lunes, 11 de mayo de 2020

Iglesias apagadas, casas encendidas

Justo cuando me estaba levantando de la cama, a eso de las cinco de la mañana, he sentido un ruido fuerte y seco, como si hubiera estallado algo cerca de casa. En realidad, se trataba de un terremoto de magnitud 3,3. El epicentro se sitúa en las afueras de Roma. Parece que no ha habido daños. Es un susto más que se añade a la cadena de sobresaltos de los últimos meses. Coincide con la entrada en la fase 1 de algo más de la mitad de España. Poco a poco, se va reanudando la vida social, aunque con fuertes medidas de protección. Tras dos meses cerradas, también las iglesias comienzan a abrir para las celebraciones. Muchas personas echaban de menos poder orar en un templo. Lo entiendo muy bien. La iglesia es el lugar de encuentro de la comunidad cristiana, además de ser un espacio simbólico –por lo general, hermoso– en el que, apartándonos de los ruidos ambientales, entramos en una dimensión de trascendencia. Valoro mucho el significado de los templos físicos en la dinámica de la vida cristiana. Y, sin embargo, creo que los dos meses en que las iglesias han estado “apagadas” nos han ayudado a comprender el significado de la propia casa como iglesia doméstica. Mientras se apagaban las luces en los espacios grandes y comunitarios, se encendían las de los espacios pequeños y familiares. Al fin y al cabo, la iglesia primitiva se reunía en las casas para la oración y la fracción del pan. Es necesario descubrir el valor de la fe vivida en familia, de una oración menos ritual y más existencial, de una Eucaristía que se hace ofrenda de la propia vida.

Pero aún tenemos que ir más lejos. Ni la iglesia material ni la casa son el punto de llegada. Jesús nos ha dicho que los verdaderos adoradores adorarán al Padre “en espíritu y verdad” (Jn 4,23-24). No nos pide eliminar los espacios físicos, pero sí trascenderlos. La relación con Dios no depende del lugar en el que nos encontramos. En una reciente entrevista hecha a Pablo d’Ors, él reconoce que el confinamiento es una excelente oportunidad para escucharnos en el silencio. Escucharnos para conocernos. Conocernos para amarnos. Amarnos para amar a los demás. Amar a los demás... para abrirnos a Dios. ¡Lástima que esta oportunidad única de vivir el silencio la hayamos rellenado de infinidad de ofertas! El confinamiento se ha convertido en entretenimiento.

Creo que incluso desde el punto de vista pastoral hemos caído en la trampa de rellenar el vacío a base de todo tipo de propuestas: misas on line, vídeos, folletos, charlas, etc. Comprendo y valoro la creatividad de muchos, pero no estoy seguro de que eso haya sido lo mejor que podíamos haber hecho. Por una vez –estas cosas no suceden casi nunca– hemos tenido la oportunidad de estar en silencio, de no reproducir la lógica del mercado, de no abandonarnos a un consumismo cultural y litúrgico agobiante. No lo hemos logrado. Nos sigue dando miedo el silencio. No queremos viajar a nuestro interior. Necesitamos rellenar el tiempo con cosas que vengan de fuera y que hagan más tolerable el confinamiento.

En el Evangelio de hoy leemos estas palabras de Jesús: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,24). Estamos habitados por Dios. Cada uno de nosotros es un templo más noble que las mejores iglesias y más entrañable que cualquier casa familiar. Cuando caemos en la cuenta de esta “inhabitación” (palabra de uso frecuente hace unos años y ahora casi desterrada), todo cambia. No necesitamos buscar a Dios “fuera” como si se tratara de un “objeto” que se mueve en el mundo microscópico (a la manera de la Covid-19) o en el macroscópico (como si fuera una galaxia). Cuando estamos en silencio, podemos escuchar y acoger la Palabra que este Dios interior nos dirige. Podemos tomar conciencia de que nunca estamos solos, de que hay Alguien que nos acompaña en el camino; más aún, que vive en nosotros y con quien podemos establecer una íntima relación de amor. 

¿Hay alguna espiritualidad más profunda y cercana que esta? Es obvio que, para evitar el peligro de una excesiva introspección, para verificar que se trata de una experiencia genuina, esta intimidad se debe relejar en una existencia de amor. Si somos habitados por el amor de Dios, no cabe imaginar una vida que no sea expresión de ese amor. Todo esto podríamos haberlo experimentado mientras se apagaban las iglesias y se encendían las casas, pero no estoy muy seguro de que haya sido así. La tentación del ruido y de la huida es demasiado insidiosa como para no caer en sus garras.

1 comentario:

  1. Buenos días Gonzalo. Me encanta tu cometario. Me sobrecoge esta presencia trinitaria de Dios en cada uno. Ojalá sepamos vivirla cada vez em más amor y servicio. Maria Cristina Ruberte

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