martes, 31 de marzo de 2020

Elogio de los cuidadores

Ayer leí una interesante entrevista al sociólogo francés Alain Touraine. Él, desde la altura de sus 94 años, cree que estamos viviendo un tiempo sin rumbo y sin liderazgo. Nadie parece tener claro qué dirección tomar, cómo enfrentarnos a un enemigo invisible que tal vez lo llevábamos dentro antes de que se haya manifestado en forma de virus. Da la impresión de que lo único que se les ocurre a las autoridades es obligarnos a quedarnos quietos en nuestra casa. Por todas partes se repite eso de Me quedo en casa, Io resto a casa, I stay at home. No es un gran mérito. No nos queda otra. Lo que a primera vista es una medida sanitaria urgente acaba revelándose como una forma de control. Los gobiernos nos obligan a recluirnos en la “república independiente de nuestro hogar”, como proclamaba hace años la publicidad de Ikea, para impedir la propagación del virus, pero también para que no demos guerra y no compliquemos más las cosas mientras se encuentra un tratamiento adecuado o una vacuna.

Quedarnos en casa podría ser una sugestiva invitación a entrar en nuestro interior tras décadas de exterioridad compulsiva, pero Internet se encarga de mantenernos siempre fuera, informados y entretenidos, quizá también alienados. Así que, lejos de convivir con el silencio y el aburrimiento –condiciones imprescindibles para la vida espiritual y creativa–, metemos el mundo en casa para que dé la impresión de que todo sigue más o menos como antes de la pandemia. Podemos hablar con los amigos por teléfono o por Skype, leer los periódicos digitales para estar a la última sobre lo que está pasando, ver la televisión, consumir varias películas y conciertos, seguir las clases de nuestros profesores y hasta participar virtualmente en la celebración de la Eucaristía o en algún tipo de oración on line. Todo el mundo quiere vendernos algún producto para hacer más llevadero el confinamiento, desde una mascarilla de diseño hasta una aplicación para orar. No dejamos que el silencio nos confronte con nosotros mismos y que el diálogo cara a cara con quienes compartimos cuarentena doméstica nos permita encontrarnos de veras. Tenemos demasiado miedo a saber quiénes somos, qué queremos y qué esperamos. Mejor es dejarlo para otra ocasión.

En este contexto de huida y temor, hay unos personajes que están haciendo exactamente lo contrario: permanecen y arriesgan. Su protagonismo es merecido. Los conocemos con el nombre genérico y hermoso de cuidadores. Cada día, a las ocho de la tarde, reciben un aplauso desde muchas ventanas y balcones de España. Por un tiempo, pasan a segundo plano políticos, artistas, futbolistas, tertulianos y otras especies mediáticas y todos nos acordamos de quienes en hospitales y centros de mayores, sobre todo, están cuidando a nuestros seres queridos. Muchos de ellos ganan sueldos miserables, infinitamente alejados de los que perciben quienes se dedican a patear un balón o a participar en un reality televisivo. Y, sin embargo, sin ellos, nuestros enfermos y ancianos no podrían sobrevivir. Ellos nos están recordando algo que habíamos olvidado: que en la vida no estamos solo para ser felices (como machaconamente se repite por todas partes), sino para cuidarnos unos a otros. El cuidado como expresión de amor concreto es una categoría subversiva porque pone patas arriba el desorden de nuestros valores.

De unos años a esta parte se ha convertido en moda el saludo inglés “Take care”, traducido normalmente como “¡Cuídate!”. Yo mismo lo he adoptado en ocasiones. Comprendo que tiene un lado positivo. Invitamos a la otra persona a que piense en sí misma y se proteja. Pero tiene un sutil lado negativo que podría explicitarse así: “Procura cuidarte tú mismo porque yo no pienso ocuparme de ti. Por favor, no me compliques la vida”. Cuidar a otros (marido, esposa, hijos, padres ancianos, amigos) se ha presentado casi como un estorbo para la realización personal, como una esclavitud moderna de la que que hay que desembarazarse cuanto antes. Dado que no tenemos tiempo para cuidar a nuestros seres queridos, hemos ido delegando en “cuidadores” (mejor sería decir “cuidadoras”) profesionales (casi siempre mal remunerados) esta sacratísima tarea.  Ahora, en medio de esta pandemia, caemos en la cuenta de que por encima de la libertad individual para estudiar, trabajar, desarrollar los propios talentos, salir al cine o hacer turismo, está el deber –y el enorme derecho– de realizar una de las más nobles y hermosas vocaciones del ser humano: cuidar a nuestros semejantes, especialmente a los más desvalidos. Si uno no encuentra plenitud personal en esta tarea, jamás la va a encontrar en una profesión muy cotizada o en una vida social glamurosa. Dios es amigo de la vida, nosotros somos sus cuidadores, no sus controladores o programadores. Aquí está la clave.

¡Qué agradecido estoy a las personas que en estos días están cuidando a los enfermos de los hospitales y a los ancianos de las residencias! Ellos están haciendo vicariamente lo que tendríamos que hacer cada uno de nosotros, solo que no siempre queremos o podemos. Ellos están poniendo rostro, amor, compañía y atención donde el virus está difuminando los límites de la humanidad. Sin ellos, estaríamos viviendo una anticipación del infierno. Cuando los veo revestidos con sus trajes protectores, pienso que los “cuidadores” son los ángeles que el Señor nos envía para aliviar un sufrimiento que se nos escapa de las manos. 

He escuchado testimonios que me han dejado sin palabras y que me recordaban a los de algunos misioneros del pasado que morían a causa del paludismo y otras enfermedades tropicales en remotas tierras de misión. A una enfermera le oí decir en televisión: “Estoy exhausta, pero estoy donde tengo que estar”. Espero que cuando pasen estos días, semanas o meses de confinamiento, no olvidemos a los miles de personas que no se contentan con repetir “¡Cuídate!”, sino que se desviven por cuidar a quienes de otro modo no podrían sobrevivir. Sí, la vocación de “cuidadores” no es un residuo de culturas alienadas o el refugio de quienes no tienen otra alternativa laboral en la vida. Debería figurar, por encima de todas las demás, en la escala de valoración social e incluso de remuneración económica. ¡Gracias de corazón! Espero poder decíroslo personalmente a algunos de vosotros (o de vosotras, para ser más justo).





lunes, 30 de marzo de 2020

La perspectiva judía del coronavirus

Sí, ya sé que todos los días estoy escribiendo sobre la pandemia del Covid-19. Yo mismo empiezo a hartarme, pero es casi imposible sustraerse a su presión. Hoy lunes quiero hacerlo desde una perspectiva nueva. Ayer por la tarde un amigo mío de Málaga me envió por WhatsApp un vídeo de poco más de cinco minutos. Para que no corriera el riesgo de pasarlo por alto –como, de hecho, hago con algunos de los muchos que estoy recibiendo estos días– él mismo se encargó de advertirme: “Merece la pena verlo, en mi opinión; si no, no te lo enviaría suponiendo lo saturado que estás”. Me picó la curiosidad. Y sí, confieso que merece la pena verlo. El viejo rabino  Manis Friedman nos invita a vivir esta pandemia como una oportunidad que la vida (Dios) nos ofrece para realizar los cambios que llevamos años anhelando y que nunca acabamos de rematar.

Siempre encontramos excusas para ser prisioneros de nuestros hábitos, rutinas y mezquindades. Por abrumadora que sea a veces, nos resulta difícil salir de nuestra zona de comodidad. Hemos hecho del “Más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer” nuestro lema vital. No han servido de mucho las insinuaciones de la Palabra de Dios, las continuas llamadas de la Iglesia, las voces de algunos profetas religiosos y seculares, las advertencias de muchos filósofos y científicos humanistas. Pues bien, lo que nada de esto ha conseguido pararnos y hacernos repensar a fondo nuestro estilo de vida lo está consiguiendo un virus de rápida difusión, pero de no muy alta letalidad. En este mes de marzo de 2020 el mundo se ha detenido. Es como si todos hubiéramos sido convocados de urgencia a una especie de ejercicios espirituales colectivos para preguntarnos quiénes somos, de dónde venimos, cómo estamos viviendo y cómo queremos vivir, qué nos cabe esperar.

El viejo rabino enumera los posibles beneficios de esta pandemia, tanto para el planeta, como para las personas, familias, comunidades y países. Se ve que es un hombre de esperanza. No estoy seguro de que quienes están perdiendo a sus seres queridos estos días vean las cosas del mismo modo. De todas formas, es un ejercicio que, tarde o temprano, tendremos que hacer. Una especie de balance de pérdidas y ganancias. ¿Qué estoy perdiendo yo durante estas semanas? ¿Qué estoy ganando? Es obvio que quienes han sido despedidos de su empleo o son trabajadores autónomos han perdido la fuente de sus ingresos y, por lo tanto, se enfrentan a una situación muy incierta. No digamos quienes han perdido a algún familiar o amigo. Uno ha podido perder también el ánimo, el deseo de vivir, la serenidad y hasta las ganas de comunicarse con los demás. 

La pandemia, a medida que se alarga, está produciendo una depresión colectiva, por más que haya de vez en cuando momentos de exaltación (como cuando muchos salen a las ventanas por la tarde para aplaudir al personal sanitario o para cantar juntos algún himno como Resistiré). Las pérdidas de vidas y las pérdidas emocionales, sociales y económicas son cuantiosas. Yo diría que, por el momento, son sencillamente incalculables. El balance, de entrada, no puede ser más pesimista.

¿Qué estamos ganando entonces? Sin retorcer sádicamente las palabras, ¿se puede hablar de ganancia? El viejo rabino cree que sí. En el vídeo nos invita a descubrir el lado positivo de la pandemia. A algunos les puede parecer un planteamiento idealista y hasta cínico, pero creo que expresa una gran verdad. Lo que sucede es que estas posibles “ganancias” no nos vienen dadas de manera automática. Tenemos que ser nosotros quienes aprovechemos el momento para hacer opciones y tomar decisiones. La pandemia puede ayudarnos a madurar como personas y comunidades… si queremos. Nos ofrece un nuevo marco, nos abre horizontes, nos desvela dimensiones escondidas, pero no nos sustituye. Muchos dicen que, tras la crisis, no seremos los mismos. Creen que el mundo va a cambiar de manera significativa para mejor. Me gustaría mucho que así fuera, pero tengo mis serias dudas al respecto. Lo más probable es que, tras un período inicial de temor y desconcierto, volvamos a las andadas. Así somos los seres humanos. Lo he visto, por ejemplo, cuando me ha tocado presidir funerales de jóvenes muertos en accidente por exceso de velocidad. Sus amigos y compañeros lloran desconsolados el día del entierro, pero enseguida vuelven a sus hábitos normales, incluyendo el de conducir temerariamente, como si nada hubiera pasado. 

Tal vez en esta ocasión las cosas pueden suceder de otro modo. Así lo espero. Estamos pagando un precio demasiado alto como para olvidarnos pronto de lo que estamos viviendo y que todo siga igual que antes. Los supervivientes de los campos de concentración nazis no fueron los mismos después de haber bajado al infierno de la condición humana. Hay experiencias tan intensas que nos cambian por dentro y reajustan nuestra escala de valores. ¿Será la pandemia del coronavirus una de ellas? Os dejo con el vídeo del rabino. Ya me diréis lo que os parece.



domingo, 29 de marzo de 2020

Con Jesús hay siempre vida

Tengo la impresión de que cada uno de los domingos de la Cuaresma de este año 2020 nos ha ido proporcionando la luz que necesitábamos para ver mejor el siguiente tramo de este duro camino que estamos recorriendo. Hemos llegado ya al V Domingo de Cuaresma, el último antes del Domingo de Ramos. Si las palabras clave de los domingos anteriores fueron tentación (I), transfiguración (II), agua viva (III) y luz (IV), la de este domingo es, sin duda, vida. El Evangelio de Juan nos propone el relato de la reanimación –que no resurrección– de Lázaro de Betania, miembro de una “extraña” familia amiga de Jesús. Digo “extraña” porque en ella no hay marido y mujer, padre, madre e hijos, sino solo un hermano (Lázaro) y dos hermanas (Marta y María).

Cualquiera que sea la base histórica del relato, es obvio que estos tres hermanos son un símbolo de la comunidad cristiana formada por hermanos y hermanas en la que el único Padre es Dios. ¿Cómo afronta esta comunidad el problema de la muerte de uno de sus miembros? La pregunta no puede ser más actual en tiempos en los que el Covid-19 está matando a muchos de nuestros mayores –pero no solo– en todo el mundo. ¿Cómo podemos iluminar una realidad que nos está hiriendo por encima de lo soportable?

Es muy probable que muchas personas no creyentes reaccionen como Job, cuando afirmaba: “Un árbol tiene esperanza: aunque lo corten, vuelve a rebrotar y no deja de echar renuevos; aunque envejezcan sus raíces en tierra y el tocón esté amortecido entre terrones, al olor del agua reverdece y echa follaje como planta joven. Pero el varón muere y queda inerte, ¿adónde va el hombre cuando expira? Falta el agua de los lagos, los ríos se secan y aridecen: así el hombre se acuesta y no se levanta; pasará el cielo y él no despertará ni se desperezará de su sueño” (Job 14,7-12). Esta misma angustia se refleja en las palabras desesperadas del salmista: “Me concediste unos palmos de vida, mis días son como nada ante ti: El hombre no dura más que un soplo, el hombre se pasea como un fantasma; por un soplo se afana, atesora sin saber para quién… no te fijes en mí; dame respiro antes de que marche para no ser” (Sal 39,6-7.14). 

No sé si la experiencia de la pandemia está despertando en nosotros el anhelo de la vida eterna o nos está sumiendo todavía más en el pozo de la aniquilación. Lo que intuyo es que muchas personas que están perdiendo estos días a sus seres queridos sin ni siquiera poder despedirse de ellos o celebrar sus exequias con dignidad, harían suyas de buena gana las palabras con las que Marta (y luego María) increpa a Jesús: “Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano”. Podemos concretarlas más: “Señor, si nos hubieras hecho ver antes la gravedad de esta pandemia, hubiéramos tomado con tiempo las medidas adecuadas”; “Señor, si tú eres la vida, ¿por qué nos sometes a esta dura prueba de tener que lidiar con muertes absurdas?”… Las quejas no se comentan, se escuchan con infinito respeto.

El mensaje central del Evangelio de hoy es una perla que se encuentra, más o menos, en el centro del relato: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”. Jesús no nos promete ahorrarnos el tránsito inevitable de la muerte. Nos promete vivir para siempre. En otras palabras, hace de la muerte la puerta de entrada en la comunión plena con Dios, no el final absoluto de todas nuestras búsquedas. Por eso, aunque la separación momentánea nos produzca dolor (de hecho, Jesús solloza por la muerte de su amigo), tendríamos que celebrar la muerte como la liberación de una vida amenazada y la victoria definitiva. Jesús nos revela que a las personas muertas no las perdemos para siempre, sino que entramos con ellas en una indestructible comunión.

Lo que en este quinto domingo de Cuaresma se atisba como un signo lo celebraremos plenamente en el Triduo Pascual. Solo desde esta clave podemos afrontar con esperanza y gratitud las muertes de muchos médicos, enfermeros, sacerdotes, fuerzas del orden, etc. que estos días están muriendo por haberse entregado al servicio de los afectados por el Covid-19. Y también las muertes de los ancianos y otras personas que han sido víctimas del virus por su especial fragilidad. Con Jesús siempre tenemos vida porque él ha franqueado la barrera de la muerte. Ningún test de laboratorio nos va a dar esta certeza. Ningún político nos va a prometer esto en una campaña electoral. Si lo creemos es porque Jesús mismo nos lo ha revelado. Nos fiamos de él porque ha vivido en carne propia el tránsito que nos promete, porque nos ha hecho ver que Dios es siempre un Dios de vivos, no de muertos. Quizá la humildad y apertura que estamos viviendo estos días nos permitan acoger con profunda gratitud esta revelación. Nuestra vida adquiriría un nuevo sentido.



sábado, 28 de marzo de 2020

Tenemos miedo, pero creemos

Hacía tiempo que no me emocionaba tanto. Ayer viernes, de seis a siete de la tarde, tuvo lugar un momento de oración sobrecogedor. El escenario fue la plaza de san Pedro de Roma completamente vacía. Nunca la había visto así. Protegido por una plancha de metacrilato, estaba el icono de la Virgen Salus Populi Romani, venerado en la basílica de santa María la Mayor. El vaho acumulado impedía verlo con nitidez. A su lado, el Cristo Crucificado que se guarda en la iglesia de san Marcelo, en la Vía del Corso. Ambos tienen un profundo significado para los católicos de Roma. Están asociados a la protección divina en tiempos de calamidades. Caía la tarde. Enormes braseros alimentaban llamas que parecían simbolizar a la humanidad dolorida e impetradora. La lluvia sacaba brillo a los adoquines de la plaza y resbalaba suavemente por el costado del Cristo, de manera que las gotas de agua se mezclaban con las gotas de sangre de la talla de madera. ¿Cómo no recordar el texto del evangelio de Juan: Uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y en seguida brotó sangre y agua (Jn 19,35)? No había nadie sobre la explanada de la plaza. Ni Paolo Sorrentino hubiera imaginado una escenografía tan sugestiva como esta.

Pasadas las seis, el papa Francisco, solo, vestido de blanco riguroso, sin paraguas, recorrió a pie el corto trecho que media entre la basílica y el sitial cubierto que hay en medio de la explanada. El silencio era impresionante, solo roto a intervalos por el graznido de las gaviotas. Las cámaras de la RAI enfocaban el fondo de la plaza, donde se veían unos cuantos policías y periodistas. Probablemente haya sido la primera vez en la historia que un papa ha celebrado una vigilia de oración completamente solo y, al mismo tiempo, unido a toda la humanidad. Nunca la plaza ha estado tan vacía y tan llena. El mundo entero cabía en ella. La emoción subía por momentos. En compañía de mi comunidad, tuve el pálpito de estar viviendo un momento único, irrepetible, histórico.

El texto elegido para la vigilia fue el de la tempestad calmada, según la versión de Marcos 4,35-41. Lo cantó en italiano un laico. Después, el papa Francisco leyó con voz débil una impresionante meditación que se centró en estas palabras de Jesús: “¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”. Aplicando la imagen de la tempestad a la pandemia que nos aflige, el papa dijo: “La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. 

La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos”. Era un examen de conciencia, un reconocimiento de la superficialidad con la que a menudo afrontamos el misterio de la existencia.

Vino luego la invitación al cambio, a la conversión. Transcribo un párrafo largo, pero lleno de contenido: “Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección. No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás. Y podemos mirar a tantos compañeros de viaje que son ejemplares, pues, ante el miedo, han reaccionado dando la propia vida. Es la fuerza operante del Espíritu derramada y plasmada en valientes y generosas entregas. Es la vida del Espíritu capaz de rescatar, valorar y mostrar cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes —corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo. 

Frente al sufrimiento, donde se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos, descubrimos y experimentamos la oración sacerdotal de Jesús: «Que todos sean uno» (Jn 17,21). Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos. La oración y el servicio silencioso son nuestras armas vencedoras”.

Tras un breve silencio, el papa Francisco veneró el icono de la Virgen mientras el coro cantaba la antífona mariana más antigua: Sub tuum praesidium. Luego besó el Crucifijo acompañado por la antífona de la cruz. Es como si sus labios expresaran la angustia y la esperanza de toda la humanidad. Ese Cristo que ha sido testigo de otros momentos históricos de peligro y calamidad contemplaba ahora desde su cruz el sufrimiento de todos los hombres y mujeres afectados por la pandemia.

La segunda parte fue la exposición y adoración del Santísimo Sacramento, seguida de una hermosa súplica litánica agrupada en siete aclamaciones: Te adoramos, Señor; Creemos en ti, Señor; Líbranos, Señor; Sálvanos, Señor; Consuélanos, Señor; Danos tu Espíritu, Señor y Ábrenos a la esperanza, Señor. Mientras observaba las imágenes en la gran pantalla de nuestra sala de reuniones, pensaba en las personas que están siendo golpeadas por esta pandemia. Es como si sus rostros se fundieran con la hostia consagrada. La escenografía era impresionante: la plaza de san Pedro desierta y mojada y la basílica abierta de par en par, vacía e iluminada. En medio, un altar portátil con el Santísimo expuesto. Al final, el papa se giró hacia la plaza desierta e impartió con la custodia la bendición urbi et orbi (a la ciudad y al mundo). Las campanas de la basílica repicaban con fuerza, mezclándose con el sonido de alguna sirena lejana. El Cristo hecho pan expandía su energía sanadora hacia los cuatro puntos cardinales del globo.



Fueron sesenta minutos de enorme belleza, sobrecogedora profundidad y emoción contenida. Terminé con el corazón pacificado después de una jornada que, como todos estos días, había estado repleta de altibajos emocionales. Es verdad que podemos tener la impresión de que, mientras se cierne sobre nosotros la tormenta del coronavirus, Jesús duerme plácidamente en la popa de esta barca de la humanidad “sin hacer nada”. Nos falta fe para creer que él vence la epidemia. Nos sobra miedo para dejar que la confianza sea el motor de nuestras vidas amenazadas. Por eso necesitábamos con urgencia una oración como la de ayer.





viernes, 27 de marzo de 2020

La Pascua está más cerca

Llueve delicadamente en Roma. Son muy pocos los vehículos que circulan por la calle. Se cumplen exactamente veinte días desde la última vez que salí de casa. El confinamiento va para largo, pero no quiero vivir con mentalidad de prisionero. Por las mañanas tenemos consejo de gobierno. Por las tardes dispongo de más tiempo para asuntos personales. Aprovecho para hablar por teléfono o por Skype con algunas personas muy queridas. A las siete tenemos un tiempo de adoración al Santísimo antes de la oración vespertina. Es el momento de contarle a él, a Jesús, todo lo que estamos viviendo. En los desayunos, comidas y cenas el monotema es la pandemia que padecemos, aunque procuramos no sumirnos en la tristeza. El problema es que como todos tenemos tentáculos mediáticos en muchas partes del mundo, continuamente nos están llegando noticias. Es inevitable comentarlas, sobre todo cuando tienen que ver con personas conocidas que han sido afectadas por el Covid-19. Otro de los temas recurrentes es el privilegio de vivir en un espacio tan grande, con personas que nos apoyamos material, emocional y espiritualmente. Todos los días celebramos la Eucaristía a las siete de la mañana. En ella intercedemos por el mundo entero. ¿No es una gracia inmerecida en tiempos de forzado ayuno eucarístico para la mayoría de los cristianos?

Varios lectores asiduos de este Rincón me han escrito un poco inquietos porque ayer no publiqué la entrada diaria. Agradezco su preocupación. No me pasa nada. El tiempo se me echa encima. Y –lo digo con sinceridad– no siempre me siento animado a sentarme ante el ordenador para teclear 600 palabras. Se han acumulado tantas noticias de alto nivel emocional que prefiero tomarme un respiro de vez en cuando. Por otra parte, el confinamiento que estamos viviendo, lejos de ser un tiempo de serenidad, descanso y silencio, se está convirtiendo en una avalancha de estímulos. Es como si la cultura del entretenimiento quisiera colarse en nuestras casas para que no nos aburramos o para que exorcicemos los demonios de la depresión. Aplaudo la creatividad de tantos escritores, artistas, diseñadores y comunicadores que no nos dejan ni un minuto en paz. Creo que lo hacen con una excelente intención. Pero confieso que a mí me ayuda más el silencio. No se me cae la casa encima. Más aún, cuando estoy en silencio o en oración, se me pasan las horas volando. Cada vez que suena el pitido del WhatsApp, tengo la tentación de apagarlo, pero no lo hago porque, junto a una inflación de materiales de diverso tipo, me llegan también mensajes personales que valoro y agradezco mucho. Me emociona esta red de solidaridad que vamos tejiendo entre todos, esta preocupación por nuestros seres queridos, este deseo de sentirnos afectivamente cerca aunque nos separen miles de kilómetros. Es uno de los mejores frutos de este tiempo raro.

He decidido leer menos veces los periódicos digitales. Me abruma la información continua sobre contagiados, fallecidos y curados. Hasta creo que empieza a tener algo de morboso. Valoro el trabajo discreto de quienes están en la retaguardia de esta crisis; por ejemplo, el de los cuidadores y cuidadoras en las residencias de ancianos. Una tarea, en principio tranquila, aunque pesada, se ha convertido ahora en una profesión de alto riesgo. Llegará un momento en que tendremos que agradecer desde el fondo del corazón esta entrega, que no desmerece de la del personal sanitario o de los cuerpos de seguridad.  La Cuaresma avanza ya hacia el final de la cuarta semana. La Semana Santa está al caer. Jamás se me hubiera ocurrido imaginar una “cuaresma/cuarentena” tan realista como la de este año. Es un verdadero camino de purificación, despojo, silencio, escucha y servicio. Si casi todo el mundo estamos siguiendo este itinerario con una profundidad inimaginable hace solo un mes, ¿no llegará pronto el momento en el que juntos vivamos el estallido de una gozosa Pascua? Creo que sí. Toda travesía del desierto conduce siempre a una patria prometida



miércoles, 25 de marzo de 2020

Nada es imposible para Dios

La Navidad está a un tiempo de embarazo; es decir, a nueves meses a partir de la fiesta de hoy, la Anunciación del Señor. La Iglesia ha querido situar en el comienzo de la primavera del hemisferio norte la fiesta de la vocación de María, de su llamada a ser la madre del Salvador. El relato de Lucas (cf. Lc 1,26-38) es de tal belleza y profundidad teológica que bien merece una meditación serena en estos tiempos de forzada quietud. También nosotros –como la joven de Nazaret– necesitamos escuchar las palabras del arcángel Gabriel –“El Señor está contigo”– en momentos en los que podemos sentir la tentación de que Él está muy lejos de nuestros miedos y zozobras. La convicción de que Dios nunca nos abandona es lo que nos mantiene en pie cuando se derrumban otras muchas certezas sobre las que habíamos puesto nuestra confianza. Naturalmente, esto no se ve a las primeras de cambio. Por fuera, parece que todo sigue igual. Lo mismo debió de pensar la jovencita de Nazaret. Tampoco ella entendió esa presencia de Dios irrumpiendo en su vida. Lucas lo dice con claridad: “Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo”. El desconcierto y las preguntas forman parte del itinerario de la fe. ¿Cuántas veces nos hemos preguntado durante estos días de pandemia por qué Dios permite una calamidad como esta? ¿Cuántas veces hemos querido descubrir algún significado oculto en hechos que nos parecen redondamente absurdos y hasta crueles? No se entiende la fuerza y la novedad de la revelación de Dios cuando aceptamos todo con pasiva resignación. Es necesario que no tengamos miedo de nuestros miedos, que nos atrevamos a formular preguntas e incluso a expresar nuestra rabia y desolación.

Cuando el ángel le anuncia a María que va a tener un hijo “que será llamado hijo del Altísimo”, ella no responde enseguida con un sí superficial y atolondrado. Sigue preguntando: “¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?”. Preguntar no significa desconfiar. Es un modo responsable de hacerse cargo de lo que está en juego. Solo pregunta quien intuye la profundidad de la respuesta. Si por algo se caracteriza la fe de muchos creyentes de hoy es por la sinceridad a la hora de formular preguntas: ¿Cómo se compagina la fe en un Dios creador y las leyes que rigen la formación del universo? ¿Qué significa que el Misterio que sustenta la realidad se haya hecho un ser humano en un momento de la historia? ¿Por qué somos libres si Dios conoce nuestra vida? ¿No es Jesucristo un profeta más de los muchos que a lo largo de la historia nos han ayudado a entender el misterio de la existencia? ¿Qué credibilidad merece la Iglesia cuando hoy conocemos mejor que nunca sus limitaciones y miserias? ¿Por qué creer en Dios si hay personas que se consideran ateas y se comportan con más humanidad que muchas de las que presumen de creyentes? ¿De verdad que tiene algún sentido hablar de vida después de la muerte? Somos hijos de una Madre que dijo “sí” con toda la generosidad de su corazón adolescente, pero antes no tuvo reparo en formular una pregunta radical que resume todas las demás: “¿Cómo puede ser eso?”.

El relato de Lucas termina con una promesa –“El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra”–, una revelación –“No hay nada imposible para Dios”– y una respuesta: “Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho”. Los tres elementos (la promesa, la revelación y la respuesta) nos señalan un camino luminoso para vivir este tiempo presente con mucha serenidad y confianza. Solos no podemos vencer los miedos que nos atenazan. La Palabra de Dios nos asegura que Jesús no nos ha dejado huérfanos y desvalidos en el campo de batalla de la historia. Contamos siempre con la ayuda del Espíritu Santo. Estamos seguros de que con su gracia superaremos la prueba, porque “no hay nada imposible para Dios”. Merece la pena repetir esta frase a lo largo del día de hoy. Iluminados por esta fe, podemos responder como María, abiertos a que se cumpla la voluntad de Dios en nuestra vida y en la del mundo. También hoy es un día adecuado para repetir muchas veces: “Yo soy la servidora (o el servidor) del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho”.

Os recuerdo que el papa Francisco nos ha invitado hoy, a las 12 del mediodía, a rezar el Padrenuestro en comunión con millones de creyentes y de hombres y mujeres de buena voluntad de todo el mundo pidiendo a Dios el don de vencer cuanto antes esta pandemia de coronavirus que nos aflige.



martes, 24 de marzo de 2020

Formamos un solo cuerpo

Tal día como hoy, hace 40 años, era asesinado en San Salvador san Oscar Arnulfo Romero. En su último viaje a Roma, diez meses antes de su asesinato, monseñor Romero visitó la Curia General de los claretianos y recordó su relación con nosotros. Dejó el siguiente manuscrito: “Hoy he vuelto a mis orígenes: hice mi seminario menor en San Miguel (El Salvador) con los queridos Padres Claretianos y celebré aquí mi primera Misa el 5 de Abril de 1942. Gracias y bendiciones. 3-V-79. Oscar Arnulfo Romero, Arzobispo de San Salvador”. Él también tuvo que afrontar una epidemia, la de la injusticia y la violencia. Muchos –de derecha y de izquierda– no comprendieron su actitud profética. Hoy la Iglesia lo venera como santo. Fue canonizado el 14 de octubre de 2018 por el papa Francisco. Esta es una constante en nuestra multisecular historia. Solo los hombres y mujeres de Dios ven la realidad “con los ojos de Dios”. Los demás tardamos años o siglos en darnos cuenta. 


Lo mismo sucede ahora. Llevamos semanas obsesionados con la pandemia del coronavirus. Hay razones objetivas para ello. Pareciera que no existe otra cosa en el mundo. Sin embargo, hay otras pandemias –como la del hambre– que llevan décadas golpeando a amplios sectores de la humanidad. Para ella hay una vacuna muy eficaz. Se llama comida. Pero preferimos mirar para otro lado porque esta pandemia afecta solo a los más pobres, a aquellos que viven lejos de nosotros. En realidad, si algo estamos aprendiendo estas semanas es que la discriminatoria distinción entre “nosotros” y “ellos”, entre “lejos” y “cerca” es completamente artificial. Todos somos miembros del único cuerpo de la humanidad. Lo que le pasa a uno acaba afectando al conjunto. Como dice san Pablo en la carta a los corintios: “Si un miembro sufre, sufren con él todos los miembros; si un miembro es honrado, se alegran con él todos los miembros” (1 Cor 12,26).

Durante las muchas horas de reclusión doméstica, pienso mucho en los ancianos que viven solos o que permanecen encerrados en residencias y asilos. Pienso también en el personal sanitario. He visto imágenes y leído testimonios de médicos, enfermeros y personal auxiliar que están al borde de la extenuación, pero que continúan en primera línea, no solo por sentido del deber, sino porque sienten que en este momento de crisis ellos son la vanguardia del cuerpo social. En España reciben un aplauso colectivo todos los días a las ocho de la tarde. Imagino que es una vitamina para ellos. Ayer escuché el testimonio de varios agricultores que, dejando a un lado por el momento sus justas reivindicaciones, se esforzaban por producir más para alimentar a la sociedad en estos tiempos de prueba. Lo mismo sucede con muchos científicos, empresarios, profesores, artistas, comunicadores, etc. De la noche a la mañana, todos hemos tomado conciencia de que somos un cuerpo. No todos los miembros realizan las mismas funciones, pero todos estamos al servicio del bien común. Esta es una experiencia maravillosa que rompe el individualismo en el que estábamos hundiéndonos. Todos dependemos de todos. Todos necesitamos de los demás. Todos podemos aportar algo. No se trata de estar siempre exigiendo nuestros derechos. Ahora descubrimos nuestros deberes sociales.

La pregunta que me formulo y que seguramente os formuláis todos vosotros es: ¿Qué puedo hacer yo? ¿Cuál es mi misión para que el cuerpo funcione del mejor modo y pueda vencer con éxito la pandemia que nos aflige? No soy ni médico (para estar curando a los contagiados en los hospitales), ni científico (para buscar un antídoto o una vacuna), ni ingeniero (para diseñar respiradores artificiales de bajo coste) ni militar (para asumir misiones de desinfección o de logística) ni siquiera capellán hospitalario (para acompañar a los moribundos en sus últimos momentos con la fuerza de los sacramentos). Soy un misionero itinerante que ahora estoy recluido en casa. No se me permite salir. Es más, las autoridades me dicen que el mejor modo de contribuir al bienestar social es que no salga de casa. ¿Qué puedo hacer entonces? No puedo cruzarme de brazos o limitarme a leer, escribir, hablar con algunos conocidos y navegar por Internet. ¡Puedo orar! En cierto sentido, puedo hacer lo que hacía Moisés desde lo alto del monte mientras los israelitas combatían contra los amalecitas: “Mientras Moisés tenía en alto la mano vencía Israel, mientras la tenía bajada vencía Amalec. Y como le pesaban las manos, ellos tomaron una piedra y se la pusieron debajo para que se sentase; mientras, Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado. Así sostuvo los brazos hasta la puesta del sol. Josué derrotó a Amalec y a su tropa a filo de espada” (Ex 17,11-13). Orar mañana, tarde y noche se ha convertido ahora en mi misión. Tiempo habrá para otras actividades. Creo que orando también contribuyo a que todo el cuerpo de la humanidad se fortalezca con la energía de Dios en este momento de duro combate.

[En esta web hay una información actualizada sobre la expansión del coronavirus por todo el mundo].




lunes, 23 de marzo de 2020

¿Quién me ha robado la primavera?

Hace más de 30 años Joaquín Sabina se quejaba de que no sabía quién le había robado el mes de abril. Atónito, se preguntaba: “¿Cómo pudo sucederme a mí?”. Ahora, en este extraño 2020, soy yo el que se queja ante el panorama de una primavera que intuyo “robada”. De hecho, he cancelado todos mis viajes y compromisos para los próximos tres meses. Me pregunto qué derecho tiene un diminuto virus a robarnos toda una hermosa primavera. Quizás algún día encuentre la respuesta. Por el momento, la pregunta se queda flotando en el aire. ¿Cómo no hablar de “robo” cuando veo una hilera de camiones militares llevando féretros de Bérgamo a otros lugares porque el crematorio local ya no da abasto para incinerar los cadáveres de personas derrotadas por el dichoso coronavirus? Me llega al alma enterarme del solitario adiós a los curas que van cayendo en el campo de batalla por estar cerca de sus comunidades. Ellos, que a lo largo de su vida ministerial han acompañado a tantos en sus últimos momentos, que han celebrado cientos o miles de funerales, se ven obligados a morir en solitario y a ser enterrados como a hurtadillas, sin que otro colega pueda celebrar un funeral digno. ¿Qué primavera es esta en la que nadie se atreve a hacer planes para el futuro y en el que los brotes de los árboles parecen como fuera de lugar porque no van sincronizados con nuestro sufrimiento?

Ya sé que hay personas que por temperamento, convicción o fe ven siempre el lado positivo de todo. Yo también pertenezco a este grupo. Creo en la fuerza del misterio pascual. Sé que donde hay pasión y muerte acaba triunfando la vida, pero esto no significa que cierre los ojos ante lo que está sucediendo, o que pase como gato sobre ascuas por encima del dolor, la rabia y la confusión de tantas personas. La vida es una muerte derrotada; la alegría es una tristeza vencida; la esperanza es una angustia perforada. Cuando cada tarde, pasadas las 6, visito la edición digital del Corriere della sera para ver el parte del día se me rompe el alma. Sigue creciendo el número de contagiados y de muertos, aunque ayer disminuyó un poco. Más parece un parte bélico que un informe sanitario. ¿Qué estamos haciendo mal? Byung-Chul Han, un filósofo surcoreano afincado en Berlín, piensa que el individualismo europeo no ayuda a combatir la pandemia. Él cree que los éxitos de Taiwán, Singapur, Corea del Sur, Japón o la misma China se deben a su cultura colectivista, con raíces en el confucianismo. El grupo está controlado y las normas se cumplen a rajatabla. Se pregunta de qué sirve cerrar bares, restaurantes, teatros y cines en Europa, por ejemplo, si luego la gente va apiñada en el metro o en los trenes sin la protección de la mascarilla. Lo que se requiere, según él, es un completo control digital. De otro modo, el virus no hará más que difundirse. Es probable que Byung-Chul Han tenga razón, pero es ya un poco tarde para hacerle caso. Mientras, nos parece que cerrando fronteras vamos a detenerlo. ¡Ilusiones de viejos soberanismos trasnochados!

Aunque meteorológicamente estamos ya en primavera, en el ánimo de muchas personas seguimos prisioneros de un crudo invierno. A medida que se alarga el confinamiento, resulta más difícil gestionarlo. Algunas personas confiesan que están viviendo “una montaña rusa emocional”. Creo que yo soy una de ellas, no por lo que experimento en mi numerosa comunidad (que hasta ahora está viviendo con mucha paz, armonía y organización este tiempo), sino por la impotencia de no poder actuar en situaciones en las que sería necesaria mi colaboración. No pienso en mi salud –ya probada durante las pasadas semanas a causa de un pequeño accidente–, sino en la salud de mis seres queridos y, en general, de todas las personas que no están siendo atendidas por falta de personal o medios adecuados. Esto me sume a veces en un sentimiento de tristeza y rebeldía. Enseguida reacciono para dejar que la esperanza vaya ganando terreno y me proporcione nuevas energías. No se gana nada con el derrotismo. Hay que buscar siempre soluciones posibles, por más que uno tenga la sensación de que un ser microscópico le esté robando la primavera.




domingo, 22 de marzo de 2020

Creo, Señor

Esta es la respuesta que da el ciego de nacimiento cuando Jesús, después de haberlo curado de su ceguera, le pregunta: “¿Crees tú en el Hijo del hombre?”. Esta es la respuesta que yo quisiera dar desde el fondo de mi corazón en estos momentos de prueba. Hay muchos signos que me empujar a desconfiar. Si leo los periódicos de estos días o repaso las redes sociales, se me viene el mundo abajo. Nada invita a creer y esperar. Quizá tampoco esperaba ya nada el ciego de nacimiento del que nos habla el Evangelio de este IV Domingo de Cuaresma. Ni siquiera se atrevía a pedir su curación. Es Jesús quien, al verlo desvalido, se adelanta: “Al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Y escupió en tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y le dijo: «Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado).» Él fue, se lavó, y volvió con vista” (Jn 9,1). Cambió su condición de ciego por la de creyente. Me pregunto si no es esta la aventura a la que somos llamados hoy. También a nosotros se nos dirigen las palabras que Pablo escribe a la comunidad de Éfeso: “En otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor. Caminad como hijos de la luz –toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz–, buscando lo que agrada al Señor, sin tomar parte en las obras estériles de las tinieblas” (Ef 5,8-9). Como todos los años, el cuarto domingo de Cuaresma es el domingo Laetare, el domingo de la alegría en nuestro camino hacia la Pascua. ¡Cómo cuesta experimentar la alegría de Dios en momentos de prueba!

El pasado día de san José, a las nueve en punto, todos los miembros de mi comunidad de Roma nos unimos al rosario organizado por la Conferencia Episcopal Italiana. En la gran pantalla de nuestra sala de reuniones proyectamos la señal que nos llegaba por Internet. Cada uno de los misterios luminosos fue recitado por una persona distinta. En cada uno pedimos la gracia de Dios para los más afectados por esta pandemia de coronavirus. Mientras, en muchas ventanas y balcones de Roma, los vecinos fueron colocando velas encendidas, como para mostrar que, en medio de la noche, hay siempre espacio para la luz, por diminuta que parezca. ¿Descubriremos esa luz quienes llevamos años ciegos, encerrados en nuestras pequeñas preocupaciones, insensibles al dolor de los demás y alejados del resplandor de Dios? Me lo pregunto una y otra vez en estos días en los que se alternan el dolor y la esperanza, el pesimismo y la fe. ¿Cómo vivir como “hijos de la luz” y no como “hijos de las tinieblas”?

Confieso que estoy saturado. Ya casi no puedo soportar tantos mensajes a través de WhatsApp y de las redes sociales. Agradezco los vídeos, canciones, poemas, plegarias, celebraciones, chistes, imágenes, sugerencias para emplear el tiempo..., pero he llegado al límite. Incluso he perdido el gusto de escribir. Lo hago más por un extraño sentido del deber que por gusto. Hay veces que hasta sobran las palabras. Imagino que a algunos de vosotros os puede estar pasando lo mismo. Nos hemos dicho ya todo lo que puede ser dicho: que “resistiremos”, que “juntos vamos a vencer al virus”, que “todo saldrá bien”, que “no hay mal que por bien no venga”, que “de esta crisis aprenderemos mucho”, que “donde abunda el dolor sobreabunda la solidaridad”, que “en situaciones de crisis se pone a prueba la consistencia de las personas y de los pueblos”… Todo esto está muy bien. En otras circunstancias me parecería inspirador y lo agradecería mucho, pero lo que ahora de verdad necesito es que Jesús me devuelva la vista, que me ayude a ver con ojos de fe una situación que me desborda por todas partes y que me toca muy, muy de cerca. Sí, espero un milagro.