Cada día suelo visitar un par de veces la página web de la universidad Johns Hopkins de los Estados Unidos para ver cómo van las estadísticas mundiales en relación con la pandemia de Covid-19. Nos aproximamos a los cinco
millones de casos confirmados en todo el mundo. Los tres países que lideran esta triste tabla
son Estados Unidos (con algo más de un millón y medio), Rusia y Brasil. Les
siguen tres países europeos: Reino Unido, Italia y España. Detrás de cada caso
hay historias de personas que sufren, son tratadas, se recuperan o mueren. En
torno a ellas hay otras personas (familiares, amigos y conocidos) que también
se ven afectadas en mayor o menor grado. Toda esta acumulación de incertidumbre,
temor y sufrimiento necesita ser compartida y curada. Muchos sanitarios padecen el “síndrome de la
montaña rusa”, una sucesión de momentos altos y bajos que escapa a su control.
Los recuerdos de los duros momentos vividos se pegan a ellos como una segunda
piel. A pesar de ser profesionales de la salud, acostumbrados a lidiar con
situaciones difíciles, no consiguen eliminar el dolor que les produce haber
sido testigos de tantas muertes, la sensación de fracaso por no haber podido
curar a muchos pacientes, el sentimiento de soledad, de angustia y a veces de incomprensión. Es verdad
que la recuperación económica nos va a llevar mucho tiempo, pero ¿cuánto nos llevará
la recuperación personal?
Mi amigo Pablo d’Ors
me envía a través de WhatsApp el
enlace a una entrevista
que le hicieron hace poco en el programa de televisión Últimas preguntas. Él cree que las tres grandes lecciones que
estamos aprendiendo durante el tiempo de confinamiento son interioridad,
solidaridad y austeridad. Son tres rasgos de una espiritualidad para tiempos de
pandemia. El hecho de estar encerrados en nuestra casa material nos ha
posibilitado explorar también nuestra “casa” interior, algo imprescindible para
emprender un itinerario espiritual. Acostumbrados a vivir siempre de puertas
afuera, inmersos en una cultura de la superficialidad, necesitamos explorar
nuestras raíces. Sin este viaje a la interioridad, a la profundidad de lo que
somos, no puede haber una experiencia de Dios porque “Dios es más íntimo a nosotros que nosotros mismos” (san Agustín). Una
persona superficial es atea o falsamente creyente.
El confinamiento también nos
ha ayudado a descubrir el significado de la solidaridad.
Todos formamos parte del mismo cuerpo. Si no nos ayudamos mutuamente, no podemos
subsistir. Todos somos necesarios en grados diversos, desde los médicos hasta
los agricultores pasando por los transportistas, enterradores, científicos, fuerzas
de seguridad, cuidadores, sacerdotes, artistas, políticos… En tiempos de crisis, la madurez del cuerpo se expresa en la protección de los más débiles. La pandemia nos ha mostrado que en este caso loas más débiles son los ancianos y otras personas vulnerables, incluidos quienes se han visto privados de los medios de subsistencia. La solidaridad
implica también gestos de ritualidad, con tal de que no degeneren en rutina
hueca. Al comienzo de la pandemia, los aplausos a las 8 de la tarde adquirieron
casi un carácter de liturgia social. Infundieron ánimo y sentido de cuerpo en
momentos en los que todos estábamos asustados y desbordados.
Por último, las
semanas trascurridas en casa nos han ayudado a caer en la cuenta de la importancia
de la austeridad (yo prefiero decir sobriedad). Tener muchas cosas no significa
ser más felices. El consumismo seca el corazón, nos crea ansiedad, contamina la
naturaleza, agranda las diferencias sociales y desplaza a los objetos (un
coche, un vestido, un perfume, un aparato electrónico) la atención que tendríamos
que dirigir a las personas. Para vivir bien no se necesita demasiado. Quien se acostumbra a manejarse con poco aprende a vivir con más serenidad. Tener menos para ser más. Este es el secreto que los místicos de todos los tiempos nos han enseñado y que puede ayudarnos a afrontar la crisis desde otra perspectiva que no sea solo económica.
¿Seremos capaces
de aplicar estos tres aprendizajes a la fase que estamos empezando ahora? ¿Nos servirán
para acompañar a quienes viven el “síndrome de la montaña rusa”? Creo que sí,
pero no son suficientes. Necesitamos algo más profundo que no nace de nosotros,
sino que acogemos como un don. Recuerdo haber leído hace tiempo en un libro de Henri Nouwen –uno de
los escritores espirituales más seguidos en las últimas décadas– que una vez en la
que él estaba atravesando una profunda crisis personal tuvo la oportunidad
de encontrarse con Madre Teresa de Calcuta. Le expuso a borbotones todo lo que estaba
viviendo. Madre Teresa escuchaba con mucha atención sin decir palabra. Al cabo
de diez minutos, cuando Henri –sacerdote y psicólogo– esperaba que la monja del
sari blanco le hiciera preguntas aclaratorias y lo invitara a una mayor
introspección para conocer las causas de la crisis (estrategia propia de cualquier
psicólogo), Madre Teresa le dijo con mucha dulzura que, en adelante, procurara
no actuar nunca de manera injusta y que cada día dedicara una hora a adorar a Jesús
Eucaristía.
La entrevista terminó pronto. Henri Nouwen quedó confundido y un
poco frustrado. Había esperado una respuesta más elaborada. Es como si Madre
Teresa no hubiera dado demasiada importancia a una crisis que a él le parecía
seria y compleja. Con todo, puso en práctica lo que la Madre le recomendó. Al cabo
de muy poco tiempo, empezó a experimentar una gran paz interior. Frente a su
tendencia a la autoconmiseración, al análisis escrupuloso de emociones y
motivaciones, Madre Teresa había seguido un método diferente. Con muy pocas
palabras, lo había sacado de sus planteamientos subjetivistas (muy a ras de
tierra) y lo había introducido en la dinámica del Espíritu. El mensaje era
claro. Las crisis no se resuelven solo
a base de introspección y de algunas técnicas (aunque puedan ser convenientes y hasta necesarias). Lo decisivo es abrirse al misterio de Dios y dejarse curar por él. Me pregunto si no es
esto lo que también necesitamos ahora. Desde el inicio de la pandemia, mi comunidad
ha añadido a las oraciones habituales media hora diaria de adoración del Santísimo
Sacramento en completo silencio. Ni siquiera sentimos la necesidad de contarle nuestras cuitas. Dejarnos mirar/querer por Él es el objetivo. Estamos vivos.
Muchísimas gracias por todo lo que nos transmites en esta entrada... Una sola vez no tengo suficiente, tengo que volver más veces a ella... Me ha ayudado a entender muchas de las cosas que dices Pablo d'Ors y también me lleva interrogantes la experiencia de Newman con la Madre Teresa...
ResponderEliminarCuidate Gonzalo... Un abrazo
Gracias
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