miércoles, 20 de mayo de 2020

Confiemos, que algo queda

Cada día suelo visitar un par de veces la página web de la universidad Johns Hopkins de los Estados Unidos para ver cómo van las estadísticas mundiales en relación con la pandemia de Covid-19. Nos aproximamos a los cinco millones de casos confirmados en todo el mundo. Los tres países que lideran esta triste tabla son Estados Unidos (con algo más de un millón y medio), Rusia y Brasil. Les siguen tres países europeos: Reino Unido, Italia y España. Detrás de cada caso hay historias de personas que sufren, son tratadas, se recuperan o mueren. En torno a ellas hay otras personas (familiares, amigos y conocidos) que también se ven afectadas en mayor o menor grado. Toda esta acumulación de incertidumbre, temor y sufrimiento necesita ser compartida y curada.  Muchos sanitarios padecen el “síndrome de la montaña rusa”, una sucesión de momentos altos y bajos que escapa a su control. Los recuerdos de los duros momentos vividos se pegan a ellos como una segunda piel. A pesar de ser profesionales de la salud, acostumbrados a lidiar con situaciones difíciles, no consiguen eliminar el dolor que les produce haber sido testigos de tantas muertes, la sensación de fracaso por no haber podido curar a muchos pacientes, el sentimiento de soledad, de angustia y a veces de incomprensión. Es verdad que la recuperación económica nos va a llevar mucho tiempo, pero ¿cuánto nos llevará la recuperación personal?

Mi amigo Pablo d’Ors me envía a través de WhatsApp el enlace a una entrevista que le hicieron hace poco en el programa de televisión Últimas preguntas. Él cree que las tres grandes lecciones que estamos aprendiendo durante el tiempo de confinamiento son interioridad, solidaridad y austeridad. Son tres rasgos de una espiritualidad para tiempos de pandemia. El hecho de estar encerrados en nuestra casa material nos ha posibilitado explorar también nuestra “casa” interior, algo imprescindible para emprender un itinerario espiritual. Acostumbrados a vivir siempre de puertas afuera, inmersos en una cultura de la superficialidad, necesitamos explorar nuestras raíces. Sin este viaje a la interioridad, a la profundidad de lo que somos, no puede haber una experiencia de Dios porque “Dios es más íntimo a nosotros que nosotros mismos” (san Agustín). Una persona superficial es atea o falsamente creyente. 

El confinamiento también nos ha ayudado a descubrir el significado de la solidaridad. Todos formamos parte del mismo cuerpo. Si no nos ayudamos mutuamente, no podemos subsistir. Todos somos necesarios en grados diversos, desde los médicos hasta los agricultores pasando por los transportistas, enterradores, científicos, fuerzas de seguridad, cuidadores, sacerdotes, artistas, políticos… En tiempos de crisis, la madurez del cuerpo se expresa en la protección de los más débiles. La pandemia nos ha mostrado que en este caso loas más débiles son los ancianos y otras personas vulnerables, incluidos quienes se han visto privados de los medios de subsistencia. La solidaridad implica también gestos de ritualidad, con tal de que no degeneren en rutina hueca. Al comienzo de la pandemia, los aplausos a las 8 de la tarde adquirieron casi un carácter de liturgia social. Infundieron ánimo y sentido de cuerpo en momentos en los que todos estábamos asustados y desbordados. 

Por último, las semanas trascurridas en casa nos han ayudado a caer en la cuenta de la importancia de la austeridad (yo prefiero decir sobriedad). Tener muchas cosas no significa ser más felices. El consumismo seca el corazón, nos crea ansiedad, contamina la naturaleza, agranda las diferencias sociales y desplaza a los objetos (un coche, un vestido, un perfume, un aparato electrónico) la atención que tendríamos que dirigir a las personas. Para vivir bien no se necesita demasiado. Quien se acostumbra a manejarse con poco aprende a vivir con más serenidad. Tener menos para ser más. Este es el secreto que los místicos de todos los tiempos nos han enseñado y que puede ayudarnos a afrontar la crisis desde otra perspectiva que no sea solo económica.

¿Seremos capaces de aplicar estos tres aprendizajes a la fase que estamos empezando ahora? ¿Nos servirán para acompañar a quienes viven el “síndrome de la montaña rusa”? Creo que sí, pero no son suficientes. Necesitamos algo más profundo que no nace de nosotros, sino que acogemos como un don. Recuerdo haber leído hace tiempo en un libro de Henri Nouwen –uno de los escritores espirituales más seguidos en las últimas décadas– que una vez en la que él estaba atravesando una profunda crisis personal tuvo la oportunidad de encontrarse con Madre Teresa de Calcuta.  Le expuso a borbotones todo lo que estaba viviendo. Madre Teresa escuchaba con mucha atención sin decir palabra. Al cabo de diez minutos, cuando Henri –sacerdote y psicólogo– esperaba que la monja del sari blanco le hiciera preguntas aclaratorias y lo invitara a una mayor introspección para conocer las causas de la crisis (estrategia propia de cualquier psicólogo), Madre Teresa le dijo con mucha dulzura que, en adelante, procurara no actuar nunca de manera injusta y que cada día dedicara una hora a adorar a Jesús Eucaristía. 

La entrevista terminó pronto. Henri Nouwen quedó confundido y un poco frustrado. Había esperado una respuesta más elaborada. Es como si Madre Teresa no hubiera dado demasiada importancia a una crisis que a él le parecía seria y compleja. Con todo, puso en práctica lo que la Madre le recomendó. Al cabo de muy poco tiempo, empezó a experimentar una gran paz interior. Frente a su tendencia a la autoconmiseración, al análisis escrupuloso de emociones y motivaciones, Madre Teresa había seguido un método diferente. Con muy pocas palabras, lo había sacado de sus planteamientos subjetivistas (muy a ras de tierra) y lo había introducido en la dinámica del Espíritu. El mensaje era claro. Las crisis no se resuelven solo a base de introspección y de algunas técnicas (aunque puedan ser convenientes y hasta necesarias). Lo decisivo es abrirse al misterio de Dios y dejarse curar por él. Me pregunto si no es esto lo que también necesitamos ahora. Desde el inicio de la pandemia, mi comunidad ha añadido a las oraciones habituales media hora diaria de adoración del Santísimo Sacramento en completo silencio. Ni siquiera sentimos la necesidad de contarle nuestras cuitas. Dejarnos mirar/querer por Él es el objetivo. Estamos vivos.




2 comentarios:

  1. Muchísimas gracias por todo lo que nos transmites en esta entrada... Una sola vez no tengo suficiente, tengo que volver más veces a ella... Me ha ayudado a entender muchas de las cosas que dices Pablo d'Ors y también me lleva interrogantes la experiencia de Newman con la Madre Teresa...
    Cuidate Gonzalo... Un abrazo

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