martes, 8 de noviembre de 2016

Ya no van burras a Belén

Empezar el día cruzando la muralla por la Puerta de la Basura no augura nada bueno. Uno se siente como reducido al estado mineral. Y, sin embargo, ayer fue una jornada espléndida. Comenzamos visitando el muro occidental del templo de Jerusalén, el lugar más sagrado para los judíos porque esas enormes piedras del muro de contención del segundo templo (el de Herodes el Grande, no el de Salomón), es lo único que queda tras las destrucción de Jerusalén a manos de Tito y sus tropas en el año 70. Contemplar a los judíos piadosos (las judías hacen los mismo, pero separadas por una valla) orando frente al muro, balanceándose para alabar a Yahweh con todo su cuerpo, mientras semitonan los salmos, es un espectáculo que resulta extraño para el visitante cristiano. Yo confieso que no siento ninguna atracción hacia este tipo de plegaria, aunque la respeto. Un estilo de oración que se ha mantenido casi inalterado durante muchos siglos y que ha ayudado a muchas personas a entrar en relación con Dios no puede ser menospreciado, aunque parezca teatral y extemporáneo.

El lugar que antaño ocupaba el majestuoso Templo de Jerusalén se denomina hoy –en perspectiva musulmana– la explanada de las mezquitas. En efecto, en el extremo sur se encuentra la imponente mezquita de Al-Aqsa y en el centro el santuario de la Cúpula de la Roca (que nos es propiamente una mezquita) con su refulgente cúpula dorada. Pero no sigo con más detalles porque este blog no es una guía turística. Yo me dediqué a pasear por ese inmenso espacio, dejándome acariciar por el sol del otoño jerosolimitano e imaginando a Jesús con sus padres o con sus discípulos, fascinado por la majestuosidad del edificio herodiano, pero, sobre todo, enamorado de un Dios que derriba todos los muros. Si algo distingue al cristianismo del judaísmo es que mientras los judíos tienen a levantar muros (entre sagrado y profano, entre circuncisos e incircuncisos, entre judíos y palestinos, entre Betania y Jerusalén), el cristianismo es partidario de los puentes. Lo dice con fuerza el autor de la carta a los Efesios: “Porque él (Cristo) es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro divisorio, la enemistad” (Ef 2,14).

El paso por Ain Karem nos ayudó a recrear la figura de Juan el Bautista y el encuentro de María con su prima Isabel en las montañas de Judea. Cantamos con entusiasmo el Benedictus (en la iglesia que conmemora la casa natal del Bautista) y el Magníficat (en la iglesia de la Visitación). Descendiendo por la rampa que lleva a la carretera oímos los toques de un reloj que anunciaba el mediodía. Sin dejar de caminar, recitamos el Ángelus. Después, en nuestro microbús (que se ha convertido en nuestra segunda casa durante estos días de peregrinación), enfilamos hacia Belén. Estamos en noviembre. Falta más de un mes para la Navidad, pero nosotros, ni cortos ni perezosos, nos arrancamos con un villancico que lo único bíblico que tiene es la alusión a la ciudad de David. Puede resultar un poco ridículo, pero el Hacia Belén va una burra, rin rin sonaba con más frescura que en las interminables veladas navideñas. Y eso que ya no hay burras que hagan este camino. Bueno, quizá la de algún beduino despistado.

Tras el almuerzo, visitamos el Campo de los Pastores, un lugar encantador en el que la tradición ha fijado el aposentamiento de los pastores que fueron visitados por los ángeles en la noche en que Jesús nació. Dentro de la cueva, dividida en varios sectores para facilitar las celebraciones de los grupos,  entonamos el Gloria in excelsis Deo y bajo la cúpula de la iglesia de Barluzzi, que asemeja una tienda, atacamos el Noche de Paz. Como la estructura amplifica el sonido y lo hace envolvente, varios turistas se unieron a nosotros en un ejercicio de solidaridad musical y quizá también de fe compartida. La verdad es que me hubiera gustado celebrar aquí la Nochebuena. El ambiente era de una gran serenidad y alegría. No sabemos cómo se produjo el nacimiento de Jesús, pero los detalles de la tradición tienen su importancia.

El punto fuerte fue la celebración de la Eucaristía en el complejo de la Basílica de la Natividad, que, por cierto, se encuentra recubierta de andamios porque la están sometiendo a una minuciosa restauración. Conviene añadir que es el único templo bizantino que ha resistido incólume a todas las invasiones y consiguientes destrucciones que se han sucedido a lo largo de la historia. En una de las grutas, cerca de la tumba de san Jerónimo, celebramos la misa votiva de la Natividad de Jesús. Otra vez se nos impuso un misterio gozoso y desbordante: Hodie Christus natus est nobis (Hoy ha nacido Cristo para nosotros). Ni el gentío que hacía cola para visitar la gruta, ni la invasión de vendedores callejeros, ni nuestro propio cansancio tras un día agotador, pudieron eliminar la conmoción que produce recordar el nacimiento de Jesús en la humildad de la parte inferior de una vivienda (es decir, en el almacén o el establo). Lo importante no es poner en juego la imaginación (aunque siempre ayuda) sino pedir el don de la fe en un misterio que ha cambiado la propia vida y la historia de la humanidad.

1 comentario:

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