miércoles, 9 de noviembre de 2016

Lloró dos veces y cayó tres

Escribo este post a las 6 de la mañana (hora de Jerusalén). Todavía no se saben los resultados definitivos de las elecciones presidenciales en los Estados Unidos, pero parece que Donald Trump está dando la sorpresa. Aquí en Israel se sigue muy de cerca todo este asunto. Al fin y al cabo, como dicen con ironía algunas camisetas que uno puede comprar en cualquier puesto ambulante de ropa: “Don’t worry America, Israel is behind you”. Lo que podríamos traducir con un poco de libertad: “No te preocupes, Estados Unidos. Israel te cubre las espaldas”. Las relaciones entre los dos países son intensas. Ambos se necesitan mutuamente. De todos modos, no quiero desviarme del objetivo de estos días de peregrinación.

Ayer dedicamos toda la mañana al monte de los Olivos. Comenzamos por la iglesia del Paternoster, construida en el lugar en el que la tradición sitúa la enseñanza de Jesús sobre la oración a sus discípulos. Recordamos el texto de Lucas y rezamos el Padrenuestro en varias lenguas. Contemplar la ciudad desde el monte es un espectáculo inigualable. Tomé media docena de fotos. El resto del tiempo lo dediqué a dejarme embriagar por el aire limpio y la impresión sobrecogedora de la ciudad. La Puerta Hermosa, por la que Jesús entró en la ciudad los últimos días antes de su muerte, está cerrada. Los judíos y musulmanes temen que el Mesías pueda volver por ahí. Celebramos la Eucaristía en la iglesia del Dominus flevit. Se trata de una construcción pequeña, en forma de lágrima, que rasga la fachada con un gran ventanal desde el que se contempla la ciudad mientras se ora o se celebra. Naturalmente, el evangelio del día fue el de Lc 13,34-35: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la clueca reúne a sus pollitos bajo las alas! Pero no habéis querido. Vuestra casa se os quedará vacía. Os digo que no me volveréis a ver hasta el día que exclaméis: “Bendito el que viene en nombre del Señor.”


Según Lucas, “cuando llegó cerca de la ciudad, al verla, lloró sobre ella” (19,41). En Jn 11,35 –quizá el versículo más breve de toda la Biblia– se dice simplemente que “Jesús lloró”. Dos palabras para expresar la conmoción que el Maestro sintió ante la muerte de su amigo Lázaro. El primer llanto tiene que ver con la desobediencia de Jerusalén y, en el fondo, con el rechazo de los seres humanos a acoger su palabra. ¿Cómo es posible que seamos tan obtusos como para no reconocer en Jesús el amor que Dios tiene a la humanidad? 

El segundo llanto revela la humanidad de Jesús. Él era sensible a la amistad. Llorar por el amigo muerto significa descender al pozo de la muerte que todo lo traga y experimentar su vacío insoportable. Hacía tiempo que no celebraba una Eucaristía tan llena de emociones.

La visita continuó con otros lugares ligados a los últimos días de Jesús: la iglesia de san Pedro in Gallicantu, el valle de Cedrón y el huerto de Getsemaní. Cada uno de estos lugares exigiría una palabra porque están cargados de resonancias, pero el tiempo apremia. El ritmo de una peregrinación apenas deja tiempo para teclear unos pocos recuerdos. La tarde la dedicamos al ejercicio del Viacrucis a través de la Via Dolorosa, que discurre por las callejuelas del barrio musulmán y del barrio cristiano dentro de la ciudad amurallada. De las 14 estaciones clásicas, 5 no encuentran ningún fundamento evangélico: son creaciones de la piedad popular. Entre éstas se encuentran las tres famosas caídas. Me siento muy identificado con el Jesús que cae, que experimenta nuestra incorregible debilidad, que se hace solidario con todos los que caemos y nos levantamos. El camino terminó, entrada ya la noche, en el recinto del Santo Sepulcro. Sobre esto no digo nada porque hoy tendremos allí la Eucaristía final. Mañana tendré tiempo de comentar alguna cosa. 

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