martes, 30 de junio de 2020

Las tres manzanas

El título de la entrada de hoy no tiene nada que ver con el cuento de Las tres manzanas incluido en Las mil y una noches, sino con las tres manzanas que cambiaron el curso de la historia de la humanidad. Me refiero a la manzana de Adán y Eva, a la de Isaac Newton y a la de Apple. En el primer caso, estamos hablando de un mito (Adán y Eva no son personajes históricos) y de una interpretación (el texto del Génesis habla de un fruto del árbol que está en medio del huerto (Gn 3,3); no especifica si se trata de una manzana, de una pera o de cualquier otra fruta apetecible). En el segundo caso (el de Newton), también nos estamos refiriendo a una historia inventada, pero es interesante recoger su enseñanza. Del tercero no digo nada de momento porque todos hemos visto en los dispositivos de Apple (palabra inglesa que significa precisamente “manzana”) la famosa manzana mordida. Es un símbolo omnipresente en esta moderna sociedad de la información.

¿Por qué la “manzana” (inexistente) de Adán y Eva tiene tanto poder simbólico? Porque de alguna manera evoca la enorme influencia de la cultura judeocristiana en Occidente. Es una forma de hablar de un Dios creador como origen de todo, del ser humano como criatura libre, del pecado como deseo de ser como Dios. La famosa (e inexistente) manzana genesíaca nos habla de nuestra permanente tendencia a hacer nuestra voluntad, del deseo de comer del árbol del bien y del mal, de ir más allá de los límites impuestos. No en vano, es en el terreno de la cultura judeocristiana donde han surgido el ateísmo, el secularismo, el comunismo y otras muchas formas de entender la vida humana sin referencia a Dios. Es como si la cultura occidental experimentara una incurable propensión a comer esa “manzana” que lo equipara a Dios. Es probable que la pandemia actual haya amortiguado un tanto esta tendencia, pero resurgirá pronto porque la llevamos en nuestros genes. En vez de ver a Dios como el que potencia al ser humano, seguimos viéndolo como un competidor; por eso, experimentamos la necesidad de “matarlo”.  Este fenómeno resulta extraño en Oriente donde la presencia de Dios parece permear todo, sin dualismos que nos empobrecen.

Isaac Newton (1643-1727) es considerado como uno de los mejores científicos de todos los tiempos. Fue el primero en demostrar que las leyes naturales que rigen el movimiento en la Tierra y las que gobiernan el movimiento de los cuerpos celestes son las mismas. Se puede decir con un ejemplo. La fuerza de atracción gravitatoria que hace caer un fruto a la tierra desde un árbol es la misma que mantiene a la Luna en torno a nuestro planeta. La tradición popular ha ligado el descubrimiento de esta ley física a una manzana, pero parece demostrado que nunca le cayó a Newton una manzana encima de la cabeza. En estos casos, la historia cuenta poco. La leyenda se impone. La “manzana de Newton” se ha convertido en un símbolo de la búsqueda científica, de la pasión por desentrañar las leyes de la naturaleza y de las llamadas experiencias eureka. Esta “manzana” sigue siendo muy atractiva hoy. Vivimos una verdadera fe en la ciencia, por más que esta confianza no se traduzca siempre en inversiones, dedicación, seriedad metodológica, etc. Solemos ser científicos de boquilla, pero, a la hora de la verdad, nos dejamos llevar por otros elementos que a duras penas pueden resistir el control científico.

Llegamos así a la tercera y más actual manzana, la de Steve Jobs (1955-2011), cofundador y presidente ejecutivo de Apple, la empresa estadounidense que diseña y produce equipos electrónicos, programas informáticos y servicios en línea. ¿Quién no ha visto en infinidad de lugares su famoso logo corporativo? Parece que, en su origen, el logo de Apple pretendía conectar con la célebre manzana de Isaac Newton. Era una forma de resaltar el avance científico. Pero hay también una curiosa leyenda urbana que considera que el mordisco de la manzana es un homenaje al matemático británico Alan Turing, quien se suicidó comiendo una manzana envenenada con cianuro. El arco iris de colores que figuraba en el logo desde 1977 a 1998 haría referencia a la bandera arco iris, una especie de homenaje velado a la homosexualidad de Turing. Parece que ninguna de estas teorías ha sido confirmada. En cualquier caso, la manzana mordida se ha convertido en el gran icono de la sociedad de la información en la que nos encontramos inmersos. 

¿Quién nos iba a decir que un saludable fruto como la manzana iba a tener tanta carga simbólica? Sabíamos que “an apple a day keeps the doctor away” (una manzana al día mantiene lejos al médico), pero no que las manzanas pueden cambiar el curso de la historia. Quizá por eso son tan caras en los países tropicales.


lunes, 29 de junio de 2020

Los líos de Pedro y Pablo

Aunque es probable que más de un lector esté pensando que voy a escribir sobre ese “camarote de los hermanos Marx” formado por Pedro (Sánchez) y Pablo (Iglesias) −presidente y vicepresidente respectivamente del gobierno de España−, en realidad me estoy refiriendo a Pedro (de Betsaida) y a Pablo (de Tarso), cuya fiesta conjunta celebramos hoy. Fueron dos figuras esenciales en la iglesia primitiva. Algunos dicen que, aunque Pedro tuviera el primado, fue mucho más influyente Pablo. Los dos eran judíos. Ambos comprendieron que Jesús no era solo para su pueblo, sino un “patrimonio de la humanidad”. Con más o menos convencimiento y energía, abrieron el Evangelio y la comunidad eclesial al mundo pagano. Por eso, podemos creer hoy sin necesidad de pertenecer al antiguo “pueblo elegido”. Cuando hablo de sus “líos” no me estoy refiriendo a las discusiones que tuvieron acerca del alcance de esta apertura (cf. Gal 2,11-14), sino a la alteración que produjo su actitud, que va en la línea del famoso “hagan lío” que el papa Francisco dirigió a los jóvenes argentinos en la JMJ de Río de Janeiro (2013): “Quiero que salgan fuera. Quiero que la Iglesia salga a la calle”. Cuando uno lee los Hechos de los Apóstoles se da cuenta de que primero Pedro y luego Pablo se tomaron en serio las palabras de Jesús: “Poneos, pues, en camino, haced discípulos a todos los pueblos y bautizadlos para consagrarlos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, enseñándoles a poner por obra todo lo que os he mandado” (Mt 28,19).

Creo que hoy tenemos que recuperar este entusiasmo evangelizador a través de un testimonio a pie de calle, en el tú a tú de nuestra vida cotidiana. Es verdad que Internet nos brinda muchas posibilidades de realizar un anuncio nuevo, pero ninguna estrategia sustituye al encuentro interpersonal. En este sentido, creo que los laicos serán los grandes evangelizadores en el siglo XXI. De hecho, ya lo están siendo. Me admiro de la cantidad de iniciativas catequéticas, artísticas, solidarias y litúrgicas animadas por laicos. Los meses de la pandemia han provocado una verdadera avalancha. Este “lío” no sustituye al trabajo de acompañamiento paciente (que es el que ayuda a madurar), pero es imprescindible para encender la chispa. Hay sacerdotes que saben animar y apoyar estos carismas de los laicos. Otros (pocos) se sienten amenazados y postergados. Reivindican enseguida su autoridad: “Le curé c’est moi” (el párroco soy yo). Cada vez serán más inútiles estas regresiones autoritarias. Estoy convencido de que solo con un acercamiento sinodal podemos ir haciendo camino. Quien sepa estimular iniciativas, potenciar carismas y aunar fuerzas estará en condiciones de liderar esta marcha. 

Tradicionalmente, hoy se celebraba “el día del papa” en cuanto sucesor de Pedro. Creo que más que ensalzar o criticar al actual papa Francisco (tarea a la que somos muy dados), la mejor manera de celebrar el sentido del “ministerio petrino” es secundarlo. No se trata de imitar su estilo personal (que es intransferible y no siempre del agrado de todos), sino de tomar en serio aquellas orientaciones que señalan el camino de la Iglesia en este tiempo. Es probable que algunas nos resulten demasiado exigentes o desestabilizadoras, pero quizá por eso son las que más nos pueden ayudar a madurar como creyentes y evangelizadores. Una de ellas es la de “salir”, la de no permanecer acomodados en nuestros cuarteles de invierno, eternamente confinados, como si la pandemia fuera, en realidad, una metáfora de una sociedad contaminada que nos inspira temor. Ahora que estamos empezando a “salir” a la calle después de meses de reclusión, es una excelente oportunidad para recordar que estamos llamados a ser “Iglesia en salida”, a “hacer lío”, a llegar donde no llegan las estructuras establecidas. Necesitamos muchos Pedros y Pablos que tengan la valentía de ir más allá de lo que hasta ahora nos parecía normal. La “nueva normalidad” al menos, desde el punto de vista eclesial debería ser un poco “anormal”, más callejera y menos sacristana.



domingo, 28 de junio de 2020

Renunciar y acoger

Confieso que el Evangelio de este XIII Domingo del Tiempo Ordinario pone palabras a experiencias que afectan muy de lleno a mi vida misionera. Leídas fuera de contexto, pueden sonar innecesariamente duras, por no decir inhumanas. Recordémoslas: “El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no coge su cruz y me sigue no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará”. Es como si Jesús relativizara demasiado algo que seguimos considerando sagrado (la familia) y nos pidiera ir contra uno de los valores supremos de nuestra cultura (la autorrealización). El verbo que colorea la primera parte del Evangelio de hoy es “renunciar”. Cualquier seguidor de Jesús tiene que renunciar a muchas cosas para ir detrás de Él. En el caso de los religiosos y consagrados, algunas de estas renuncias se hacen más visibles. Uno puede llegar a tener la impresión de que se queda en el aire: renuncia a formar una familia, a tener posesiones propias y a programar su vida con autonomía. ¿Qué le queda? ¿Dónde encontrar un punto de apoyo? Ciertamente en Dios – solo Dios basta – pero también en aquellas personas que visibilizan la acogida de Dios.

Por eso, hay otro verbo que se une al verbo “renunciar” y que, en cierto, sentido lo equilibra y complementa.  Es el verbo “acoger” (o recibir), que domina la segunda parte del Evangelio: “El que os recibe a vosotros me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo tendrá paga de justo. El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro”. Los cristianos somos invitados a acoger a todos y, de manera especial, a quienes han renunciado a tener una vida privada para entregarse a los demás: el profeta, el justo, el discípulo. En este juego de “renuncias” por Jesús y de “acogidas” por ser de Jesús se sustancia la vida del discípulo. Creo que con frecuencia se da una correlación entre ambas. Cuando uno “renuncia” de buen grado a muchas cosas (relaciones, propiedades, proyectos) por Jesús, por todas partes experimenta la “acogida” de quienes se sienten llamados a ser signo de la acogida de Dios. No tiene una casa propia, pero es acogido en las casas de muchas personas. No tiene una familia propia, pero muchas familias lo consideran uno de los suyos. No puede hacer muchos planes, pero los compromisos van surgiendo como si alguien le llevara la agenda personal. Esta es la paradoja de quienes deciden seguir a Jesús con todas las consecuencias: renuncian a mucho, pero encuentran todo. El mismo Jesús dice: “el céntuplo en esta vida (con persecuciones), y la vida eterna”.

Meditando el Evangelio de este domingo, me vienen a la cabeza dos preguntas: ¿He aprendido a renunciar sin guardarme nada? ¿He aprendido a acoger sin poner límites? La conjugación de ambos verbos siempre es deficitaria. Ni renunciamos a todo, ni acogemos a todos, pero, por lo menos, sabemos cuál es la dirección señalada por Jesús. Quien aprende a renunciar lo hace siempre por un bien superior. Quien aprende a acoger puede encontrarse con Dios cuando menos lo piensa. Comprendo que estos dos verbos (renunciar y acoger) no son muy actuales, pero nos abren las puertas de otra forma de entender la vida. Hay un refrán castellano que dice: “El huésped y la pesca, a los tres días apesta”. A la luz del Evangelio de hoy, yo preferiría transformarlo así: “Quien a un huésped acoge, al mismo Cristo recoge”. En un mundo lleno de exclusiones, adiestrados últimamente en ese raro deporte llamado “distanciamiento social”, temerosos de ser contagiados por cualquiera, necesitamos aprender a dar un vaso de agua fresca a quien que lo necesite. Ningún gesto de acogida caerá en saco roto.

Os dejo con una preciosa versión de Let the Lower Lights Be Burning. Feliz domingo.




viernes, 26 de junio de 2020

Pasear es vivir

Ahora que nos vamos cansando de tanta reclusión doméstica y que las videollamadas comienzan a estresarnos, es hora de caminar. Es como si, tras meses de postración, Jesús nos dijera: “¡Levántate y anda!”. Creo que todos hemos experimentado el poder terapéutico del paseo. A veces, cuando uno está con la cabeza un poco atolondrada y se le cruzan los cables, basta salir a la calle y ponerse en camino para que las cosas se aclaren y la vida se vea de otra manera. Las grandes epopeyas se han hecho caminando. El pueblo de Israel se hizo pueblo atravesando durante años un interminable desierto. Jesús formó a sus discípulos caminando de Galilea a Jerusalén. La novedad cristiana era conocida en los primeros años como “el camino”. Jesús mismo utilizó esta metáfora para presentarse: “Yo soy el camino”. Y Antonio Machado acuñó una frase que lo mismo sirve para un artículo filosófico que para un pasquín callejero: “Se hace camino al andar”. Creo que nos pasa como al agua. Si permanecemos mucho tiempo detenidos, nos corrompemos. Sin embargo, si caminamos, si fluimos, nos mantenemos vivos, activamos todos los órganos y células de nuestro cuerpo para que se pongan a bailar la danza de la vida.

Yo ya me he dado algunos paseos por Roma, pero quiero hacerlo de manera más intensa y sistemática en los próximos días. Tengo en mi contra el calor creciente, pero tengo a mi favor la escasa presencia de turistas, lo que confiere a la ciudad un aire más sosegado, hermoso y entrañable. Si hay alguna ciudad en la que uno puede pasear hasta el infinito, esta es Roma. A pesar de llevar viviendo en ella casi 17 años, es mucho más lo que ignoro que lo que conozco. Incluso dentro del recinto histórico, hay muchas callejuelas, plazoletas y pasajes que nunca he visitado. Armado con una mochila ligera y una botella de agua, puedo dedicarme unos días al viejo arte de la exploración. La excusa me la brinda un curso que tengo que dar a una hora a pie desde mi casa. El hecho de ir y volver caminando me permite recuperarme del exceso de quietud vivido durante los largos meses del confinamiento. En contra de la opinión que a veces se tiene de Italia y España como dos países “anárquicos”, la verdad es que la población se ha comportado de manera impecable, como reconoce el corresponsal de The Guardian en Madrid. Esto ha permitido contener la expansión del virus. Esperemos que la apertura veraniega no eche al traste el esfuerzo realizado. Igual que hemos sido disciplinados en el confinamiento (con algunas excepciones), tenemos que serlo en la movilidad. 

Yo soy muy andariego. Me cuesta comprender a los jóvenes que para cualquier mínimo desplazamiento utilizan siempre el coche. Pertenezco a una generación habituada a caminar. De niño y de joven participé en muchos campamentos en los que eran frecuentes largas marchas por las montañas. Las sigo haciendo cada vez que regreso a mi pueblo natal. Me gusta caminar con otros, pero también solo. Cada modalidad tiene su encanto. Los paseos en grupo sirven para estrechar lazos y crear un clima de camaradería y hasta de confidencias si llega el caso. Los paseos en solitario permiten marcar el propio ritmo y practicar ese relajante deporte que consiste en “no pensar en nada”, casi imposible para las mujeres, pero muy frecuente entre varones. El hecho de abandonarse al ritmo de los pasos, respirar hondo y suspender la actividad mental es casi como una regresión a la vida vegetativa, pero es también un modo de no estar siempre “conectados”. Es vivir en estado elemental, conceder a las neuronas un período de vacaciones para que sus posteriores conexiones sean más rápidas y fecundas. En fin, que si la muerte se equipara a la quietud suprema, la vida se activa cuando nos ponemos en movimiento. Por eso, pasear es vivir



jueves, 25 de junio de 2020

El pasado ilumina el futuro

No sé si un célibe como yo debería escribir una entrada como la de hoy, pero me arriesgo. Me sorprenden las conclusiones de un reciente estudio realizado por el Observatorio Demográfico CEU. Según él, los efectos de la pandemia del Covid-19 hubieran sido mucho menos negativos en España si viviéramos como en 1970; es decir, si la media del número de hijos por mujer fuera de 2,8 (y no de 1,23 como es ahora), si hubiera pocas separaciones y divorcios (actualmente la mitad de los matrimonios acaban en divorcio), si la mayoría de los ancianos vivieran en sus casas o con sus familiares (actualmente, un buen porcentaje vive en residencias para mayores). Si no se hubieran producido estos drásticos cambios en los últimos 50 años, hoy en España habría unos 20 millones más de personas menores de 43 años. La población sería, pues, más numerosa y más joven, como sucede en países de nuestro entorno como Francia, Inglaterra o Italia. Menos gente hubiera vivido el confinamiento en soledad (en 1970, solo el 2% de los españoles vivían solos; hoy la cifra sube al 11%). Y no hubieran fallecido tantos ancianos agrupados en residencias para mayores. 

Como es lógico, con los mismos datos caben explicaciones e interpretaciones de todo tipo. Para algunos, esta evolución es un signo evidente de modernidad. La mujer se ha “liberado” de su papel de reproductora y cuidadora de hijos y personas mayores. Ha adquirido autonomía afectiva, laboral y económica. Esta es una conquista. No se puede dar marcha atrás. Para otros, se trata de indicadores de una sociedad que ha perdido el rumbo y que no cree ya en el futuro. Está cavando su propia tumba. 

Sin entrar ahora en juicios éticos, hay un hecho objetivo que no se puede silenciar: en 2019 en España nacieron menos del 60% de hijos de españolas que en el año 1976. Si los niños representan el futuro, esto significa que España tiene un 60% de menos de futuro que hace 40 años. Aparte de opciones personales basadas en visiones de la vida, ¿qué es lo que animaría a tener más hijos? Los expertos coinciden en que hay algunas medidas adoptadas ya por otros países que están siendo eficaces: implicar a ambos progenitores en el cuidado de la prole; hacer leyes que faciliten compaginar mejor la vida familiar y laboral; establecer desgravaciones fiscales; implantar medidas económicas de sostén a la maternidad y a la familia; apoyar también a las empresas porque para las pymes es muy difícil asumir ciertos costes, etc. 

La corta experiencia de los meses de pandemia nos ha mostrado que algunas medidas que no somos capaces de adoptar por criterios éticos u opciones políticas, nos vemos obligados a adoptarlas por imperativos sanitarios. Creo que, con respecto a la natalidad, el cuidado de los mayores, etc. (valores que siempre ha defendido la fe cristiana), puede suceder algo semejante. Cuando nos demos cuenta de que por el camino actual vamos hacia un abismo social, reaccionaremos, pero puede que entonces sea demasiado tarde. ¿Cómo abrir los ojos y, libres de prejuicios, plantear las cosas con la mayor objetividad posible?

No estoy proponiendo que regresamos a las condiciones sociales y culturales de 1970, aunque muchas personas me han dicho abiertamente que eran más felices en aquellos años que ahora, por más que hoy disfruten de una posición económica más holgada. Para mí, las preguntas clave son: ¿Cómo garantizar un progreso social que no implique “sacrificar” a los eslabones más débiles de la cadena humana (es decir, los niños y los ancianos)? ¿Cómo avanzar en los derechos de hombres y mujeres sin reducirlos solo al ámbito laboral y económico? Algunas madres jóvenes me han confesado en contra de lo que defienden con uñas y dientes varias corrientes feministas que para ellas no supone ninguna esclavitud, sino una inmensa alegría, renunciar al ejercicio de su profesión (o reducirlo en tiempo) para cuidar a sus hijos pequeños y llevar el hogar, que no se sienten por ello menos liberadas o menos modernas. 

Mis compañeros africanos y asiáticos se escandalizan cuando ven que nosotros, los europeos, dejamos a nuestros ancianos al cuidado de estructuras como residencias de mayores. Para ellos resulta inconcebible que quienes han sacado adelante una familia no sean cuidados hasta el final por la propia familia. La terrible crisis de humanidad vivida en muchas residencias durante estos meses de pandemia, ¿no es suficiente para abrirnos los ojos? ¿Qué tipo de mundo estamos construyendo? ¿Cuáles son nuestros valores? ¿Damos más importancia a tener un fin de semana libre que al cuidado de nuestros padres y abuelos? Reconozco que el estudio del CEU es solo un punto de vista, pero me hace pensar. Conocer bien el pasado nos ayuda a plantear mejor el futuro.


miércoles, 24 de junio de 2020

¡Cuídate, Junípero!

Anoche fue una de esas noches que en los últimos tiempos se califican de “mágicas”. Tanto el solsticio de verano (en el hemisferio norte) como el de invierno (en el hemisferio sur) tienen todo el atractivo ligado al milagro de la luz menguante y creciente. Imagino que este año los ritos asociados (hogueras, saludo al sol naciente, baños en el mar, etc.) habrán estado en sordina debido a las medidas restrictivas provocadas por la pandemia. Yo me limité a subir a la terraza de mi casa y despedir el día más largo del año junto a algunos de mis compañeros. 

Teniendo en cuenta la fuerza simbólica de los solsticios, se comprende mejor por qué la Iglesia colocó la fiesta del nacimiento de Juan el Bautista en el solsticio de verano (24 de junio) y la de Jesús en el solsticio de invierno (25 de diciembre). Juan es la luz que mengua y Jesús la luz que crece. Claro, que esto es válido para el hemisferio norte. En el hemisferio sur todo el simbolismo se vuelve del revés. En cualquier caso, es hermosa esta simbiosis entre ciclos cósmicos, tradiciones culturales y liturgia cristiana. En la antigüedad, la Iglesia fue maestra en este arte. No sé si lo está consiguiendo hoy. Se requiere una nueva, poderosa y sugestiva inculturación. Parece que es más fácil hacerlo en contextos donde la naturaleza se reconoce como el primer libro de Dios que en otros en los que las creaciones del hombre ocupan el primer plano.

Aunque admiro mucho a Juan el Bautista, hoy me fijo en otro asunto. No entiendo por qué han derribado la estatua de fray Junípero Serra en San Francisco o por qué la han vandalizado en Palma de Mallorca, su tierra natal. Lo tildan de racista y explotador de los indios. Me temo que algunos de estos “nuevos inquisidores” no tienen ni la más remota idea de quién fue fray Junípero Serra, el apóstol de California, canonizado por el papa Francisco en 2015. O se han dejado llevar por la propaganda encargada de denostar su figura y borrar toda huella hispana en Estados Unidos. Una de las misiones fundadas por él en 1771 – la misión de San Gabriel, en el área metropolitana de Los Ángeles – la llevamos los claretianos desde 1908. He tenido ocasión de visitarla en varias ocasiones. Eso me permitió acercarme a la vida de Junípero, que es apasionante y relativamente larga para la época. Murió a los 70 años. Creo que, sin dejar de ser un hombre de su tiempo, impulsó una evangelización respetuosa y promotora de los indígenas. 

El siglo XVIII no era el siglo XXI.  Si a cualquier personaje histórico le aplicásemos los baremos éticos actuales, no quedaría títere con cabeza. No se salvaría ni uno, quizá ni el mismo Jesús. Comprendo que se quieran eliminar algunos símbolos que ensalzan a personajes siniestros (como Hitler, Stalin, Mao y tantos otros), pero me opongo a la eliminación de cualquier vestigio histórico por el simple hecho de que no coincida con nuestros gustos estéticos o criterios éticos actuales. Si así fuera, ¡hasta los que parecen más grandes (por ejemplo, Séneca, Leonardo da Vinci, Gandhi o Nelson Mandela) podrían ser tachados, sin escarbar demasiado, de misántropos, misóginos, machistas, homófobos, racistas, depredadores y otras lindezas por el estilo!

No creo que ningún historiador serio proceda así. Solo las personas muy ideologizadas, fanáticas y con poca formación histórica emprenden esta moderna iconoclastia. Pero como la historia tiene sus propios mecanismos de venganza, quienes desprecian y vandalizan a los “héroes” del pasado están poniendo las bases para ser despreciados ellos mismos dentro de una generación. En este punto, como en tantos otros, la Biblia es una guía en medio del laberinto humano. Una de las cosas que más me gustan de la Biblia y singularmente del Antiguo Testamento es que se trata de un conjunto de libros “políticamente incorrectos” que no superarían la estrecha y mojigata censura contemporánea.  En ellos se cuentan historias de amor y venganza, guerras y asesinatos, pasiones y adulterios, hechos grandiosos y pecados. No se libra nadie, ni siquiera el gran David. La Biblia no esconde la cara B de la historia humana para hacer una presentación edulcorada. Al contrario, nos muestra que la acción misericordiosa de Dios se va abriendo paso en la trama de las vicisitudes humanas, con toda su carga de belleza y fragilidad, de fidelidad y traición. Maquillar la historia significa no aceptar de dónde venimos y, por tanto, construir el futuro sobre fundamentos falsos y endebles. Creo que a estos modernos inquisidores e  iconoclastas no les vendría mal hacer un examen de conciencia para ver que en su propia vida no todo ha sido luminoso y, sin embargo, no es sano esconderlo o ignorarlo, sino aceptarlo e integrarlo para seguir viviendo. 

martes, 23 de junio de 2020

Me fío de Teresa

Tengo en la pantalla del ordenador el informe de hoy de la Universidad Johns Hopkins. Las cifras no invitan a la esperanza: 9.098.855 casos confirmados de Covid-19 en el mundo y 472.172 fallecidos. Cada poco tiempo cambian. Los números se disparan en Estados Unidos y Brasil. Crecen velozmente en México e India. Se contienen en Europa. Ya no sé qué decir. Nos está costando volver a la vida normal. Recibo un mensaje de un amigo mío chino en el que me dice que la situación en Beijing es alarmante y que no me fíe de los informes oficiales. Dividida Europa e infectado Estados Unidos (no solo por el Covid-19), el campo queda expedito para la potencia asiática. Veremos cuáles son los próximos movimientos en este inmenso tablero de ajedrez que es el mundo globalizado. 

Me escribía hace días una amiga pidiéndome que dijera algo sobre “cómo restaurar la confianza” en tiempos tan fluidos e inciertos como los actuales. No tengo ninguna fórmula secreta. Recuerdo el principio teresiano: “Nada te turbe, / nada te espante, / todo se pasa, / Dios no se muda, / la paciencia / todo lo alcanza. / Quien a Dios tiene / nada le falta: / solo Dios basta”. Pocas veces me han parecido más verdaderas y necesarias estas palabras. El “todo se pasa” habría que aplicarlo a la incertidumbre creada por la pandemia, pero, sobre todo, a la impresión que cada generación tiene de estar viviendo un momento único. Dentro de unos años, nos parecerá una pesadilla. La vida es tan frágil y a la vez tan fuerte que siempre se abre paso. Pero lo hace en permanente batalla con la muerte. Hay un himno pascual que resume muy bien, con la fuerza lacónica del latín, esta tensión: “mors et vita duello” (la muerte y la vida en duelo). Tenemos que acostumbrarnos.

El “todo se pasa” es una consecuencia del “solo Dios basta” (hace tiempo que, por recomendación de la RAE, no uso la tilde con el adverbio “solo”, por más que lo haya estado haciendo toda mi vida). Si es verdad que “solo Dios basta”, que Él es la única realidad sobre la que se puede fundamentar la vida, ¿por qué andamos dando tumbos, como esperando una extraña fórmula mágica que nos dé el secreto de la felicidad? ¿Por qué nos turbamos y nos espantamos ante una pandemia? ¿Por qué nos cuesta tanto creer a quienes paradójicamente nos llamamos “creyentes” − que “quien a Dios tiene, nada le falta”? Valoro mucho lo que la ciencia puede aportarnos para comprender el misterio de la vida y encontrar nuevas formas de abordarlo, pero eso no significa que coloque toda mi confianza en ella. En una reciente entrevista, el astrofísico británico Martin Rees responde así al periodista que le pregunta por lo que más le sorprende de la vida: “Cuanto más aprendo sobre el mundo natural, más asombroso me parece. Piense en la elaborada cadena de procesos químicos sincronizados que tiene que ocurrir cada vez que una mosca agita sus alas. Estos son probablemente misterios para siempre más allá de la comprensión humana”. Que un científico de la talla de Rees se atreva a hablar de “misterios para siempre” cuando la pretensión de la mayoría de los científicos es llegar a desvelar la trama de la vida, no deja de sorprenderme.

Valoro mucho lo que la ciencia nos aporta, pero mis verdaderos guías espirituales no son los científicos, sino los místicos; es decir, aquellos hombres y mujeres que han “experimentado” (uso de forma deliberada este verbo) por pura gracia algo del Misterio insondable de Dios y nos ofrecen pistas seguras, por más que sean débiles. El principio teresiano “quien a Dios tiene, nada le falta” es la fuente de mi seguridad y confianza en la vida. Cualquier otra fuente es siempre provisional y contingente. ¿Cuál es la actitud o la virtud que Teresa nos recomienda a los creyentes en momentos de prueba? Es una que no goza de buena prensa en tiempos acelerados y cambiantes como los nuestros: la paciencia. Frente a la ira − que es la reacción espontánea cuando las cosas no salen como habíamos programado o imaginado – la paciencia nos ayuda a sobrellevar los contratiempos y dificultades con la esperanza de un bien mayor. No se trata simplemente de resignarnos, sino de esperar confiadamente y de ponernos en camino. 

Hoy se ha puesto de moda el concepto de resiliencia. Este vocablo castellano viene del inglés “resilience”, que a su vez proviene del latín “resiliens”, participio presente del verbo “resilire”, que significa “saltar hacia atrás, rebotar, replegarse”. La RAE define la “resiliencia” como la “capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos”, pero el significado ha ido evolucionando en los últimos años. En cualquier caso, uno puede ser “resiliente” o “paciente” cuando ha experimentado que “quien a Dios tiene, nada le falta”. Sin este anclaje, la paciencia y la confianza acaban disolviéndose frente al empuje de muchas experiencias adversas. Creo que podemos fiarnos de Teresa. Los grandes místicos son los mejores guías en tiempos de crisis. No son meros charlatanes. Su fe ha sido puesta a prueba en crisis mucho más hondas que las que nosotros podemos experimentar hoy. Han salido acrisolados como el oro en el fuego.


lunes, 22 de junio de 2020

¿Enterradores o parteros?

Con coronavirus o sin él, hay muchas cosas que están muriendo en esta vieja Europa. Una de ellas es la vida religiosa, al menos tal como la hemos conocido en los últimos siglos.  Raro es el día en que no leo alguna noticia que habla del cierre de un monasterio, un convento o una casa religiosa. El número de sacerdotes, religiosos y religiosas no cesa de disminuir. En ocasiones, se llega a situaciones dramáticas: dos o tres monjas ancianas viviendo solas en un viejo caserón que no pueden mantener. O un cura rural atendiendo más de una docena de pueblos pequeños, en los que la mayoría de la población son ancianos. Quienes tienen responsabilidades de gobierno se ven obligados a tomar decisiones que no querrían tomar, pero que vienen impuestas por las circunstancias. Cierres, reorganizaciones y fusiones se han convertido en palabras de moda. Mientras tanto, salvo contadas excepciones, el número de nuevas vocaciones es exiguo si tomamos como punto de referencia el de hace 50 años. ¿Qué futuro nos aguarda? ¿Hay que contentarse con que “el último apague la luz”? Varias publicaciones de signo conservador parecen casi alegrarse de esta crisis porque la ven como una consecuencia lógica de la orientación equivocada que tomó la vida religiosa tras el Concilio Vaticano II. Según ellos, una vida religiosa “mundanizada” ha acabado por perder su sabor. De aquellos polvos, estos lodos.

Veo las cosas desde dentro (porque formo parte de este contexto europeo y soy religioso) y un poco desde fuera (porque he tenido la oportunidad de conocer la pujanza de la vida consagrada en algunas partes de América y, sobre todo, en Asia y África). No es fácil hacer un diagnóstico certero. A primera vista, pareciera que, desde un punto de vista sociológico, las vocaciones estuvieran ligadas a tres variables: ambiente de fe, familias numerosas y pobreza sociológica. Las cosas no son tan sencillas, pero dan una pista. Es evidente que las tres han sufrido fuertes transformaciones en las últimas décadas en Europa. Surgen muchas preguntas: ¿Es que Dios solo llama a quienes proceden de familias muy creyentes, numerosas y pobres? ¿Acaso la vida consagrada no supone ya ninguna atracción para los jóvenes ultramodernos? ¿Ha cumplido ya su larga misión histórica y tiene que morir para que surjan nuevas formas laicales de seguir a Jesús? Solo la perspectiva del tiempo nos permitirá entender mejor lo que hoy estamos viviendo, pero es indudable que muchos se sienten como “enterradores” de un estilo de vida que fue, que sigue siendo (aunque un poco lánguido) y que probablemente no será más (al menos, bajo algunas formas conocidas). ¿Vale la pena adherirse a un grupo humano que está más preocupado por “enterrar” con dignidad lo que en otro tiempo fue floreciente que en explorar nuevas formas de vivir el Evangelio? En definitiva, ¿estamos llamados a ser “enterradores” de lo viejo o “parteros” de lo nuevo? La pregunta es retórica y un poco dualista, pero me parece que ayuda a poner sobre la mesa, sin demasiados matices, la realidad que estamos viviendo.

Estoy convencido de que el Espíritu Santo está suscitando hoy, como lo ha hecho siempre, modos nuevos de seguir a Jesús que respondan a las necesidades de nuestra sociedad. Algunos son muy visibles, pero la mayoría se encuentran todavía en estado embrionario. Si en algún momento ha sido necesario un estilo de vida alternativo al tipo de sociedad que vivimos, ese momento es hoy. Comprendo que a la gran mayoría de los jóvenes (hijos únicos o miembros de una familia formada por la famosa “parejita”) se les haga cuesta arriba preguntarse si podrían dedicar su vida a Jesús y al Evangelio viviendo como religiosos o religiosas. Desde niños han crecido en un ambiente en el que el ideal de vida se cifra en formarse bien y ganar dinero, disfrutar todo lo posible y no atarse a nada (ni siquiera a una vida matrimonial). En un contexto así, es humanamente imposible que se sientan atraídos a vivir en pobreza, castidad y obediencia. Pero justamente las cosas que parecen “imposibles”, las que más contradicen el espíritu de una época, son las más necesarias porque constituyen una alternativa de vida. No se trata de ofrecer más de lo mismo con pequeños arreglos cosméticos, sino una forma de vida que represente una novedad con respecto a lo que hoy es normal, que denuncie nuestra confusión actual y anuncie una vida sencilla y bella, centrada en Dios y solidaria con las necesidades humanas. 

Después de las guerras suele haber un rebrote de vocaciones a la vida consagrada y al sacerdocio. Es como si necesitáramos tocar fondo para darnos cuenta de lo que verdaderamente vale la pena. ¿Sucederá algo parecido en estos tiempos de pandemia? Tengo mis dudas, pero Dios sabe lo que necesitamos en cada momento. Él guía nuestros caminos. Mientras tanto, somos invitados a vivir el presente con serenidad, fidelidad y alegría. A cada día le basta su afán.

domingo, 21 de junio de 2020

Dios no tiene miedo

Estamos ya oficialmente en verano. Los días son interminables. Hay mucha luz. Hoy España ha finalizado el estado de alarma, después de casi cien días y seis prórrogas. Se reanudan muchas actividades. Los turistas empiezan a moverse de un país a otro de la Unión Europea. Todo invita al optimismo y, sin embargo, seguimos teniendo miedo. Un miedo pegado al cuerpo que no terminamos de superar. El miedo engendra desconfianza. La desconfianza ve enemigos potenciales por todas partes. En este contexto, nos llega el XII Domingo del Tiempo Ordinario. En el Evangelio Jesús nos invita por tres veces a “no tener miedo”. Podemos detenernos en sus palabras, tratando de aplicarlas a la situación que estamos viviendo. Dios no tiene miedo. Nosotros tampoco deberíamos dejarnos derrotar por el virus de la desconfianza.

La primera vez Jesús dice: “No tengáis miedo a los hombres, porque nada hay cubierto que no llegue a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a saberse”. Parece que esta frase no se refiere a que algún día se harán públicos los secretillos inconfesables que todos archivamos. Jesús no hace campaña en favor de esas televisiones y periódicos que siempre andan destapando los secretos de los famosos para hacer caja. El sentido de la frase se relaciona con el método de enseñanza de los maestros de su tiempo, que solían impartir sus instrucciones en un ambiente de intimidad y secreto. A veces, también Jesús instruyó a los suyos en privado. Pero nada de lo que él dijo va a permanecer escondido, porque el Evangelio está llamado a ser luz del mundo, a llegar hasta los confines de la tierra. No importa si “algunos hombres” se oponen a Él. El Evangelio se abrirá camino. Por tanto, podemos confiar. No hay ninguna razón para el miedo.

La segunda vez Jesús dice: “No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma”. Es una advertencia a los seguidores de todos los tiempos, también a nosotros. Un discípulo de Jesús que quiera vivir a fondo su Evangelio tarde o temprano será perseguido, incluso por los de su círculo más cercano. El siglo XX ha sido el más cruel de todos. Millones de cristianos han pagado con su vida el hecho de seguir a Jesús. El siglo XXI no se está quedando atrás. Jesús nos conforta asegurándonos que los enemigos de la fe “solo” pueden llegar a destruir el cuerpo. Nada más. Nadie puede entrar en el santuario de nuestra intimidad. Nadie puede arrebatarnos nuestra condición de hijos de Dios. Nadie puede separarnos de su amor. Esta fe desarma a quienes creen que, eliminando físicamente a los cristianos, acaban con el “peligroso virus” de la fe. Lo intentaron los romanos y no lo consiguieron. Lo intentaron diversos regímenes totalitarios a lo largo de la historia y tampoco lo consiguieron. Lo intenta hoy de manera más sutil el ateísmo tecnocientífico. Tampoco lo conseguirá. La fuerza del Evangelio se abre camino a través de nuestra fragilidad. Lo verdaderamente peligroso no es la persecución que viene de fuera, sino el virus del pecado que puede destruirnos por dentro.

Por último, Jesús dice una frase que resulta chocante en el contexto actual: “No tengáis miedo; no hay comparación entre vosotros y los gorriones”. La pandemia nos ha hecho más sensibles al equilibrio de la naturaleza, a la interrelación entre todos los seres vivientes, a “la vida que atrae a la vida”. Sabemos que dependemos de los océanos, los bosques, los animales. No podemos comportarnos como depredadores de la biocenosis. Pero esto no significa que el ser humano sea solo un eslabón más de la cadena de la vida. Ese “no hay comparación entre vosotros y los gorriones” hace del ser humano por más que algunos ecologistas radicales se nieguen a admitirlo un símbolo de Dios. Hemos sido creado “a su imagen y semejanza”. Ya sé que muchos preferirían hacer una interpretación puramente evolucionista y zoológica de la especie humana, pero no es esto lo que nos ofrece la revelación cristiana. 

En cada ser humano hay una chispa de divinidad que debe ayudarnos a superar el miedo a ser solo un momento breve (tal vez hermoso) del ciclo evolutivo. Ni siquiera la pandemia del Covid-19 debe hacernos abdicar de nuestra dignidad. Somos frágiles. Un virus puede diezmarnos. Pero “no hay comparación entre nosotros y los virus”. Tenemos capacidad de análisis y reacción, podemos prever y ensayar una respuesta. Y, sobre todo, creemos que el Padre de los cielos tiene cuidado de cada uno de nosotros. Para Él no somos cifras de una estadística, sino hijos e hijas queridos hasta el último detalle. Por si hubiera alguna duda, Jesús nos aclara de forma hiperbólica y humorística que “vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados”. 

sábado, 20 de junio de 2020

Música para renacer

Son algo más de las siete y media de la tarde. Hay gente salpicada por la nave central de la basílica. Todos llevan su mascarilla. Vestida con un traje largo, hace su entrada Gaia Vazzoler. Antes de acercase al piano, se dirige al público desde el ambón del presbiterio. Tiene una voz dulce y clara. En ella el italiano suena todavía más dulce. Nos dice que ha soñado en este momento. Quería ofrecer un “concerto di rinascita” tras los duros meses del confinamiento. ¿Qué mejor ocasión que la víspera de la fiesta del Inmaculado Corazón de María? ¿Qué mejor lugar que la basílica romana que lleva su nombre? Va a ofrecernos nueve piezas “marianas”. Por sus dedos van a desfilar composiciones de Bach, Gounod, Caccini (en realidad, el verdadero autor de la pieza es un músico ruso, no el célebre compositor italiano), Schubert, Mascagni, Massenet, Porzio e incluso Astor Piazzola (el autor de muchos tangos famosos). Cada dos piezas abandona el piano, sube con gracia los peldaños que conducen al ambón y presenta lo que va a tocar, dando a sus palabras un tono meditativo no exento de humor. Gaia quiere hacer un concierto-oración a la “Madre de las madres” por habernos acompañado en el dolor y en la esperanza durante estos meses de pandemia.

En varias ocasiones cerré los ojos mientras ella tocaba. La mayoría de las piezas me resultaban muy conocidas, incluida la célebre Ave Maria, extraída del intermedio de Cavalleria Rusticana, la obra de Pietro Mascagni. En sus breves presentaciones Gaia es musicóloga y creyente− incluía citas de Paul Claudel o Ignacio de Loyola. A diferencia de lo que sucede con muchos sacerdotes o laicos cuando cogen el micrófono en la iglesia, Gaia fue breve, clara, directa, sugestiva y piadosa. Una vez más se cumplió el adagio de que “menos es más”. Sus presentaciones fueron un cursillo acelerado de cómo hablar en público sin caer en la verbosidad, la banalidad, la abstracción o el mal gusto. Así que todos entramos enseguida en un clima de belleza y oración. 

Mientras ella tocaba sin aspavientos (no tiene aspecto de diva), yo evocaba muchas de las experiencias vividas a lo largo del lockdown (como les gusta decir en Italia). Intentaba contemplarlas con perspectiva mariana; es decir, “guardándolas en el corazón”. Puse nombre y rostro a las personas muertas más cercanas a mí (cuatro familiares, algunos claretianos y un número significativo de personas conocidas). Recordé varios momentos muy dolorosos. Dejé que la música me ayudara a renacer. Me encantó el título que Gaia escogió para el concierto. Todo duró en torno a una hora, el tiempo justo. Me fui a la cama con la sensación de haberme preparado para la fiesta de hoy mejor que si hubiera hecho un largo rato de oración en solitario o incluso en comunidad. ¿Qué tendrá la música que llega al hondón del alma?

Sí, hoy es la fiesta principal de los Misioneros Claretianos. Nuestro nombre original es Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María. Estamos “obligados” por carisma a poner corazón en todo cuanto hacemos. Decir “corazón” es decir intimidad, profundidad, cordialidad, dulzura, energía, ritmo, cercanía y vida. Todas estas notas están asociadas a la Virgen Madre. Por eso, quienes buscan algo parecido se sienten magnéticamente atraídos por la madre de Jesús. ¡De qué manera tan hermosa hablaba anoche Gaia de la “Madre de las madres”! Nada que ver con el lenguaje abstracto o empalagoso de algunos eclesiásticos. Palabras sencillas, directas, vitales. De corazón a corazón. Si uno de los efectos dañinos del coronavirus es la dificultad para respirar, necesitamos un corazón potente que bombee sangre oxigenada por todo el organismo y que ayude al cuerpo a ponerse en pie. Sin corazón no hay renacimiento. 

En un día como hoy me siento muy agradecido (“Gracias os doy, oh Madre, por la vocación recibida”, cantamos los claretianos) por la vocación misionera. Si tuviera que decirlo de manera escueta, diría que consiste en “poner corazón” donde la vida nos pone a prueba. Claret lo dijo con palabras más sonoras. Consiste en ser “un hombre que arde en caridad, que abrasa por donde pasa y que desea encender a todo el mundo en el fuego del divino amor”. Donde hay corazón, hay fuego. Y donde hay fuego, el amor de Dios hace de las suyas. ¡Feliz fiesta del Inmaculado Corazón de María a todos los lectores de este Rincón! Os dejo con el himno compuesto por el claretiano vasco P. Luis Iruarrízaga.

Gloria a ti, Corazón de María, 
fiel creyente en Jesús, el Señor.
Te aclamamos: la llena de Gracia, 
Reina y Madre del Pueblo de Dios. 
Con la fuerza y el don del Espíritu, 
compartiendo la vida y el pan, 
anunciamos la Buena Noticia, 
construimos el Reino en la paz. 
Te aclamamos la llena de Gracia, 
Reina y Madre del Pueblo de Dios.