miércoles, 30 de noviembre de 2016

Volar con el sol

Hoy acaba el mes de noviembre con la fiesta del apóstol san Andrés. Me viene a la memoria el dicho popular: Por los Santos, la nieve en los altos; por san Andrés, la nieve en los pies. No sé qué tal tiempo hace por ahí, pero aquí en Roma hemos amanecido con 2 grados de temperatura. Hace frío, pero la nieve tendrá que esperar. No es ésta una ciudad en la que nieve con frecuencia, aunque en febrero de 2012 cayó una nevada histórica. Pero no quiero hablar del tiempo sino del futuro. Hay muchos sueños de niño que la ciencia y la técnica están haciendo realidad en nuestros días. Recuerdo que cuando a principios de los años 60 se instaló el teléfono fijo en mi casa, yo soñaba con que algún día todos pudiéramos llevar un teléfono con nosotros para hablar con cualquiera desde cualquier lugar. La telefonía móvil ha realizado y desbordado con creces mi sueño infantil. En todos los rincones del planeta encontramos personas con su adminículo en la mano comunicándose con propios y extraños. Otro de mis sueños era que algún día los coches pudieran volar y que los cielos se convirtieran en autopistas por las que cualquiera pudiera transitar con su coche-avión. Técnicamente ya es posible. Dentro de pocos años, cuando a la industria le interese y se resuelvan algunas cuestiones legales, se producirá el salto comercial. 

Por último, aunque éste no era un sueño infantil sino más bien de adulto, he deseado que el sol pudiera ser la energía básica para muchas de las actividades que realizamos, incluso para la propulsión de los aviones. En el vídeo que he colocado abajo se narra la vuelta al mundo realizada por los pilotos Bertrand Piccard y André Borschberg, promotores del proyecto Solar Impulse, con un avión ligero, de 72 metros de envergadura, propulsado por energía solar. Reconozco que estos proyectos me fascinan. Llegará un día en que los aviones comerciales podrán alimentarse con este mismo tipo de energía, con el consiguiente ahorro económico y, sobre todo, sin contaminar el ambiente.

¿Qué pasaría si los seres humanos nos dedicáramos a imaginar, apoyar y financiar proyectos que resolviesen los verdaderos problemas humanos? Podríamos acabar con el hambre en el mundo, con muchas enfermedades, con la falta de vivienda y agua potable, etc. Tenemos capacidad para ello. Lo que ocurre es que a menudo los científicos deben dirigir sus esfuerzos a otro tipo de objetivos. Y, lo que es peor, el mercado utiliza los avances científicos y técnicos para lucrarse, aunque sea a costa de los intereses de la mayoría. Siempre ha sido así y quizá siempre lo sea, lo cual no tendría que impedirnos apoyar a todos aquellos que tienen la capacidad de innovar, de alumbrar soluciones nuevas a problemas de siempre. Una sociedad que no promociona la ciencia está condenada a la mediocridad. 

Aunque provengo del mundo de las letras, siempre he sido un enamorado de la ciencia; sobre todo, de la que busca mejorar la calidad de la vida humana y la preservación del planeta. Por eso me duele que, debido a intereses mezquinos, no hayamos avanzado más en muchos campos. Parece que algunas vacunas (por ejemplo, la vacuna contra la malaria) no acaban de comercializarse por la fuerte oposición de las industrias farmacéuticas que ven amenazadas las ventas de medicamentos. Las energías renovables no prosperan más por los fortísimos intereses de las corporaciones petroleras. Alguien podría argumentar que otros campos (por ejemplo, la genética o la biotecnología) han moderado su paso por motivos éticos. Aquí veo una diferencia sustancial. Una cosa son los intereses económicos y otra muy diferente los criterios éticos. Me parece escuchar todavía a mi profesor de Moral Fundamental: “No todo lo técnicamente posible es éticamente realizable”. Este principio no supone una mordaza al avance científico. Es sencillamente el único modo de asegurar que los avances no se vuelvan contra el ser humano. Tenemos ya suficientes experiencias históricas para ver que esto es posible. Ya sé que para los defensores del transhumanismo es un debate pueril, porque ellos aspiran a ir más allá del hombre tal como hoy lo conocemos, pero para mí es de suma importancia. Sigo creyendo que este pequeño ser llamado ser humano, un átomo perdido en la infinitud del universo, es de una dignidad inviolable y nunca puede ser convertido en medio para la obtención de otros fines porque él es un fin en sí mismo, aunque abierto al Absoluto de Dios. 

Bueno, para no enredarnos demasiado en asuntos de altura, os dejo con el vídeo prometido al principio. Merece la pena conocer con detalle qué significa “volar con el sol”. El proyecto es solo el comienzo de algo que en pocos años nos sorprenderá.


martes, 29 de noviembre de 2016

La cultura EPIC

Hace tiempo que no trabajo de manera regular con los jóvenes, pero procuro estar al día de lo que sienten, buscan, imaginan y critican. Ellos constituyen un laboratorio permanente de transformaciones personales y sociales. ¿Cómo son los jóvenes de Occidente y, más en concreto, los europeos? Todas las radiografías resultan insuficientes porque son más los rasgos que los diferencian que los que los unen. La diversidad es enorme. Hay tribus para todos los gustos. No obstante, la sociología habla hoy de la “cultura EPIC” para referirse globalmente a las jóvenes generaciones. Sus cuatro rasgos principales (agrupados en el acrónimo EPIC) ofrecen pistas para un diálogo que puede extenderse también al campo de la fe.  La E se refiere a Experiencial,  la P a Participativa, la I a Basada en la Imagen y la C a Conectada. Merece la pena explorar un poco estos cuatro rasgos de la cultura EPIC.
  • Experiencial: Los jóvenes no se apasionan tanto por ideas nuevas o por normas morales cuanto por experiencias en las que ellos puedan sentir algo nuevo, en las que puedan aprender por contacto directo con la realidad. Una experiencia puede ser una excursión, un concierto de música, un evento deportivo… Algo que no los reduzca a meros oyentes o espectadores sino que los involucre y desafíe.
  • Participativa: Los jóvenes no quieren, sin más, ser representados a través de otras personas sino que aspiran a participar directamente en la toma de decisiones. Por eso, no les convence mucho un tipo de democracia que se reduce a elegir a unos cuantos para que ellos –supuestamente en nombre de los electores– se conviertan en portavoces de sus críticas y propuestas.
  • Basada en la Imagen: La cultura moderna se basaba, sobre todo, en la palabra. La cultura post-moderna se basa en la imagen. Para los jóvenes la imagen no es un simple decorado de la palabra sino que tiene una gran carga simbólica en sí misma. Por eso, las metáforas les llegan más que los conceptos; las películas más que los discursos; las fotos más que los textos. La lógica icónica sigue un derrotero muy diferente a la lógica verbal.
  • Conectada: Los jóvenes pueden renunciar a muchas cosas, excepto a su teléfono móvil, a través del cual acceden al ancho mundo de internet. Para ellos, la red mundial no es solo una inagotable fuente de información y de recursos sino, sobre todo, un medio social, un espacio público en el que se mueven como Pedro por su casa. La paradoja es que, mientras más conectados están, más solos se sienten. La conectividad ha producido un nuevo tipo de individualismo –casi de solipsismo– que amenaza las verdaderas relaciones humanas.
Cada uno de estos rasgos merecería algo más que un simple post. Quizá los que tenéis hijos adolescentes y jóvenes o trabajáis con ellos en distintos ámbitos (educativos, académicos, laborales, recreativos, pastorales) podéis matizarlos a partir de vuestra experiencia. Pero si, en líneas generales, reflejan cómo son los jóvenes, entonces la cultura EPIC constituye un verdadero desafío para la transmisión de la fe. Tendríamos que imaginar experiencias vivas (y no simples catequesis) en las cuales ellos pudieran percibir y experimentar en carne propia alguno de los armónicos de la fe cristiana (la interioridad, la fraternidad, el servicio, etc.). Estas experiencias tendrían que implicarlos de manera activa. No pueden ser productos "listos para llevar" (incluso con un envoltorio muy atractivo) sino que deberían hacerse contando con su participación y siempre con una gran flexibilidad para irlos modificando sobre la marcha. Se requieren más procesos e itinerarios que acciones aisladas. El lenguaje icónico tendría que tener predominio sobre el lenguaje conceptual, aunque sin menospreciar éste para no incurrir en sentimentalismos que, a la larga, empobrecen a la persona porque la privan de capacidad crítica. Y todo debería ser accesible también en ese inmenso espacio público que es internet, de manera que las experiencias fueran codificadas según los lenguajes digitales. No podemos contentarnos con lo de siempre. Hay tarea por delante.


lunes, 28 de noviembre de 2016

No tengo plan B

El Adviento ha venido y sí sabemos cómo ha sido. Disponemos de casi un mes para prepararnos a celebrar el nacimiento de Jesús. Desde el primer día podemos abandonarnos a los sueños infantiles y transformar el Adviento en una especie de countdown hacia ese cuento de hadas que es la Navidad. No faltan quienes así lo creen. La sospecha se extiende al conjunto del universo cristiano y, más en concreto, a lo que suena a milagroso. Ayer mismo leí que se están recogiendo firmas para pedir que el papa Francisco no visite Fátima en mayo del próximo año porque el fenómeno del famoso santuario mariano es un montaje: poco milagro y mucho comercio y negocio. Más de una vez me han preguntado qué haría yo si un día “descubriera” que Jesús, el Evangelio, la Iglesia –la fe, en definitiva– no son más que otro tinglado que ha ido creciendo a lo largo de la historia como un cáncer difícil de extirpar. ¿Cómo orientaría mi vida si de la noche a la mañana dejara de creer?  ¿Qué brújula usaría para orientarme en los intrincados caminos de la existencia? ¿Seguiría creyendo que la vida tiene sentido? ¿Cómo afrontaría la muerte? Estas y parecidas preguntas se nos pueden presentar en cualquier recodo del camino. Son preguntas típicas del Adviento porque, en definitiva, tratan de clarificar si esperamos de verdad a Alguien o, más bien, estamos matando el tiempo “esperando a Godot”.

Las preguntas podrían multiplicarse. Cada uno de nosotros las reformulamos según nuestra trayectoria personal. Pero la respuesta –al menos en mi caso– es solo una: “No tengo un plan B”. Si la fe en Dios y en su enviado Jesús es un cuento o un montaje, me caigo con todo el equipo. No he previsto una alternativa. Pienso, sin embargo, que seguiría creyendo en las mismas cosas porque me parecen las más humanas que conozco. No veo una propuesta mejor, más consistente y atractiva. En otras palabras, me he jugado la partida de la existencia a una sola carta. No tengo otras cartas bajo la manga por si falla la primera. Comprendo que a muchos les puede parecer un pecado de ingenuidad y hasta una falta grave de responsabilidad. En otras áreas de la vida la prudencia nos empuja a contar con alternativas. En el caso de la fe –lo repito– no tengo un plan B.  La esperanza está depositada al cien por cien en Jesús. No espero a nadie más. No espero otra cosa. La pregunta que los discípulos de Juan el Bautista le formulan a Jesús me parece pertinente: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?” (Mt 11,3). Yo no puedo ni siquiera imaginar quién sería ese otro.

Los periódicos del fin de semana han estado inundados de artículos sobre Fidel Castro. Como cabía esperar, las reacciones cubren un arco que va desde la crítica más acérrima hasta las alabanzas más encendidas. En el ya lejano 1979, el jesuita Ignacio Ellacuría –posteriormente asesinado en El Salvador– hacía un balance provisional a los 20 años de la revolución castrista. Aun siendo sustancialmente positivo, reconocía con claridad sus límites y errores. El paso del tiempo se ha encargado de minimizar los éxitos y de poner a las claras las deficiencias. Con todo, la historia juzgará con más objetividad. Se trata de un asunto en el que confluyen muchas emociones. Fidel –de eso no hay duda– ha sido un icono mundial. Su nombre era conocido en todo el planeta. Por extraño que pueda parecer, muchos jóvenes cubanos lo adoran como un dios del olimpo. Si hoy lo traigo al blog no es solo por su reciente muerte sino por el último artículo que publicó el pasado 9 de octubre en el periódico Granma, órgano oficial del comité central del Partido Comunista de Cuba. Se titulaba El destino incierto de la especie humana. Después de hacer un rapidísimo repaso de lo que la ciencia nos dice al respecto, abría espacio al papel de las religiones y, de manera especial, al cristianismo: 
De Cristo conozco bastante por lo que he leído y me enseñaron en escuelas regidas por jesuitas o hermanos de La Salle, a los que escuché muchas historias sobre Adán y Eva; Caín y Abel; Noé y el diluvio universal y el maná que caía del cielo cuando por sequía y otras causas había escasez de alimentos. Trataré de trasmitir en otro momento algunas ideas más de este singular problema”. 
Este momento no ha llegado porque le ha sorprendido la muerte. Benedicto XVI, en el libro Últimas conversaciones, confiesa que le regaló a Fidel Castro algunos libros sobre religión porque el comandante había expresado interés por el tema. No sé cómo habrá afrontado su final un hombre que se declaraba ateo, pero me llama la atención que, en la proximidad de la muerte, haya mostrado una actitud positiva ante la experiencia religiosa. Para algunos puede ser interpretado como un signo de debilidad y de temor senil; para otros, como una manifestación de madurez intelectual y de humildad.




El Adviento nos despierta de la rutina y nos invita a desempolvar estas cuestiones que a menudo permanecen aletargadas en nuestro interior. No hay por qué temer. Solo quien se pregunta con honradez está en condiciones de esperar con confianza. Jesús no va a representar ninguna respuesta para el que no se formula ninguna pregunta. Adviento es el tiempo de las preguntas para que Navidad pueda ser el tiempo de las respuestas

domingo, 27 de noviembre de 2016

Hay vida después del Black Friday

Alguna vez me he preguntado por qué me gusta tanto el tiempo de Adviento. Quizá la atracción se remonta a la edad de la infancia. Enfilado el mes de diciembre, todo se orientaba hacia la Navidad. Y ya se sabe que los niños viven esta fiesta con especial profundidad. El ambiente se va cargando de silencio, belleza, misterio y ternura. Junto a estos motivos, descubro otros más profundos. El Adviento pone en pie la esperanza, demasiado dañada a lo largo del año. Es como si, a pesar de los pesares, descubriéramos cada año que Dios no se ha olvidado de nosotros. Esta insistencia en la llegada de Cristo nos recuerda que no estamos solos, abandonados a nuestra suerte, prisioneros de nuestras mentiras y de nuestros fracasos. Los primeros cristianos, perdidos en la inmensidad del imperio romano, a menudo ridiculizados y perseguidos, encontraban fuerza en la espera de la segunda y definitiva venida de Jesús. Eso los mantenía en un estado de atención y vigilancia, les impedía dormirse.

Un año más empezamos el tiempo de la espera. Las lecturas de este I Domingo de Adviento nos invitan a salir de la oscuridad: “Caminemos a la luz del Señor” (Isaías); a despertarnos del sueño porque “la noche está avanzada, el día está cerca” (Romanos); a estar atentos porque Jesús puede salirnos al encuentro en cualquier momento. Por tres veces se usan expresiones que subrayan la sorpresa de su venida: “cuando menos lo esperaban”, “no sabéis en qué día vendrá vuestro Señor”, “a la hora que menos penséis viene el hijo del hombre” (Mateo). Es verdad que todas estas expresiones se pueden interpretar –y, de hecho, así ha sido a menudo a lo largo de la historia– como una llamada a estar atentos porque la muerte puede sobrevenirnos en cualquier momento. Las historias de personas queridas que han muerto inesperadamente refuerzan el miedo que sentimos a no estar preparados para este paso trascendental. No deberíamos minimizar esta interpretación por más que hoy tienda a silenciarse o edulcorarse. No tendríamos que dejarnos robar la fuerza profética de este mensaje cristiano. No supone una recaída en el temor sino una llamada a vivir despiertos, a no perder de vista el horizonte final de nuestra vida, a dar fuerza a la esperanza. Pero es evidente que el mensaje de Jesús no se refiere solo al momento final sino a su llegada a cada uno de nosotros cada vez que somos invitados a creen en él, a fiarnos de él, a esperar en él.

Me sorprendo –y casi me escandalizo– de la importancia que está cobrando entre nosotros el famoso Black Friday como fiesta del consumo. Pero las esperanzas puestas en los objetos que uno puede comprar en un supermercado se desvanecen enseguida. El consumo promete lo que no puede dar: plenitud y felicidad. En ese sentido, cada recaída en el consumo abre más la herida de nuestra nostalgia de algo diferente. El Adviento nos recuerda que hay otro estilo de vida que no se basa en satisfacer nuestras necesidades de posesión o apariencia sino que conecta con nuestra esperanza más profunda: encontrar un significado a nuestro peregrinar por este mundo. En este sentido el Adviento es el tiempo litúrgico antifraude porque, a diferencia del consumo, da más de lo que a simple vista parece: prepara el camino para la llegada de Jesús, nos anticipa un final de plenitud.

A todos los amigos del blog os deseo que este tiempo litúrgico os ayude a caer en la cuenta de que nada ni nadie nos puede robar la esperanza en Aquel que es nuestra esperanza. Os dejo con el comentario de Fernando Armellini para completar el cuadro con nuevos e interesantes detalles.


sábado, 26 de noviembre de 2016

El desfase

Desde ayer a primera hora estoy de nuevo en Roma, tras un largo viaje desde Manila. Hoy me levanto con la noticia de la muerte de Fidel Castro a los 90 años. Se seguirá hablando mucho en los próximos días. Yo sigo acusando un poco las consecuencias del desfase horario o jet lag, dado que la diferencia entre Manila y Roma es de siete horas. Esta falta de sincronía entre nuestro reloj interno (que regula los períodos entre la vigilia y el sueño) y el reloj externo (que se rige por el sol) puede producir alteraciones de diverso tipo como fatiga, apatía, confusión, irritabilidad, lentitud en la toma de decisiones, etc. Lo he experimentado infinidad de veces, aunque reconozco que estoy bastante habituado a los cambios y tengo mis trucos para afrontarlos con éxito. De todos modos, este desfase biológico me parece un símbolo de otro desfase más profundo y duradero que muchas personas viven: la falta de sincronía entre su tiempo personal y el tiempo cultural. Es como si la sociedad fuera mucho más rápido de lo que ellas pueden caminar. Entonces se produce una desconexión. Uno tiende a refugiarse en su pequeño mundo porque ya no puede evolucionar al ritmo del mundo global, demasiado acelerado y complejo.

La sociedad siempre ha cambiado, pero hace doscientos o cien años una persona podía vivir en su aldea haciendo más o menos lo que sus padres y abuelos habían hecho durante décadas. Los cambios eran mínimos. El peso de la tradición regulaba todo. El espacio físico en el que uno se movía solía ser también muy reducido. Incluso había personas que nunca se movían del lugar en el que habían nacido. Hoy estos factores han cambiado. La tecnología ha acelerado la modificación de usos y de ideas. Muchas personas viajan a menudo. Y, en todo caso, los medios de comunicación han convertido el planeta en una “aldea global”, de manera que enseguida nos enteramos de que Fidel Castro ha muerto en Cuba o de cómo han ido las ventas del Black Friday en Nueva York o Londres. 

Cuando nos parece que vamos asimilando estas cosas, otro torrente de noticias reemplaza a las anteriores en una carrera imparable. Es normal entonces que muchos sientan síntomas parecidos a los que se produce con el jet lag: fatiga, confusión, irritabilidad, dificultad para tomar decisiones, etc. Este desfase entre nuestro tiempo y el tiempo del mundo nos impide vivir ajustados, serenos, con la convicción de que éste es nuestro tiempo y de que en este hoy debemos vivir, gozar y sufrir. Cuando una persona adulta dice “En mis tiempos” suele referirse a lo vivido en la etapa juvenil, como si todo lo que ha venido después ya no fuera suyo. Da la impresión de que solo los niños, adolescentes y jóvenes estuvieran ajustados al presente, quizá porque están más abiertos a las novedades en una etapa de la vida en que los acelerados cambios físicos y psicológicos determinan también el propio crecimiento.

Hoy es el último día del año litúrgico. Mañana, con la llegada del Adviento, comenzaremos un nuevo año litúrgico. Es una ocasión para comprobar si estamos ajustados o no, si nuestro tiempo se acompasa con el tiempo del mundo y, sobre todo, si la liturgia de la Iglesia puede ayudarnos a vivir el tiempo de otra manera, como oportunidad para salir siempre al encuentro del Cristo que se acerca. En el salmo 94 leemos: “Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis el corazón”. Este hoy es siempre el momento presente con independencia de nuestra edad o condición. Cada día es una oportunidad para percibir el paso de Dios por nuestra vida. Dios nunca está desfasado. Siempre acompaña nuestro ritmo, siempre camina a nuestra velocidad para que podamos percibir su presencia.

Os dejo con un vídeo que me he encontrado por pura casualidad. Es el testimonio del periodista y escritor José María Zavala en el que cuenta su experiencia de conversión; es decir, el momento en el que su tiempo y el de Dios se encontraron. Este momento tiene fecha: 5 de agosto de 2009. El testimonio es un poco largo, pero merece la pena. Necesitamos conocer historias como éstas. Se pueden parecer mucho a las nuestras.



viernes, 25 de noviembre de 2016

La vitamina N

No figura en los manuales de medicina. Tampoco en los prontuarios de farmacia. Los padres –tan seducidos por las vitaminas A, B y C– apenas se preocupan de que sus hijos la tomen en las proporciones adecuadas. La mayoría dicen que la vitamina N es una vitamina antigua, obsoleta, innecesaria. Otros creen en su eficacia, pero no saben cómo proporcionarla. La expenden en muy pocas farmacias. Pero, ¿qué demonios es la vitamina N? Es un compuesto orgánico y nutriente que nos fortalece cuando alguien (sobre todo, las figuras significativas: padres, profesores, etc.) nos dicen NO, frustran nuestros deseos, con objeto de ayudarnos a madurar. El profesor John Rosemond lo explica muy bien en el vídeo que pongo al final del post. Como está en inglés, me permito hacer una síntesis rápida de sus ideas con algunos comentarios personales.

Muchos padres creen que sus hijos van a ser más felices si satisfacen todos sus deseos. Y, naturalmente, los hijos se aprovechan de esa fe ingenua de sus progenitores chantajeándolos un día sí y otro también. Hoy piden una bicicleta, mañana unos zapatos deportivos de marca cara, pasado un portátil y la semana siguiente un teléfono móvil de última generación. Se convierten en personas exigentes. Consideran que todo les es debido. Solo saben conjugar el verbo Yo quiero. A duras penas balbucen un tímido Gracias. Cuando no les conceden lo que piden se enojan y reaccionan con violencia o se sumen en depresión. Los padres entonces entran en crisis. No saben cómo reaccionar. En realidad, la solución es fácil. Tienen que proporcionar a sus hijos cuanto antes una buena dosis de vitamina N; es decir, tienen que empezar a decir NO. Recibir continuamente cosas solo genera el deseo de tener más. Reduce los ideales a la mera posesión de objetos en una escalada imparable que conduce a una gran insatisfacción. En vez de entrenarlos para conseguir objetivos mediante el esfuerzo y el sacrificio, hacen que los hijos desarrollen estrategias de lloriqueos, exigencias y manipulación.  Se acostumbran a tener todo a cambio de nada, lo cual no los prepara para la vida real, los convierte en seres débiles y manipulables. Esta es una de las actitudes más destructivas y peligrosas. En las últimas décadas los padres se han vuelto demasiado permisivos y blandos, con lo cual solo consiguen que los hijos se debiliten y depriman, se crean el centro del mundo, acreedores a todo. Esta actitud se convierte en una enfermedad adictiva y contagiosa. Es probable que haya un poco de exageración en este diagnóstico, pero creo que, en lo sustancial, es objetivo. Muchos padres, ausentes demasiado tiempo de casa e incapaces de establecer relaciones afectivas con sus hijos, compensan ese vacío con la entrega continua de regalos.

En realidad, los hijos se merecen algo mucho mejor que regalos materiales. Se merecen protección, cariño y dirección. En inglés suena mejor porque los tres ingredientes tienen un final semejante: protection, affection and direction. Tienen derecho a que sus padres, de vez en cuando y de manera equilibrada, les digan NO. Tienen derecho a descubrir que solo quien se esfuerza y trabaja obtiene cosas valiosas en la vida. Normalmente, cuanto más trabajas mejores resultados obtienes. En el esfuerzo por liberar a sus hijos de la frustración, los padres han deformado la realidad. Tienen que darles el 100% de lo que necesitan, pero solo el 25% de lo que piden. A esto lo podríamos denominar el principio de la “privación beneficiosa” o de la “frustración óptima”. Y todo esto se puede conseguir con una dosis adecuada de vitamina N desde los primeros años de vida. Este principio es aplicable a cualquier proceso educativo, también a los procesos de formación para la vida religiosa y sacerdotal. Estoy convencido de que muchos de los problemas que hoy estamos teniendo se deben a un tipo de formación que acentúa demasiado la supremacía del yo y no prepara a las personas para afrontar las contrariedades de la vida, las necesarias frustraciones y la exigencia de esforzarse para alcanzar objetivos. En fin, quizá se trate de algo pasado de moda, pero no estás de más pararse un poco a reflexionar sobre ello. Os dejo ya con el vídeo anunciado antes.


jueves, 24 de noviembre de 2016

Los del 58 cumplimos 58

La coincidencia entre los dos últimos dígitos del año de nacimiento y la edad de uno se da –en el mejor de los casos– una sola vez en la vida, salvo en las contadísimas excepciones de algunos centenarios. Los que nacimos en el ya lejano 1958 cumplimos este año 58 años. Esto no tiene la más mínima importancia para la mayoría, pero pertenece al grupo de acontecimientos que permiten una reflexión distendida a los que nos sentimos afectados por ellos. Hoy escribo pensando en la gente de mi generación, entre los que cuento con algunos amigos. Famosos nacidos en este año son Michelle Pfeiffer, Annette Bening, Lolita Flores, Madonna, Andrea Boccelli, Vigo Mortensen, Alberto de Mónaco, Luz Casal, Michael Jackson o Tomatito. No he leído en ninguna parte que se vaya a celebrar una concentración mundial de los nacidos en 1958, when perfection was born. ¡Lástima!

Nacimos al final de una década optimista (los 50) y fuimos niños durante la llamada “década prodigiosa” (los 60). En España eran los años del turismo, el coche utilitario 600, la emigración a Europa, los polos de desarrollo, el bikini, la yenka, el boom demográficoalgunas revueltas obreras y estudiantiles, etc. Superada la guerra civil y la segunda guerra mundial, se vivía en el mundo un momento de reconstrucción y esperanza en el progreso. El rock and roll de Elvis Presley y el pop-rock de Los Beatles se encargaban de poner la banda musical de unos tiempos acelerados y creativos, aunque en mis años infantiles sonaban también Marisol, Raphael, Rocío Dúrcal, Los Panchos, Manolo Escobar, Los Bravos, Los Brincos, Joan Manuel Serrat y otros muchos artistas nacionales cuyas canciones ponían en la radio. El Concilio Vaticano II representó una bocanada de aire fresco para la rígida Iglesia de entonces. A finales de los 60 el Apolo 11 llegó a la Luna. Esa noche de julio de 1969 yo estaba en un campamento de verano en las montañas de León. Recuerdo bien con qué emoción infantil contemplábamos la Luna reunidos en torno al fuego. Es verdad que entonces existía la guerra fría entre el bloque comunista (liderado por la Unión Soviética) y el bloque capitalista (liderado por los Estados Unidos) y que en España se vivía una dictadura (o “dictablanda”, como dicen algunos), pero por todas partes se respiraba un aire de cambio. Muchas ex-colonias –incluyendo Guinea Ecuatorial–  se convertían en países independientes. Se soñaba con una verdadera paz mundial –Juan XXIII había escrito la encíclica Pacem in Terris (1963) y un desarrollo científico que erradicara el hambre y las desigualdades. Pablo VI lo ratificó con su encíclica Populorum progressio (1967).

En 1968 se produjo el fenómeno del mayo francés y sus posteriores consecuencias. En ese mismo año se celebró la Conferencia de Medellín que oficializó el compromiso de la Iglesia latinoamericana con los pobres y el inicio de la teología de la liberación. De California llegaba casi al mismo tiempo la revolución hippy, los jóvenes de las flores. Naturalmente, yo era un niño y no participé en ninguna manifestación contra el sistema capitalista, ni corrí delante de la policía ni supe calibrar lo que estaba pasando. Esto vendría mucho después. No escribí pintadas del tipo “Debajo del asfalto está la playa”, Prohibido prohibir o “Seamos realistas, pidamos lo imposible”. Me limitaba a ir al colegio, jugar en la calle con mis amigos, montar en bicicleta y en caballo y ver algunas series en televisión: Daktari, El agente de Cipol, Bonanza, Daniel Boone, etc. Y, por supuesto, Los Picapiedra, Galas del sábado y otros programas de entretenimiento. ¡Hasta soportaba bien el Estudio 1 dedicado al teatro! Recuerdo también las corridas de toros de El Cordobés, los partidos del Real Madrid en la Copa de Europa, el triunfo de Massiel en Eurovisión y otras muchas cosas que son como fotogramas en la película de nuestra vida. En realidad, más que de una película, se puede hablar de una serie de televisión con muchos capítulos. Es imposible resumirlos todos en un simple post que tiene más de evocación sentimental que de crónica ordenada y objetiva.

A los del 58 la transición política española nos pilló ya con más de 18 años –Franco murió en 1975 y la Constitución fue aprobada en 1978– aunque entonces solo se podía votar a los 21. Fuimos jóvenes en la década de los 80 y, por tanto, testigos-protagonistas de los muchos cambios sociales que entonces se produjeron, aunque yo viví parte de este tiempo fuera de España, algo descolgado de lo que sucedía en mi país. Tambien esta época tuvo su propia banda sonora: Simon & Garfunkel, Bob Dylan, Joan Baez, Carole King, Led Zeppelin, Supertramp, Cecilia, Mocedades, Silvio Rodríguez, Luis Eduardo Aute, Víctor Manuel, Miguel Ríos, Ana Belén, etc. Algunos de mis conocidos se implicaron muy activamente en la lucha política, llegando a ocupar cargos en partidos y sindicatos. La izquierda supo atraer a los más inquietos, incluyendo a muchos exseminaristas y sacerdotes secularizados. Fue también la década en las que nos incorporamos al mercado laboral y asumimos compromisos vitales: matrimonio, vida consagrada, sacerdocio, etc. La nuestra fue una generación que no conoció la famosa EGB, aunque sí el COU. Entre algunos de nuestros coetáneos la droga hizo estragos. La movida madrileña simbolizó, lúdica y dramáticamente, el nacimiento de un nuevo estilo de vida. Pedro Almodóvar se convirtió en su icono y reportero. Desde comienzos de los 70 el terrorismo fue también compañero de camino. Era difícil imaginar una vida sin atentados. La reconversión industrial se llevó por delante muchos puestos de trabajo. España ingresaba en la Unión Europea y en la OTAN. En fin, demasiados ingredientes para una ensalada que muchos no supieron aderezar en la debida proporción perdiéndose por el camino, pero que otros condimentaron con el aceite de la amistad y el vinagre de la alegría y la fiesta.

¿Y Dios? ¿Qué lugar ocupa Dios en la vida de los que este año cumplimos 58 años? De niños fuimos educados en el catolicismo tradicional y en las prácticas que entonces eran comunes en casi todas las familias: misa dominical, rosario frecuente, catequesis, primera comunión, romerías, etc. Disfrutamos/padecimos los ensayos de la etapa posconciliar. El cura que me dio la primera comunión se casó al poco tiempo. Con el cambio político, muchos creyeron que había llegado la hora de desembarazarse del arnés católico que parecía consustancial al régimen franquista. Otros engrosaron las filas de los indiferentes silenciosos. Y algunos –¡cómo no!– maduraron una fe crítica y más personal en medio de un ambiente que no la favorecía mucho. Quizá ahora, cerca de los 60 años, muchos de mis coetáneos están entrando en una etapa de síntesis en la que la fe recibida de niños, abandonada en la adolescencia y juventud y purificada por los muchos avatares de la vida adulta, reaparece como brasa ardiente bajo las cenizas de años de crisis e indiferencia. No hay dos historias iguales. Cada uno de nosotros podría contar la suya. Aunque el escenario sea muy parecido, cada personaje representa su papel. Lo que importa es contemplar la trayectoria con gratitud, sentido del humor y una buena dosis de esperanza. Invirtamos los dígitos. Citémonos para cuando lleguen los 85. Mientras tanto, envío un saludo muy cordial a los amigos del 58 con la música nostálgica de la década prodigiosa.




miércoles, 23 de noviembre de 2016

Es uno de los nuestros

Ayer, en un encuentro con un grupo de jóvenes claretianos filipinos, uno de ellos me espetó a quemarropa: “¿Qué se piensa en Europa de nuestro presidente Duterte?”. Le dije que dudaba mucho de que la mayoría de los europeos supiera quién es Rodrigo Duterte, el polémico sexto presidente de la quinta República Filipina. Haciendo de gallego, le devolví la pregunta: “¿Y qué pensáis vosotros? ¿Por qué la gente lo ha votado sabiendo que toma medidas drásticas y muchas injustas?”. La respuesta que me dio me pareció convincente. Incluso ayuda a entender también el triunfo de Donald Trump en las recientes elecciones presidenciales en los Estados Unidos. El joven filipino me dijo sin pestañear: “Porque es uno de los nuestros”. 

Con esa frase quería decir –como luego me explicó en privado– que habla como la gente de la calle, dice tacos en público, no se anda con argumentos académicos, promete orden y seguridad, reivindica el orgullo de ser filipino, quiere limpiar la calle de toxicómanos y mendigos… O sea, no es uno más del establishment. O, por decirlo con palabras de los seguidores de Podemos en España o del movimiento 5 Stelle en Italia, no pertenece a la casta; es decir, a esa clase formada por personas provenientes de las grandes familias, educadas en las mejores universidades y casadas con miembros de otras ramas de la oligarquía que se van turnando en el control del poder político y, sobre todo, económico.

Creo que en muchos lugares del mundo se está viviendo un tremendo hartazgo de los políticos tradicionales. Se los ve como una clase que piensa, habla y actúa de una manera muy alejada del común de los mortales, que busca medrar y que se blindan con los galimatías de la burocracia y las leyes. Cuando muchos votan a Duterte en Filipinas, a Trump en los Estados Unidos, a Putin en Rusia o quizá a Marine Le Pen en Francia, no es que sean fervientes admiradores suyos o que compartan todo lo que prometen. ¡Es que quieren barrer lo que les parece la gastada política de siempre! Es obvio que, en el caso de los Estados Unidos, Hillary Clinton simbolizaba a las mil maravillas la “política clásica”, la figura que siempre se ha movido en las cocinas del aparato estatal. Si esto es así –y yo personalmente creo que, en buena medida, lo es– es preciso detenerse a pensar. La gente no busca personas con un expediente académico impecable, con una oratoria pulcra y con un buen pedigrí económico. Busca personas sinceras, transparentes, que –aunque no sean muy entendidas en la res publica– se preocupen de la gente común, conecten con sus problemas cotidianos y ofrezcan soluciones viables. ¿Es esto lo que solemos entender por populismo? ¿Se trata de una visión de futuro o de un fugaz espejismo?

Algo parecido está sucediendo en la Iglesia. ¿Por qué el papa Francisco es tan popular cuando Benedicto XVI era más erudito que él, políglota y experimentado eclesiástico? Francisco tiene experiencia de calle y sabe llegar al corazón de las personas. Por otra parte, es un hombre práctico. Combina gestos de proximidad con decisiones de medio y largo alcance. A veces, “se hace el tonto” –expresión que él usa a menudo– pero no da puntada sin hilo. No se enfrenta a las grandes cuestiones desde una argumentación teológica impecable. Las baja a la arena de la vida cotidiana. Yo diría que practica el método que Jesús usó en relación con la mujer adúltera, tal como se nos cuenta en el capítulo 8 de Juan. Hay populismos que son pura simplificación de la complejidad de la vida y burda manipulación de las conciencias. Pero hay populismos que saben interpretar y canalizar la insatisfacción de la gente y conectar con los ideales más sencillos. Los intelectuales que diseccionan los “signos de los tiempos” casi nunca tienen el don de interpretarlos de verdad. Las bibliotecas, aunque maravillosas, no son los mejores laboratorios de humanidad. Recuerdo lo que una persona le dijo a un historiador siempre afanado en hurgar papeles: “Mientras tú te dedicas a escribir la historia, yo me dedico a hacerla”.

Ya sé que toda simplificación del presente prepara los grandes dramas del futuro. La historia nos brinda dramáticos ejemplos. Pero, precisamente por eso, tendríamos que embarcarnos en un proceso de profunda regeneración. Los populismos en alza, los nacionalismos excluyentes, etc. significan una luz roja que no podemos desatender. Se necesita una nueva política. No podemos seguir como siempre. Intelectualmente cualificados sí, pero siempre con los pies en la tierra. Amantes de la excelencia sí, pero sin perder el contacto directo con los últimos de la fila. Cultores de la ciencia y la técnica sí, pero conscientes de que el centro debe ser siempre la persona humana y no los intereses de las grandes corporaciones. Especialistas en macroeconomía sí, pero atentos a la microeconomía de la viuda con una pensión mínima y del trabajador que solo recibe el salario base. Expertos en comunicación sí, pero sin reducir todo a las leyes de la publicidad y la mercadotecnia. En fin, la ley de la armonía y del equilibrio que tanto gusta en Oriente y tanto se desprecia en Occidente. O todavía mejor, el estilo de Jesús, que propone ideales excelsos y los cuenta con las parábolas que reflejan la vida común de la gente. Cielo y tierra unidos. No hay escapismo posible.


martes, 22 de noviembre de 2016

Filipinas en el corazón

De niño, recuerdo haber visto la película Los últimos de Filipinas, interpretada entre otros por los inolvidables Fernando Rey y Toni Leblanc. Describe de forma dramatizada el sitio de Baler, que puso fin a casi cuatrocientos años de presencia española en el archipiélago. Acabo de enterarme que dentro de unos días se estrenará otra película con un título semejante: 1898: Los últimos de Filipinas. Si tengo oportunidad, procuraré verla. Siempre he sentido atracción por la huella hispánica en este país católico que debe su nombre al rey Felipe II y que durante muchos años, hasta la independencia de México, fue gobernado desde la Nueva España. El puerto mexicano de Acapulco era la puerta de entrada y de salida de la comunicación con Filipinas. Eso explica las muchas similitudes culturales entre los dos países. Alguna vez me han preguntado qué queda de España en Filipinas, si hay gente que todavía habla español y si las generaciones actuales conocen su pasado, más allá del célebre Mi último adiós de José Rizal, que muchos filipinos saben de memoria. Es evidente que, aunque los norteamericanos hicieron lo posible por borrar la huella española durante los casi 50 años que estuvieron en Filipinas, hay muchas cosas que perviven. Quizá la más profunda, la que distingue a Filipinas de cualquier otro país asiático, es la fuerza del catolicismo. Pero yo no quiero entrar en valoraciones históricas que exceden mi competencia y que siempre llevan aparejada una gran carga emocional. Quisiera limitarme a mi propia experiencia.

Aparte de la película que mencioné antes y de los estudios de historia universal, mi primer contacto cercano con este maravilloso país me vino a través de Bobby Juaton, un claretiano filipino con el que compartí dos años de estudios teológicos en Madrid a finales de los años 70. Cuando nos faltaban menos de dos semanas para nuestra ordenación diaconal falleció en un terrible accidente de tráfico en junio de 1981. Fue un duro golpe. Dos años después, escribí mi primer opúsculo titulado Bobby Juaton: Aprendiz de misionero. En realidad, más que una biografía, era el testimonio de mi amistad con él. Algunos años después acompañé a sus padres en su visita a España. En 1991 tuve la oportunidad de visitar Ayala, su pueblo natal, junto a Zamboanga City, la ciudad hermosa. Comprendí un poco mejor quién era conociendo el contexto en el que se había criado.

Desde entonces he vuelto a Filipinas en varias ocasiones. Siempre he encontrado una gran cordialidad en las personas. Quizá hay cosas que sorprenden a un visitante occidental, pero eso forma parte de los contrastes culturales. En Filipinas encuentro una hermosa síntesis de Oriente y Occidente. Es verdad que muchos filipinos miran más a América que al resto de Asia. Es verdad que el estilo de vida de Estados Unidos marca la pauta, pero eso no elimina la profunda alma oriental de estas gentes. Y todo ello está iluminado por la novedad de la fe cristiana que supone una verdadera luz. En los años 40 y 50 del siglo pasado Filipinas llegó a ser una potencia económica. Luego, debido sobre todo a la corrupción y al dominio de unas cuantas familias y corporaciones, no ha conseguido traducir la riqueza del país en bienestar para todos. La superación de la pobreza es el verdadero reto de un país que tiene los recursos naturales y humanos suficientes para ganar esta batalla.

lunes, 21 de noviembre de 2016

El bálsamo de la escucha

Hoy, a mediodía, concluiremos nuestro retiro. Por la tarde regresaré a Manila. Durante estos días he hablado mucho (sobre todo, por las mañanas), pero me he dedicado más a escuchar. En realidad, mi vida misionera está marcada por estos dos verbos. Es verdad que hablo –y escribo– mucho, quizá demasiado. Sin embargo, creo que escucho más, me nutro de la escucha, aprendo escuchando. He sido bendecido con multitud de historias personales que procuro absorber como una esponja, pero que enseguida escurro para que no queden retenidas en mí sino que sigan su curso libre. En este ejercicio de escuchar a otros percibo una primera paradoja que me hace pensar. En los diez últimos años, en los que tanto ha crecido la comunicación digital (teléfonos móviles, WhatsApp, Skype, redes sociales, etc.), he percibido un empobrecimiento de la comunicación personal directa. A muchas personas les cuesta desenrollar el ovillo de sus vidas porque se han habituado a mensajes cortos, repetitivos e insustanciales que, en el fondo, redoblan la sensación de soledad. Cien Me gusta en Facebook valen mucho menos que media hora de conversación personal. Estas personas desearían ir más lejos, decir algo más, pero no saben cómo hacerlo ni a quién dirigirse. Por eso, cuando encuentran a alguien que no tiene prisa y que está dispuesto a escuchar sin límite y sin ningún coste económico (lo de los psicólogos es otro cantar), se desahogan. En ese momento pueden prescindir del teléfono móvil y de la tableta porque lo mejor no sucede en una pantallita minúscula sino en el escenario donde están representando en riguroso directo su soledad.

En el retiro que hoy concluimos me he dado cuenta –una vez más– de la necesidad que todos tenemos de ser escuchados, de que alguien nos preste atención sin someternos a un interrogatorio, sin juzgar nuestras acciones e intenciones y sin atosigarnos de consejos. Alguien que con toda sencillez abra los oídos –sobre todo los del corazón– para que nosotros descorramos el velo de la intimidad y podamos decirnos a nosotros mismos en voz alta quiénes somos, qué nos pasa, por qué nos sentimos de una determinada manera, qué esperamos, qué padecemos, a quién queremos, de qué huimos… Esta experiencia es tan liberadora –y, por otra parte, tan sencilla– que debería estar al alcance de cualquiera. Sin embargo, comienza a ser una rara avis, casi un lujo que pocos pueden permitirse. Los misioneros que viven en zonas remotas –a menudo, solos y en condiciones muy precarias– necesitan más que nadie el bálsamo de la escucha. Van de fuertes por la vida, pero son débiles como todos los demás. Anuncian buenas noticias, pero sufren desgastes personales. Viven por Dios, pero eso no los dispensa de crisis y sinsabores. Su vida consiste en atender a los pobres, en vendar heridas, pero ¿quién se ocupa de vendar las suyas? ¿Quién pone tiritas a “un corazón partío”? Los temas de un retiro, por importantes que parezcan, son siempre secundarios. Lo esencial es que, en ese ambiente de silencio y oración, uno tenga la oportunidad de ser escuchado y de que, a través de otro ser humano, sienta que Dios no se ha olvidado de él, que está a su lado, que le importa mucho su vida.

Si, acabado ya el Año de la Misericordia, me preguntaran qué obra de misericordia considero más urgente, respondería añadiendo una decimoquinta a las catorce clásicas: escuchar a quien lo necesita. Muchos cónyuges no se sienten escuchados por sus parejas, muchos hijos nunca encuentran tiempo para hablar con sus padres, muchas comunidades religiosas reducen la comunicación a niveles funcionales, incluso muchos amigos difieren sine die una comunicación a tumba abierta porque se enredan en otros menesteres. Al final, los silencios van creciendo. Hay una lista enorme de besos no dados, de abrazos preteridos, de palabras no pronunciadas, de gestos arrugados… Podríamos hacernos la vida más feliz unos a otros a base de algo tan simple como hablar y escuchar, pero preferimos dedicar el tiempo a otros negocios que nos roban las horas, malgastan energías, empobrecen el corazón y nos van aislando cada vez más en la cárcel de nuestro yo solitario. ¿Por qué hemos llegado hasta aquí? ¿Quién quiere impedirnos que seamos felices?  ¿Por qué buscar medios sofisticados si todos traemos de serie la capacidad de comunicarnos; es decir, por este orden, de escuchar (dos orejas) y de hablar (una boca)? No hay mejor prevención contra las depresiones y la tristeza que una comunicación fluida entre personas que se quieren. ¡Hay que poner de moda el bálsamo de la escucha antes de que sea demasiado tarde!

Dicho lo dicho, parece obligado poner el vídeo con la canción “Corazón partío” de Alejandro Sanz. No es un tema nuevo, pero todavía sigue diciendo algo.



domingo, 20 de noviembre de 2016

Ni súbditos ni ciudadanos: discípulos

El último domingo del año litúrgico ha comenzado aquí en Alfonso, Filipinas, siete horas antes que en Roma y catorce horas antes que en Bogotá. Estar en el extremo Oriente tiene algunas ventajas. Cuando escribo estas líneas todavía el papa Francisco no ha clausurado el Año de la Misericordia. Aquí, en Filipinas, todo tiene ya el sabor del fin: fin del jubileo, fin del año litúrgico y fin de nuestro retiro. Solo cuando nos situamos en el final de algo comprendemos mejor en qué consiste. Con la solemnidad de Cristo Rey del Universo la liturgia nos invita a situarnos en el final de la historia, cuando Cristo reine sobre todo. Entonces, comprenderemos que, por muchas batallas que hayamos perdido (y Dios sabe que son muchas), la victoria final está asegurada. Nada ni nadie puede arrebatar a Cristo el reinado del amor. No hay evolución cósmica, régimen político, avance científico o chifladura humana que tengan la última palabra porque solo Él es el principio y el fin, el alfa y la omega. Esta certeza en la victoria final arroja un chorro de esperanza sobre todos aquellos que proseguimos nuestro camino entre tinieblas, a menudo tentados por el desánimo, con ganas de tirar la toalla. Solo quien sabe dónde está la meta saca fuerzas para seguir avanzando.

Mientras recorremos este camino (a veces, a tientas; otras, con la mirada larga), no nos sentimos ni súbditos de poderes absolutos (somos indómitamente rebeldes) ni simples ciudadanos de la polis humana (somos incurablemente celestiales). Nuestro estatuto es el de hijos del Padre y discípulos de su Cristo. Ponemos nuestros pies donde él ha puesto sus huellas. Siguiéndolo a él sabemos que no vamos a errar. Nos sentimos cristianos. Saboreamos el orgullo de este nombre que hace referencia a un Rey entronizado en la cruz, ridiculizado por los grandes de este mundo y creído por los pequeños, orillado por los sabios y acogido por los humildes. Nuestro Rey solo dispone de un arma, la más poderosa que existe porque es el arma de Dios: un amor incondicional a prueba de insultos y salivazos, de coronas de espinas y crucifixiones, de traiciones y olvidos. Solo este amor puede derrotar tanto mal acumulado a lo largo de la historia. Mirándolo a él, traspasado y vejado, tenemos motivos para no sucumbir al poder del mal. Ninguna tentación, por seductora que sea, va a ser más irresistible que su mirada de amor desde lo alto de la cruz. Si el ser humano puede caer víctima del poder, del sexo o del dinero, dejándose mirar por él se levanta con la dignidad del amor.

Los súbditos obedecen; los ciudadanos participan. Son los verbos que la historia nos ha enseñado a conjugar. Solo los discípulos de Cristo Rey aman porque, aunque sean torpes con la gramática, es el único verbo que manejan con soltura. Durante el pasado Año de la Misericordia hemos aprendido que el nombre de Dios es misericordia y que ésta –aunque se haya terminado el Jubileo– nunca pasa de moda. Hemos aprendido que las actitudes rígidas e inflexibles, aunque se revistan con el ropaje de la coherencia, nunca expresan lo que Dios es porque en él verdad y misericordia se funden, coinciden, se iluminan. La verdad sin misericordia es un arma arrojadiza que solo sirve para herir. La misericordia sin verdad es un sentimiento efímero que no construye nada. Como discípulos de Cristo, hemos aprendido a ser verdaderos siendo misericordiosos y a practicar la misericordia que es reflejo de la verdad.

El Evangelio de hoy es enormemente rico y sugerente. Os dejo con las explicaciones detalladas del amigo Fernando Armellini. Yo me he limitado a compartir con vosotros una “reflexión filipina” que me sale de dentro. La exégesis se ha quedado en retaguardia.