lunes, 4 de diciembre de 2023

Educadores de sus padres


Ayer, en la Eucaristía del primer domingo de Adviento, los niños depositaron frente al altar las coronas que habían preparado los días anteriores. Yo las bendije junto con la corona que permanecerá en la iglesia. Es la primera vez que participo en un rito como este. Al final de la misa, los niños recogieron sus coronas y se las llevaron a casa. El párroco les proporcionó una hojita con las oraciones que podían rezar cada domingo de Adviento al tiempo que encendían una nueva vela en compañía de sus padres y hermanos. 

Viendo la ilusión con que realizaban esta sencilla tarea, comprendí que el futuro -incluido el futuro de la fe- pasa por su extraordinaria potencia evangelizadora. Si nadie como los niños -o “los pequeños”, por utilizar las palabras de Jesús- entiende los misterios de Dios, nadie como ellos puede evangelizar a una sociedad descreída.


Es verdad que los niños son nativos digitales, que su capacidad de atención es mínima, que probablemente son adictos a los dispositivos electrónicos y que muchos tienen que repartir su tiempo entre su padre y su madre divorciados y andan un poco desquiciados. Es verdad que en muchos casos son hijos de padres que no creen y de abuelos que no practican. Es verdad también que, aunque haya disminuido el número, muchos siguen preparándose para la primera comunión y participando en los encuentros de catequesis. Pero todas esas verdades juntas pesan menos que otra incontrovertible: son niños. Y, como tal, tienen una capacidad de asombro que ni siquiera las muchas horas pegados al televisor o al móvil han conseguido (todavía) erradicar. Y tienen un hambre de verdad que desnuda todas las hipocresías de los adultos. 

Asombro y hambre de verdad son dos vías que llevan a Dios. Por eso, creo que la “nueva evangelización” no va a venir de sacerdotes bien preparados, de blogueros de éxito o de activistas sociales. Serán los niños quienes evangelicen a sus padres descreídos y les hagan ver que hay cosas más importantes que unas vacaciones en Cancún o un nuevo coche eléctrico. Y lo harán sin violencia y sin doctrinas, con las armas más poderosas que existen: la verdad y el amor. Y, como fruto de ambas, una serena y contagiosa alegría. 


Pero para eso es preciso dejar que sean ellos mismos, no “educarlos” demasiado, permitir que la vida (con su panoplia de experiencias) les vaya enseñando dónde está lo que importa. No es necesario hablarles mucho de Dios para que los niños sean religiosos. Dios y ellos son amigos connaturales. Lo que importa es no contaminar su experiencia de Dios con nuestros clichés. Dios mismo se encarga de educarlos y protegerlos. Sus preguntas incómodas desnudarán nuestras cómodas creencias. Su transparencia pondrá al descubierto nuestra impostura. Y sus caprichos infantiles serán un espejo donde contemplar mejor nuestros inconfesables caprichos de adultos. 

¿Por qué a los niños les gusta tanto la Navidad? No solo porque es el tiempo de los regalos y las fiestas familiares, sino porque intuyen que es el tiempo en el que pueden tocar y besar a Dios, que Dios se pone a su altura. Adorar a un rey poderoso es muy difícil, pero adorar a un bebé envuelto en pañales está al alcance de cualquiera… de cualquiera que tenga un corazón de niño. Sus padres lo saben. Por eso algunos se limitan a decorar la casa con luces y adornos impersonales para evitarse problemas. Poner un nacimiento en el salón sería demasiado interpelante. Es mejor rellenar el vacío con los regalos que trae anticipadamente el orondo Papá Noel. Esta práctica no acalla las preguntas ni llena los silencios, pero mantiene entretenidos por un tiempo a los niños, que no es poco. 


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