Ayer domingo dejamos Galilea y emprendimos el camino hacia Jerusalén. Todo
el evangelio de Lucas está concebido como un viaje de Jesús hasta la ciudad
santa. Y de allí al cielo. Me vienen a la mente sus palabras: “Con todo, hoy y mañana y pasado tengo que
seguir mi viaje, porque no puede ser que un profeta muera fuera de Jerusalén”
(Lc 13,33). Hay tres posibles vías para viajar desde Galilea hasta Judea: la
más occidental es la “vía del mar”; la más oriental es la “vía del Jordán”. Jesús
solía utilizar esta última. También yo la he seguido en viajes anteriores. Pero
esta vez, dado que la situación política está más calmada que a finales del siglo
pasado, hemos seguido el camino más corto: el que atraviesa Samaria. Esto nos ha
permitido detenernos en Nablus, donde se conserva el
auténtico pozo de Jacob bajo protección de los ortodoxos griegos. Allí sitúa el evangelista Juan, en el capítulo 4 de su evangelio, el encuentro entre
Jesús –de regreso a Galilea– y la mujer samaritana. Para
comprender mejor el texto, conviene recordar que el monte Guerizim
al que se alude en la conversación entre ambos se alza majestuoso no lejos del lugar.
Situados en torno al pozo, hemos leído con calma el pasaje evangélico. Es un
texto que he meditado tantas veces que no sabría poner un acento especial: quizá el atrevimiento de Jesús a la hora de entablar conversación con una mujer
–samaritana por más señas (es decir, heterodoxa)– en un lugar descampado en
pleno mediodía. El relato de Juan –como todos los suyos– combina con maestría
la historia (¡cada vez se reconoce más la base histórica del texto!) con la teología simbólica. Yo me quedo
con el atrevimiento, una característica que echo de menos en nuestra forma de
relacionarnos pastoralmente con las personas. Estamos siempre dispuestos a la
acogida, pero pocas veces damos el primer paso. Arriesgamos poco. Por eso, recogemos poco.
El descenso a Jericó es una
introducción vertiginosa en el desierto de Judea.
¡Menos mal que los frenos del microbús estuvieron en su sitio! Llegados al
oasis que alberga “la ciudad más antigua del mundo”, comenzamos enseguida el
ascenso a la ciudad santa de Jerusalén. Pasar de
los 240 metros bajo el nivel del mar que tiene Jericó a los cerca de 800 metros sobre el nivel
del mar en tan solo 34 kilómetros significa superar un desnivel de más de 1.000
metros. En el trayecto era imposible no evocar la “parábola
del buen samaritano” que Lucas sitúa en la bajada de Jerusalén a
Jericó. Y quizá más imposible si cabe no entrar en la ciudad santa catando el
salmo 121: ¡Qué alegría cuando me
dijeron! Los que visitaban Jerusalén por primera vez se estremecieron al ver
la ciudad rocosa construida sobre roca, el sucederse de colinas pobladas de casas
que parecen todas del mismo color.
Tras el almuerzo, la tarde se centró en el monte
Sión. Celebramos la Eucaristía en el Cenáculo franciscano
y regresamos al hotel caída la noche. Podría contar los detalles de cada paso,
pero me resultaría difícil sintetizar tantos sentimientos. Quizá baste uno por
hoy. Se resume en dos palabras: “Sucedió aquí”. Es la impresión que estamos
teniendo cada vez que visitamos un lugar que la tradición ha conservado como
auténtico. Este adverbio –aquí– adquiere una importancia sublime. Es cierto que
el Resucitado trasciende todos los aquí para
hacerse el encontradizo con cualquier
ser humano en cualquier lugar. Pero
él mismo ha querido hacerse uno de nosotros viviendo aquí y no allá, en aquel
tiempo y no en éste. Tenemos que trascender estas mediaciones pero no
suprimirlas. El Resucitado es el Crucificado. Ambas realidades se
iluminan mutuamente. Esta convicción sostiene y da sentido a nuestras visitas.
Estamos ya en Jerusalén. Nos aguarda lo mejor.
Gracias Gonzalo, gracias.
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