lunes, 28 de noviembre de 2016

No tengo plan B

El Adviento ha venido y sí sabemos cómo ha sido. Disponemos de casi un mes para prepararnos a celebrar el nacimiento de Jesús. Desde el primer día podemos abandonarnos a los sueños infantiles y transformar el Adviento en una especie de countdown hacia ese cuento de hadas que es la Navidad. No faltan quienes así lo creen. La sospecha se extiende al conjunto del universo cristiano y, más en concreto, a lo que suena a milagroso. Ayer mismo leí que se están recogiendo firmas para pedir que el papa Francisco no visite Fátima en mayo del próximo año porque el fenómeno del famoso santuario mariano es un montaje: poco milagro y mucho comercio y negocio. Más de una vez me han preguntado qué haría yo si un día “descubriera” que Jesús, el Evangelio, la Iglesia –la fe, en definitiva– no son más que otro tinglado que ha ido creciendo a lo largo de la historia como un cáncer difícil de extirpar. ¿Cómo orientaría mi vida si de la noche a la mañana dejara de creer?  ¿Qué brújula usaría para orientarme en los intrincados caminos de la existencia? ¿Seguiría creyendo que la vida tiene sentido? ¿Cómo afrontaría la muerte? Estas y parecidas preguntas se nos pueden presentar en cualquier recodo del camino. Son preguntas típicas del Adviento porque, en definitiva, tratan de clarificar si esperamos de verdad a Alguien o, más bien, estamos matando el tiempo “esperando a Godot”.

Las preguntas podrían multiplicarse. Cada uno de nosotros las reformulamos según nuestra trayectoria personal. Pero la respuesta –al menos en mi caso– es solo una: “No tengo un plan B”. Si la fe en Dios y en su enviado Jesús es un cuento o un montaje, me caigo con todo el equipo. No he previsto una alternativa. Pienso, sin embargo, que seguiría creyendo en las mismas cosas porque me parecen las más humanas que conozco. No veo una propuesta mejor, más consistente y atractiva. En otras palabras, me he jugado la partida de la existencia a una sola carta. No tengo otras cartas bajo la manga por si falla la primera. Comprendo que a muchos les puede parecer un pecado de ingenuidad y hasta una falta grave de responsabilidad. En otras áreas de la vida la prudencia nos empuja a contar con alternativas. En el caso de la fe –lo repito– no tengo un plan B.  La esperanza está depositada al cien por cien en Jesús. No espero a nadie más. No espero otra cosa. La pregunta que los discípulos de Juan el Bautista le formulan a Jesús me parece pertinente: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?” (Mt 11,3). Yo no puedo ni siquiera imaginar quién sería ese otro.

Los periódicos del fin de semana han estado inundados de artículos sobre Fidel Castro. Como cabía esperar, las reacciones cubren un arco que va desde la crítica más acérrima hasta las alabanzas más encendidas. En el ya lejano 1979, el jesuita Ignacio Ellacuría –posteriormente asesinado en El Salvador– hacía un balance provisional a los 20 años de la revolución castrista. Aun siendo sustancialmente positivo, reconocía con claridad sus límites y errores. El paso del tiempo se ha encargado de minimizar los éxitos y de poner a las claras las deficiencias. Con todo, la historia juzgará con más objetividad. Se trata de un asunto en el que confluyen muchas emociones. Fidel –de eso no hay duda– ha sido un icono mundial. Su nombre era conocido en todo el planeta. Por extraño que pueda parecer, muchos jóvenes cubanos lo adoran como un dios del olimpo. Si hoy lo traigo al blog no es solo por su reciente muerte sino por el último artículo que publicó el pasado 9 de octubre en el periódico Granma, órgano oficial del comité central del Partido Comunista de Cuba. Se titulaba El destino incierto de la especie humana. Después de hacer un rapidísimo repaso de lo que la ciencia nos dice al respecto, abría espacio al papel de las religiones y, de manera especial, al cristianismo: 
De Cristo conozco bastante por lo que he leído y me enseñaron en escuelas regidas por jesuitas o hermanos de La Salle, a los que escuché muchas historias sobre Adán y Eva; Caín y Abel; Noé y el diluvio universal y el maná que caía del cielo cuando por sequía y otras causas había escasez de alimentos. Trataré de trasmitir en otro momento algunas ideas más de este singular problema”. 
Este momento no ha llegado porque le ha sorprendido la muerte. Benedicto XVI, en el libro Últimas conversaciones, confiesa que le regaló a Fidel Castro algunos libros sobre religión porque el comandante había expresado interés por el tema. No sé cómo habrá afrontado su final un hombre que se declaraba ateo, pero me llama la atención que, en la proximidad de la muerte, haya mostrado una actitud positiva ante la experiencia religiosa. Para algunos puede ser interpretado como un signo de debilidad y de temor senil; para otros, como una manifestación de madurez intelectual y de humildad.




El Adviento nos despierta de la rutina y nos invita a desempolvar estas cuestiones que a menudo permanecen aletargadas en nuestro interior. No hay por qué temer. Solo quien se pregunta con honradez está en condiciones de esperar con confianza. Jesús no va a representar ninguna respuesta para el que no se formula ninguna pregunta. Adviento es el tiempo de las preguntas para que Navidad pueda ser el tiempo de las respuestas

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