domingo, 31 de mayo de 2020

La imaginación (de Jesús) al poder

Después de cincuenta días de la Pascua de Resurrección, hemos llegado a la solemnidad de Pentecostés. Este año, al coincidir con el último día del mes de mayo, la fiesta del Espíritu ha desbancado a la fiesta de la Visitación de María. Pero no debemos olvidar que el Espíritu Santo y María forman un tándem victorioso y fecundo. Según el relato de los Hechos de los Apóstoles que hoy se lee en la primera lectura, “estaban todos reunidos” (Hch 2,1). No se menciona explícitamente a María, pero ese “todos” debía de incluir, sin duda, a la madre de Jesús. Unos versículos antes se dice que, tras la ascensión de Jesús, “todos perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María la madre de Jesús y con los hermanos de éste” (Hch 1,14). La tradición de la Iglesia, reflejada en muchos escritos y obras de arte, siempre coloca a María en medio de la comunidad apostólica recibiendo al Espíritu en forma de “viento impetuoso” y de “lenguas de fuego”, símbolos muy elocuentes de la manifestación de Dios para cualquier judío que conociera bien el Antiguo Testamento. 

El fruto más visible de la irrupción del Espíritu sobre la primitiva comunidad es que “todos comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según el Espíritu Santo los movía a expresarse” (Hch 2,4). Es una forma muy expresiva de indicar que, con la fuerza del Espíritu Santo, el Evangelio es comprensible por todos los seres humanos, que la división de lenguas producida en Babel se resuelve en una unidad radical de la familia humana realizada en la multiplicidad de lenguas y etnias porque –como leemos en la segunda lectura (cf. 1 Cor 12,3b-7.12-13), “todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu”.

La liturgia de hoy nos presenta al Espíritu desde tres ángulos diferentes: Lucas (primera lectura) subraya que el “viento y el fuego de Dios” ayuda a la comunidad a perder el miedo y redescubrir su misión evangelizadora a todo el mundo. Pablo (segunda lectura) vincula la acción del Espíritu a la confesión de Jesús como el Señor y a la construcción del cuerpo de Cristo con diversos carismas. Juan (evangelio) une el regalo del Espíritu –que se manifiesta como paz y perdón– a la muerte y resurrección de Jesús. Todos estos acontecimientos, espaciados temporalmente por Lucas, en Juan se concentran en la única “hora” de Cristo. Podríamos decir, en síntesis, que el Espíritu Santo es la “imaginación” de Jesús, llega adonde el Jesús de la historia no pudo llegar, traspasa toda frontera, todo límite espaciotemporal, hace de Jesucristo el “contemporáneo” de todo ser humano. Nos ayuda a iluminar desde Dios las nuevas e intrincadas situaciones que hoy nos toca vivir y que no encuentran un reflejo cabal en los evangelios. 

En definitiva, el contenido de la liturgia de hoy es tan rico y sublime que estas pinceladas no logran ni siquiera esbozarlo. Necesitamos un tiempo sereno de meditación para captar lo que el Señor nos quiere transmitir. En cualquier caso, podemos abrirnos a la luz que nos regala la fiesta de Pentecostés de este año 2020, tan inesperadamente singular. El papa Francisco acaba de enviarnos una carta a todos los sacerdotes de Roma invitándonos a abrirnos a la audacia del Espíritu para no permanecer prisioneros del temor y la parálisis pastoral. En medio de la pandemia que seguimos padeciendo a distintas velocidades y con diversas intensidades en todo el mundo, ¿podemos encontrar en la fiesta de hoy un poco de consuelo y de esperanza?

Algunos comentaristas europeos consideran que la pandemia del Covid-19 ha reabierto la brecha que hay en Europa entre los países del norte (predominantemente protestantes) y los del sur (casi todos católicos). Se habla incluso de nuevas y sutiles guerras de religión en la UE. Políticos y publicaciones holandesas, por ejemplo, han acusado a franceses y, sobre todo, a italianos y españoles de ser irresponsables, perezosos y aprovechados. El primer ministro de Holanda parece un representante del calvinismo más rancio, ese que –según la célebre tesis de Max Weber, fallecido en 1918, a los 56 años, a causa precisamente de una gravísima pandemia, la mal llamada gripe española– está detrás del capitalismo moderno, que, dicho sea de paso, ha producido una enorme riqueza, pero a costa de esquilmar y contaminar el planeta y de expoliar a muchos pueblos. Conviene decirlo todo.  La tensión se reproduce entre los Estados Unidos de América (de tradición protestante) y sus vecinos del centro y del sur (de tradición católica). 

En este continente se produce además un fenómeno que no tiene paralelo en los demás. Cuando un estadounidense se refiere a su país, en inglés, suele decir “America” (toma la parte por el todo, se apropia del nombre del continente entero). Para referirse a los demás países americanos, utiliza el plural: “the Americas”. Es una fórmula discriminatoria que acentúa las diferencias entre “nosotros” (Estados Unidos) y “ellos” (todos los demás). Jamás he oído hablar de “the Asias”, “the Africas” o “the Europas”. En este extraño mundo vivimos. 

Con semejante trasfondo, se entiende mejor la fuerza de una fiesta como la de hoy. El Espíritu Santo no ha sido derramado sobre una élite escogida, sobre un grupo de privilegiados. Su fuerza alcanza a todo el mundo porque todos (judíos, y griegos, blancos y negros, europeos protestantes y europeos católicos, americanos del norte y americanos del sur) la necesitamos para vivir. Pentecostés es el sueño de una humanidad que no está condenada a vivir en una Babel permanente, por más que muchos políticos actuales se empeñen en ello.




sábado, 30 de mayo de 2020

No basta con sobrevivir

Después de más de 1.400 entradas escritas en este Rincón desde febrero de 2016 y tras 90 días confinado en casa, podría parecer que ya no hay mucho que contar. Sin embargo, la vida es un río que fluye sin detenerse. El “todo fluye” de Heráclito define muy bien esta movilidad continua: el agua se renueva, el río permanece. ¿No es un hermoso símbolo de lo que nos pasa a cada uno de nosotros? Por decirlo con palabras de Xavier Zubiri, siempre somos los mismos, pero no siempre somos lo mismo. Hay identidad en el cambio continuo. Este es el milagro de la vida. Pocas veces como en estos tiempos de pandemia estamos experimentando tantas sacudidas, una sucesión interminable de sentimientos positivos y negativos, alegrías y tristezas, incertidumbre y esperanza, ansiedad y fe. Estamos vivos. Gente querida ha ido muriendo. Seguimos aquí. No se trata solo de ir tirando, sino de vivir a tope. Nuestra vocación no es sobrevivir al naufragio, sino seguir navegando por el mar de la vida con las velas desplegadas. Me ha impresionado esta mañana leer en un periódico digital el testimonio de un médico intensivista que ha estado en primera línea de la lucha contra el coronavirus. Él cree que debemos humanizar mucho más el tratamiento a los enfermos. Él, que ha asistido a tantos en el momento de la muerte, confiesa que el último lugar en el que desearía morir es en una habitación de hospital, rodeado de máquinas y tubos y sin la presencia de sus seres queridos. La pandemia ha deshumanizado el momento más trascendente de nuestra existencia. No podemos resignarnos a aceptar como normal e inevitable algo que contradice nuestra concepción del ser humano. Lo que estamos viviendo tiene que abrirnos los ojos. La última norma de actuación no es lo que nos dictan los políticos, sino lo que la conciencia nos revela.

Escribo estas líneas a toda prisa (porque hoy es nuestro día de retiro mensual) en vísperas de la gran fiesta de Pentecostés, que este año coincide con el último día de mayo. Los cristianos confesamos que el Espíritu Santo que Jesús nos envía es “el Señor y Dador de vida” (dominum et vivificantem). Lo repetimos cuando proclamamos el Credo. Donde hay Espíritu, hay vida. Por tanto, donde nos limitamos a sobrevivir, a ir arrastrando esta existencia, hay un déficit de Espíritu. ¿Cómo hacer que todas las experiencias humanas estén transidas de vida? ¿Cómo hacer que el sufrimiento y la muerte (dos experiencias que se han vuelto familiares en estos meses de pandemia) no nos corten la trama de la vida? Humanamente es imposible. Solo el Espíritu de Jesús puede ayudarnos a descubrir la puerta de la vida en la experiencia de la muerte. Por eso, el Pentecostés de este año cobra un relieve especial. Si ya la Semana Santa fue atípica, intensa, existencial, Pentecostés (la tercera Pascua del año litúrgico) no se va a quedar atrás. La humanidad entera se ha convertido en un inmenso cenáculo en el que todos estamos confinados en grados diversos según países y legislaciones.  El miedo se ha apoderado de nosotros. Queremos y no queremos salir. Anhelamos el futuro y experimentamos ansiedad ante la incertidumbre de lo que puede pasar. Es la hora del Espíritu. Solo el Enviado de Jesús puede ayudarnos a superar el miedo porque él es portador de valentía y audacia. Él es la fuente de la alegría y de la paz.

Imagino a la humanidad como un inmenso coro que canta “Veni, Sancte Spiritus” (Ven, Espíritu Santo). Solo cuando tenemos la humildad de reconocer que no lo podemos todo, que la tecnociencia imperante no lo puede resolver todo, que la política no es la palabra definitiva y que la religión no basta, solo entonces nos abrimos a la fuerza misteriosa del Espíritu de Dios que aletea sobre el cosmos. Los hombres y mujeres espirituales son aquellos que se dejan conducir por este Viento de Dios, que ponen en juego todas sus facultades creativas sabiendo que el verdadero motor es el Abogado que Jesús nos ha regalado como don pascual. Necesitamos ser más “espirituales” (es decir, más abiertos a la acción de Espíritu) para afrontar esta crisis con esperanza. Donde abunda la muerte, sobreabundará la vida. Muchas cosas tenemos que cambiar para que nuestro mundo sea habitable. El mito del “progreso indefinido” no significa que cada vez seamos mejores. Solo que tenemos más medios. Pero, ¿de qué sirve ser ricos en medios si somos pobres en fines? ¿Para qué queremos progresar tanto y tan deprisa si no sabemos a dónde se dirige el tren de la historia? Como decía hace más de 60 años Karl Rahner con clarividencia profética, “el siglo XXI será místico o simplemente no  será. Nos cuesta convencernos. La realidad es más tozuda que la idea. La pandemia no está empujando a un valiente examen de conciencia.

Esta vieja canción de Joan Baptista Humet (1950-2008) me parece más actual que nunca: Hay que vivir. La poesía despeja el horizonte: Habrá que componer de nuevo el pozo y el granero / y aprender de nuevo a andar. / Hacer del sol nuestro aliado / pintar el horno ajado / y volver a respirar.


viernes, 29 de mayo de 2020

Cada uno a nuestro puesto

Quisiera ser optimista, pero, a medida que pasan los días, comprendo mejor las devastadoras consecuencias de la pandemia en muchos ámbitos de nuestra vida personal y colectiva. Apenas estamos empezando a explorarlas. Ayer mismo, los miembros del gobierno general de los Misioneros Claretianos tuvimos una videoconferencia de dos horas y media con todos los superiores provinciales del mundo. Aunque, gracias a Dios, el virus ha afectado solo a unos veinte misioneros (de los cuales uno murió), las consecuencias que ha tenido en nuestro apostolado y economía son considerables. Todas las instituciones educativas permanecen cerradas desde hace meses; lo mismo sucede con las parroquias y otros centros misioneros. Las demandas de ayuda social se han multiplicado. Cada vez hay más personas que buscan alimentos, medicinas y subsidios de todo tipo. Hasta ahora, con la generosidad y la responsabilidad de todos, se está gestionando bien la situación, pero ¿cuánto tiempo podremos resistir si no hay cambios significativos o si se producen rebrotes de la pandemia? Cuando uno se siente seguro en su casa porque no se ha dado ningún caso de contagio y dispone de todo lo necesario, no acaba de hacerse cargo de lo que está sucediendo “ahí afuera”. Me atrevería a decir incluso que el exceso de información acaba por volvernos insensibles. Traspasado el umbral de la tolerancia, nos da casi todo igual.

En la oración vespertina que el papa dirigió en la plaza de san Pedro el pasado 27 de marzo, escogió el texto de la tempestad calmada por Jesús para iluminar la situación que estamos viviendo. Me parece que la imagen es sugestiva y poderosa. Imagino a la humanidad como una barca que se tambalea por el impacto de olas que parecen incontrolables y que tienen nombres concretos: crisis sanitaria, recesión económica, desempleo, hambre, depresión… En un determinado momento se oye la voz enérgica del capitán: “Todos a sus puestos”. Cada uno de los tripulantes asume su función y procura realizarla con la mayor responsabilidad posible, desde los marineros de más graduación hasta el último grumete. Su esfuerzo no sirve para contrarrestar la gigantesca fuerza de las olas, pero consigue paliar las consecuencias de su impacto destructivo sobre la barca. 

Creo que ese “todos a sus puestos” es un llamamiento que debemos asumir con urgencia en estas fases de desescalada. Que los investigadores y sus patrocinadores no cejen hasta encontrar una vacuna; que los médicos y el personal sanitario dosifiquen sus fuerzas y reciban los apoyos necesarios para seguir dedicándose a la atención de los enfermos; que los políticos dejen de escandalizarnos con enfrentamientos adolescentes y barriobajeros y se concentren en coordinar una estrategia común; que los empresarios hagan un esfuerzo por mantener a flote sus empresas; que los funcionarios públicos agilicen todos los trámites para que la burocracia no bloquee la progresiva normalización; que los comunicadores sean objetivos e insuflen esperanza; que los profesores y educadores  sean compasivos y creativos para que los alumnos (sobre todo, los más vulnerables) no se pierdan; que los artistas nos sigan conectando con la fuente de la belleza; que los sacerdotes y agentes de pastoral acompañen de cerca a las personas desde una fuerte experiencia de fe; que los cuidadores de ancianos extremen las medidas de prevención y de cariño hacia ellos; que los proveedores de la cadena alimentaria se coordinen bien; que los trabajadores sociales y cuantos acompañan de cerca a los más necesitados reciban el apoyo público y privado y no dejen a nadie desatendido…

Si cada uno hacemos bien lo que tenemos que hacer (e incluso un poco más, porque la situación es excepcional), la barca podrá seguir navegando, por más que necesite reparaciones de urgencia. Pero, ateniéndonos al texto bíblico, quien controla la fuerza del viento y de las aguas no es la tripulación, sino el verdadero capitán: Jesús. Tenemos que hacer todo lo que esté en nuestra mano para que las cosas funcionen, pero lo esencial es una enorme fe en Aquel a quien “hasta el viento y el lago le obedecen” (Mc 4,41). Al vernos tan preocupados, Jesús podría decirnos lo mismo que dijo a sus apóstoles cuando estaban atemorizados porque la barca estaba a punto de hundirse: “¿Por qué sois tan cobardes? ¿Todavía no tenéis fe?” (Mc 4,40). Si algo necesitamos en estos momentos es una enorme confianza en el capitán de esta barca que es la Iglesia y la humanidad. Sin ella, todo nuestro trabajo puede ser inútil: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). 

Del fundador de mi congregación misionera, san Antonio María Claret, he aprendido que para seguir a Jesús necesitamos trabajar como él, pero también orar y sufrir. Los tres verbos son imprescindibles y describen la dinámica de la vida cristiana. Los tres pueden sugerirnos qué hacer ahora. Es probable que en este tiempo de pandemia no todos (por razón de la edad, la falta de salud u otras razones) podamos trabajar en nuestros puestos, pero siempre podemos orar y unir nuestros sufrimientos a los de Jesús para que “todo vaya bien”.

jueves, 28 de mayo de 2020

Se llamaba Charles

Leo que algunos cifran la superación del confinamiento y sus consecuencias en el sueño de tomar una cerveza con los amigos en una terraza o de vitorear a su equipo de fútbol en el estadio. Quizás son expresiones concretas y muy humanas del deseo que tenemos de hacer una vida más o menos normal, pero no dejan de ser aspiraciones bastante superficiales, que pueden esperar su momento oportuno. Todavía hay mucho temor acumulado y situaciones de riesgo. Cualquier aceleración imprudente se puede pagar muy caro. 

La noticia que hoy me alegra la jornada es que el papa Francisco ha autorizado la canonización del beato Charles de Foucauld (1858-1916), un hombre santo que en alguna etapa de mi vida me ayudó a descubrir el tesoro de la interioridad, la adoración y la pequeñez. Si alguien desea adentrarse en la profundidad de su sorprendente vida y de su espiritualidad, le recomiendo leer el libro El olvido de sí, escrito por el sacerdote y escritor Pablo d’Ors, o ver el siguiente vídeo sobre su espiritualidad.

¿Qué llevó a un vizconde francés a vivir pobremente en el desierto del Sahara? ¿Cuál era el “tesoro” que escondía en su casita, hasta el punto de provocar la avaricia de quienes lo asesinaron para robárselo? Como he dicho antes, el papa Francisco autorizó a la Congregación para las Causas de los Santos a promulgar el decreto sobre el milagro atribuido al Beato Carlos de Jesús (este es su nombre religioso). En él se revela definitivamente el “tesoro” que con tanto cariño guarda y por el que estaba dispuesto a dar la vida: Jesucristo en el sagrario.

Desde su muerte, acaecida hacia casi 104 años, la vida de Charles de Foucauld ha fascinado y atraído a muchas personas. Él, que había pasado casi desapercibido en vida, se hizo famoso tras su muerte. A lo largo de los años, diecinueve familias diferentes de laicos, sacerdotes, religiosos y religiosas han surgido de su espiritualidad y de su forma de vivir el Evangelio. Entre ellas, destacan las Fraternidades de los Hermanitos y Hermanitas de Jesús). Benedicto XVI, en el momento de la beatificación el 13 de noviembre de 2005, dijo que su vida es “una invitación a aspirar a la fraternidad universal”. Si algo destaca en Carlos de Foucauld –que lo hace atractivo y actual– no es tanto su conversión de una vida mundana al Evangelio cuanto su continua búsqueda de Dios. Además de ser un gran explorador en África desde el punto de vista geográfico, dedicó el resto de sus años a explorar el inmenso territorio de la relación entre Dios y los seres humanos. 

Nacido en Estrasburgo el 15 de septiembre de 1858 en el seno de una familia noble (llevaba el título de vizconde de Pontbriand), pasó su primera infancia en Wissembourg. Cuando tenía solo seis años perdió a sus padres. Fue criado por su abuelo materno, militar de profesión, que también le dejó una considerable herencia. Sin embargo, el joven Charles, despreocupado y amante de la buena vida, la despilfarró muy pronto. En 1876 entró en la Escuela Militar de Saint Cyr. Se distinguió más por sus cualidades como soldado que como estudiante. Después de dejar el ejército, realizó algunas expediciones geográficas a Marruecos y se dedicó a estudiar el árabe y el hebreo. Como explorador demostró ser muy valioso, hasta el punto de que en 1885 recibió la medalla de oro de la Sociedad Francesa de Geografía.

Al año siguiente, regresó a casa. Entonces su vida dio un giro decisivo. Carlos, que había sido bautizado de niño, sintió la necesidad de volver a conectarse con la Iglesia Católica. Su invocación “Dios mío, si existes, déjame conocerte” podría ser el estribillo de cualquiera de nosotros en estos tiempos de indiferencia religiosa y de búsqueda de sentido. Más tarde diría algo que a mí me impresionó mucho la primera vez que lo leí: “Tan pronto como creí que había un Dios, comprendí que sólo podía vivir para Él”. Nada fue igual de ahí en adelante. En 1890 entró en los trapenses en Francia. Pronto pidió retirarse a un lugar más pobre, en Siria. Cuando cumplió 32 años, Carlos sintió la necesidad de ser dispensado de sus votos. En 1897 el Abad General de los Trapenses lo dejó libre para seguir su vocación. Permaneció en Tierra Santa por un tiempo, luego regresó a Francia y fue ordenado sacerdote en 1901. 

Ese mismo año se trasladó a África y se instaló en un oasis en el profundo desierto del Sahara. Vestía una sencilla túnica blanca sobre la que estaba cosido un corazón de tela roja, coronado por una cruz. Acogió a todos los que se acercaban por allí: cristianos, musulmanes, judíos y paganos. Vivió otros trece años en el pueblo tuareg de Tamanrasset. Dedica once horas diarias a la oración, se sumerge en el misterio de la Eucaristía, escribe un gran diccionario francés-tuareg-tareg que todavía se usa hoy, defiende a las poblaciones locales de los asaltos de los bandidos. Y fueron ellos los que, el 1 de diciembre de 1916, quisieron robar el gran “tesoro” que escondía en su casa y del que hablaba a todo el mundo. Se llevaron aquella “caja” sin saber que lo que contenía, en realidad, eran hostias consagradas. Saquearon su pobre vivienda y asesinaron a “Carlos de Jesús”, como era conocido por los lugareños. Su vida sigue inspirándonos a muchos.


Os dejo con su famosa Oración del abandono. En estos tiempos de pandemia adquiere un significado muy especial:

Padre,
me pongo en tus manos.
Haz de mí lo que quieras, 
Sea lo que sea, te doy gracias. 
Estoy dispuesto a todo, 
lo acepto todo, 
con tal que tu voluntad se cumpla en mí 
y en todas tus criaturas. 

No deseo más, Padre. 
Te confío mi alma, 
te la doy con todo mi amor. 
Porque te amo 
y necesito darme a Ti, 
ponerme en tus manos, 
sin limitación, sin medida, 
con una confianza infinita, 
porque Tú eres mi Padre.

miércoles, 27 de mayo de 2020

La urgencia de ser católico

La Iglesia cristiana experimentó su primera gran división hace casi mil años (1054). Hace poco más de quinientos (1517) se produjo la segunda (divisiones menores las ha habido desde el comienzo mismo hasta hoy). En la actualidad tenemos tres grandes Iglesias: la católica, la ortodoxa y la protestante. En realidad, tanto la segunda como la tercera a duras penas admiten el singular. Más que hablar de Iglesia, tendríamos que referirnos a “iglesias” (en plural), sobre todo en el caso de las protestantes que, llevadas del principio de la libertad individual, se han multiplicado en infinidad de iglesias, congregaciones y sectas. La llamada Iglesia ortodoxa consta también de 15 (o 16) Iglesias autocéfalas. Merece la pena detenerse en los nombres que usamos porque, detrás de cada uno, hay una manera peculiar de entender la fe cristiana. Ortodoxia significa literalmente “opinión (o doctrina) correcta”. Las iglesias ortodoxas se consideran fieles a los siete grandes concilios ecuménicos de los primeros siglos, directas continuadoras de los apóstoles en el oriente europeo. El término protestante se aplicaba a los partidarios de las ideas de reforma de la Iglesia propugnadas por Martín Lutero; más en concreto, a los que protestaban contra los edictos imperiales que pretendían la uniformidad religiosa de Alemania. Según algunos historiadores, este apelativo se les atribuyó a los príncipes alemanes, seguidores de Lutero, cuando protestaron por no poder asistir a la Dieta de Espira en 1529.

Así que, por una parte, los ortodoxos apelan a la “recta doctrina” y los protestantes a la “libertad individual”. Los primeros ponen el acento en la adoración al Misterio de Dios uno y trino y en la dimensión comunitaria, eucarística, mariana y sinodal de la Iglesia, mientras los segundos –hacedores de la modernidad– subrayan la importancia del individuo y su libre confrontación con la Escritura. ¿Qué pasa con la Iglesia católica, estadísticamente la más numerosa? Etimológicamente, católico viene del griego “katá holós (entero)”. Se refiere a una totalidad en la que todos sus elementos o dimensiones están enlazados. Católico, en su significado primigenio, es “lo referido al todo”, pero, a lo largo de la historia, el término ha ido adquiriendo otros significados, a menudo en oposición a las otras formas del cristianismo. En un mundo tan abstracto y dualista como el nuestro, ¿no habrá llegado el momento de redescubrir el verdadero significado de “lo católico” como sinónimo de un todo que es capaz de integrar las diferencias en una unidad superior? 

Ser cristianos “católicos” hoy significa aceptar con serenidad la tensión entre los diversos polos de la realidad (y de la fe), sin escorarse solo hacia uno de ellos. Quizás un ejemplo puede ayudarnos a comprender mejor este sentido nuevo (y antiguo) de “católico”. Es muy frecuente que cuando se aborda hoy la cuestión de la vida, por ejemplo, haya católicos (por lo general, de derecha) que se posicionan con uñas y dientes en contra del aborto y católicos (por lo general, de izquierda) que luchan por la dignidad de los más pobres. He aquí un fenómeno dilemático y potencialmente herético. Ser “católico”, en su sentido más noble y originario, significaría defender la vida de todos y en todas sus etapas; por lo tanto, defender con igual pasión el derecho a la vida del nasciturus o del anciano enfermo y de quienes no tienen para comer o sufren injusticias y vejaciones. Ser “católico” significa caer en la cuenta de que “todo está conectado”, como defiende con mucha lucidez el papa Francisco en la encíclica Laudato Si’, cuyo quinto aniversario celebramos la semana pasada.

En otras palabras, ser “católico” significa mantener conectados –en permanente tensión– todos los elementos de la fe cristiana sin inclinar la balanza solo hacia uno. Ser “católico” significa vivir la gracia y la libertad, la persona y la comunidad, la Palabra y los sacramentos, el sacerdocio de todos y el ministerio ordenado, lo local y lo universal, la vida del nasciturus y la del pobre, el varón y la mujer, la sinodalidad y la autoridad, la tradición y la innovación, la liturgia y la acción social, la fe y la ciencia… En un mundo en el que avanzamos hacia polarizaciones excluyentes (derecha-izquierda, nacionales-extranjeros, ricos-pobres, ilustrados-analfabetos, hombres-mujeres…), hacia propuestas totalitarias y de control (provenientes, sobre todo, del campo de la tecnociencia y de la política), ser “católico” (es decir, tener una visión integral de la vida y de la fe) supone una verdadera alternativa social. Por una parte, implica una denuncia contundente de todas las exclusiones que provocamos cuando acentuamos solo un aspecto de la realidad (olvidando otros) y, por otra, una propuesta integral de vida en la que nada verdaderamente humano (la ciencia, el arte, la política, la economía, el deporte, la religión…) queda fuera. Por eso, el “católico” es, por esencia, un hombre o una mujer de diálogo, abierto a cualquier persona o idea que pueda ensanchar nuestro acercamiento a la verdad. El “católico” no tiene miedo a la verdad porque sabe que, a través de Espíritu de Dios, “todo está conectado”.

martes, 26 de mayo de 2020

Meditación sobre el ombligo

Aunque todavía estamos en primavera y falta casi un mes para el verano, el calor ya ha llegado a buena parte de Europa. Y, con él, una exhibición más o menos pudorosa de ombligos de todos los estilos y tamaños. Según el diccionario de la RAE, el ombligo (del latín umbilicus; en griego ómphalos) es una “cicatriz redonda que queda en medio del vientre, después de romperse y secarse el cordón umbilical”. Ya hemos hablado en otra ocasión de la belleza de las cicatrices. Hoy me fijo en esta pieza anatómica como un recordatorio de lo que somos, una especie de marca de fábrica (made in...) que indica nuestro origen y quizás también nuestro destino.

En castellano tenemos una colección de frases relacionadas con esta parte del cuerpo. Mirarse el ombligo es una expresión que se usa para dar a entender que una persona se abandona a la autocomplacencia y al egocentrismo; es decir, se mira demasiado a sí misma y se olvida de los demás. Parece que el origen de esta expresión proviene de una antigua costumbre cristiana de los monjes hesicastas de la Iglesia griega ortodoxa, quienes acostumbraban a dejar caer la cabeza durante la meditación, como si se estuvieran mirándose el ombligo. ¡Lástima que entre nosotros la expresión haya adquirido este carácter negativo porque podría indicar una vía de encuentro con nosotros mismos! Cuando nos miramos el ombligo tenemos que inclinar la cabeza hacia abajo, lo que, de entrada, indica una actitud de humildad y de búsqueda. El agujerito redondo que hay en mitad del vientre nos recuerda dos cosas fundamentales para entender quiénes somos: que venimos de otra persona y que somos autónomos. Vale la pena detenerse en ambas realidades.

El ombligo es un recuerdo permanente del cordón umbilical que nos unía a nuestra madre y a través del cual nos nutrimos durante meses dentro de su vientre. Ninguno de nosotros ha surgido por generación espontánea. Somos fruto de un encuentro y existimos porque alguien nos ha albergado en su seno. Olvidar esto significa cerrarnos a la vida. Pero, por otra parte, para nacer y llegar a ser nosotros mismos, fue necesario que alguien cortara ese cordón umbilical. No somos, sin más, una parte del cuerpo de otra persona, ni siquiera un objeto incrustado en él. Somos personas autónomas. Podemos respirar por nosotros mismos, Tenemos nuestra propia identidad. 

En este binomio dependencia-autonomía se juega lo que cada uno somos. Por eso, mirarnos al ombligo debería ser un recordatorio permanente, imborrable, de nuestra esencial apertura a los demás y, al mismo tiempo, de nuestra singularidad. Olvidar cualquiera de los dos polos nos condena a no saber quiénes somos y cómo podemos vivir. Así que no estaría mal que de vez en cuando nos “miráramos el ombligo” como ejercicio exploratorio de nuestra identidad y no solo como expresión de egocentrismo.

Pero el castellano atesora otras expresiones relacionadas con nuestra cicatriz ventral. Cuando uno se amedrenta ante una dificultad o pierde el ánimo ante una empresa que lo supera, decimos que “se le ha encogido el ombligo”. Quizás durante estos meses de pandemia, a más de uno se nos ha encogido el ombligo porque no sabíamos si seríamos atacados por el coronavirus o el Covid-19 se cebaría con algunas personas queridas. Se nos ha encogido el ombligo porque, de la noche a la mañana, hemos caído en la cuenta de que somos poca cosa, de que un simple e invisible virus puede acabar con nosotros en cuestión de días o de horas. Es necesario, pues, que nos relajemos y que pasemos del encogimiento a la dilatación. Eso, en el supuesto de que, mientras tanto, no nos “hayan cortado el ombligo”, expresión que en castellano significa que alguien nos ha captado la voluntad y nos tiene sojuzgados. No estoy muy seguro de que con tanto confinamiento y tantas restricciones las autoridades sanitarias no nos hayan cortado un poco el ombligo. Cuando uno tiene miedo, se deja fácilmente dominar por aquellos que, prometiéndonos seguridad, no tienen reparo en recortar nuestra libertad.

En fin, si esto del ombligo no da mucho más juego, siempre tenemos la posibilidad de evocar la vida de san Felipe Neri, cuya fiesta celebramos hoy. Aunque florentino de nacimiento, se lo conoce como “el apóstol de Roma”. Su vida y su manera de evangelizar siguen siendo un reclamo para hoy. He tenido la oportunidad de visitar su tumba muchas veces en la Chiesa Nuova, una iglesia barroca en pleno centro histórico de Roma, a cuatro pasos de la plaza Navona y de una de las cinco comunidades que los claretianos tenemos en la Ciudad Eterna.

lunes, 25 de mayo de 2020

Un lugar de encuentro

En muchas parroquias americanas (tanto en el norte como en el centro y en el sur del continente) suele haber una especie de club social donde los cristianos se reúnen después de las celebraciones para encontrarse, dialogar, tomar algo y, en días señalados, organizar fiestas y campañas de diverso tipo. Esta práctica contribuye mucho a estrechar lazos entre las personas y a fortalecer el sentido de cuerpo, de manera que la Eucaristía adquiere otro significado. En Europa no es común. Las personas, una vez terminada la misa, suelen ir al bar o regresan a sus casas. Cualquier celebración que dure más de 45 minutos resulta excesiva. Se ve como un tiempo robado a actividades más interesantes. Uno llega a la iglesia, cumple con lo mandado y se va. De continuar así, llegará un día (si es que no ha llegado ya en muchos lugares) en que el sentido de comunidad cristiana se evaporará y las celebraciones serán ritos insignificantes de mero consumo individual. Por eso, me parece necesario que la vuelta al ritmo litúrgico ordinario tras la larga fase de confinamiento coincida con propuestas imaginativas que ayuden a las personas a elaborar la experiencia vivida y abrir nuevos caminos. Una de estas iniciativas, ya ensayada con éxito en otras partes del mundo, es la de crear “lugares de encuentro” en los que la gente se pueda sentar a hablar, tomar algo, celebrar y alumbrar proyectos conjuntos.

Es verdad que muchas parroquias tienen los llamados “salones parroquiales” para catequesis y otras actividades, pero, por lo general, se trata de locales muy poco acondicionados para el encuentro. Ni la iluminación ni la decoración invitan a sentirse en casa. Suelen ser lugares anodinos, desangelados y pequeños. Más parecen aulas que verdaderos lugares de encuentro. Las parroquias que han sabido crear lugares sencillos y bellos y han favorecido su uso, suelen tener más base comunitaria y alumbran más proyectos evangelizadores y solidarios. En este tiempo de “desescalada” en el que la gente necesitará hablar, compartir lo que ha vivido, celebrar la vida, recordar a los que se han ido, preocuparse de los necesitados… se necesita una nueva pastoral. Algunas diócesis (conozco las sugerencias de la diócesis de Roma, por ejemplo) ya se han puesto manos a la obra. Pero me temo que en muchas parroquias se va a continuar como siempre, con lo cual habremos desperdiciado la oportunidad de empezar algo nuevo, de propiciar que la gente sugiera líneas de futuro a partir de sus experiencias. El papa Francisco insiste mucho en que la Iglesia de este siglo, si quiere tener vitalidad, debe ser una Iglesia “sinodal”; es decir, una Iglesia en la que todos los cristianos caminemos juntos y nos enriquezcamos mutuamente. ¿Cómo es posible poner en práctica esta sinodalidad si no hay “lugares de encuentro” (amplios, limpios, acogedores, hermosos, abiertos)?

La pandemia está dejando a muchas personas en el borde, descartadas. Necesitan comida, ropa, etc., pero, sobre todo, espacios en los que se sientan acogidas, escuchadas, integradas en un grupo humano. Las parroquias que tomen la iniciativa (algunas lo están haciendo ya de manera espléndida), contribuirán a afrontar la crisis con esperanza y eficacia. Si las parroquias se convierten en “lugares de encuentro”, el Evangelio resonará de otra manera en las vidas de muchas personas que siguen considerando la parroquia solo como un centro al que se acude en algunos momentos para celebrar los “ritos de pasaje”. Y cada vez menos. Para que estos “lugares de encuentro” no se reduzcan a un mero club social donde la gente charla y bebe, se necesitan dos puertas: una abierta a la oración y otra al servicio de los necesitados. En otras palabras, los “lugares de encuentro” tienen que propiciar que las personas se abran a una experiencia del Misterio de Dios en el silencio de la oración (personal y comunitaria) y en el encuentro directo con realidades que a menudo están lejos de nuestra vida cotidiana: el desempleo, el hambre, la enfermedad, el fracaso escolar, la inmnigración, la discriminación, etc. No nos juntamos solo para sentirnos bien y compartir lo que hemos vivido, sino para caminar juntos hacia los dos lugares en los que Dios se manifiesta con más fuerza, también en el seno de nuestras sociedades secularizadas: el silencio de la oración y el encuentro con las personas “descartadas”.

domingo, 24 de mayo de 2020

La "nueva normalidad" de Jesús

Tras 100 días acompañados por el virus más famoso de la historia, estamos entrando poco a poco en la “nueva normalidad”. También Jesús, tras cuarenta días apareciéndose a los suyos como resucitado, entró en la “nueva normalidad” celestial. Eso es precisamente lo que celebramos en la solemnidad de la Ascensión del Señor. La liturgia de este año nos ofrece dos versiones de este acontecimiento histórico-teológico. La primera nos la presenta Lucas en el prólogo de los Hechos de los Apóstoles que leemos hoy como primera lectura. La segunda proviene del final del evangelio de Mateo, un fragmento que se lee en el ciclo A. Ambas contienen mensajes distintos y complementarios. Ambas están cargadas de matices que son como pistas de luz para que podamos vivir también nosotros la “nueva normalidad” con esperanza y alegría. Escribo estas líneas en un momento en el que el contador de la Johns University señala que hay 5.313.852 de casos de Covid-19 confirmados en el mundo y que los muertos ascienden a 342.147. Hay muchas historias en juego, mucho dolor y mucho sufrimiento detrás de estas cifras. Sin la luz de la Pascua, no hay forma de afrontar tanto mal sin hundirse en la desesperación. El Jesús que ha “ascendido” al cielo, ¿nos ha dejado solos en las luchas de la vida o continúa caminando a nuestro lado? La Palabra de Dios nos ofrece una respuesta.

Os aconsejo leer con calma el prólogo de los Hechos de los Apóstoles (Hch 1,1-11), que –como sabemos– es la segunda parte de la obra de Lucas, la que completa su Evangelio. Este es el relato de la vida de Jesús, los Hechos narran la vida de la Iglesia.  Lucas concibe la vida de Jesús como una “ascensión” permanente: primero de Galilea a Jerusalén y luego de Jerusalén al cielo. En este itinerario ha querido implicar a sus discípulos. Lo sorprendente es que, después de una instrucción minuciosa y de la experiencia de la Pascua, estos continúan sin haber entendido bien la verdadera misión de Jesús. De hecho, Lucas pone en sus labios una pregunta descorazonadora: “Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?”. Todavía estaban pensando en un triunfo político-nacionalista. A pesar de todo, Jesús les confía una misión universal que ha marcado la trayectoria de la Iglesia a lo largo de los siglos: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra”. Los creyentes de todos los tiempos, animados por el Espíritu Santo, estamos llamados a ser los testigos del Resucitado (es decir, alguien que ha visto y oído) en todo el mundo. Él sigue presente en la medida en que llevamos a cabo su misión. No es necesario que nosotros seamos perfectos, como no lo fueron los discípulos de primera hora. Basta que acojamos el don del Espíritu y nos dejemos conducir por él.

El relato del Evangelio de Mateo (Mt 28,16-20) transmite un mensaje parecido, aunque con nuevos matices. La despedida definitiva de Jesús se produce en un monte. A Mateo el gusta el escenario del monte para situar los momentos decisivos de la vida de Jesús. El monte es siempre lugar de la revelación de Dios. A pesar del largo camino recorrido, la reacción de los discípulos sigue siendo ambigua: “Ellos se postraron, pero algunos dudaron”. Conviven la fe y la duda, la adoración y las preguntas. Jesús no se echa atrás. Les confía una misión: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos”. No les pide que hagan algunos discípulos en algunos pueblos, sino que todos los pueblos lleguen a ser discípulos. El alcance universal de la misión –como en el caso del relato anterior – es innegable. La misión no es solo obra nuestra. Jesús promete su presencia constante: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos”. El Evangelio de Mateo se cierra del mismo modo como se abrió, aludiendo al Emmanuel, al Dios-con-nosotros (cf. Mt 1,18-25). La “nueva normalidad” del Resucitado de entre los muertos, del Ascendido al cielo, del Exaltado sobre toda la creación (tres categorías para expresar la misma realidad) no significa “distanciamiento social”, ni “confinamiento divino”. Inaugura un nuevo modo de presencia en el mundo a través de su Espíritu y un encargo misionero cada vez más universal. Los “confines del mundo” no aluden solo a las fronteras geográficas, sino a las fronteras móviles de la expansión humana y cósmica. La Buena Noticia tiene que llegar al mundo de Internet, de la investigación genética, de las búsquedas micro y macroscópicas, de la inteligencia artificial, de la nano y biotecnología, de la economía solidaria y sostenible… La misión no acaba nunca. Estamos siempre en misión. Somos misión.

Hoy se celebra la 54 Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales. El mensaje del papa Francisco para este año 2020 se titula Para que puedas contar y grabar en la memoria (cf. Ex 10,2). La vida se hace historia. El papa Francisco cree que “para no perdernos necesitamos respirar la verdad de las buenas historias: historias que construyan, no que destruyan; historias que ayuden a reencontrar las raíces y la fuerza para avanzar juntos”. En tiempos de numerosas fake news, necesitamos contar historias verdaderas de lo que el Espíritu sigue haciendo en nuestro mundo. Es uno de los propósitos de este blog. La vida siempre engendra vida. 

Uno de los lectores habituales de este Rincón, Luis Javier Moxó Sotoes el promotor de una nueva iniciativa en el campo de las comunicaciones sociales que pretende también contar historias diferentes. Se llama Comunión-Red, un portal digital para comunicadores católicos. Hay que felicitarse por la proliferación de nuevos proyectos. Feliz fiesta de la Ascensión.



sábado, 23 de mayo de 2020

¿Y ahora qué?

Ayer, una lectora habitual de este Rincón, describía así el ambiente que ella percibe desde el observatorio de su pequeña tienda en una población catalana: “La situación es muy complicada. Todavía hay muchos miedos, pánicos. Hay gente que prefiere quedarse en casa. Otras personas son “bombas” que han acumulado tanta rabia y no aceptación de la situación que pueden explotar en cualquier momento... La gente ha estado sumisa sin elección. Hemos estado expuestos a inseguridades, discusiones entre los dirigentes... A pie de calle hay un ambiente muy cargado. Es difícil imaginarnos los problemas que han vivido gente con alguna minusvalía. Las pérdidas de lugares de trabajo, ayudas prometidas y que no se han visto por ningún lado... y tantos problemas que se pueden ir enumerando aparte de todo el dolor vivido, a solas”. La descripción puede parecer un poco sombría, pero es mejor ver las cosas desde abajo (una sencilla tienda de barrio, por ejemplo) que desde arriba (el despacho de un alto dirigente). En cualquier caso, lo que parece claro es que:
  • No es lo mismo haber vivido el confinamiento en una casa amplia y confortable (a veces, incluso, con jardín), con alimentos suficientes y medios digitales para mantenerse en comunicación con el mundo, que en una casa pequeña, sin recursos y con tensiones entre quienes habitan en ella. 
  • No es lo mismo haber visto en la televisión el parte diario de contagiados, recuperados y muertos, que haber experimentado en carne propia el dolor de no poder despedirse de un ser querido arrebatado a traición por el coronavirus. 
  • No es lo mismo haber pasado la cuarentena viendo series de televisión, leyendo novelas, cocinando y haciendo gimnasia, que sufriendo por no poder trabajar o por la suerte de las personas queridas a las que no se ha podido visitar y ayudar. 
  • No es lo mismo ir regresando poco a poco a la vida cotidiana con un puesto de trabajo fijo, una pensión segura y algunos planes de futuro, incluidas las vacaciones de verano, que hacerlo en el paro, sin ahorros y con un horizonte oscuro. 
  • No es lo mismo contar con el apoyo emocional y económico de familiares y amigos, que verse solo ante un futuro incierto. Y más si se tienen personas a cargo.
Por eso resulta tan difícil hablar de lo que viene ahora cuando no todos estamos en la misma casilla de salida. Para algunos, la vida continuará igual o mejor que antes; para la gran mayoría, comienza un tiempo de ajustes emocionales, afectivos, laborales, económicos y espirituales. Generalizar implica no hacernos cargo de una realidad compleja.

¿Qué podemos hacer para que este tiempo no nos hunda más y nos permita salir adelante? 

Creo que la primera cosa es escuchar con atención y empatía las historias de quienes necesitan y quieren compartir lo que han vivido. Lo que no se verbaliza no existe. Lo que no se comparte puede gangrenarse. Tenemos que crear ambientes y oportunidades para que todos los que lo deseen puedan abrirse con la seguridad de que alguien va a escuchar con respeto lo que han vivido, sufrido, esperado, disfrutado o temido. La escucha –como en el caso de lo sucedido en el camino de Emaús– es el primer paso en todo proceso de sanación. Cuando alguien nos escucha con atención, nosotros aprendemos a explorar con más hondura lo que llevamos dentro. 

En segundo lugar, podemos ayudar a descubrir los elementos positivos que se encuentran en esta crisis, los puntos de apoyo sobre los cuales levantarnos, las semillas de vida (por pequeñas que sean) que hemos descubierto. En algunos casos, será muy difícil porque el panorama se presenta completamente sombrío, pero siempre es posible identificar un destello de luz que permite iluminar el siguiente paso del camino. 

En tercer lugar, podemos ayudar a quienes se acerquen a nosotros a tomar las riendas de la situación en sus manos, a no hacer depender todo de los gobiernos, las instituciones u otras personas. Siempre podemos hacer algo. Por mal que se encuentre una persona, solo hay salida cuando asume su cuota de responsabilidad y toma algunas decisiones, por pequelas que sean, que le ayuden a salir adelante. La parálisis y la autoconmiseración son la antesala de la muerte.

Y, por último, en la medida de nuestras posibilidades, debemos apoyar esas resoluciones con nuestro cariño, nuestro dinero (si es necesario y estamos en condiciones de hacerlo), nuestros contactos y todo aquello que ayude a la persona en crisis a abrirse camino, a labrarse un futuro, sin crear dependencias que a la larga pueden ser dañinas.


Dado que no tenemos ninguna experiencia próxima de cómo se gestiona una pandemia (y mucho menos el tiempo posterior), vamos haciendo camino a medida que caminamos. Si somos humildes, no tendremos problema en volver sobre nuestros pasos y corregir lo equivocado, en pedir ayuda y en dejarnos aconsejar, en caminar con otros y no en solitario. Podemos canalizar la rabia hacia la crítica institucional, pero es mucho más eficaz y saludable ponernos a la obra cuanto antes. No pidamos a otros lo que podemos hacer nosotros. Tejamos pequeñas alianzas de apoyo, reforcemos la recuperación económica de los pequeños comercios y bares consumiendo sus productos, mostremos a los ancianos el cariño que no hemos podido visibilizar durante las semanas duras del confinamiento, colaboremos con nuestras parroquias en reforzar los servicios de Cáritas y el regreso a la vida litúrgica… Y no olvidemos que, aunque debemos trabajar “como si todo dependiera de nosotros”, estamos siempre en las manos de Dios. Sigamos orando con un corazón humilde y agradecido. Dejemos que Dios nos vaya mostrando y abriendo camino.