domingo, 29 de marzo de 2020

Con Jesús hay siempre vida

Tengo la impresión de que cada uno de los domingos de la Cuaresma de este año 2020 nos ha ido proporcionando la luz que necesitábamos para ver mejor el siguiente tramo de este duro camino que estamos recorriendo. Hemos llegado ya al V Domingo de Cuaresma, el último antes del Domingo de Ramos. Si las palabras clave de los domingos anteriores fueron tentación (I), transfiguración (II), agua viva (III) y luz (IV), la de este domingo es, sin duda, vida. El Evangelio de Juan nos propone el relato de la reanimación –que no resurrección– de Lázaro de Betania, miembro de una “extraña” familia amiga de Jesús. Digo “extraña” porque en ella no hay marido y mujer, padre, madre e hijos, sino solo un hermano (Lázaro) y dos hermanas (Marta y María).

Cualquiera que sea la base histórica del relato, es obvio que estos tres hermanos son un símbolo de la comunidad cristiana formada por hermanos y hermanas en la que el único Padre es Dios. ¿Cómo afronta esta comunidad el problema de la muerte de uno de sus miembros? La pregunta no puede ser más actual en tiempos en los que el Covid-19 está matando a muchos de nuestros mayores –pero no solo– en todo el mundo. ¿Cómo podemos iluminar una realidad que nos está hiriendo por encima de lo soportable?

Es muy probable que muchas personas no creyentes reaccionen como Job, cuando afirmaba: “Un árbol tiene esperanza: aunque lo corten, vuelve a rebrotar y no deja de echar renuevos; aunque envejezcan sus raíces en tierra y el tocón esté amortecido entre terrones, al olor del agua reverdece y echa follaje como planta joven. Pero el varón muere y queda inerte, ¿adónde va el hombre cuando expira? Falta el agua de los lagos, los ríos se secan y aridecen: así el hombre se acuesta y no se levanta; pasará el cielo y él no despertará ni se desperezará de su sueño” (Job 14,7-12). Esta misma angustia se refleja en las palabras desesperadas del salmista: “Me concediste unos palmos de vida, mis días son como nada ante ti: El hombre no dura más que un soplo, el hombre se pasea como un fantasma; por un soplo se afana, atesora sin saber para quién… no te fijes en mí; dame respiro antes de que marche para no ser” (Sal 39,6-7.14). 

No sé si la experiencia de la pandemia está despertando en nosotros el anhelo de la vida eterna o nos está sumiendo todavía más en el pozo de la aniquilación. Lo que intuyo es que muchas personas que están perdiendo estos días a sus seres queridos sin ni siquiera poder despedirse de ellos o celebrar sus exequias con dignidad, harían suyas de buena gana las palabras con las que Marta (y luego María) increpa a Jesús: “Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano”. Podemos concretarlas más: “Señor, si nos hubieras hecho ver antes la gravedad de esta pandemia, hubiéramos tomado con tiempo las medidas adecuadas”; “Señor, si tú eres la vida, ¿por qué nos sometes a esta dura prueba de tener que lidiar con muertes absurdas?”… Las quejas no se comentan, se escuchan con infinito respeto.

El mensaje central del Evangelio de hoy es una perla que se encuentra, más o menos, en el centro del relato: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”. Jesús no nos promete ahorrarnos el tránsito inevitable de la muerte. Nos promete vivir para siempre. En otras palabras, hace de la muerte la puerta de entrada en la comunión plena con Dios, no el final absoluto de todas nuestras búsquedas. Por eso, aunque la separación momentánea nos produzca dolor (de hecho, Jesús solloza por la muerte de su amigo), tendríamos que celebrar la muerte como la liberación de una vida amenazada y la victoria definitiva. Jesús nos revela que a las personas muertas no las perdemos para siempre, sino que entramos con ellas en una indestructible comunión.

Lo que en este quinto domingo de Cuaresma se atisba como un signo lo celebraremos plenamente en el Triduo Pascual. Solo desde esta clave podemos afrontar con esperanza y gratitud las muertes de muchos médicos, enfermeros, sacerdotes, fuerzas del orden, etc. que estos días están muriendo por haberse entregado al servicio de los afectados por el Covid-19. Y también las muertes de los ancianos y otras personas que han sido víctimas del virus por su especial fragilidad. Con Jesús siempre tenemos vida porque él ha franqueado la barrera de la muerte. Ningún test de laboratorio nos va a dar esta certeza. Ningún político nos va a prometer esto en una campaña electoral. Si lo creemos es porque Jesús mismo nos lo ha revelado. Nos fiamos de él porque ha vivido en carne propia el tránsito que nos promete, porque nos ha hecho ver que Dios es siempre un Dios de vivos, no de muertos. Quizá la humildad y apertura que estamos viviendo estos días nos permitan acoger con profunda gratitud esta revelación. Nuestra vida adquiriría un nuevo sentido.



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