuando hacemos un esfuerzo por ver las cosas como ella las ve, situarnos en su contexto y experimentar sus problemas. Muchas intransigencias nacen del desconocimiento más que de la mala voluntad.

Mientras escribo estas notas me entra por la ventana el esplendor de la luna llena, perfectamente recortada sobre un cielo negrísimo. Proyecta su luz naranja sobre el mar en calma. Parece que el tiempo se detiene. ¿Para qué necesitamos la electricidad e internet si estamos disfrutando de un espectáculo increíble y gratuito?

lunes, 20 de junio de 2016

Una grieta en las paredes de la rutina

Decir que hoy es lunes parece una obviedad. Pero lo hago para señalar que, con el comienzo de la semana, volvemos a nuestra rutina, aunque en algunas partes del hemisferio norte este lunes coincide ya con el comienzo de las vacaciones estivales. En realidad, creo que el 90% de nuestra vida es pura rutina. Exagero: el 99%. Nos movemos siempre por parecidos escenarios. Frecuentamos las mismas personas. Repetimos patrones conductuales. Comemos las mismas cosas. Vemos (o no vemos) los mismos programas de televisión. Nos levantamos a una hora precisa, paseamos al perro cuando toca, usamos los mismos giros lingüísticos, etc. La liturgia de la Iglesia es también pura repetición. Se repiten las oraciones en la misa, los salmos en la Liturgia de las Horas, los cantos, las devociones… Uno tendería a pensar que en nuestra vida no hay espacio para la novedad, que todo es más de lo mismo, que un día se parece a otro como dos gotas de agua.

Hay personas que no soportan el dulce peso de la rutina y siempre están poniendo en marcha ocurrencias. A veces resultan patéticas porque toda ocurrencia que no sea fruto de la creatividad sino del deseo de llamar la atención acaba siendo algo pueril y ridícula, un síntoma claro de que uno no es capaz de convivir con la vida en su aburrida cotidianidad, de que huye de sí mismo y de que, al no tener raíces, se seca pronto. Esto pasa con ese permanente afán de novedades que los medios de comunicación han inoculado en nosotros. No resistimos que repitan las mismas noticias o programas. Se suele decir, con un poco de sorna, que "no hay nada más viejo que el periódico de ayer".

Yo me considero una persona tradicional y, al mismo tiempo, con deseos de cambio porque vivir es cambiar. Para mí la tradición es mi patria espiritual. Pero, ¡ojo! No entiendo tradicional como sinónimo de conservador sino como alguien que sabe de dónde viene y valora sus orígenes familiares, culturales, lingüísticos, religiosos… Solo con los pies bien asentados en la tradición se puede dar el salto hacia lo nuevo. Me dan miedo las personas que pretenden descubrir cada día el Mediterráneo en vez de preocuparse de estudiar el mapa y ahorrarse búsquedas inútiles. Han sucedido muchas cosas en ese Mare nostrum antes de que nosotros decidamos darnos un chapuzón en él.

El aprecio de la tradición comporta una serie de rutinas; es decir, de costumbres o hábitos adquiridos de hacer las cosas por mera práctica y demanera más o menos automática. Por ejemplo, cuando era más joven me resultaba muy monótono tener que rezar cada día la Liturgia de las Horas siguiendo un patrón común. Ahora disfruto con él porque me libera de ansiedades innecesarias y crea en mí un estado de vigilia para percibir que, cuando menos lo espere, en el muro compacto de la rutina se puede abrir una grieta de novedad. Creo que esto sucede con la fe. A veces tenemos la impresión de que no sucede nada. Pasan los años y todo es una permanente repetición: comienza el Adviento, llegan la Navidad, la Cuaresma y la Pascua, luego el largo Tiempo Ordinario… Siempre lo mismo. Uno podría tener la tentación de darse de baja, pero es precisamente en esa fidelidad cotidiana donde, cuando menos lo piensas, irrumpe un destello de luz que te hace sentir que sí, que Dios existe y me quiere. Está ahí, estoy siendo sostenido por él. Puedo seguir caminando. El hecho de hacer esta experiencia una sola vez en la vida da sentido a todas las horas muertas. La rutina es la actitud de quien se mantiene humildemente con la lámpara encendida para recibir al Novio cuando llegue de improviso. Cada día va rellenando la lámpara con la dosis de aceite necesaria para que siga alumbrando.

Lo mismo sucede en los matrimonios, en las familias, en las comunidades religiosas. A veces podemos tener la impresión de que no sucede nada nuevo, de que todo es pura repetición. Pero cuando uno pone amor en las cosas que repetimos a diario, en el momento menos pensado ocurren pequeños milagros que dan sentido a toda la trayectoria: una palabra iluminadora, un gesto de cariño, un encuentro íntimo, una sentida reconciliación… Estoy convencido de que el 99% de nuestra vida es pura rutina, pero esa rutina que parece inútil nos prepara para acoger el 1% de absoluta novedad que a veces se nos concede y que justifica con creces la espera.

domingo, 19 de junio de 2016

Diccionario elemental para seguidores

De Jesús he escrito varias veces en este blog. Al menos dos entradas llevan su nombre: Jesús, ¿quién eres tú? y, de manera un poco más críptica, Yeshua, tu nombre me suena. El evangelio de este XII Domingo del Tiempo Ordinario vuelve a la carga, así que no tengo más remedio que hacerme eco. Me resulta extraño que Jesús pregunte por su identidad. Por lo general, él muestra siempre una conciencia clara de quién es. Pero Lucas quiere aclarárnosla a nosotros, los seguidores de todos los tiempos, no sea que cometamos errores imperdonables. Los contemporáneos de Jesús fácilmente podían ver en él al Mesías que llevaban tanto tiempo esperando. Al fin y al cabo, Israel –salvo breves períodos de su historia– siempre había sido un pueblo pequeño ocupado por potencias más poderosas. Un Mesías solo merecía tal nombre si iba a ser el libertador del pueblo. Los cristianos del tiempo de Lucas ya no piensan así, pero algunos anhelan a un Cristo semejante al emperador de Roma: poderoso, esplendente, conquistador. 

Nosotros, al cabo de dos mil años de historia, tenemos las claves secretas, pero siempre hay algo que nos impulsa a pensar que si creemos en un Resucitado, de algo tiene que servirnos. ¿Qué ganamos con creer en él? ¿Es que acaso quien cree en Jesús encuentra enseguida un puesto de trabajo, se enamora sin complicaciones, adelgaza los kilos que le sobran y consigue el premio gordo de la lotería?

Lucas dice que, antes del diálogo que Jesús va a tener con los suyos, se retira a orar. O sea, que se trata de algo muy importante. Tras la consabida ronda de consultas, les regala un pequeño diccionario que, en realidad, les va a servir de poco porque los discípulos no acaban de dominar la lengua del Maestro. En síntesis, les (nos) viene a decir lo siguiente: 
“Sí, yo soy el Mesías, no quiero engañaros, pero me temo que no a la manera como vosotros lo imagináis. Muchas personas os prometen la felicidad vendiéndoos métodos de autoayuda, prometiéndoos la independencia de vuestro país, el pleno empleo o la subida de las pensiones, asegurándoos que vuestro equipo de fútbol va a ganar, promocionando un remedio milagroso contra el cáncer, regalándoos un crecepelo o un método de adelgazamiento… No, yo os invito a abrazaros al peso (cruz) de cada día, a no huir de los problemas que tenéis, a no esconder la cabeza. La vida humana, a causa de ese virus mortal que la infecta, es una pura contradicción. Queréis el bien y hacéis el mal. Siempre hay algo que estropea vuestros sueños. No hay relación o proyecto que se cumpla al cien por cien. Yo asumo esta contradicción, la cargo sobre mis hombros, incluso me dejo aplastar por ella. A ninguno de vosotros os sale de dentro actuar de este modo. Todos huis de las dificultades como del demonio. Pero os quiero revelar un secreto: solo abrazándolas (tomando la cruz de cada día), podréis vencerlas porque yo las he vencido (“resucitaré al tercer día”).”
Se nos pasa la vida y no acabamos de entender el mensaje. A pesar de este pequeño y claro diccionario, preferimos seguir usando el vocabulario del triunfo, el reconocimiento, el aplauso… con lo cual no sabemos cómo encajar los problemas que cada día nos visitan como si fueran el verdadero pan nuestro. Jesús, a diferencia de tantos líderes de ayer y de hoy, no promete el cielo en la tierra. Nos emplaza a afrontar la crudeza de la vida con la certeza de que quien se entrega acaba venciendo la batalla. Cargar con la cruz de cada día significa que el mal que existe en el mundo solo se vence con la fuerza del bien. A mayor mal, más entrega silenciosa y desinteresada. No hay arma más poderosa que el amor.

A algunos os gusta seguir los vídeos de Fernando Armellini. Os dejo con el de este domingo.


sábado, 18 de junio de 2016

El sonido del silencio

Anoche brillaba la luna entre las palmeras que rodean mi casita con techo de hojas de palma. Me quedé un buen rato contemplándola. La marea estaba bajísima, así que el sonido de las olas llegaba como un murmullo lejano que no perturbaba el silencio de la noche tropical. La brisa era más suave que los días anteriores. Solo, en medio de la noche africana, pensé en los silencios que acompañan nuestra vida. Hay tantas clases de silencios como de palabras. Hay silencios que dan vida y silencios que matan, silencios que nos reconcilian con nosotros mismos y silencios que nos hieren y aíslan.

Está el silencio infernal entre personas que viven juntas sin hablarse. Es un silencio homicida, que mata al otro a base ignorarlo. Si no te hablo es como si no existieras. Más aún: no te hablo para que no existas. Sé quién soy cuando alguien me llama por mi nombre. Si nadie me llama, solo queda una sombra de lo que soy. Alguna vez he sorbido esta copa amarga que es mejor no apurar nunca porque sabe a muerte anticipada. Compadezco a quienes viven en este averno permanente.

Está el silencio que no acierta a explicar los malentendidos y que va cavando una fosa en la que, al final, acabamos enterrados. El tiempo la va rellenando de muchas otras cosas, pero siempre permanece como una herida abierta. Explicaciones de conflictos vividos que no dimos en el momento oportuno, preguntas que no hicimos, temas que no afrontamos, relaciones que evitamos para no complicarnos la vida, perdones que no pedimos o no ofrecimos… y que van minando la espontaneidad y la confianza. A veces, al cabo de los años, estos silencios reaparecen como una cuenta sin saldar, como una cicatriz no cerrada del todo.

Hay silencios que el paso del tiempo va creando sin que sepamos a ciencia cierta cuándo o por qué empezaron. Personas con las que en alguna etapa de nuestra vida hemos mantenido una relación cercana, incluso íntima, y que inadvertidamente van desapareciendo de nuestro horizonte. Es como si comenzara a crecer la hierba en el camino que unía nuestras vidas sin que nadie se preocupe de segarla. Sin saber cómo ni cuándo, sin que haya mediado ningún conflicto, las palabras dulces de antaño son sustituidas por un silencio suave que puede durar décadas. En algunos casos, el a ver si quedamos un día nunca encontró la fecha adecuada en nuestra agenda. Y no nos arrepentimos. Simplemente damos fe de un hecho acaecido.

Hay silencios que son como un manto protector. Uno podría hablar, decir muchas cosas, pero prefiere callar porque producirían más mal que bien; por eso, las guardamos en nuestra bodega. Quizá son silencios un poco cobardes, pero nacen del deseo de no hurgar en las heridas de los demás, de no usar la información confidencial en perjuicio de los otros, aun cuando pudiéramos obtener algún rédito por ello.

Hay silencios que duelen, sobre todo los que nos impidieron expresar nuestro amor a las personas queridas cuando aún vivían. La timidez, el pudor o la dejadez sustituyen un te quiero por un silencio ambiguo, que lo mismo podría indicar amor que indiferencia. A veces, cuando caemos en la cuenta, es ya demasiado tarde.

Hay silencios que expresan respeto y veneración ante aquello que nos sobrepasa. ¡Cuántas veces hemos permanecido en silencio ante la muerte inesperada de un familiar o un amigo, conscientes de que las palabras –cualquier palabra– podían resultar obscenas, no estar a la altura del dolor que compartimos! 

Hay silencios que se abren camino en medio de una conversación íntima y que son signo de una profunda comunión que no se puede expresar con palabras. Hay silencios que nos liberan de los ruidos, nos colocan ante las cuerdas del misterio y nos permiten escuchar la música callada de Dios.

Se puede decir que anoche escuché una verdadera sinfonía de silencios sin saber bien por qué. Estas cosas suceden. Y más cuando uno está lejos del ruido urbano y se deja curar por la naturaleza. Su magisterio silente no tiene precio.

¿Cómo no acordarse del viejo tema de Simon & Garfunkel The sound of Silence?


viernes, 17 de junio de 2016

Diálogo inamistoso con un mosquito faltón

Como todas las noches, extendí bien las cortinillas que cubren la cama King size que me ha tocado en suerte y que actúan como un elegante mosquitero. Me aseguré de que no quedara rendija alguna por la que pudiera infiltrarse la aviación enemiga en mitad de la noche. Antes de apagar la luz, hice una última inspección ocular. Todo parecía en orden. El único rumor procedía del mar cercano y de la brisa marina que soplaba con fuerza.  Dentro de la habitación reinaba un silencio monacal. Me apresté a conciliar el sueño después de una jornada intensa. Ni siquiera el café que me había tomado poco antes me impidió caer pronto en brazos de Morfeo. Pero he aquí que, pasadas las dos de la madrugada, comienzo a escuchar el zumbido que nunca hubiera deseado. Sí, no cabía duda: era él (o ella). Con una habilidad extraordinaria hacía piruetas por encima de mi cuerpo, se acercaba peligrosamente a la cabeza y luego ascendía a velocidad vertiginosa para intentar de nuevo un vuelo rasante. No reaccioné, a la espera de que, tras esa demostración de fuerza, se alejara. 

Pero no. Al cabo de unos segundos, volvió con su estilo fanfarrón. Vuelo rasante, ascenso vertiginoso, zumbido irritante. Y vuelta a empezar. No tuve más remedio que encender la lamparita de noche. Y sí, con un poco de esfuerzo, logré verlo: negro y zancudo. Tal como se habían puesto las cosas no hubo más remedio que entrar en combate. Adopté una posición adecuada que me permitiera usar las manos para atrapar sin contemplaciones a semejante intruso. Por unos minutos puse entre paréntesis mis convicciones animalistas. Pero cuando se sintió acorralado, sin posibilidad de salir de los ocho metros cúbicos de mi gran cubículo de gasa, quiso entablar negociaciones de paz. Y esto es lo que sucedió.

Buenas noches, Gonzalo, disculpa que me haya presentado sin avisar.

¿Te parece poco aviso ese zumbido irritante con el que planeas por encima de mi cama? ¿Quién te ha dado permiso para entrar aquí? ¿No sabes que es hora de dormir y que ésta es una zona privada; o si prefieres, mosquito-free?

Bueno, la verdad es que encontré un agujerito en la cortina que cubre el cabezal de tu cama. Interpreté que lo habías hecho aposta para que de vez en cuando te hiciera una visita. Lo de la hora intempestiva depende de tus costumbres. No sueles venir por aquí hasta que no está bien entrada la noche.

Menos cachondeo, que no está el horno para bollos. Te voy a ser sincero. Si hay algo que no comprendo de este universo maravilloso es que existáis bichejos tan irritantes como vosotros los mosquitos. No hacéis más que molestar, transmitir enfermedades y reproduciros sin el menor control de natalidad. ¡Ojalá el cambio climático acabe de una vez por todas con esta plaga!

Más quisieras tú, pero no caerá esa breva. Hemos venido a este mundo con una misión que cumplir.

¿Una misión? Tú has chupado más sangre de lo normal esta noche. Te veo colocado. ¿Me puedes decir para qué demonios servís en este mundo? ¿Qué pintáis aquí?

¡Con la hora que es y te me vuelves filosófico! Pero bueno, ya que me lo has preguntado, te voy a responder. No voy a cansarte con explicaciones biológicas, con nuestro papel en la cadena alimenticia y todos esos rollos que se marcan los científicos.

¿Entonces?

Te lo voy a decir clarito: existimos para fastidiarte. Para que aprendas que un ser tan pequeñito como yo, sin bachillerato y sin título de ninguna clase, te puede hacer la vida imposible.

De eso ya me he dado cuenta muchas veces. Tengo vuestras simpáticas marcas rojas en mi cuerpo blancuzco. No necesito comprarme un polo Saint-Laurent para ir a la moda. Esta es la marca que se lleva este verano, sobre todo aquí, en Kenia.

Veo que estás de mejor humor. Me atrevo a dar un paso más. Nosotros los mosquitos existimos para que tú aprendas a ser un poco más humilde y no te sientas el rey del mambo. Basta un vuelo rasante de este "droncito" que soy yo y un zumbido de última generación para que tú pierdas los papeles. ¿Ves, en el fondo, lo poco que vales? Mucho libro, mucho retiro, mucha historia… y un simple mosquito te rompe el sueño y te hace perder la paciencia. ¿Para qué te sirven todas tus técnicas de autocontrol? ¿No te parece que soy más poderoso que tú, aunque no presuma tanto?

Pero, ¿quién te dado permiso para que seas tan impertinente? ¿Quién te has creído que eres para hablarme en ese tono? Puedo aplastarte en cualquier momento.

Bueno, eso habría que verlo. Lo has intentado varias veces esta noche y no lo has conseguido. No te olvides que soy más veloz que tú. 

Más veloz sí, pero más frágil también.

¡Qué presuntuosos sois los humanos! Parece que os vais a comer el mundo y luego no podéis ni controlar a un humilde mosquito como yo. He venido a hacerte una visita de cortesía. Quiero solo recordarte que, por muy grande que parezcas, no eres más que una motita insignificante de polvo en el universo. O sea, que la diferencia entre tú y yo no existe.

***

Me quedé con ganas de darle un zarpazo y sentir su sangre manchando mis dedos. Fin de la historia. Pero el ilustre visitante se esfumó igual que había venido. No volvió a zumbar en toda la noche.

¿Lo habré soñado o la cosa sucedió tal cual?

jueves, 16 de junio de 2016

Salvados por los niños

Reconozco que es un privilegio pasar estos días en Jumuia Beach Resort, en Kanamani-Mombasa, un centro de convenciones que ofrece hospitality with a Christian touch (“hospitalidad con un toque cristiano”). Aquí vienen grupos de diversas denominaciones cristianas para sus encuentros, seminarios, talleres, etc. Los grupos proceden de Mombasa, de otros lugares de Kenia y también de varios países europeos y africanos. Vivir a quince metros de la orilla del mar, darse un baño en agua salada, respirar la brisa marina, caminar descalzo por la arena sin más presencia que algunos chiquillos que recogen conchas para engarzarlas en atractivos collares que luego venden a los turistas es una terapia intensiva que no tiene precio. Es como volver al Génesis y descubrir que todo era bueno en contraste con el ritmo urbano, cargado de asfalto, ruido y contaminación. Aunque yo soy un enamorado de la montaña, de vez en cuando el mar me pone a su nivel. África puede ofrecer estas cosas como uno de sus mejores tesoros. Aquí la naturaleza es exuberante, variada, primigenia. Muchos aprecian el coltan, los diamantes, el oro, la madera. Los chinos han invadido el continente en busca de estas y otras materias primas como en el pasado lo hicieron los europeos. Yo prefiero disfrutar del tiempo, el aire, el agua, el silencio… la vida.

Pero el mejor tesoro de África lo constituyen sus niños y niñas. Están por todas partes. Es como si el futuro invadiera el presente. Cuando comparo la envejecida Europa con la juvenil África, no tengo dudas acerca de por dónde va el futuro. En Europa dominan las personas ancianas con sus bastones, andadores y sillas de ruedas. Aquí la calle pertenece a los niños y jóvenes. En Europa se discute si será posible pagar las pensiones a los ancianos por falta de suficientes cotizantes a la seguridad social. La población pasiva puede llegar a ser casi tan numerosa como la activa dentro de pocos años. Aquí, en África, la gran preocupación es la educación de los jóvenes, asegurarles un futuro mejor. En esto hay un gran parecido con lo que se vivió en Europa después de la segunda guerra mundial.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Quizá un célibe no es la persona más adecuada para responder esta pregunta, pero puede ofrecer con humildad su punto de vista. Hemos querido vivir una vida muy centrada en el desarrollo del propio yo más que en la preocupación por los otros y la sociedad. Incluso la maternidad se ha convertido para algunas mujeres en una experiencia más de desarrollo personal. Se piensa en función de la propia persona más que en la felicidad del niño que nacerá. No importa que a los 40 años el embarazo sea de riesgo o que la madre parezca más la abuela. Lo que cuenta de verdad es que yo elijo el momento una vez que he satisfecho mis objetivos personales (formativos, laborales, emocionales, etc.). La maternidad y la paternidad aparecen casi como el último elemento que falta para redondear un currículo impecable. Me cuesta escribir estas cosas porque algunos padres y madres modernos se sentirán injustamente juzgados. No hablo de personas concretas (que pueden tener razones muy respetables para actuar así) sino de un estilo de vida generalizado que –dicho de manera un poco grosera– significa pan para hoy, hambre para mañana. Hoy procuro vivir bien sin caer en la cuenta de que estoy poniendo las bases para un futuro hipotecado. 

Está claro que sin niños no hay futuro. Las sociedades que –por las razones que sean– renuncian a ellos, los dosifican de una manera egoísta o los producen como se fabrica cualquier artefacto acabarán pagando un altísimo precio. Para empezar, la pérdida de la alegría y la esperanza. Y luego la humildad para reconocer los propios límites y dejarse ayudar por los demás y, en definitiva, por Dios.

Por algo Jesús insistía en que quien no se haga como un niño no puede entrar en el reino de los cielos. Las personas y sociedades demasiado maduras, demasiado adultas, demasiado autosuficientes, quizá ganan autonomía y capacidad de placer inmediato (los niños estorban y condicionan mucho), pero acaban perdiendo el sentido de la vida porque actúan en contra de él. No necesitan a Dios porque creen que se bastan por sí mismas y que pueden controlar todo: desde los mercados financieros hasta los niños que deben nacer cada año. Sin niños, fruto del amor, la desesperanza se apodera de nosotros, la muerte nos va ganando la batalla. Al tiempo. África me lo está haciendo ver con mucha claridad.