lunes, 2 de marzo de 2020

De vuelta a casa

De adolescente me gustaba una canción de Simon & Garfunkel titulada Homeward bound, que se podría traducir como he titulado la entrada de hoy: “de vuelta a casa”. Recuerdo que me gustaba tanto que una de las primeras canciones que compuse se inspiraba vagamente en ella. La letra decía: “Sentado junto al camino / esperando que alguien pase y me llame, / tan solo mi maleta y mi guitarra, / algún amigo / y un deseo grande de hogar tranquilo”. Ese deseo grande de “hogar” era un eco evidente del estribillo de la canción de Simon & Garfunkel. Ellos repetían con fuerza: “Home where my thought's escaping / Home where my music's playing / Home where my love lies waiting / Silently for me”. O sea: “Hogar adonde se escapan mis pensamientos. / Hogar donde suena mi música / Hogar donde mi amor yace esperándome en silencio”. Aunque me gusta mucho la canción, no voy a dedicar la entrada de hoy a comentarla. La tomo como una parábola de lo que nos está sucediendo en Europa. Me ha venido a la mente mientras ayer por la tarde releía el libro La scommessa cattolica al que ya he hecho referencia en otra ocasión.

Para comprender mejor lo que nos está pasando en el viejo continente en relación con Dios y la fe, podríamos servirnos de la parábola del hijo pródigo (o del padre misericordioso y los dos hijos) que Lucas cuenta en su Evangelio y que todos conocemos con detalle. La Europa moderna (y posmoderna) se parece al hijo menor. Como él, también nosotros hemos querido tomar la parte de la herencia que nos correspondía y gozar de la libertad personal sin ataduras religiosas, éticas o políticas. Hemos querido explorar sin restricciones el mundo de la sexualidad, de las relaciones interpersonales, del compromiso político, de la investigación científica y hasta de la búsqueda espiritual. Estábamos hartos de una Iglesia que durante siglos nos había dicho lo que teníamos que pensar, creer, hacer y decir. Llevamos ya casi 500 años aprendiendo a ser adultos. O, por lo menos, eso nos hemos creído.

Después nos hartamos de un Estado que heredó los modos eclesiásticos y también se empeñaba en regular hasta el más mínimo detalle la vida de los ciudadanos: desde la velocidad a la que debemos conducir hasta los impuestos que debemos pagar. La caída de las ideologías y el hartazgo político (si se exceptúan quizás los sueños nacionalistas) es evidente. Hoy comenzamos a hartarnos también de una sociedad tecnológica que se aprovecha de nuestros datos para conocer lo que nos gusta, crearnos necesidades artificiales y luego vendernos sus productos. ¡Queremos ser libres sin ninguna traba!

Matar simbólicamente a Dios nos parece el requisito imprescindible para gozar de esta libertad omnímoda. Ni siquiera barruntamos que no hay nadie que ame más nuestra libertad que Aquel que es su origen. Además, la pasión por la libertad personal es una reminiscencia de la cultura cristiana. Lejos de nuestra casa, hemos disfrutado por un tiempo de la euforia de una libertad sin límites, pero pronto hemos percibido que nos va enterrando en el pozo del nihilismo y, por tanto, en una profunda depresión. Etimológicamente, la palabra “nihilismo” viene del latín “ne-hilum” (sin hilo). Nos volvemos nihilistas cuando “perdemos el hilo” que nos conecta con Dios como fuente de sentido y libertad. Quizá sea esta una forma expresiva de sintetizar lo que nos pasa: hemos perdido el hilo. Como no sabemos de dónde venimos y adónde vamos, solo nos queda rellenar el presente con todo lo que la sociedad consumista nos vende como imprescindible para ser felices: desde un teléfono móvil hasta una camisa de algodón o un viaje a las Bahamas. 

Si algo puede hacer la Iglesia por responder a la situación que viven muchos contemporáneos es ayudarles a “tirar del hilo” que conduce de nuevo a la casa del Padre. No se trata de volver a un orden social ya superado, sino de experimentar que nunca somos más libres que cuando estamos en la casa del Padre, que nos ha creado libres. Como el padre de la parábola, la Iglesia no está llamada a juzgar y condenar los “desvaríos” de quienes han apostado por la libertad, sino de otear todos los días el horizonte y preparar una fiesta de acogida. A quien busca libertad, hay que ofrecerle la sobredosis de libertad que Jesús nos ofrece. Se trata de una libertad que no nos deja solos en el desierto de nuestros caprichos e ilusiones, sino que nos conecta con todo y con todos en una red de sentido y de amor. Quien se atreve a realizar este viaje “de vuelta a casa” es como si naciera de nuevo. Se puede ser creyente en el siglo XXI. Hay una forma nueva de creer que no nos exige regresar al medievo.

La fe en Dios y en Jesús no constituye una traba para nuestra libertad, sino, más bien, la condición de posibilidad para su plena realización: “La verdad os hará libres” (Jn 8,32). Hace falta experimentar esta fiesta. 



1 comentario:

  1. Me pregunto si "perdemos el hilo" o bien no lo hemos encontrado nunca... o quizás vamos cogiéndolo y soltándolo por inseguridad... No acertamos en el color que elegimos...
    Gracias por la reflexión

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