martes, 19 de diciembre de 2023

¿Cómo estaré seguro?


Parece que nos hemos olvidado de la pandemia, pero sus efectos están presentes. Algunas personas siguen teniendo secuelas físicas, una especie de covid persistente. Lo que muchos perciben es una especie de “niebla” que envuelve todo, como si la pandemia hubiera rebajado la intensidad de la luz y nos hubiera oscurecido la vida. Después de los meses de reclusión, hay un deseo grande de viajar. Salir de casa e ir a otra ciudad o a otro país se ha convertido en el sueño de los que pueden permitírselo. Las agencias de viajes se frotan las manos. 

Estamos esperando que lleguen las vacaciones, un puente o un fin de semana. Se multiplican las reservas. Echarse a la carretera o subirse a un tren o un avión se ha convertido en signo de libertad. Pareciera que estamos escapando de algo o de alguien, quizá de nosotros mismos. Es como si, alejándonos de casa, combatiéramos los demonios de la soledad y el sinsentido que llevamos pegados a la piel. Salir, salir, salir. Ver algo nuevo. Encontrar otras personas. Respirar otro aire. Dilatar el horizonte.


En el evangelio de este 19 de diciembre, Zacarías formula una pregunta al ángel que le anuncia que va a ser padre en su ancianidad: “¿Cómo estaré seguro?”. Es parecida a la pregunta de María: “¿Cómo va a ser eso?”. También nosotros, en tiempos de volatilidad e incertidumbre, nos preguntamos una y otra vez cómo estaremos seguros. Nos cuesta fiarnos de las personas y mucho más de las promesas. En el fondo, nos cuesta fiarnos de un Dios cuya existencia nos resulta problemática. Damos por supuesto que hoy resulta más plausible -y menos arriesgado- decir que Dios no existe que confiar en su existencia amorosa. 

Leemos que algunos escriben libros para probar la existencia de Dios. En Francia hay un libro que ha incendiado la opinión pública: Dios – la ciencia – las pruebas. No creo que muchos lo hayan leído. Nos hemos vuelto perezosos. Preferimos refugiarnos en el “cómo estaré seguro” antes que adentrarnos en una nueva búsqueda que puede alterar la tranquilidad de nuestras cómodas vidas. El agnosticismo debería ser una estación transitoria en la evolución humana, pero para muchas personas se ha convertido en estación de destino. Suspender el juicio nos libra de ulteriores compromisos. Podemos vivir tranquilamente “etsi Deus non daretur” (como si Dios no existiera).


Muchos americanos, africanos y asiáticos que vienen a Europa se asombran de sus avances técnicos, de su inmenso legado histórico y artístico y de sus conquistas sociales, pero se preguntan cuál es la razón del pesimismo social, de la “niebla” que parece cubrir el horizonte. A primera vista, tendríamos todo lo necesario para ser felices, pero se ha ido diluyendo lo más imprescindible: el sentido de la vida. Les cuesta entender que un continente moldeado durante siglos por el cristianismo, cuna de grandes revoluciones culturales y sociales, no sepa bien qué es lo que conduce a la vida, dónde está el secreto de la alegría. 

Nos hemos quedado mudos como Zacarías. La mudez es el resultado de nuestro agnosticismo crónico, de nuestra falta de confianza y, por lo tanto, de nuestra incapacidad para asumir riesgos. La búsqueda obsesiva de seguridad ha dado como resultado una inseguridad enfermiza, un deseo compulsivo de viajar, de salir de nuestra cueva, de respirar otros aires. El Adviento nos ofrece algunas claves para interpretar esta situación personal y colectiva, pero necesitamos pararnos un poco, permanecer en silencio y escuchar la “música callada” que sigue sonando en nuestro interior. Las buenas noticias existen, pero hay que preparar el corazón para recibirlas.

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