jueves, 16 de junio de 2016

Salvados por los niños

Reconozco que es un privilegio pasar estos días en Jumuia Beach Resort, en Kanamani-Mombasa, un centro de convenciones que ofrece hospitality with a Christian touch (“hospitalidad con un toque cristiano”). Aquí vienen grupos de diversas denominaciones cristianas para sus encuentros, seminarios, talleres, etc. Los grupos proceden de Mombasa, de otros lugares de Kenia y también de varios países europeos y africanos. Vivir a quince metros de la orilla del mar, darse un baño en agua salada, respirar la brisa marina, caminar descalzo por la arena sin más presencia que algunos chiquillos que recogen conchas para engarzarlas en atractivos collares que luego venden a los turistas es una terapia intensiva que no tiene precio. Es como volver al Génesis y descubrir que todo era bueno en contraste con el ritmo urbano, cargado de asfalto, ruido y contaminación. Aunque yo soy un enamorado de la montaña, de vez en cuando el mar me pone a su nivel. África puede ofrecer estas cosas como uno de sus mejores tesoros. Aquí la naturaleza es exuberante, variada, primigenia. Muchos aprecian el coltan, los diamantes, el oro, la madera. Los chinos han invadido el continente en busca de estas y otras materias primas como en el pasado lo hicieron los europeos. Yo prefiero disfrutar del tiempo, el aire, el agua, el silencio… la vida.

Pero el mejor tesoro de África lo constituyen sus niños y niñas. Están por todas partes. Es como si el futuro invadiera el presente. Cuando comparo la envejecida Europa con la juvenil África, no tengo dudas acerca de por dónde va el futuro. En Europa dominan las personas ancianas con sus bastones, andadores y sillas de ruedas. Aquí la calle pertenece a los niños y jóvenes. En Europa se discute si será posible pagar las pensiones a los ancianos por falta de suficientes cotizantes a la seguridad social. La población pasiva puede llegar a ser casi tan numerosa como la activa dentro de pocos años. Aquí, en África, la gran preocupación es la educación de los jóvenes, asegurarles un futuro mejor. En esto hay un gran parecido con lo que se vivió en Europa después de la segunda guerra mundial.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Quizá un célibe no es la persona más adecuada para responder esta pregunta, pero puede ofrecer con humildad su punto de vista. Hemos querido vivir una vida muy centrada en el desarrollo del propio yo más que en la preocupación por los otros y la sociedad. Incluso la maternidad se ha convertido para algunas mujeres en una experiencia más de desarrollo personal. Se piensa en función de la propia persona más que en la felicidad del niño que nacerá. No importa que a los 40 años el embarazo sea de riesgo o que la madre parezca más la abuela. Lo que cuenta de verdad es que yo elijo el momento una vez que he satisfecho mis objetivos personales (formativos, laborales, emocionales, etc.). La maternidad y la paternidad aparecen casi como el último elemento que falta para redondear un currículo impecable. Me cuesta escribir estas cosas porque algunos padres y madres modernos se sentirán injustamente juzgados. No hablo de personas concretas (que pueden tener razones muy respetables para actuar así) sino de un estilo de vida generalizado que –dicho de manera un poco grosera– significa pan para hoy, hambre para mañana. Hoy procuro vivir bien sin caer en la cuenta de que estoy poniendo las bases para un futuro hipotecado. 

Está claro que sin niños no hay futuro. Las sociedades que –por las razones que sean– renuncian a ellos, los dosifican de una manera egoísta o los producen como se fabrica cualquier artefacto acabarán pagando un altísimo precio. Para empezar, la pérdida de la alegría y la esperanza. Y luego la humildad para reconocer los propios límites y dejarse ayudar por los demás y, en definitiva, por Dios.

Por algo Jesús insistía en que quien no se haga como un niño no puede entrar en el reino de los cielos. Las personas y sociedades demasiado maduras, demasiado adultas, demasiado autosuficientes, quizá ganan autonomía y capacidad de placer inmediato (los niños estorban y condicionan mucho), pero acaban perdiendo el sentido de la vida porque actúan en contra de él. No necesitan a Dios porque creen que se bastan por sí mismas y que pueden controlar todo: desde los mercados financieros hasta los niños que deben nacer cada año. Sin niños, fruto del amor, la desesperanza se apodera de nosotros, la muerte nos va ganando la batalla. Al tiempo. África me lo está haciendo ver con mucha claridad. 

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