Hoy, a mediodía, concluiremos
nuestro retiro. Por la tarde regresaré a Manila. Durante estos días he hablado
mucho (sobre todo, por las mañanas), pero me he dedicado más a escuchar. En
realidad, mi vida misionera está marcada por estos dos verbos. Es verdad que
hablo –y escribo– mucho, quizá demasiado. Sin embargo, creo que escucho más, me
nutro de la escucha, aprendo escuchando. He sido bendecido con multitud de
historias personales que procuro absorber como una esponja, pero que enseguida
escurro para que no queden retenidas en mí sino que sigan su curso libre. En
este ejercicio de escuchar a otros percibo una primera paradoja que me hace
pensar. En los diez últimos años, en los que tanto ha crecido la comunicación
digital (teléfonos móviles, WhatsApp,
Skype, redes sociales, etc.), he
percibido un empobrecimiento de la comunicación personal directa. A muchas
personas les cuesta desenrollar el ovillo de sus vidas porque se han habituado
a mensajes cortos, repetitivos e insustanciales que, en el fondo, redoblan la
sensación de soledad. Cien Me gusta
en Facebook valen mucho menos que
media hora de conversación personal. Estas personas desearían ir más lejos,
decir algo más, pero no saben cómo hacerlo ni a quién dirigirse. Por eso,
cuando encuentran a alguien que no tiene prisa y que está dispuesto a escuchar
sin límite y sin ningún coste económico (lo de los psicólogos es otro cantar),
se desahogan. En ese momento pueden prescindir del teléfono móvil y de la
tableta porque lo mejor no sucede en una pantallita minúscula sino en el
escenario donde están representando en riguroso directo su soledad.
En el retiro que
hoy concluimos me he dado cuenta –una vez más– de la necesidad que todos tenemos
de ser escuchados, de que alguien nos preste atención sin someternos a un
interrogatorio, sin juzgar nuestras acciones e intenciones y sin atosigarnos de
consejos. Alguien que con toda sencillez abra los oídos –sobre todo los del
corazón– para que nosotros descorramos el velo de la intimidad y podamos
decirnos a nosotros mismos en voz alta quiénes somos, qué nos pasa, por qué nos
sentimos de una determinada manera, qué esperamos, qué padecemos, a quién
queremos, de qué huimos… Esta experiencia es tan liberadora –y, por otra parte,
tan sencilla– que debería estar al alcance de cualquiera. Sin embargo, comienza
a ser una rara avis, casi un lujo que
pocos pueden permitirse. Los misioneros que viven en zonas remotas –a menudo,
solos y en condiciones muy precarias– necesitan más que nadie el bálsamo de la
escucha. Van de fuertes por la vida, pero son débiles como todos los demás.
Anuncian buenas noticias, pero sufren desgastes personales. Viven por Dios,
pero eso no los dispensa de crisis y sinsabores. Su vida consiste en atender a
los pobres, en vendar heridas, pero ¿quién se ocupa de vendar las suyas? ¿Quién
pone tiritas a “un corazón partío”? Los temas de un retiro, por importantes que
parezcan, son siempre secundarios. Lo esencial es que, en ese ambiente de
silencio y oración, uno tenga la oportunidad de ser escuchado y de que, a
través de otro ser humano, sienta que Dios no se ha olvidado de él, que está a
su lado, que le importa mucho su vida.
Si, acabado ya el
Año de la Misericordia, me preguntaran qué obra de misericordia considero más
urgente, respondería añadiendo una decimoquinta a las catorce clásicas:
escuchar a quien lo necesita. Muchos cónyuges no se sienten escuchados por sus
parejas, muchos hijos nunca encuentran tiempo para hablar con sus padres,
muchas comunidades religiosas reducen la comunicación a niveles funcionales,
incluso muchos amigos difieren sine die una
comunicación a tumba abierta porque se enredan en otros menesteres. Al final, los
silencios van creciendo. Hay una lista enorme de besos no dados, de abrazos preteridos,
de palabras no pronunciadas, de gestos arrugados… Podríamos hacernos la vida
más feliz unos a otros a base de algo tan simple como hablar y escuchar, pero preferimos dedicar el tiempo a otros negocios que nos roban las
horas, malgastan energías, empobrecen el corazón y nos van aislando cada vez
más en la cárcel de nuestro yo solitario. ¿Por qué hemos llegado hasta aquí?
¿Quién quiere impedirnos que seamos felices? ¿Por qué buscar medios sofisticados si todos
traemos de serie la capacidad de comunicarnos; es decir, por este orden, de
escuchar (dos orejas) y de hablar (una boca)? No hay mejor prevención contra
las depresiones y la tristeza que una comunicación fluida entre personas que se
quieren. ¡Hay que poner de moda el bálsamo de la escucha antes de que sea
demasiado tarde!
Dicho lo dicho,
parece obligado poner el vídeo con la canción “Corazón partío” de Alejandro Sanz. No es un tema nuevo, pero todavía sigue diciendo algo.
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