El último día del año 2023 coincide con la fiesta de la Sagrada Familia. Es probable que la fuerza de la Nochevieja opaque el significado de esta fiesta navideña. Por otra parte, los medios de comunicación se dedican a hacer balances del año que termina. Cada uno selecciona aquellos acontecimientos que considera más relevantes. No creo que muchos hablen hoy de la familia. Los intereses van en otra dirección.
Con el paso de los años, cada vez me convenzo más de que buena parte de lo que somos, para bien y para mal, depende de nuestra experiencia familiar. Jesús pasó la mayor parte de su vida con su familia. Sin embargo, apenas sabemos nada de esta larga etapa. Lucas se limita a decir que “cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba” (Lc 2,39-40).
Con pocas palabras (crecer, robustecerse, sabiduría y gracia) resume la llamada “vida escondida” de Jesús. Yo prefiero denominarla “vida familiar”. Junto a María, a José y el resto de sus parientes, el niño, el adolescente, el joven Jesús aprendió a vivir. Su familia extendida fue su verdadera escuela en el arte de la vida. Lo que luego compartió con sus discípulos y la gente sería incomprensible sin esa larga preparación y fermentación en el ámbito familiar.
La literatura devocional ha rellenado con episodios pintorescos el silencio de los evangelios. No es necesario inventarse historias extrañas. Conocemos a las personas por sus frutos. Si el Jesús adulto fue un hombre orante, justo, sensible, compasivo, trabajador y enérgico, es porque su experiencia familiar lo entrenó en estas actitudes esenciales. Jesús es José y es María, pero lo es de una forma única, original, irreductible a la suma de sus padres.
El modelo familiar que él vivió se parece muy poco a nuestros modelos actuales. Sería peligroso hacer trasposiciones apresuradas. Y, sin embargo, las actitudes básicas, la manera de relacionarse con Dios y con los demás conservan toda su vigencia. ¿Qué es lo mejor que unos padres pueden hacer por sus hijos? Lo que hicieron José y María por Jesús: vivir con autenticidad, sin fingimiento, el amor a Dios y a las personas. Los adolescentes y jóvenes tienen derecho a etapas de desapego y rebeldía para afirmar su propia identidad. Pero eso no significa que renieguen de sus raíces, sobre todo cuando estas son sanas y robustas. Ninguna semilla buena queda infecunda.
Estoy convencido de que la regeneración de nuestra sociedad y el vigor de nuestra Iglesia comienzan por las familias. Por eso, me produce tristeza que las exigencias laborales y las muchas demandas sociales no permitan que padres e hijos convivan más. Una sociedad sin padre y sin madre acaba convirtiéndose en terreno propicio para todo tipo de propuestas sustitutivas, que van desde la pornografía hasta el consumo de sustancias o la adicción a las redes sociales.
Hoy se habla de la pluralidad de modelos de familia. No creo que el problema resida tanto en esta pluralidad cuanto en la falta de aquellos valores que permiten un desarrollo armonioso de los hijos. Aunque la realidad es muy variada y hay familias que son un verdadero infierno, creo que la mayoría de nosotros hemos crecido en familias donde hemos recibido todos los ingredientes necesarios para madurar, sobre todo la experiencia de un amor incondicional. Por eso, es justo que los padres que se han desvivido por sus hijos reciban de estos el respeto y el cuidado que merecen cuando llegan a la ancianidad o atraviesan situaciones precarias debido a la enfermedad u otras causas. Amor con amor se paga. Hoy, último día del año, me brota un inmenso gracias a nuestros padres y hermanos por todo lo que significan en nuestras vidas.