domingo, 24 de septiembre de 2023

Dios es bueno con todos


La parábola que Jesús nos cuenta en el Evangelio de este XXV Domingo del Tiempo Ordinario siempre me ha desconcertado porque presenta un Dios demasiado bueno que no encaja con nuestra manera humana de afrontar la vida. A nosotros nos gusta programar, calcular, repartir equitativamente las cargas, evitar los privilegios y, en definitiva, dar a cada uno lo suyo. La parábola de Jesús y el mensaje del profeta Isaías (“Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos”) parecen ir en otra dirección. 

Jesús expresa este contraste poniendo en labios del propietario de la viña (o sea, Dios) una pregunta punzante: “¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?”. Nunca se me hubiera ocurrido pensar que el ser humano tuviera envidia de Dios por el hecho de que Él sea bueno. Es como si, acostumbrados a una idea temible y justiciera de Dios, nos costara comprender y aceptar su bondad. Nos asusta tanto la idea que algunos cristianos sienten escrúpulos y, para mitigar este exceso, enseguida añaden: “Pero también es justo”. ¡Como si la bondad y la justicia de Dios fueran realidades contrarias! Dios es justo (a su manera, no a la nuestra) siendo bueno. Me parece que este es el mensaje central de este domingo. Lo demás no tiene gracia, no es divino, no es evangelio.


El breve fragmento del capítulo 55 del profeta Isaías que leemos en la primera lectura comienza con estas palabras: “Buscad al Señor mientras se le encuentra, invocadlo mientras esté cerca”. Los verbos “buscar” e “invocar” son propios de quien se sabe necesitado. Cuando estamos cómodos, no buscamos. Cuando nos sentimos seguros, no invocamos. Creo que hoy, aunque anestesiados por muchas cosas, comenzamos a sentirnos incómodos e inseguros en un mundo que parece caminar sin rumbo. He leído que algunos multimillonarios norteamericanos están buscando refugios para sí mismos porque temen que la combinación de una hecatombe nuclear (reactivada con la guerra de Ucrania), una pandemia devastadora y un colapso informático pongan a la humanidad al borde de la extinción. 

Yo no creo que lleguemos a ese extremo, pero es indudable que lo que estamos viviendo nos abre los ojos. ¿Por qué la humanidad ha llegado a este punto? ¿Tiene algo que ver con la pérdida del sentido de Dios? ¿Nos hemos olvidado del Dios bueno que solo busca nuestra salvación? ¿Qué quiere decir Jesús cuando afirma que “los últimos serán los primeros y los primeros los últimos”? ¿No habrá llegado el momento de conjugar menos verbos como enriquecerse, disfrutar, medrar, mentir, etc. y de centrarnos en el buscar e invocar? La última conjugación no es difícil, pero exige un poco de lucidez y muchísima humildad.


Hoy celebramos con toda la Iglesia la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado. Con este motivo, el papa Francisco nos ha dirigido un mensaje en el que nos recuerda que “es necesario un esfuerzo conjunto de cada uno de los países y de la comunidad internacional para que se asegure a todos el derecho a no tener que emigrar, es decir, la posibilidad de vivir en paz y con dignidad en la propia tierra”. Una comunidad como Madrid acoge a hombres y mujeres venidos de Rumanía, Marruecos, Colombia, China, Venezuela, Perú, Italia, Ecuador, Honduras, Paraguay, República Dominicana, Ucrania, Bulgaria, Portugal, etc. En la capital, el 14% de la población es extranjera. Basta pasear por las calles del centro (sobre todo, el barrio de Lavapiés) para percibir esta gran diversidad. 

Las reacciones de la gente son muy diversas. Hay algunos que consideran que se trata de una “invasión” que acabará alterando la convivencia pacífica. No faltan indicadores para pensar así. Hay otros que, si no les afecta de manera directa, se muestran tolerantes y casi indiferentes. Y hay, finalmente, muchos (espero que la mayoría) que se muestran acogedores porque adivinan que, detrás de cada persona, hay una situación de necesidad o incluso de riesgo. Si las circunstancias empeoraran, cualquiera de nosotros podríamos vernos abocados a emigrar. 

Por otra parte, su presencia es necesaria en muchos sectores productivos y asistenciales. Lo único que piden es que se regule este flujo con criterios de humanidad y racionalidad. Sea como fuere, el futuro va en la línea de sociedades multiétnicas, multiculturales y multirreligiosas. Los cristianos sabemos mucho de eso. Podemos aportar nuestra capacidad de acogida e integración, conscientes de que todos somos trabajadores en la viña del Señor y de que los de la última hora también tienen derecho a su denario, porque “los últimos serán los primeros y los primeros los últimos”.


martes, 19 de septiembre de 2023

Yo lo veo así


Desde la ventana de este inmenso complejo veo un parque en el que juega un grupo de niños. Mientras tecleo la entrada de hoy oigo de fondo los discursos de los parlamentarios que se estrenan en el Congreso de los Diputados hablando en gallego, catalán y euskera. No sé si más tarde lo harán en bable y aragonés. Aunque su mensaje celebrativo y reivindicativo parece ser el mismo, sus tonos son  diferentes. Unos son muy sentimentales y líricos, otros más racionales y algunos muy irónicos. Supongo que la votación final cambiará el reglamento del Congreso de modo que, de ahora en adelante, se podrán usar todas las lenguas del Estado en el parlamento español. 

Aunque se ha escrito y actuado mucho en contra de esta resolución, a mí no me parece mal como medida pedagógica. Ya sé que, desde el punto de vista práctico, no es estrictamente necesario. Ya sé que algunas lenguas son cooficiales solo en sus respectivos ámbitos territoriales, no en todo el país. Ya sé que esta pluralidad lingüística complica los debates y encarece el presupuesto. Ya sé que todos dominan la lengua común y podrían expresarse perfectamente en ella sin ningún esfuerzo. Ya sé que el asunto está politizado de principio a fin. Ya sé que se ha llegado a esta medida como peaje para que el candidato socialista consiga la mayoría parlamentaria necesaria para acceder a la presidencia del gobierno. Y, sin embargo, la decisión no me parece mal.


Yo me encuentro en Guadalajara acompañando a las Adoratrices en el comienzo de su XXXI Capítulo General. También aquí echamos mano de la traducción simultánea. Yo hablo en español (lengua de la mayoría de las capitulares europeas y americanas) y dos traductoras (una india y otra argentino-italiana) traducen al inglés desde su cabina. Me agradecen que hable despacio y claro. Les ayuda mucho en su tarea el hecho de contar previamente con las diapositivas que proyecto sobre las dos pantallas que hay en la sala. Hasta ahora todo transcurre con absoluta normalidad. El objetivo es que todas las capitulares puedan expresarse en la lengua que mejor dominen y, al mismo tiempo, puedan entender las intervenciones de las demás.

Confieso que a mí no me resulta extraño este procedimiento. Lo he experimentado en numerosas ocasiones en encuentros internacionales de diverso tipo. Se podrá argumentar que el Congreso español no es una reunión internacional y que, a diferencia de lo que sucede en un capítulo general o en un simposio, todos los parlamentarios entienden y hablan a la perfección la lengua común. Pero -¡ojo a esta partícula adversativa que nos despierta del letargo!- no siempre se trata de buscar solo la eficacia, sino también de celebrar la diversidad.


Entenderse en diversas lenguas exige un notable esfuerzo intelectual y un cambio de actitud. Solo quien habla más de una lengua sabe a qué me refiero. Nos obliga a ser humildes y empáticos, prestar mucha atención, salir del terreno conocido, ir a lo esencial, ser sensibles a las diferencias, cuestionarnos seguridades, ensanchar nuestro horizonte mental y afectivo, valorar los matices y sonoridades, etc. A primera vista, puede parecer una innecesaria pérdida de tiempo y hasta de dinero. Sin embargo, ese esfuerzo por entender a los demás en sus propias lenguas, si se realiza desde la buena voluntad y no como arma arrojadiza o excluyente, deshace muchos malentendidos, acerca posturas y va tejiendo una unidad de fondo que es más sana y duradera que las “unidades” impuestas por vía normativa. 

Por paradójico que resulte, se pueden reforzar más los lazos de pertenencia a un espacio común honrando la diversidad que condenándola al ostracismo o al folclore. Normalmente, no hay nadie más dispuesto a la colaboración que aquel que ve respetadas y promovidas sus características propias, entre las que adquiere un valor predominante la lengua.  No siempre los procesos sociales funcionan así, pero es preferible jugar esta carta que la del uniformismo y la intolerancia. Yo, por lo menos, lo veo así. No pretendo que sea la opinión de todos.

lunes, 18 de septiembre de 2023

No me alcanza la vida


La frase la he hecho mía de tanto oírsela a mi amigo Heriberto García Arias. Él, agobiado con muchos requerimientos académicos, pastorales y mediáticos, repite con frecuencia que “no le alcanza la vida”, como si necesitase jornadas de 30 horas para sobrevivir. 

Hay temporadas en las que parece que todo se nos junta. El comienzo de curso es una de ellas. Llueven los compromisos y falta tiempo para llevarlos todos a cabo. Es verdad que una justa priorización de las actividades y una equilibrada distribución del tiempo ayudan mucho a salir incólumes del atolladero, pero eso no basta. 

Muchas de las cosas que suceden en nuestras vidas (llamadas, visitas inesperadas, peticiones, invitaciones, etc.) escapan a toda programación. Yo diría que las mejores cosas de la vida casi siempre son las que nos sobrevienen por sorpresa. Por eso, además de practicar la programación, debemos adiestrarnos en el arte de “surfear la vida”, de aprovechar las olas que nos vienen y canalizar su energía hacia los objetivos que nos hemos propuesto.


Hoy los periódicos españoles hablan con profusión de la muerte repentina, a los 80 años, del periodista Pepe Domingo Castaño. Abundan los elogios por parte de amigos y colegas. Todos admiran su bonhomía y su creatividad profesional (sobre todo, en la radio). Destacan también que fue un hombre que tuvo éxito en varios campos: desde la música hasta el periodismo (en radio y televisión), pasando por incursiones en la literatura. 

Parece que de joven quiso ser fraile dominico. Enseguida orientó la pasión por la palabra (no olvidemos que el nombre oficial de los dominicos es Orden de Predicadores) hacia el mundo de la radio y de la comunicación en general. 

Aparte de sus cualidades para el desempeño de este trabajo, lo que todos subrayan es la pasión con la que lo vivía y su capacidad para compartirla con los colaboradores y los oyentes. Confieso que yo no lo seguía, pero he tenido curiosidad por ver la entrevista que otro gallego (el periodista de RTVE Jenaro Castro) le hizo en el programa Plano general. En ella aparece con claridad que Pepe Domingo Castaño fue capaz de hacer muchas porque era un soñador. En un momento llega a confesar que la vida sí le dio para llevar a cabo sus sueños.


Creo que la clave para que nuestra vida no sea un desierto vacío o un torbellino desbocado es tener una gran pasión que dirija y unifique todo lo que hacemos. Cuando sabemos por qué hacemos las cosas, entonces esa motivación “organiza” el caos y el tiempo. Nos cansamos, pero no nos quemamos. 

En el caso de los creyentes, no basta poner el acento en el por qué, sino también en el por quién o para quién. Nuestro objetivo es buscar en todo la gloria de Dios, que Él sea -como le gustaba decir a san Antonio María Claret- “conocido, amado, servido y alabado”. No buscamos obsesivamente ser felices (como se ha dicho siempre) o autorrealizarnos (como se dice ahora), sino que estas cosas se nos dan por añadidura cuando Dios es nuestro tesoro, nuestra pasión, y buscamos su Reino.

Si de algo adolecemos los creyentes de hoy es de falta de pasión, déficit de entusiasmo. Creemos, pero como al ralentí, sin poner la carne en el asador, como quien enfila el camino de una suave rutina. Nos hace bien encontrarnos con personas entusiastas que nos ayuden a recuperar la pasión de vivir. Cuando “no nos alcanza la vida” porque queremos vivir en plenitud, entonces habremos descubierto el secreto.

domingo, 17 de septiembre de 2023

El perdón renueva todo


No es fácil hablar del perdón sin naufragar en tópicos. Cuando Jesús lo hace, echa mano de la hipérbole para hacernos ver que el perdón es siempre algo exagerado, una realidad que sobrepasa cualquier límite razonable. Este me parece ser el mensaje central del Evangelio de este XXIV Domingo del Tiempo Ordinario. En el libro del Eclesiástico (primera lectura) leemos: “¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor?”. Por punzante que suene la pregunta, esto es lo que sucede a menudo en nuestras vidas. Ansiamos que Dios perdone nuestros extravíos mientras nosotros llevamos cuenta de las afrentas que nos hacen los demás. 

Lo peor es que casi nunca nos damos cuenta, porque uno de los efectos más perniciosos del odio y del resentimiento es que producen ceguera. Nos impiden ver las cosas como son. Cuando uno se instala en el papel de víctima, todo lo filtra a través de la herida. Esto es perfectamente comprensible, sobre todo cuando las víctimas son ignoradas, silenciadas o menospreciadas. Pero no es el mejor camino para una curación integral y para un nuevo comienzo.


Lo que Jesús nos transmite con esa hiperbólica parábola del rey que perdona una deuda de diez mil talentos (cifra desorbitada que, según algunos cálculos, equivaldría a doscientos mil años de trabajo) es que solo Dios tiene el poder de perdonar hasta la raíz. Lo que cuenta no es la gravedad del pecado, sino la inmensidad del perdón. En otras palabras, solo Dios puede crear y recrear. El perdón de Dios no es un barniz que cubre nuestras miserias, sino un amor que nos regenera, que nos convierte en nuevas criaturas. A nosotros, hombres y mujeres limitados, se nos invita a reflejar ese perdón. No hay proporción entre diez mil talentos y cien denarios. Lo que nosotros le debemos a Dios por nuestra ingratitud no se puede comparar con lo que nos deben a nosotros. 

Y, sin embargo, tendemos a poner el acento en los agravios que recibimos de los otros más que en la falta de respuesta agradecida a Dios por nuestra parte. Por eso, nunca acabamos de ser libres. Somos prisioneros de nuestra tendencia innata al ajuste de cuentas. Creemos que hasta que no pongamos las cosas en orden no vamos a ser felices. Jesús insiste en que el verdadero perdón (el de Dios) “desordena” las cosas porque no es calculador, sino exagerado, magnánimo. Derrota el pecado por elevación.


La lección de este domingo es humanamente incomprensible (yo diría que hasta escandalosa y provocativa), a menos que hayamos tenido la experiencia de haber sido perdonados alguna vez sin haber hecho méritos para ello. Cuando hemos vivido en carne propia lo que significa que Dios nos perdone “cuando aún éramos pecadores”, entonces empezamos a barruntar qué significa este poder que Dios tiene de hacer todo nuevo. Luego, como a tientas y siempre con avances y retrocesos, tratamos de replicar esta actitud divina en nuestras relaciones con los demás. Nos vamos adiestrando en la lógica del perdón (“hasta setenta veces siete”; es decir, siempre), pero chocamos una y otra vez con nuestros deseos de justicia reparativa y a veces con nuestras ansias de venganza. 

Si ya es difícil aplicar esta lógica a las relaciones interpersonales, se hace casi imposible cuando se trata de aplicar a las relaciones sociales, al mundo de la política y de la economía. Sin embargo, este es el sueño de Jesús. El Eclesiástico dice: “Si un ser humano alimenta la ira contra otro, ¿cómo puede esperar la curación del Señor? Si no se compadece de su semejante, ¿cómo pide perdón por sus propios pecados?”. La gran novedad de Jesús consiste en invertir el orden: “Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo rogaste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?”. Podemos perdonar porque hemos sido perdonados.

sábado, 16 de septiembre de 2023

Cambiar, traicionar, mentir


¿Tenemos que pensar siempre igual a lo largo de nuestra vida? No necesariamente. Podemos cambiar. ¿Qué diferencia hay entre cambiar y traicionar? Ateniéndonos solo al diccionario de la RAE, cambiar es “dejar una cosa o situación para tomar otra”; traicionar implica “quebrantar la fidelidad o lealtad que se debe guardar o tener”. Donde hay vida, hay cambio constante, sin que esto implique necesariamente una corrupción de nuestra identidad. Siempre somos “los mismos”, aunque no siempre seamos “lo mismo”. El cambio es una consecuencia lógica del carácter evolutivo de la existencia humana.

Podemos -y debemos- cambiar cuando percibimos nuevos aspectos de la verdad que antes nos pasaban desapercibidos. El cambio es el resultado, pues, de nuestra apertura a la verdad y de la escucha atenta de nuestra conciencia. A veces, el cambio se refiere a aspectos menores (cambiamos de trabajo, lugar de residencia, opinión, etc.), pero, en ocasiones, puede implicar un cambio de nuestra opción fundamental en la vida. En ese caso -sobre todo cuando nos referimos a algo que tiene que ver con nuestra actitud ante Dios- hablamos de “conversión”. Pero siempre en el horizonte amplio de búsqueda de la verdad.


La traición, por el contrario, implica infidelidad o deslealtad. No cambiamos porque hemos descubierto un aspecto más profundo de la verdad, sino por intereses espurios: búsqueda de mayor placer, honor, ganancia, prestigio, etc. La traición, pues, huye de la verdad, aunque a veces se disfrace de ella. La traición es un demonio que se presenta sub angelo lucis (en forma de ángel de luz). No tiene en cuenta los principios y valores, sino solo los intereses, ganancias y apetencias. 

La traición pasa por encima de afectos, acuerdos y compromisos, aunque normalmente encuentra subterfugios para que no se vea clara su estrategia. Para ello, la traición se sirve a menudo de la mentira. Mentir no es, sin más, cambiar de opinión (lo cual puede ser encomiable y hasta obligatorio en algunos casos), sino “decir o manifestar lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa”. Mentir, por lo tanto, significa ir contra la verdad percibida como tal, camuflar la traición con el disfraz de la adulación, la corrección política, el engatusamiento, etc.


Viene todo esto a cuento de lo que estamos viviendo en los últimos meses en la política española. Si no estamos atentos, fácilmente nos dan gato por liebre. Pareciera que la frase atribuida a Aristóteles -Amicus Plato, sed magis amica veritas (Platón es mi amigo, pero más amiga es la verdad)- ha sido sustituida por el chascarrillo encasquetado a Groucho Marx: “Estos son mis principios, pero si no le gustan, tengo otros”. Disfrazar de política noble  lo que son simples mentiras o traiciones inaceptables es una de esas añagazas que algunos políticos usan para conquistar el poder o mantenerse en él. 

Si, además, son revestidas de palabras talismán (diálogo, entendimiento, progresismo) y amplificadas por algunos medios de comunicación social, entonces los ciudadanos estamos casi condenados a comulgar con ruedas de molino. No hay nada más frustrante que darte cuenta de que te están engañando y, al mismo tiempo, no disponer de herramientas útiles para defenderte.

En momentos así, la filosofía nos ayuda a no confundir los términos, a hacer un buen discernimiento y a no dejarnos engañar. Cuando más rimbombantes sean los argumentos y más seductoras las palabras, más debemos sospechar que hay gato encerrado. La democracia se debilita cuando perdemos nuestra capacidad crítica, nos dejamos anestesiar por los demagogos de turno y preferimos quedarnos en casa para no complicarnos la vida. Hay que reaccionar con lucidez y valentía antes de que sea demasiado tarde y la violencia empiece a enseñar sus garras.

jueves, 14 de septiembre de 2023

Cruces escondidas


La fiesta de hoy se llama La Exaltación de la Santa Cruz. Los cristianos “exaltamos” la cruz no porque un instrumento de tortura sea digno de alabanza en sí mismo, sino porque en ella se ha consumado la mayor entrega por amor. En realidad, exaltamos el amor de Dios al mundo en el sacrificio de Jesús. No sé si somos conscientes de este trasfondo cuando nos colgamos una cruz al pecho o la colocamos en algún lugar de nuestras casas e iglesias. 

Podemos gloriarnos en la cruz de Jesús como símbolo de salvación si al mismo tiempo procuramos abrir los ojos ante las cruces “escondidas” que nos rodean. Las cruces visibles atraen, repelen, provocan o desestabilizan. Pero hay cruces invisibles que mortifican a las personas y a las que casi nadie presta atención. Hago memoria de algunas situaciones que pueden estar a pocos metros de nosotros:
  • Niños y adolescentes que sufren acoso escolar por el color de su piel, su obesidad, su forma de hablar o de vestir, etc.
  • Homosexuales que esconden su orientación sexual por miedo a ser ridiculizados o excluidos.
  • Adolescentes y jóvenes que no ven sentido a sus vidas y piensan en el suicidio como la única salida a su túnel oscuro.
  • Deprimidos que se atiborran a pastillas para hacer un poco más soportable el peso de la vida y seguir ofreciendo una imagen de bienestar.
  • Parejas y matrimonios que conviven bajo el mismo techo, pero hace tiempo que no se comunican porque no tienen nada que decirse, excepto reproches e insultos.
  • Cuidadores de enfermos y ancianos que se sienten exhaustos y tienen que seguir poniendo buena cara para que todo el mundo valore su trabajo.
  • Trabajadores que llevan tiempo quemados, pero no pueden tirar la toalla porque necesitan el dinero de su salario para sobrevivir.
  • Padres y madres de familia que no encuentran un trabajo estable y se sienten incapaces de salir del pozo.
  • Toxicómanos que se prometen a sí mismos una y mil veces que van a dejar la droga, pero la adicción acaba derrotándolos.
  • Enfermos desahuciados que se enfrentan a la inminencia de la muerte sin ningún horizonte de esperanza.
  • Inmigrantes que habían soñado un futuro mejor y se ven abocados a vivir de manera miserable en un cuarto alquilado y a trabajar saltuariamente en lo que nadie quiere.
  • Víctimas de abusos que llevan encima una losa de la que no se pueden desembarazar.
  • Sacerdotes que no dan abasto para atender sus responsabilidades pastorales sin encontrar ninguna satisfacción en lo que hacen y padeciendo el desprecio de algunos.
  • Ancianos que hace tiempo que desean morirse porque nadie les presta atención y se sienten carcomidos por la soledad.


Estas cruces “escondidas” solo pueden volverse redentoras cuando se unen a la única Cruz victoriosa, la de Jesús. Es difícil comprenderlo porque el amor no tiene explicación. El escándalo no es de hoy. Viene de lejos. Pablo acuñó una fórmula que llega intacta hasta nuestros días: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados —judíos o griegos—, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1 Cor 1,23-24). 

No hay verdadera salvación donde las cruces “escondidas” no son veneradas. Por eso, todas las propuestas científicas, políticas, económicas y religiosas que ocultan estas realidades, que pretenden lavar la cara a un mundo descompuesto, acaban siendo frustrantes e incluso manipuladoras. Exaltar la cruz de Cristo es mirar a las cruces escondidas de sus hermanos sufrientes.

miércoles, 13 de septiembre de 2023

Hágase tu voluntad


La figura de san Juan Crisóstomo, cuya memoria celebramos hoy, no es muy popular. Y, sin embargo, vivió una vida apasionante. Es uno de los cuatro grandes padres de la Iglesia de Oriente, junto con Atanasio de Alejandría, Basilio el Grande y Gregorio Nacianceno. Murió el 14 de septiembre del año 407. En el Oficio de Lecturas de hoy leemos un fragmento de la homilía que pronunció antes de partir para el destierro. Escojo los párrafos que me parecen más iluminadores para nuestra situación:
“Muchas son las olas que nos ponen en peligro, y una gran tempestad nos amenaza: sin embargo, no tememos ser sumergidos porque permanecemos de pie sobre la roca. Aun cuando el mar se desate, no romperá esta roca; aunque se levanten las olas, nada podrán contra la barca de Jesús. Decidme, ¿qué podemos temer? ¿La muerte? Para mí la vida es Cristo, y una ganancia el morir. ¿El destierro? Del Señor es la tierra y cuanto la llena. ¿La confiscación de los bienes? Sin nada vinimos al mundo, y sin nada nos iremos de él. Yo me río de todo lo que es temible en este mundo y de sus bienes. No temo la muerte ni envidio las riquezas. No tengo deseos de vivir, si no es para vuestro bien espiritual. Por eso, os hablo de lo que sucede ahora exhortando vuestra caridad a la confianza”.

Para Juan Crisóstomo no hay situación humana que pueda hacer naufragar la barca de Jesús. Para cada posible crisis encuentra luz y fuerza en la Palabra de Dios. Hoy, atemorizados también por los problemas internos que vivimos en nuestra Iglesia y por los ataques externos, necesitamos redoblar una confianza como la de Juan Crisóstomo. Esta confianza no va a venirnos de los éxitos o de las estrategias humanas, sino de la escucha atenta de la Palabra de Dios. Quien se alimenta de ella encuentra sentido a todo lo que sucede, incluyendo las situaciones adversas. Lo importante es reconocer que Cristo nunca abandona a su comunidad:
“Cristo está conmigo, ¿qué puedo temer? Que vengan a asaltarme las olas del mar y la ira de los poderosos; todo eso no pesa más que una tela de araña. Si no me hubiese retenido el amor que os tengo, no hubiese esperado a mañana para marcharme. En toda ocasión yo digo: «Señor, hágase tu voluntad: no lo que quiere éste o aquél, o lo que tú quieres que haga». Éste es mi alcázar, ésta es mi roca inamovible, éste es mi báculo seguro. Si esto es lo que quiere Dios, que así se haga. Si quiere que me quede aquí, le doy gracias. En cualquier lugar donde me mande, le doy gracias también”.
Vivimos en una cultura que ha sacralizado la propia voluntad. Creemos que seremos más felices cuando hagamos nuestra real gana. Y, sin embargo, el secreto de la existencia consiste en estar abiertos a la voluntad de Dios. Lo que Él quiera siempre será el supremo bien para nosotros. Los santos de ayer se convierten en maestros de hoy. Expuestos a crisis y persecuciones, han madurado su fe. Por eso, su palabra tiene la fuerza de quien ha sido pasado por el crisol de la prueba. No suena a consejo barato, sino a palabra de vida. Necesitamos apreciar más el tesoro de los grandes testigos en la historia de la Iglesia.