martes, 10 de marzo de 2020

Estamos en guerra

La noticia es conocida por todos: somos un país confinado. Me estoy refiriendo a Italia, el país en el que vivo. El odiado Covid-19 ha causado ya 463 muertos. Hay unas 8.000 personas contagiadas. Las cifras cambian al alza a cada momento. Es verdad que los casos se concentran en la Lombardía y algunas provincias del norte, pero el peligro se cierne por todo el país. Las medidas decretadas por el gobierno son drásticas. Se nos invita a permanecer en casa mientras no haya una razón grave para salir y desplazarse. Nunca a lo largo de mi vida había vivido una situación semejante. Es lo más parecido a una guerra. El enemigo es un miserable virus. Ha causado muchos menos muertos que el bombardeo de una ciudad en una guerra convencional, pero ha logrado alterar por completo la vida de un país tan vital y saludable como Italia. No será fácil digerir lo que nos está pasando. A los efectos inmediatos (cierre de centros educativos, cancelación de viajes y reservas hoteleras, motines en las cárceles, estrés sanitario, dificultades de abastecimiento, soledad de muchos ancianos que se han quedado aislados, etc.), hay que añadir una especie de depresión colectiva. En el momento en el que comenzaba a despegar la temporada turística, todo se viene abajo. ¡Hasta los Museos Vaticanos han cerrado! Roma empieza a parecer una ciudad fantasma.

Nunca me han gustado las películas que tratan asuntos como la guerra biológica o la guerra informática, pero caigo en la cuenta de que nuestro gigante tecnocrático tiene los pies de barro. Lo que está sucediendo ahora con el Covid-19 puede suceder mañana con un virus informático que contamine las grandes redes mundiales de comunicación y logre paralizar los servicios básicos. Aprender a vivir con nuestra fragilidad es quizás una de las primeras lecciones que se extraen de acontecimientos como los que estamos viviendo. Por muy poderosos que nos creamos, por muchos avances que hayan hecho las ciencias y las técnicas, un simple virus de origen incierto pone en jaque a la humanidad. Es verdad que frente a la fragilidad se desata la solidaridad, pero también la explotación. Estoy seguro de que hay personas que están sacando ganancia de esta crisis. Sucede siempre. Todo ser humano esconde una hiena que entra en acción cuando se dan los factores adecuados. Sin embargo, es preciso rescatar las virtudes cívicas que todavía sostienen nuestra convivencia. Conductas individuales irresponsables pueden poner a toda la comunidad en riesgo. 

Me decía una amiga italiana que le produce mucha tristeza que en estas circunstancias se hayan dejado de celebrar misas públicas. Para ella, la misa es una fuente de energía para afrontar mejor la crisis que vivimos. Algo parecido escribía hace un par de días Andrea Riccardi, fundador de la comunidad de sant’Egidio y exministro del gobierno italiano, en el Corriere della sera. Me llega también una interesante carta del obispo francés de Ars en la que, entre otras cosas, dice: “Hay que recordar que en situaciones mucho más graves, las de las grandes plagas, y cuando los medios de asistencia sanitaria no eran los que son hoy, las poblaciones cristianas se animaban con oraciones colectivas, así como ayudando a los enfermos, asistiendo a los moribundos y enterrando a los muertos. En resumen, los discípulos de Cristo no se alejaron de Dios ni se escondieron de sus semejantes, sino todo lo contrario”. Existe el riesgo de que, en situaciones como las actuales, nos volvamos todavía más individualistas de lo que ya somos, buscando solo nuestra propia seguridad y pensando poco en quienes pueden estar viviendo situaciones peores. La prudencia no debe estar reñida nunca con la caridad.

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