miércoles, 17 de junio de 2020

La vida atrae a la vida

Cada vez estamos más rodeados de máquinas, robots y dispositivos electrónicos de todo tipo. La inteligencia artificial está creando una nueva biosfera. No sabemos lo que nos queda por ver cuando se implante el famoso 5G. Desde la nanotecnología hasta la domótica, todo hace que se automaticen los procesos de creación y producción. ¿Qué impacto está teniendo este cambio en nosotros? Aquí se podría aplicar el refrán: “Dime con quién andas y te diré quién eres”. Si nos rodeamos de “vida” artificial, acabaremos siendo artificiales. Es el sueño de las corrientes transhumanistas. Si vivimos inmersos en ambientes donde cada vez hay menos vida (vegetal, animal y humana), no nos extrañemos de que cada vez nos cueste más vivir con energía y entusiasmo. La vida crece con la vida. Cuanto más inmersos estamos en ambientes de vida, más aprendemos a vivir. Cuanto más nos rodeamos de productos artificiales, más artificiales nos volvemos. Ya sé que no hay una frontera nítida entre natural y artificial, entre vida y no vida, pero me parece percibir que las personas que viven rodeadas de plantas, árboles, animales y, por supuesto, personas con ganas de vivir, desarrollan una actitud más positiva y realista ante la existencia. Una vez más, “la vida atrae a la vida”.

Si esto es así, una sociedad que se está volviendo cada vez más artificial, que rompe el equilibrio de los ecosistemas, que altera la biocenosis, puede lograr altas cotas de desarrollo tecnológico, pero puede poner en riesgo la supervivencia de la especie humana, O, por lo menos, la vida tal como ahora la conocemos. Nacer, desarrollarse y morir son procesos que vemos en las plantas, en los animales y en los seres humanos. Convivir a diario con ellos nos da una perspectiva realista y serena sobre nuestro propio destino. Los niños que ven cómo nace un pollito, se planta un árbol o muere un abuelo, se preparan mejor para no sucumbir ante las pruebas de la vida. Quienes, por el contrario, crecen entre algodones, protegidos de cualquier inclemencia, o sumergidos en un mundo artificial, pueden tener serios problemas a la hora de afrontar las inevitables crisis por las que todos tenemos que pasar. Comparto la frase del naturalista Joaquín Araujo: “Si no hay algo echando raíces, nada puede echar a volar ni andar”. Él es un apasionado de los bosques: “Somos como somos porque fuimos bosque. En realidad, somos un bosque que un día se bajó de las ramas y echó a andar. Y el bosque nos sigue haciendo posibles. Este planeta está vivo porque el 99% de lo viviente es vegetal”. Los árboles son generadores de vida: “Sus suspiros son nuestro aliento. Es inabarcable su capacidad de convivir y dar cobijo a toda suerte de organismos, pensemos que en un árbol de la selva amazónica puede haber más de 1.000 especies distintas. Hay comunicación y auxilio entre los árboles de un bosque. La simbiosis de las micorrizas es esencial en la vida”.

La pandemia de Covid-19 nos está ayudando a comprender mejor la belleza y la fragilidad de la vida humana. En el carrusel de emociones, podemos caer en la cuenta de que los seres humanos no podemos sobrevivir sin una relación armoniosa no competitiva o depredadora− con los demás seres vivos. Cuando veo jóvenes que se pasan todo el día pegados a los auriculares, que dejan sucios los parques en los que hacen botellón, que apenas caminan, me pregunto qué calidad de vida les aguarda. Gracias a Dios, creo que la mayoría de los chicos y chicas de hoy son muy sensibles al desafío ecológico. Más allá de aceptar los datos científicos, tienen como un radar especial para captar que, si continuamos con un estilo de vida como hasta ahora, no tenemos mucho futuro. Se trata de aprender a vivir... viviendo, jugando en una danza coral con todos los seres vivos. Por eso, la cultura rural es una verdadera alternativa al urbanismo creciente de las últimas décadas. Hay personas seducidas por los enormes rascacielos de Abu Dabi, Singapur o Shanghái. Yo prefiero la tranquilidad de una aldea africana, de un pueblo toscano o de una villa marinera. Los monasterios benedictinos fueron en su origen y pueden seguir siéndolo hoy− una parábola de un mundo en el que naturaleza, seres humanos y Dios vivían en armonía. 


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