lunes, 18 de marzo de 2024

Vete y no peques más


Desde niño me ha impresionado el relato del encuentro entre Jesús y la mujer adúltera que leemos en el Evangelio de este lunes (cf. Jn 8,1-11). De no haber sido auténtico, la Iglesia no se hubiera atrevido nunca a incluirlo en sus escritos primitivos. Lo que todavía no sabemos bien es por qué un texto que encajaría muy bien al final del capítulo 21 de Lucas ha ido a parar al capítulo 8 de Juan. Ni el estilo literario, ni el enfoque teológico están en línea con el cuarto evangelio. Todo apunta al evangelio de Lucas, el de la misericordia. En cualquier caso, la historia es una joya imperdible que nos ayuda a entender el poder transformador del perdón. 

Una de las explicaciones más socorridas es vincular este relato a la referencia al juicio que se hace en Juan 8,15: “Yo no juzgo a nadie”. Sea como fuere, la actitud de Jesús nos desconcierta. Lo que le dice a la mujer –“Tampoco yo te condeno”– es una revelación de la actitud de Dios hacia los pecadores. El perdón no tiene límite. Nadie de los presentes resiste tanta autenticidad y tanta audacia. Todos se van retirando, comenzando por los “presbíteros” (es decir, por los de más edad).


La historia es demasiado nueva para quienes son deudores de una concepción equilibrista de la justicia: “tanto has hecho, tanto mereces”. Jesús no tolera el adulterio. Considera que es una afrenta al amor. Pero sabe también que el mejor modo de ayudar a la mujer adúltera a superar su pecado no es la condena –como querían los biempensantes de su tiempo– sino el perdón que abre las puertas del futuro. 

Por otra parte, en el relato no aparece por ninguna parte el varón. El peso de la ley suele recaer siempre sobre los que menos cuentan; en este caso, la mujer “sorprendida en flagrante adulterio”. Muchos comentaristas y predicadores insisten en que, después de perdonarla, Jesús le pide a la mujer adúltera que no peque más. Temen que el perdón sea una especie de puerta abierta para volver a las andadas.


Podemos entender las cosas de otra manera. Creo que el sentido más profundo es este: “En adelante, con el regalo del perdón recibido, tendrás fuerza para no volver a pecar”. El perdón inaugura un modo nuevo de percibirnos y de relacionarnos con los demás. Cuando somos perdonados de verdad, entonces algo dentro de nosotros se renueva. El perdón nos capacita para ser personas nuevas que viven desde el amor y para el amor. 

Por eso, lo mejor que podemos hacer para ayudar a las personas a cambiar es ofrecerles un perdón gratuito, el mismo que hemos recibido nosotros y que nos ayuda a levantarnos de nuestras caídas y proseguir el camino con Jesús.

domingo, 17 de marzo de 2024

Judíos y griegos


No es fácil acoger el mensaje que nos propone el Evangelio de este V Domingo de Cuaresma. Estamos a pocos días de la Semana Santa. Un año más volveremos a celebrar la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Y volveremos a preguntarnos: ¿Fue la crucifixión de Jesús algo evitable? ¿La eligió él, fue un veredicto casual, o le fue impuesta? En el Evangelio de hoy vemos con claridad, de forma anticipada, que la crucifixión fue una elección tomada por Jesús. Esta es la perspectiva del Evangelio de Juan. El procurador Pilato desempeña un papel secundario en la ejecución de las elecciones hechas por Dios. Quien de verdad elige es Cristo, el auténtico Rey. Los gobernantes terrenales se limitan a ejecutar.

Para comprender un poco mejor el trasfondo de esta voluntad de Jesús, regresemos a la escena que hoy nos propone el Evangelio. Jesús se encuentra en Jerusalén por última vez antes de la crucifixión. Tras su entrada triunfal en la ciudad, los dirigentes ya están tramando la represión de este posible levantamiento galileo para mantener el equilibrio de poderes y evitar una toma total del poder por los romanos. En el pasaje que leemos hoy, encontramos a un grupo de griegos acercándose a Jesús a través de dos apóstoles que, curiosamente, llevan nombres griegos: Felipe y Andrés. 

En este encuentro, a primera vista anecdótico, Jesús anticipa el futuro de su comunidad. Comprende que se pone en marcha la hora de su acto final de redención. Se da cuenta de que ya no es sólo un mero líder galileo. Ahora está en Jerusalén y los que vienen a buscarle son griegos. Estos representan al pueblo no judío que entrará más tarde en la comunidad de sus seguidores. Se ha cruzado una frontera, se ha traspasado un límite. Su mensaje -utilizando categorías de hoy- se estaba volviendo “global”. En ese contexto se oye la voz del cielo: “Lo he glorificado y lo glorificaré de nuevo”. Esta voz viene para confirmarles a los griegos que, en Jesús, se han encontrado con el Dios verdadero.


Ahora bien, ¿cómo se va a producir esa “glorificación”? Será a través de la crucifixión. La cruz será cadalso y trono. Jesús siente la tentación de huir de ella, pero acepta pasar por ese sacrificio porque comprende que su misión está ligada a la glorificación en la cruz. De manera parabólica, compara su inminente sacrificio con la fecundidad de un grano de trigo que se descompone en la tierra para dar vida a muchos granos. A menos que se ofrezca voluntariamente al proceso de descomposición (la tortura y la muerte), no habrá frutos espirituales. 

Aquí llegamos a la entraña del cristianismo, a lo que lo hace completamente distinto a cualquier otra religión: ¡Los sufrimientos y los dolores por amor pueden hacerse salvíficos! Desde el punto de vista histórico, la crucifixión fue un castigo que le impuso el procurador romano. Lo que convirtió en salvífico ese acontecimiento fue la decisión voluntaria de Jesús de asumir el sufrimiento. Para que el sufrimiento sea salvífico, debe ser voluntario y por amor, nunca impuesto desde fuera. Jesús decide libremente que vale la pena morir por los valores del Reino. Su ejemplo es el que han reproducido los mártires de todos los tiempos. Jesús nos enseña a gastar nuestra vida no solo por lo que merece la pena vivir, sino, sobre todo, por lo que merece la pena morir.


Llegados a este punto, es muy difícil regresar a nuestra vida cotidiana sin preguntarnos si de verdad hemos hecho nuestra esta experiencia de Jesús. ¿Estaríamos hoy dispuestos a morir por Dios y por los demás, como hicieron, por ejemplo, los mártires claretianos de Barbastro? Si no hay nadie ni nada por lo que morir, entonces tampoco hay un fundamento sólido para vivir. Quizá este temor a “dar la vida” que respiramos en nuestra cultura actual explique por qué no acabamos tampoco de disfrutarla como un don, sino que la exprimimos como un hecho efímero. Tenemos por delante varios días para sumergirnos en este misterio.

sábado, 16 de marzo de 2024

Un poco de escucha, por favor


Salgo de mi casa a eso de las siete de la tarde. La fachada y la puerta del edificio son muy distintas a las de los edificios contiguos. Mi casa no parece el típico bloque de pisos. ¿Será un convento? ¿Quién vivirá tras esas ventanas antiguas con arcos de medio punto, verjas de hierro en la planta baja y persianas blancas? Apostada frente a la puerta, veo a una viejecita de edad indefinida. Camina con ayuda de un andador. Va bien abrigada y se toca con una especie de gorro de lana marrón. Cuando hago ademán de enfilar la acera hacia abajo, me detiene y, sin mediar saludo, me pregunta: “¿Es usted sacerdote?”. Le respondo afirmativamente. Entonces se presenta. Me dice que nació en Córdoba (Argentina), que vive sola en un piso de la calle perpendicular a la mía y que si tengo tiempo para charlar un ratito. 

Antes de que le conteste, empieza a decirme que estudió historia en la universidad y que está muy preocupada por la guerra de Ucrania y por el posible estallido de una tercera guerra mundial. La escucho con mucha atención sin interrumpirla. En un momento dado cierro los ojos y suspiro. Entonces ella me espeta: “¿Le estoy aburriendo?”. “No, no -respondo yo- la estoy escuchando con mucho gusto”. Entonces ella prosigue unos diez minutos más compartiendo su preocupación por el grave momento que estamos viviendo. Al final me dice que no quiere robarme más tiempo y se despide cortésmente, no sin antes añadir que le gustaría que nos encontráramos otra vez. Ella sigue su camino y yo enfilo el paseo de Rosales.


Mientras caminaba hacia plaza de España, en la cabeza me daba vueltas la persona, no el tema de la inesperada conversación. La simpática viejecita argentina, cuyo nombre ignoro, necesitaba hablar con alguien y ser escuchada. Lo de menos era el tema. Abordó el asunto de la guerra y la paz porque seguramente le parecía que ese era un tema al que un cura podía ser sensible, pero, en el fondo, lo que buscaba era que alguien se detuviese un ratito a escucharla en medio de las prisas de Madrid. 

¿Cuántas personas ancianas viven solas en esta gran ciudad? ¿Cuántas no tienen a nadie con quien mantener una sencilla conversación? La soledad es otra de las epidemias contemporáneas. Lo peor de todo es que, mientras para algunas enfermedades graves no acabamos de encontrar un tratamiento eficaz, la soledad se puede vencer con algo que está al alcance de cualquiera y que es gratis: la escucha empática y atenta. ¿Por qué se nos hace cuesta arriba escuchar, como si siempre estuviéramos carcomidos por la prisa?


Hoy quiero contemplar a Jesús como el gran escuchador, alguien que, alimentado desde niño por el Shemá (“Escucha Israel”), hizo de su misión un ejercicio permanente de escucha. Por eso, fue tan sensible a las necesidades humanas. Todas las abordó desde la compasión, no desde el juicio: “No he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo” (Jn 12,47). 

Si hoy tuviera que escoger un ejercicio que concentrara la oración, la limosna y el ayuno (las tres prácticas cuaresmales), escogería sin duda la escucha. Hay una demanda extraordinaria. Los niños y adolescentes necesitan ser escuchados más que regalados. Los jóvenes, aunque alardeen de autonomía, buscan siempre a alguien que los escuche y comprenda. Los adultos a menudo cubrimos la soledad con el disfraz del trabajo y el entretenimiento, pero valoramos mucho que alguien (un amigo, el vecino, el médico, un psicólogo, un cura) dedique tiempo a escucharnos sin sermonearnos. Y los ancianos, a menudo cansados de casi todo, lo único que necesitan (que mendigan a veces) es un poco de tiempo y atención. Si no lo encuentran en sus casas, lo van a buscar en la calle. La viejecita argentina me abrió los ojos.

miércoles, 13 de marzo de 2024

No es un Papa de transición


Se cumplen hoy once años de la elección del cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio como Papa de la Iglesia católica. Recuerdo muy bien aquella tarde lluviosa del 13 de marzo de 2013. En cuanto la RAI dio la noticia de que había aparecido la fumata bianca en la chimenea de la Capilla Sixtina, me precipité corriendo a la plaza de san Pedro. Tardé poco más de 40 minutos en llegar. No tomé ningún medio público. Fui a pie desde mi casa en Roma. Pasaban pocos minutos de las siete de la tarde. Poco a poco, la plaza se fue llenando de gente con paraguas. Creo que, una hora después, apareció el nuevo Papa sonriente en el balcón de la logia de la basílica de san Pedro.

El cardenal protodiácono, el francés Jean-Louis Tauran, pronunció la fórmula de rigor con voz temblorosa: “Annuntio vobis Gaudium Magnum: Habemus Papam. Eminentissimum ac reverendissimum dominum, dominum Georgium Marium, Sanctae Romanae Ecclesiae Cardinalem Bergoglio; qui sibi nomen imposuit Franciscum” (Os anuncio una gran alegría: ¡tenemos papa! El eminentísimo y reverendísimo señor don Jorge Mario, cardenal Bergoglio de la Santa Iglesia Romana, quien se ha puesto el nombre de Francisco). Para mí era una figura muy conocida. La Editorial Claretiana de Buenos Aires publicaba sus libros como arzobispo de la capital porteña. 

A mí lado había una pareja de jóvenes italianos que mostraron su sorpresa ya que no sabían quién era el tal Bergoglio. Supuse que se sentían frustrados porque el cónclave no había elegido a un Papa italiano. ¡Y ya iban tres desde Juan Pablo II! Así que, ni corto ni perezoso, con afán de atemperar su decepción, les dije: “Il nuevo Papa è argentino, ma di origine italiana” (el nuevo Papa es argentino, pero de origen italiano). No me esperaba su reacción: “Siamo contenti, noi non volevamo un Papa italiano” (Estamos contentos, nosotros no queríamos un papa italiano).


A lo largo de estos años, el entusiasmo inicial ha ido evolucionando hacia una opinión pública cada vez más polarizada. En general, los sectores progresistas (tanto dentro como fuera de la Iglesia) lo siguen viendo con simpatía, aunque no siempre compartan todos sus puntos de vista o estén dispuestos a secundar sus orientaciones. Los sectores más conservadores (católicos o no) han ido incrementando sus críticas. Algunos extremistas han llegado incluso a cuestionar la validez de su elección. A medida que se acerca el final del pontificado (la edad del Papa no perdona), se hacen más duras y abiertas las críticas. La declaración Fiducia supplicans del Dicasterio para la Doctrina de la Fe ha sido la gota que ha colmado el vaso. Episcopados enteros de África han dicho que no piensan aplicarla en sus diócesis. 

He escrito muchas veces en este Rincón sobre el papa Francisco. Corro el riesgo de repetirme, si es que no he caído ya en él, pero la fecha de hoy exige un nuevo acercamiento lo más objetivo posible. Sé que entre los lectores del Rincón hay entusiastas defensores del Papa y probablemente algunos detractores. Comprendo muy bien que, más allá de su significado religioso, una figura humana como la suya suscite simpatías y antipatías casi a partes iguales. Comprendo que las personas más críticas sintonicen con algunos elementos de su estilo pastoral y cuestionen otros. Me parece normal y saludable. Siempre ha sucedido (aunque no siempre ha sido posible exteriorizarlo) y supongo que seguirá sucediendo. Y más en una Iglesia que no solo tolera, sino que defiende la libertad de expresión y la necesidad de que haya en su seno una madura opinión pública.


Lo que me resulta sospechoso y muy preocupante es la inquina que algunos sedicentes católicos muestran hacia el Papa Francisco. Como si algunas de sus posiciones hubieran tocado fibras muy profundas que han hecho tambalear su fe. O, por lo menos, su manera de entender la fe. ¿De dónde surge ese “exceso” de crítica? ¿Qué significa? ¿Tiene que ver con cuestiones que se refieren al dogma y a la moral o, más bien, con el estilo “desenfadado” del Papa y sus modos poco vaticanos (y muy porteños) de conducirse? 

No tengo respuestas precisas, pero intuyo que en bastantes casos la animadversión procede del hecho de que el Papa Francisco, con su vuelta “ingenua” (franciscana) a lo esencial del Evangelio, con sus rupturas del protocolo, los descoloca, los obliga a replantearse muchas cosas que daban por sentadas y que no eran sino tradiciones humanas, los empuja a un estilo de vida más sencillo y misericordioso. ¡Necesitábamos una sacudida de este tipo para no hacer de la fe algo automático y bajo control!

Sea como fuere, lo propio de las personas maduras es hablar con argumentos objetivos, superar las reacciones viscerales, evitar las acusaciones infundadas y dejarse cuestionar por aquellos que nos obligan a ensanchar nuestro horizonte mental y afectivo. Me dan más miedo los que tienen respuestas contundentes para todo que los que se atreven a hacerse preguntas con humildad.





martes, 12 de marzo de 2024

Comunión y fraternidad


Acabamos de terminar la rueda de prensa en la que se ha presentado la 53 Semana Nacional para Institutos de Vida Consagrada que se celebrará en Madrid del 3 al 6 de abril. El tema elegido para este año es: “Comunión y fraternidad. Dos tareas siempre pendientes”. Las dos palabras que figuran en el título no resuenan en todos de la misma manera. En el mundo secular no suele usarse la palabra “comunión” y, si se hace, es para referirse al acto de comulgar en la misa. Sin embargo, en el mundo eclesial es moneda común. Basta con que nos fijemos en las palabras clave del Sínodo de los Obispos sobre la sinodalidad. Ahí se hablaba de comunión, participación, misión”. 

¡Y no digamos en el mundillo de la vida consagrada! La palabra “comunión” aparece hasta en la sopa. Con ella se alude a esa vinculación profunda que se establece entre quienes compartimos la misma fe y la misma vocación. No se trata de la simple camaradería, ni siquiera de la noble amistad. Es algo más profundo y menos emocional. Quienes creemos en el mismo Cristo quedamos vinculados (casi atrapados) por la fuerza de la fe. Es un asunto de gracia, no de consensos humanos.


La palabra “fraternidad” (y su correlato “sororidad”) es más socorrida, incluso en el ámbito secular. No en vano figura en la triada de los ideales de la revolución francesa que se han repetido hasta hoy: “libertad, igualdad, fraternidad”. El papa Francisco escribió toda una encíclica -la Fratelli tutti- sobre “la fraternidad universal y la amistad social”. ¿Estamos viviendo tiempos de comunión y de fraternidad, tanto en la Iglesia como en la sociedad o, más bien, se trata de “dos tareas pendientes”? Sobre estos asuntos ha pivotado la conferencia de prensa. Cada uno hablamos de ellos según nuestra particular experiencia. 

Si queremos buscar indicadores de falta de comunión y de fraternidad, los vamos a encontrar por doquier. ¡Hasta el reciente foro de Davos habló de que vivimos tiempos de exacerbada polarización! No parece que hoy sea un tiempo de ideales comunes y de búsqueda compartida de un futuro mejor para todos. También en la Iglesia se han disparado las tendencias cismáticas y el juego de acusaciones sobre la fidelidad al Evangelio de unos y otros. Y, sin embargo, no sé si ha habido alguna otra etapa histórica en la que hayamos progresado tanto en el respeto a los derechos de las personas, en la creación de instituciones que velan por la erradicación de la pobreza y las desigualdades, en la búsqueda de soluciones científicas, económicas y jurídicas a los problemas de una humanidad en la que más de ocho mil millones de personas tenemos que compartir espacios, recursos y oportunidades.


La vida consagrada, en su pequeñez estadística -hay 800.000 religiosos y religiosas en el mundo (un 0,01% de la población mundial)- siempre ha sido una “parábola” y un “laboratorio” de comunión y fraternidad. O, con expresiones menos metafóricas, un “signo” y un “instrumento”. Ha sido “parábola” porque ha mostrado de manera visible que es posible vivir la comunión en medio de muchas diferencias étnicas, culturales y temperamentales. La verdadera raíz es la común fe en Jesucristo y el reconocimiento de una convocación a seguirlo reproduciendo su estilo de vida. Ha sido “laboratorio” porque cada comunidad es un lugar en el que se llega a ser hermanos o hermanas. Todos los días hay que reconstruir la fraternidad a base de respeto, tolerancia, ayuda y perdón. 

Por una parte, la vida consagrada es un claro reflejo de lo que se viven en la sociedad y en la Iglesia. Por otra, es -puede ser- una anticipación del camino que ambas pueden recorrer para superar la disgregación, la polarización y la indiferencia. Los grandes fundadores y fundadoras han tenido a lo largo de la historia la capacidad profética de imaginar formas nuevas en las que traducir estas dos grandes experiencias humanas. Esperemos que también hoy las diversas formas de vida consagrada tengan la audacia suficiente para seguir explorando caminos nuevos. Todos saldremos beneficiados.

lunes, 11 de marzo de 2024

Recordar para vivir


Han pasado veinte años. Entonces yo no vivía en Madrid. Cuando me llegó la noticia a Roma, estaba a punto de salir de viaje. Pasé los tres días siguientes fuera de casa. No pude seguir al detalle el curso de los acontecimientos. Solo al regreso completé la información. Lo sucedido en Madrid el 11 de marzo de 2004 fue la versión europea de lo que pasó en Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001. El terrorismo yihadista golpeó sin piedad, indiscriminadamente. 

Los pueblos tardan en recuperarse de estos traumas colectivos. Lo peor son las vidas humanas perdidas. Pero hay también un reguero de consecuencias indeseables: las teorías sobre conspiraciones no demostradas, el cruce de acusaciones, el resentimiento hacia una cultura y una religión, la desconfianza, el miedo, la pérdida de la alegría de vivir. El mundo no es el mismo desde el atentado a las Torres Gemelas en Nueva York y a varios trenes en Madrid. Se nos hace difícil creer en la fraternidad universal. Se disparan los odios ancestrales.


Hoy se están multiplicando los actos de recuerdo en Madrid: ceremonia en la puerta del Sol, Misa en la catedral de Almudena, homenaje a las víctimas en la Galería de Colecciones Reales… ¿Por qué necesitamos recordar? Porque sin recuerdo no hay perdón. Sin perdón no hay sanación. Sin sanación no hay esperanza. Sin esperanza no hay futuro. Ninguna de las celebraciones está teñida de odio o de venganza, pero sí de dolor y de tristeza. 

Tengo la impresión de que, a raíz de los atentados del 11-M, la política se envenenó como no lo había estado nunca en las últimas décadas. En vez de vivir una experiencia de reacción unánime, la sociedad se rompió en dos, o en tres o en cuatro. Nos está costando mucho suturar los trozos rotos. Todo se puede emplear como arma arrojadiza. La rabia no deja ver espacios de encuentro. Es verdad que lo más importante es la pérdida de 193 vidas humanas y las secuelas de casi 2.000 heridos, pero, en el fondo, todos nos vimos muy afectados.


He pasado el fin de semana en un lugar hermoso del valle del Jerte. Ha estado lloviendo día y noche. Fui con ganas de ver los cerezos en flor, pero solo los de las partes más bajas empezaban a colorear. Los últimos coletazos del invierno están retrasando la floración. Me acordaba de los versos que Machado escribió en mi tierra soriana: “Primavera tarda, ¡pero es tan bella y dulce cuando llega!”. También socialmente se está retrasando la primavera. Es como si viviéramos un prolongado invierno social. Esperemos que cuando llegue sea “bella y dulce” y compense nuestra espera. 

Sueño con una generación que crezca sin el veneno del rencor, que de verdad se esfuerce por crear lazos, que no se adiestre más en el arte de la guerra. Estos sueños se hacen más urgentes en un momento en el que nuestro continente, tan experto en confrontaciones, está viviendo otra vez en su suelo el drama de la guerra. Me cuesta creer a quienes vaticinan que lo de Ucrania es solo el prólogo de una tercera guerra mundial. Por desgracia, hay indicadores que apuntan en esa dirección. No podemos cruzarnos de brazos. Hay que orar y trabajar por la paz. No es necesario enfrentarnos cada 50 años.

jueves, 7 de marzo de 2024

No perdamos la calma


De nuevo estoy dando un curso intensivo sobre liderazgo discerniente. Son seis horas diarias de clase. Si a estas les añadimos las actividades ordinarias de mi comunidad claretiana, no me queda mucho tiempo libre para otras tareas. Escribir la entrada diaria en este blog se ha convertido en una empresa difícil.

El adjetivo “discerniente” no aparece como tal en el diccionario de la RAE, pero es una palabra que se deriva con naturalidad del verbo “discernir”. Pocas cosas son hoy más necesarias que la capacidad de discernimiento. Es un don que tendríamos que pedírselo al Señor como se lo pidió el viejo rey Salomón cuando oraba así: “Da a tu siervo un corazón con entendimiento para juzgar a tu pueblo y para discernir entre el bien y el mal”. Vivimos en un mundo tan volátil, incierto, complejo y ambiguo (un mundo VICA) que, sin este don divino, corremos el riesgo de ir dando tumbos o tomar decisiones equivocadas. 


También en la Iglesia soplan aires de confusión.
Hay pastores, sacerdotes y laicos fanáticos del papa Francisco (casi como hooligans eclesiásticos) que lo ven como un adalid de la “primavera eclesial” mientras otros (igualmente fanáticos) lo consideran un masón travestido y poco menos que la encarnación del mismísimo diablo. Sin entrar en un discernimiento a fondo, un sexto sentido nos dice que tales extremos nos impiden percibir con nitidez la verdad de lo que estamos viviendo. Es fácil encontrar a personas fanatizadas (sobre todo, en las redes sociales), pero cuesta encontrar a personas con el don del discernimiento, no solo con una buena dosis de sentido común.

El estudio de la historia nos ofrece siempre claves para interpretar el presente. No es la primera vez que la Iglesia atraviesa por períodos de confusión. ¡Hasta podríamos decir que la crisis es su estado natural! Quienes consideran que hubo épocas doradas en las que todo era claro y los creyentes compartían la misma visión no conocen con detalle las diversas etapas de nuestra multisecular -y problemática- historia. Siempre ha habido “iluminados” que se han considerado poseedores y defensores de la verdad y que han entendido su vida como una defensa a ultranza de una fe que consideraban amenazada, olvidando que la verdad no necesita aguerridos “defensores”, sino humildes “buscadores” y pacientes “testigos”. 


Frente a quienes hacen mucho ruido (hoy amplificado por internet), hay millones de cristianos que viven su fe con sencillez y paz, dejándose guiar por el Espíritu Santo y siguiendo las orientaciones del magisterio de la Iglesia. No siempre tienen las cosas meridianamente claras, pero confían en que el Espíritu nos va llevando a todos hacia la verdad plena. No siempre están en sintonía plena con el estilo personal del Papa o de su obispo, pero no hacen una batalla de algo que es legítimo dentro de una Iglesia que promueve la libertad. Tampoco están de acuerdo con algunos extremistas (de izquierda o de derecha), pero no los satanizan. Los ven como hermanos fanáticos que libran batallas interiores necesitadas de compasión.

Por difícil que parezca el momento presente, el Espíritu nunca abandona la barca de la Iglesia. No hay tormenta (ni externa ni interna) que pueda hacerla zozobrar, por más que haya personas expertas en anunciar cataclismos diarios. El don de discernimiento nos ayuda a cribar las llamadas reales a la conversión de los exabruptos que tanto abundan en las redes sociales.