viernes, 1 de mayo de 2020

Santa María de la vida bella

Abrir de par en par la ventana a las seis de la mañana y contemplar ya los árboles llenos de hojas frescas es un acto de reconciliación con la vida. Son poquísimos los coches que circulan a esa hora. La combinación de aire limpio, silencio y trino de jilgueros parece sacada de un libro de autoayuda, pero es una experiencia real que hago todos los días al empezar la jornada. Hoy lo he hecho con más conciencia si cabe porque el mes de mayo está cargado de simbolismo. No solo es el “mes de las flores” –como aprendí de niño–, sino el mes en el que los días son generosos, el calor no es implacable, la naturaleza se viste de fiesta y los cristianos recordamos a María. En el hemisferio norte es también un mes de primeras comuniones y confirmaciones, aunque este año todo será distinto. Las celebraciones tendrán que esperar.

Para poner la clave “mariana” de este hermoso mes, he rescatado un texto que escribí hace años. Le he añadido alguna cosa para hacerlo más actual.

Meditación
sobre el mural del
CORAZÓN DE MARÍA


Esta meditación mariana hace referencia al mural que hay en la capilla de la Curia General de los Misioneros Claretianos en Roma. Fue pintado por Maximino Cerezo Barredo en 1994. Con el correr de los años, se ha convertido en un icono. Todos los días lo contemplo por la mañana y por la tarde. Voy a empezar con lo que no me gusta –que es poco– para rematar esta reflexión con lo que me gusta –que es casi todo–. Empiezo por las reproducciones que circulan por ahí: fotos, estampas, etc. Creo que no hacen justicia a la realidad. Es imposible representar en una superficie plana un mural pintado sobre una superficie cóncava. Se pierde profundidad, volumen, proporción… y misterio. Por eso, siempre que comparo las fotos con el original experimento una ligera tristeza: ¡No, no es esto!

Luego viene la frustración de los colores. Los casi veinte metros cuadrados del mural son una sinfonía de rojos, azules, naranjas y verdes, con variedad de tonos e intensidades. En las reproducciones todo queda un poco marchito, aplanado, como si la tinta sobre el papel no pudiera reproducir la fuerza que tiene el óleo sobre el yeso. Y, de nuevo, una ligera tristeza: ¡No, no es esto! Finalmente, está el asunto de la iluminación. Hay tantos murales como horas del día. No es lo mismo contemplarlo al amanecer o al atardecer –solo iluminado por un foco que resalta el centro y deja en penumbra la periferia– que admirarlo cuando entra la luz del mediodía por los dos tragaluces ojivales que flanquean el mural a la altura del Espíritu Santo. La mayoría de las fotos recrean una iluminación artificial, a base del uso del flash y posteriores tratamientos digitales. Se acentúa la ligera tristeza: ¡No, no es esto!

Pero, dejémonos de lamentaciones y acudamos directamente al original para disfrutar de todo lo demás. Resulta evidente que el centro del mural lo constituye la figura de María y, más concretamente, su corazón, circundado por un halo de luz blanquiazul, como un pequeño lago de ternura.

Pero lo que siempre me ha impresionado es el grupo apostólico que la rodea. Hay seis hombres a cada uno de los lados. Sus rostros son semejantes, pero sus manos expresan actitudes diversas. Cualquier espectador reconoce en ellos a los apóstoles, reunidos con María en el cenáculo. Cualquier espectador no. Al verlos con sus rostros bronceados, un anciano claretiano esloveno exclamó hace algunos años: ¡Vaya apóstoles más raros, parecen “extracomunitarios”! (Conviene advertir que el término “extracomunitario” es el que se aplica en Italia a los ciudadanos que no pertenecen a la Unión Europea, sobre todo a asiáticos y africanos). El anciano hermano, en su espontaneidad, no exenta de una suave xenofobia, puso de relieve algo subversivo. Los apóstoles que acompañan a María no son de “los nuestros”. El color de su piel y los rasgos de su rostro denotan un origen no europeo: vienen de lejos. A diferencia de los apóstoles clásicos, pintados por Giotto, Miguel Ángel o Leonardo de Vinci, estos apóstoles “extracomunitarios” no tienen rostros de belleza griega ni parecen jóvenes florentinos o romanos.

Entonces, no puedo por menos de evocar las palabras de Jesús: “Vendrán de Oriente y de Occidente y os arrebatarán el Reino” (cf. Lc 13,29). Los apóstoles del mural denuncian la fácil simbiosis que hemos hecho entre cultura y evangelio. Nos parece evangélico lo nuestro y tendemos a sospechar que “los otros” (americanos, africanos y asiáticos) todavía no han llegado a la profundidad y calidad que hemos alcanzado nosotros después de tantos siglos de cristianismo europeo. Pero esta es una verdad frágil porque el gran drama de Europa es precisamente el fuerte divorcio entre la tradición cristiana y la cultura dominante. Necesitamos que alguien de fuera nos lo eche en cara y nos ayude a curar nuestra autosuficiencia.

Si nos ajustamos a las proporciones, la figura más grande es la paloma esquemática, blanca y amarilla, sobre fondo verde y azul. Representa al Espíritu Santo. En una escala realista, la paloma no debería ser más grande que la cabeza o las manos de cualquier apóstol. Sin embargo, es varias veces superior: sobrevuela majestuosa toda la escena y la ilumina con cuatro rayos triangulares, rojos en los bordes y anaranjados en su interior. Este vértice del mural expresa un claro mensaje. María es Madre de Dios por la fuerza del Espíritu: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1,35). Los apóstoles se convierten en iglesia por la fuerza del Espíritu: “Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu los impulsaba a hablar” (Hch 2,4). El Espíritu Santo, a quien confesamos como “Señor y Dador de vida” es quien dinamiza la vida de la Iglesia. Sin él, nada es posible. La vida cristiana se reduciría a mero cumplimiento y la misión a propaganda. En el mural, la figura de la paloma, extraordinariamente agrandada, es la fuente de la luz que, reflejándose en el Corazón de María, ilumina toda la pintura.

Dejo la figura de María para el final. ¿Puedo decir lo que más me gusta? Es sencillo: ¡su pose de caminante! Aunque la escena evoca, más bien, la experiencia de Pentecostés, me acuerdo ahora de las palabras del evangelio de Lucas cuando narra la visita de María a su prima Isabel: “Se puso en camino con presteza” (cf. Lc 2,19). Los apóstoles que la circundan están en actitud orante y contemplativa. María, sin embargo, está en camino, con los pies desnudos. Parece, casi, que quisiera escaparse del mural y salir al encuentro de los espectadores, como la protagonista de la película “La rosa púrpura de El Cairo”, de Woody Allen. Esta actitud extrovertida es la que conecta el mural con nuestra realidad. María se acerca a nosotros, nos invita a dejarnos caldear e iluminar por el Espíritu, a formar parte del grupo apostólico y a ponernos en camino para responder a los requerimientos expresados por las seis manos –dos de ellas llagadas– que se abren desde la izquierda y la derecha del mural en actitud suplicante.

Las manos son otra historia. Aparecen con un protagonismo inusitado. No sabemos a quién corresponden. Por su tamaño en relación con el resto de los personajes del cuadro, deberían de ser manos de tipos gigantes, cuyos cuerpos y rostros no cabrían en el espacio del ábside. Y, en efecto, gigantes son las necesidades que representan.

En esas manos terrosas, enormes, adivinamos todos los problemas que afligen hoy a la humanidad, especialmente a las personas que no poseen rostro ni voz y que solo tienen manos para suplicar. En ellas vemos a los afectados por la pandemia de Covid-19 que padecemos desde hace meses. Son las manos de los fallecidos y los contagiados. Son las manos de sus cuidadores. Son las manos de quienes se han quedado sin trabajo. Son las manos de quienes rezan e imploran. Son las manos, en fin, de una humanidad suplicante que quiere aprender a vivir de otra manera como fruto de esta pandemia inesperada.

En el centro del mural, como naciendo de un útero inmenso, está la figura esbelta, también ligeramente “extracomunitaria”, de María. Viste túnica blanca y manto azul. Es una figura plenamente humana. Solo el corazón es rojo, porque en él habita la presencia de Dios. El Corazón de María es la “tienda del encuentro” con la divinidad, el lugar en el que Dios y el hombre se han abrazado definitivamente. Es también un corazón desproporcionadamente grande, capaz de bombear el amor que necesitamos para no desfallecer en la misión. Me vienen a la mente las palabras de Claret: “Oh, Corazón de María, fragua e instrumento del amor, enciéndeme en el amor a Dios y al prójimo”.

Mientras la mano derecha parece marcar el ritmo del paso, la izquierda actúa como peana o trono del corazón. Una mano es activa, profética. La otra es contemplativa, escuchadora. Ambas sintetizan todo un itinerario de vida cristiana. O, por lo menos, así lo veo desde mi banco de madera. El mural sigue hablando. Basta que se lo contemple con admiración y paciencia.



1 comentario:

  1. Entiendo lo que dices de las fotos… A veces, sobre todo cuando saco fotos de paisajes, me digo: no se corresponde con la imagen que he interiorizado!! Para mí, es también la imagen de cómo no se pueden transmitir, con fidelidad, las emociones y sentimientos que vivimos, sean positivos o negativos… Cuántas veces me he dicho, ojalá, aquello que estoy viviendo en mi interior se pudiera fotografiar y aunque se pudiera, la imagen no sería fidedigna...
    Valoro como tú, Gonzalo, nos ayudas a adentrarnos en aquello que nos describes… Me ayuda a empezar este mes de María con más ilusión, valorando el papel de Madre en mi vida… me has ayudado a sentirla cercana… a sentirla haciendo camino con todos, acompañándonos en este tiempo difícil que, para ella, tampoco debieron ser fáciles.
    Gracias Gonzalo… Un abrazo.

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