martes, 12 de mayo de 2020

Es posible vivir de otra manera

En la videoconferencia del viernes pasado, varios de mis amigos me dijeron que la pandemia puede ser una gran bendición si nos impulsa a vivir de una manera más humana, ecológica y solidaria. Me insistieron en que sería bueno abordar este tema en el Rincón. Confieso que me resulta tan atractivo como inabarcable. ¿Cabe aplicar estos tres adjetivos (humano, ecológico y solidario) al estilo de vida de 7.800 millones de seres humanos? ¿Cómo podemos imaginar cambios significativos a nivel planetario si nos cuesta tanto cambiar solo un poco a nivel personal? La mayoría de nosotros nos dejamos llevar por lo que nos van proponiendo, vendiendo o imponiendo. Solo una pequeña minoría controla –o pretende controlar– lo que pasa en nuestro mundo. No sé si pertenecen al club de los Rockefeller, Rothschild y compañía, a la masonería (suponiendo que este club no coincida con el anterior) o al grupo de los más ricos del mundo: Jeff Bezos (Amazon), Bill Gates (Microsoft), Bernard Arnault (Grupo LVMH), Warren Buffet (Berkshire Hathaway), Amancio Ortega (Inditex), Mark Zuckerberg (Facebook)... Tal vez la cosa dependa más de los gobiernos de Estados Unidos y China y de sus respectivas zonas de influencia. 

Lo cierto es que resulta muy difícil llevar un estilo de vida humano, ecológico y solidario cuando la mayor parte de nuestras decisiones están condicionadas –si no, provocadas– por quienes controlan el mundo. Si yo necesito desplazarme de Roma a Buenos Aires, por ejemplo, no tengo más remedio que viajar en avión y contaminar el ambiente. Pero lo mismo sucede si utilizo el coche para ir hasta Milán. En los supermercados nos venden infinidad de productos embalados con plástico. Muchos alimentos llevan conservantes. Nuestros teléfonos móviles se fabrican con coltan extraído de minas en las que se explota a niños. La mayor parte de la ropa que usamos está confeccionada en países asiáticos donde los trabajadores cobran una miseria. Este artículo está escrito con un ordenador que no todo el mundo puede permitirse. Dentro de unos minutos lo colgaré en Internet porque pertenezco al selecto grupo de los que tienen acceso a la fibra óptica. La lista es interminable. ¿Cuál es mi margen de maniobra a la hora de llevar un estilo de vida alternativo y seguir viviendo en “este” mundo? Incluso los eremitas y los monjes –que voluntariamente se retiran– pagan también un inevitable peaje.

Quizás algo parecido debieron de pensar los primeros cristianos que se fueron abriendo paso a lo largo y ancho del imperio romano. ¿Cómo se podía cambiar una sociedad que había alcanzado altas cotas en el campo de la arquitectura, las artes, el derecho, la filosofía o la estrategia militar, pero que no se basaba en el amor? Hace poco menos de tres meses cité un texto de la Carta a Diogneto, un escrito apologético del siglo II, que traigo de nuevo a colación porque explica bien en qué consistió la “novedad cristiana” y nos ofrece pistas muy concretas para afrontar el presente:  
“Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres.
Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho. 
Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida. 
Los judíos los combaten como a extraños y los gentiles los persiguen, y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su enemistad”.
En cualquier época, estamos llamados a estar en el mundo sin ser del mundo, a habitar en esta patria como forasteros porque “toda tierra extraña es patria para nosotros, pero estamos en toda patria como en tierra extraña”. No es fácil esta tensión. Hay cristianos que tienden a esperar el cielo desentendiéndose de la tierra (creo que hoy son minoría) o que concentran su atención en la tierra olvidándose del cielo o haciéndolo coincidir sin más con el progreso humano (creo que hoy son mayoría). Vivir un estilo de vida alternativo no significa convertirnos en una secta o un gueto, sino en ser sal escondida y a veces luz puesta en la cima de un monte. Pensando en la etapa que seguirá a la pandemia, se me ocurren algunos cambios significativos (y creo que posibles):
  • Valorar las relaciones personales por encima del trabajo, el prestigio social o la diversión, sin que esto signifique menospreciar estas dimensiones.
  • Preocuparnos mucho más por los mayores de nuestras familias y, en la medida de lo posible, no delegar su cuidado a instituciones o empresas dedicadas a esta tarea.
  • Asumir el compromiso regular de ayudar a alguna persona de nuestro entorno que necesite especial asistencia.
  • Cuidar mucho más la naturaleza evitando en lo posible todo aquello que pueda degradarla: viajes contaminantes, uso excesivo de plásticos o pesticidas, derroche de agua…
  • Desarrollar hábitos de higiene personal y colectiva, acompañados por un mayor sentido de urbanidad.
  • Comprar solo lo necesario en relación con la alimentación, el vestido y los dispositivos electrónicos para no caer en la rueda imparable del consumismo.
  • Reservar cada día un tiempo de silencio (aunque solo sean diez minutos) para encontrarnos con nosotros mismos, caer en la cuenta de nuestras emociones y sopesar nuestros actos.
  • Cultivar el hábito personal de la oración diaria, aun cuanto no sea siempre posible ir a la iglesia o participar en celebraciones comunitarias. 
  • Explorar nuevas posibilidades de conexión digital con otras personas sin renunciar a los encuentros presenciales cuando sea posible.
  • Cuidar mucho más los servicios públicos (sanidad, educación, transportes…) y crecer en sentido cívico, buscando con honradez el bien común y no solo el provecho personal.
  • Vivir una “espiritualidad de la casa” que haga justicia a su condición de iglesia doméstica.
  • Hacer de la parroquia una “comunidad de comunidades”, no una expendeduría de servicios religiosos para consumo individual.
Es obvio que no todos vamos a seguir estas pistas. Aunque queramos hacerlo, no lo vamos a hacer siempre. Pero los cambios estructurales comienzan por un cambio de conciencia. Creo que la pandemia nos ha abierto los ojos a algunas realidades que ya veíamos o intuíamos antes, pero que no acabábamos de tomarlas en serio. Se nos ofrece ahora una nueva y colectiva oportunidad.


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