domingo, 30 de septiembre de 2018

Discípulos, no fanáticos

En algunos grupos humanos (familiares, políticos, económicos, deportivos y hasta religiosos) se establece una separación neta entre “los nuestros” (o sea, la gente del propio grupo) y “ellos” o “los otros”. Conozco más de una congregación religiosa que siempre se refiere con un indisimulado orgullo a los propios miembros como “los nuestros”. En algunos lugares, la gente hace también una clara distinción entre “los del pueblo” y “los forasteros”. Los discípulos de Jesús participaban de esta común mentalidad discriminadora. Pensaban que Jesús aprobaría su actitud de rechazo a quienes invocaban su nombre sin pertenecer al grupo de seguidores, pero −una vez más− la respuesta de Jesús los deja fuera de juego. El Maestro quiere discípulos que lo sigan libremente, no fanáticos que miren por encima del hombro a los demás. Para Jesús, el estar dentro o el estar fuera no se mide por las palabras sino por los hechos. Me parece que por aquí va el mensaje central de este XXVI Domingo del Tiempo Ordinario. No puede ser más actual. La envidia, los celos y el fanatismo son enfermedades contemporáneas. Llama la atención que estos fenómenos se den también dentro de la Iglesia. No hace falta mirar muy lejos. Basta asomarse a la propia comunidad parroquial o religiosa. Como Josué en la primera lectura, toleramos mal que otros tengan sus propios dones espirituales. Los vemos como una amenaza. La respuesta del anciano Moisés es iluminadora hoy: “¿Estás celoso de mí? ¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!” (Num 11,29).

Hay sociedades muy polarizadas entre gente de derechas y de izquierdas, independentistas y unionistas, ateos y creyentes, clericales y anticlericales, taurinos y antitaurinos, nativos e inmigrantes, textiles y nudistas, veganos y omnívoros… A menudo se llega al fanatismo. Todo lo que viene de “los nuestros” es bueno, respetable y defendible. Todo lo que viene de “los otros” es malo, criticable y perseguible. Este esquema bipolar acaba con la inteligencia (porque nos impide pensar y discernir de manera objetiva) y los buenos sentimientos (porque olvida la empatía y la compasión y se deja arrastrar por el odio y la venganza). Por extraño que parezca, es, en el fondo, un fenómeno netamente mafioso. La gente de la mafia se refiere a “los suyos” como Cosa Nostra.  Nosotros y “los nuestros” nos creemos poseedores de la verdad, la bondad y la belleza y no concedemos ni siquiera unas migajas a “los otros”. Ya lo dice el dicho vulgar: “Al enemigo, ni agua”. Este fanatismo se disfraza de coherencia y de fidelidad a los principios, al grupo y a los líderes, pero, en realidad, esconde una enorme cerrazón mental y una gran inseguridad emocional. El temor a ser uno mismo y a discernir el bien del mal encuentra su refugio en la seguridad que proporcionan “los nuestros” y sus esquemas rígidos. Fidelidad no es lo mismo que rigidez. Donde hay fidelidad hay búsqueda constante de una verdad siempre mayor. 

Cuando los discípulos, por medio de Juan, informan a Jesús de que algunos que no pertenecen al grupo están echando demonios en su nombre, la respuesta de Jesús los desconcierta: “No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a favor nuestro” (Mc 9, 43). La verdad, la bondad y la belleza no son una finca privada a la que solo tienen acceso algunos privilegiados. Creemos que el Espíritu Santo ha inundado el mundo con sus dones. El verdadero discípulo de Jesús, a diferencia del fanático, tiene un sexto sentido para detectar la presencia de estos dones en cualquier persona. Lejos de enojarse, se alegra de que así sea porque la resurrección de Jesucristo y la fuerza de su Espíritu no son propiedad privada de la Iglesia, sino “patrimonio de la humanidad”.  A más fe, más apertura a todos y a todo. A más seguimiento, más flexibilidad para entender posturas y conductas diversas. A más Jesús, más empatía con quienes tienen otras experiencias de vida y profesan otras religiones o no profesan ninguna. 

En este contexto de apertura e inclusión, llaman la atención los duros reproches que la carta de Santiago, que se lee como segunda lectura, dirige a los ricos; sobre todo, a quienes han acumulado bienes a base de defraudar a los demás: “El jornal defraudado a los obreros que han cosechado vuestros campos está clamando contra vosotros” (Sant 5,4). La riqueza injusta es también una suerte de fanatismo. Hace de los bienes materiales algo que pertenece a “los nuestros”, excluyendo a quienes no tienen acceso a ellos.


sábado, 29 de septiembre de 2018

Miguel y el dragón rojo

En Roma estamos disfrutando del veranillo de san Miguel. Septiembre se despide con una temperatura agradable. La liturgia católica celebra hoy la fiesta de los Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael. Tengo varios amigos que llevan estos nombres. Aprovecho para felicitarlos desde este Rincón. Los tres son nombres que hacen referencia directa a Dios: Miguel (¿quién como Dios?), Gabriel (fortaleza de Dios) y Rafael (medicina de Dios) Los tres indican una misión en la vida. Hoy, sin saber por qué, ha cobrado fuerza el nombre de Miguel. En mi oración matinal he leído un texto del Apocalipsis en el que se dice: “Se declaró la guerra en el cielo: Miguel y sus ángeles luchaban contra el dragón; el dragón luchaba asistido de sus ángeles; pero no vencía, y perdieron su puesto en el cielo. El dragón gigante, la serpiente primitiva, llamada Diablo y Satanás, que engañaba a todo el mundo, fue arrojado a la tierra con todos sus ángeles” (Ap 12,7-9). A nosotros, hombres y mujeres de hoy, estos textos nos resultan incomprensibles, residuos de una cultura simbólica que parece no casar bien con nuestra cultura tecnológica. Leemos, pero no entendemos. Es una lástima, porque, por falta de algunas sencillas claves de interpretación, nos perdemos una enorme sabiduría que nos ayudaría mucho a afrontar la vida.

Lo que experimentamos a diario es una batalla entre nuestro deseo de hacer el bien y nuestras obras malas. Creo que nadie como Pablo de Tarso ha expresado con más vigor esta tensión que tanto han explorado también los grandes maestros de la literatura universal. Pablo no recurre a símbolos, sino que habla como podíamos hacerlo cualquiera de nosotros. En su carta a los romanos escribe: “No hago el bien que quiero, sino que practico el mal que no quiero. Pero si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo ejecuta, sino el pecado que habita en mí. Y me encuentro con esta fatalidad: que deseando hacer el bien, se me pone al alcance el mal. En mi interior me agrada la ley de Dios, en mis miembros descubro otra ley que guerrea con la ley de la razón y me hace prisionero de la ley del pecado que habita en mis miembros. ¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de esta condición mortal?” (Rm 7,19-24). ¿No es esto lo que experimentamos cuando queremos ser amables con las personas y se nos escapan juicios negativos o palabras inoportunas? ¿Por qué nos proponemos ser honrados y a la mínima ocasión barremos para casa, aunque sea recurriendo al engaño? ¿Qué nos lleva a sustituir el móvil por la oración si nos habíamos propuesto cultivar más nuestra relación con Dios? ¿Por qué somos implacables con la corrupción de los políticos y luego dejamos de pagar algunos impuestos? ¿Qué nos impulsa a escandalizarnos del hambre en el mundo y apenas miramos a los ojos al mendigo que nos pide para comer?

El “dragón rojo” del que habla el libro del Apocalipsis es el diablo, el espíritu de la mentira, el que nos seduce de tal modo que nos impide avanzar en el camino de la verdad y del bien sin que apenas nos demos cuenta. Si alguno de los lectores quiere profundizar en el tema, le recomiendo que lea las Cartas del diablo a su sobrino del escritor británico anglicano C.S. Lewis (1898-1963).  No tienen desperdicio. A la profundidad teológica unen un fino humor inglés. A veces, el diablo actúa a pecho descubierto, pero casi siempre lo hace de manera más sutil: disfrazándose de “ángel de luz” y utilizando argumentos que suenan a muy cristianos, pero que, en el fondo, esconden sutiles engaños. Estamos inundados de ellos. ¿Cuántas veces hemos escuchado eso de que lo que importa no es tanto ir a misa cuanto hacer el bien a la gente? (típico argumento diabólico para que no participemos en la eucaristía). ¿O ese otro discurso que habla de que “obras son amores y no buenas razones”? (típico argumento diabólico para no cultivar la oración). 

Pues bien, en un día como hoy, fiesta de san Miguel, el mensaje es claro. Miguel derrota al dragón rojo. Es decir, la última palabra en el combate de la vida no es el triunfo del mal, sino la victoria de Dios. Así lo describe el libro del Apocalipsis: “Ha llegado la victoria, el poder y el reinado de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo; porque ha sido expulsado el que acusaba a nuestros hermanos, el que los acusaba día y noche ante nuestro Dios. Ellos lo derrotaron con la sangre del Cordero y con su testimonio, porque despreciaron la vida y no temieron la muerte. Por eso festejadlo cielos y los que habitáis en ellos. ¡Ay de la tierra y del mar!, porque ha bajado a vosotros el Diablo, enfurecido porque sabe que le queda poco tiempo” (Ap 12,10-12). Saquemos las consecuencias. Los amigos del dragón rojo van por la vida con moral de derrotados. Los amigos de san Miguel (valga este recurso literario) saben que no hay fuerza (un partido político, un medio de comunicación, un régimen totalitario, un dictador, un sistema corrupto, una mafia organizada...) que pueda contra el poder del amor de Dios. La figura del arcángel san Miguel nos habla del carácter agónico de la vida humana, pero, sobre todo, de la victoria del Cristo resucitado sobre todas las fuerzas del mal, incluida la muerte. 

viernes, 28 de septiembre de 2018

¿Existe o no existe Dios?

He pasado toda la semana en el Centro de Espiritualidad Nuestra Señora del Corazón de Jesús, en el municipio de Cave, a menos de 70 kilómetros de Roma. Es un lugar silencioso, bello y fresco. He disfrutado del retiro anual con mi numerosa comunidad antes de empezar el curso académico en las universidades romanas. Durante estos días no he escrito las entradas del blog. Las escribí todas el fin de semana pasado y las dejé programadas para que fueran apareciendo el día correspondiente. De esta manera, he podido concentrarme en la oración. Hoy, sin embargo, reanudo la tarea con unas cuantas horas de retraso. Y lo hago con un vídeo llamativo que me ha llegado por casualidad. Recoge un comentario del famoso P. Loring, SJ, al versículo sálmico: “Dice el necio para sí: «No hay Dios.»” (Sal 52,1). Con su apasionado estilo apologético, el P. Loring considera que los ateos son estúpidos porque creen que el azar es más importante que el orden. Les parece que la creación es producto del azar y no de Alguien que ha ordenado todo. Escuchándolo, recordaba mis lecturas de El azar y la necesidad de Jacques Monod y, sobre todo, del análisis que hace ya 40 años hizo el teólogo suizo Hans Küng en su conocida obra ¿Existe Dios? Respuesta al problema de Dios en nuestro tiempo.

Para los antiguos, el orden y la belleza de la creación son una “prueba” de la existencia de Dios. Uno de los textos más conocidos lo encontramos en el libro de la Sabiduría, escrito en griego probablemente en el siglo I antes de Cristo: “Sí, eran vanos por naturaleza todos los hombres que ignoraban a Dios, y fueron incapaces de conocer al QUE ES por las cosas buenas que se ven, y no reconocieron al artífice fijándose en sus obras, sino que tuvieron por dioses al fuego, al viento, al aire leve, a las órbitas astrales, al agua impetuosa, a las lumbreras celestes, regidoras del mundo. Si fascinados por su hermosura los creyeron dioses, sepan cuánto los aventaja su Dueño, pues los creó el autor de la belleza; y si los asombró su poder y actividad, calculen cuánto más poderoso es quien los hizo; pues, partiendo de la grandeza y belleza de las criaturas, se puede reflexionar y llegar a conocer al que les dio el ser. Con todo, a éstos poco se les puede echar en cara, pues tal vez andan extraviados buscando a Dios y queriéndolo encontrar; en efecto, dan vueltas a sus obras, las exploran, y su apariencia los subyuga, porque es bello lo que ven. Pero ni siquiera éstos tienen excusa, porque si lograron saber tanto que fueron capaces de investigar el universo, ¿cómo no encontraron antes a su Dueño?” (13,1-9).

Los antiguos eran muy sensibles al orden y belleza del cosmos. A partir de ahí, ascendían al Dios origen de todo. Nosotros, los hombres y mujeres de hoy, parecemos más sensibles al desorden y a la fealdad de una naturaleza contaminada y de un mundo desequilibrado. A partir de ahí, negamos la existencia de Dios y buscamos alguna salida al infierno que nos hemos construido. La esperanza no parece ser el distintivo del hombre moderno. La cuestión de Dios siempre será un asunto debatido.  Basta asomarse a cualquier foro de internet que aborde esta cuestión para ver la diversidad de opiniones. Ya solo nos falta votar (¡Ah, esa querencia moderna por votar todo!) si Dios existe o no. En nuestro mundo moderno la verdad se ha convertido en una cuestión estadística. En este contexto polémico, ¿qué os parece el retador vídeo del anciano P. Loring? ¿Da en el clavo o desvaría? Solo una persona de 90 años (y con una excelente formación, digámoslo todo) se atreve a hablar con este desparpajo, políticamente incorrecto.


jueves, 27 de septiembre de 2018

El asunto de China

El fin de semana pasado, un lector habitual del Rincón, me hizo llegar, a través de mi cuenta de Facebook, un artículo muy crítico en relación con el reciente acuerdo entre el Vaticano y el gobierno chino para el nombramiento de obispos. Habla directamente de traición a los católicos chinos. Son palabras fuertes, no exentas de cierto fundamento. Pero creo que, para emitir un juicio objetivo, es preciso conocer bien la historia de encuentros –y, sobre todo, desencuentros– entre China y el Vaticano en los dos últimos siglos. No soy un especialista en la materia, aunque he tenido que acercarme a este asunto en diversas ocasiones. Reconozco que se me escapan muchos matices. Incluso quienes han vivido o viven en China no siempre tienen una opinión clara y tajante. Como en tantos otros asuntos de la vida, hay en juego dos valores que hay que salvaguardar: por una parte, el testimonio inestimable del sufrimiento y el martirio de tantos católicos fieles a Roma que nunca han querido plegarse al control del gobierno comunista chino en los últimos 70 años; por otra, la necesidad de encontrar una solución a la división sangrante entre la llamada Iglesia patriótica (controlada por el gobierno) y la Iglesia clandestina (reacia a toda dependencia).

Reconocer a la Iglesia patriótica y, por tanto, legitimar a los obispos válida pero ilícitamente ordenados sin el consentimiento del Papa, suena a una bofetada en las mejillas de tantos millones de católicos que, en condiciones durísimas, se han mantenido fieles a Roma y no han permitido que el gobierno chino manejase la vida de la Iglesia. Entre ellos ha habido mártires. No se puede olvidar la sangre derramada. Es, pues, comprensible que el obispo emérito de Hong Kong, Joseph Zen Ze-kiun, que siempre ha liderado la oposición de la Iglesia china al gobierno comunista, se oponga al reciente acuerdo. No conviene despreciar sus razones porque, detrás de ellas, hay mucho sufrimiento y muchas historias de fidelidad. Pero, por otra parte, de no hacer un esfuerzo de apertura, se corre el riesgo de crear dos Iglesias paralelas (la clandestina y la patriótica) y de ahondar una herida que, además de acarrear dolor, es un escándalo para la credibilidad de los discípulos de Jesús y para el fruto de la acción evangelizadora. Ambas posturas tienen su parte de verdad. Se requiere paciencia, comprensión por ambas partes y un deseo sincero de superar los enfrentamientos del pasado para construir juntos una comunidad reconciliada. Sin olvidar el pasado, la atención tiene que centrarse en el futuro común y en el desafío de la evangelización de ese inmenso país asiático.

Lo que está sucediendo en China se parece mucho a lo que sucede en otras partes del mundo. ¿Cómo sentar a la misma mesa eucarística a un cristiano perteneciente a las FARC colombianas y a un soldado del ejército nacional que han estado luchando durante años? ¿Cómo sentirse miembros de la misma comunidad de Jesús un excombatiente de la ETA vasca y el hijo de un guardia civil asesinado por la banda terrorista? ¿Hay espacio para que se den la mano un miembro del IRA irlandés y un protestante probritánico? Cada vez que tenemos que afrontar procesos de reconciliación nos enfrentamos al mismo desafío: no olvidar el sufrimiento de las víctimas y los crímenes de los victimarios (la famosa memoria histórica) y, al mismo tiempo, crear una realidad nueva que no sea un simple ajuste de cuentas con el pasado, sino un compromiso sincero con la verdad y la justicia. Los cristianos creemos que estos procesos no son el simple resultado de análisis y revisiones, sumas y restas, culpas y resentimientos, sentencias y condenas, sino un fruto del Espíritu que toma lo mejor de cada ser humano y lo potencia para construir algo nuevo. Por eso, es necesario investigar, dialogar, firmar acuerdos y compromisos, pero es más necesario aún impetrar con humildad una gracia que supera todo esfuerzo humano y que nos desborda a todos. El pecado del odio es tan grande que no hay ser humano que pueda derrotarlo a base de puños, buena voluntad y acuerdos firmados. Se requiere la energía de la gracia, una nueva creación. Solo el amor es capaz de esto. Por aquí va lo esencial del mensaje que el papa Francisco ha dirigido a los católicos chinos y a toda la Iglesia con motivo del acuerdo provic¡sional firmado con el gobierno de la China. Conviene leerlo con calma.

miércoles, 26 de septiembre de 2018

Las lenguas de gato

Últimamente me ha dado por regalar lenguas de gato. En realidad, su nombre comercial es “lenguas de mantequilla”, pero ya se sabe que de nominibus non est quaestio.  Se trata de unas deliciosas galletas muy finas que se disuelven en la lengua como si fueran mantequilla, dejando un regusto a hogar y tiempos añejos. Suelen venir en pequeñas cajas de unas treinta unidades cada una. Podría añadir la marca, pero no creo que este blog sea el lugar adecuado para hacer publicidad. Hasta ahora, todas las personas a las que les he regalado una caja o que, por diversas razones, han probado estas lenguas, se han hecho lenguas –nunca mejor dicho– de este producto artesanal. Se trata, en realidad, de una confección sencilla, pero muy gustosa. Según la etiqueta, los ingredientes son: mantequilla pura de vaca, harina de trigo, azúcar y huevos. Me ahorro las referencias al valor energético y a otros pormenores nutricionales. Destaco el poder que estas lenguas de gato –o de mantequilla– tienen para crear un buen ambiente, favorecer la conversación y, en definitiva, establecer lazos.

Necesitamos conversar más. Muchas personas viven aisladas. No tienen con quien compartir los accidentes y gozos del camino. Un mensaje de guasap (¿o era WhatsApp?) o una vídeoconferencia son útiles, pero no pueden sustituir la fuerza de una conversación presencial. Sirven para intercambios funcionales, pero no mucho para encuentros personales. La presencia física forma parte del milagro del encuentro. No somos hologramas que se cruzan, sino cuerpos humanizados que se encuentran e interactúan. Y aquí, justo aquí, entran en juego las lenguas de gato. A veces, se necesita una mediación, una excusa, que justifique el encuentro. Tomar una cerveza, saborear un café... o degustar unas lenguas de gato son acciones que constituyen la puerta de entrada hacia esa recámara en la que dos o más personas se reconocen como sujetos, superan la barrera de la mera cortesía y se adentran en el territorio de la intimidad. La ventaja de las lenguas de gato sobre los otros productos es su poder para evocar estampas familiares, fuego de hogar, suavidad y firmeza, pasado y futuro. ¡Lástima que su contenido calórico sea un poco elevado, pero no todo es perfecto en esta vida!

En algunas culturas es frecuente intercambiarse regalos; en otras, se ve como una actividad sospechosa. Las personas piensan que, tras un regalo, hay siempre una secreta intención. Yo creo en la importancia de los detalles. Son los sacramentos de la vida cotidiana. Igual que la gracia de Dios en las celebraciones sacramentales no actúa en vacío, sino mediada por realidades tangibles (agua, pan, vino, aceite…), de igual modo, en la sacramentalidad de la vida diaria, necesitamos apoyos que nos permitan trascender la materia para llegar al fondo. Un pequeño regalo (una flor, un poema, un cirio, una canción, una crucecita de madera, un pequeño icono, un pastel… unas lenguas de gato) constituye ese apoyo que necesitamos para ir más lejos. En la amistad, los detalles son importantes. Es verdad que el primer regalo que hacemos a los demás somos nosotros mismos, pero eso necesita ser expresado con algunos sacramentos, signos visibles de un amor invisible. Los amigos que nunca se regalan nada acaban vaciando su relación. Reconozco que en este terreno de los detalles las mujeres suelen tener una sensibilidad de la que carecemos los hombres. Pero nunca es tarde para aprender. En los últimos meses, mis profesoras particulares han sido las lenguas de gato, pero reconozco que no he hecho más que empezar. Me quedan varias cajas para lograr el aprobado. No desfallezco, el curso es largo.

martes, 25 de septiembre de 2018

De quemados a encendidos

Hace unas semanas salía el último número de la revista española CONFER en el que aparece un artículo mío titulado “De quemados a encendidos”. En él abordo un problema que afecta a muchos religiosos y sacerdotes, pero también a numerosos laicos: el desgaste personal provocado por la sobrecarga de trabajo y, sobre todo, por la pérdida de motivaciones para afrontar la vida. En algunos casos, este desgaste puede conducir al suicidio. No voy a reproducir aquí el contenido del artículo, ni siquiera a resumirlo, pero sí quiero detenerme en alguno de sus puntos. En mi vida relacional y pastoral encuentro un número significativo de personas que, con estas o parecidas palabras, me dicen: “Estoy quemado, no aguanto más”. No es lo mismo decir “Estoy cansado” que “Estoy quemado”. En el primer caso, uno se encuentra debilitado por haber consumido mucha energía en algún ejercicio físico o mental. Esto sucede normalmente en el desarrollo de nuestras responsabilidades. Cansarse es algo normal en el caso de las personas trabajadoras. Del cansancio nos recuperamos descansando. Una actividad placentera, un poco de ejercicio físico diario, una sana alimentación y un sueño reparador suelen ser suficientes para recuperar el tono vital. A esto podemos añadir de vez en cuando algunos periodos vacacionales.

Pero, ¿qué hacer cuando uno está “quemado”? Aquí no se trata solo de una pérdida de energías físicas o psíquicas (recuperables mediante el descanso), sino de una pérdida de motivaciones. Cuando esto sucede, sirve de muy poco tumbarse en el sofá o tomarse unas vacaciones. El problema es más radical, afecta a las razones por las cuales vivimos, nos relacionamos, trabajamos y, en definitiva, afrontamos la vida. La experiencia de “estar quemado” es a menudo la antesala de la depresión. Los especialistas dicen que este síndrome afecta, de manera especial, a las personas que tienen que cuidar a otras (médicos, enfermeros, personal de emergencias, cuidadores domésticos), a quienes trabajan en el campo de la educación (profesores, maestros, personal auxiliar) y, en general, a los profesionales de la ayuda (sacerdotes, trabajadores sociales, bomberos, etc.). Pero me he encontrado también a personas “quemadas” en otros grupos sociales. Se aducen muchas razones: un trabajo desagradable o poco valorado, compañeros insolidarios, jefes incompetentes y déspotas, horarios inhumanos, escasa remuneración, falta de alicientes. Y, en muchos casos, algunos se queman porque, después de mucho tiempo, no acaban de encontrar un trabajo digno y tienen que conformarse con empleos precarios o quedarse en el paro.

¿Cómo se puede pasar de la situación de “quemados” a la de “encendidos”? En ambas aludimos al fuego como metáfora, pero se trata de dos fuegos diferentes. Hay un fuego que quema, reduciendo la vida a cenizas; y hay otro que enciende, haciendo de ella una llama luminosa y cálida. Para pasar de uno a otro, hace muchos años que encontré pistas muy concretas en el itinerario que Jesús sigue con los discípulos de Emaús. Se puede aplicar a las situaciones de desgaste. Cada uno de nosotros somos ese compañero anónimo de Cleofás que huye de Jerusalén para refugiarse en Emaús. El relato del evangelio de Lucas (cf. 24,13-35) está construido dinámicamente como un lento viaje de bajada (de la ciudad de Jerusalén a la aldea de Emaús), seguido por un rápido camino de subida (de Emaús a Jerusalén). La bajada simboliza la experiencia de sentirse decepcionados y quemados. La subida, por el contrario, alude a la recuperación del sentido comunitario y misionero, del fuego de la vocación. Lo que sucede a lo largo del camino se puede articular en cuatro etapas, que señalan el proceso terapéutico del discípulo quemado que llega a convertirse en discípulo encendido.

La primera etapa consiste en hablar, en sacar toda la negatividad acumulada en respuesta a la pregunta de Jesús: “¿Qué conversación lleváis por el camino?”. Nosotros hablamos y él escucha. Es muy importante verbalizar lo que nos pasa, poner nombre a nuestras decepciones. Luego se cambian los papeles (segunda etapa) Nosotros escuchamos mientras él nos ofrece las claves de interpretación a partir de la Palabra de Dios: “¿No ardía nuestro corazón cuando nos explicaba las Escrituras por el camino?”. No basta desahogarse; necesitamos encontrar claves para saber por qué nos hemos quemado y cuál es el significado existencial de esa experiencia. 

La tercera etapa obedece a un deseo (“Quédate con nosotros porque el día ya va de caída”), al que sigue una experiencia de reconocimiento del Resucitado en la celebración de la Eucaristía (“Lo reconocieron al partir el pan”). La persona quemada no puede abandonarse a las decisiones de los demás. Tiene que expresar, siquiera mínimamente, su deseo de salir del pozo. Iluminados por la Palabra y confortados por la Eucaristía, los dos discípulos regresan a la comunidad de Jerusalén (cuarta etapa), acogen su mensaje (“Verdaderamente ha resucitado el Señor”) y comparten su experiencia por el camino. Regresar al grupo humano del que nos hemos alejado es esencial para reconstruir el tejido de nuestra vida personal y social. Antes de compartir con él lo que nos ha pasado por el camino, necesitamos aceptar lo que el grupo tiene que decirnos, los valores que lo sustentan y que, en el fondo, son los nuestros. Solo entonces la persona quemada experimenta que ha superado la prueba. La vuelta a la normalidad de la vida cotidiana es el signo más visible. No estamos llamados a estar quemados sino a ser luz.

lunes, 24 de septiembre de 2018

La alegría de ser padre

El sábado recibí un guasap (¿o era WhatsApp?) en el que un joven amigo mío me comunicaba que iba a ser padre de un niño dentro de cinco meses. A la noticia la calificaba de “formidable” al principio y de “estupenda” al final. La primera acepción de “formidable” registrada por el Diccionario de la RAE es “muy temible y que infunde asombro y miedo”. Por eso, es un adjetivo que solemos aplicar a las tormentas. Dudo mucho de que mi amigo quisiera darle este sentido. El término “estupendo” significa “admirable, asombroso, pasmoso” y también “muy bueno”. Combinando ambos adjetivos –formidable y estupendo– saco la conclusión de que mi amigo acoge la noticia de su próxima paternidad con asombro, admiración, alegría y un poco de pasmo. Por si hubiera alguna duda, añade: “La paternidad se me plantea como una nueva aventura vital. Espero estar a la altura”.  Por una parte, el hecho de ser padre es algo que uno decide, el fruto de una opción libre y compartida. No se trata de un accidente o de un error, aunque pueda haber casos en los cuales se vive así. Pero, por otra, toda paternidad es una realidad sobrevenida que excede con mucho los límites de cualquier ser humano. Es mucho más que un proceso bioquímico o psicológico. Uno nunca sabe ser padre a cabalidad. Padre, lo que se dice padre, solo hay uno. Jesús nos lo advirtió: No llaméis a nadie padre vuestro en la tierra, porque uno es vuestro Padre que está en los cielos (Mt 23,9). Por eso, entiendo muy bien cuando mi amigo escribe que espera estar a la altura. En el fondo, toda paternidad es un acto creador que prolonga la creación y paternidad de Dios.

Recuerdo que hace años, otro amigo, a quien había casado unos meses antes, me confesó que, cuando sostuvo en sus manos a su primer hijo recién nacido, pensó: Este hijo es mío, pero es mucho más que mío. En cierto sentido, no me pertenece, me ha sido regalado. Toda paternidad nos eleva a una dimensión trascendente. Me vienen a la mente los versos de un himno litúrgico: “Y tú te regocijas, oh Dios, y Tú prolongas / en sus pequeñas manos tus manos poderosas. / Y estáis de cuerpo entero los dos así creando, / los dos así velando por las cosas”. Ese “estar de cuerpo entero los dos así creando” es una bellísima metáfora de la co-creación que supone toda paternidad –y maternidad– humana.

Sé que hoy no es nada fácil ser padre. Hay parejas jóvenes a las que les aterra traer un hijo a este mundo. Por una parte, les parece una responsabilidad superlativa; por otra, temen insertarlos en una sociedad que camina hacia la autodestrucción. Entiendo ambos temores, pero me parecen exagerados. Es evidente que ser padres significa hacerse cargo de los hijos y que esto exige cariño, cuidado, tiempo y recursos económicos. Hay que saber responder, “estar a la altura” de la misión recibida, como decía mi amigo. Es probable que no todos los hombres y mujeres estén llamados a ejercer la paternidad y la maternidad. Se requiere un mínimo de consciencia y responsabilidad. Pero también es verdad que esta “aventura vital” saca de las personas lo mejor de sí mismas, les hace descubrir valores y capacidades latentes. He conocido algunos casos de padres jóvenes que han madurado mucho al tener que asumir el cuidado de sus hijos. Han vivido un verdadero proceso de transformación, por más que nunca sea aconsejable tener hijos solo para resolver problemas de inmadurez personal, como si los hijos fueran una especie de mini-terapeutas de sus progenitores. Ser padres no es, pues, una misión imposible, aunque hoy las circunstancias (trabajo extradoméstico de ambos progenitores, aislamiento familiar, necesidades sobrevenidas) compliquen bastante su ejercicio. Con esfuerzo, buena organización, algunas ayudas externas (familiares y sociales) y, sobre todo, mucho amor y buen humor, es posible salir adelante. Lo testimonian millones de familias en todo el mundo.

Respecto del futuro del mundo, es mejor no hacer predicciones. No sabemos lo que va a dar de sí este siglo XXI. El XX comenzó con el optimismo de la belle époque y, en poco tiempo, generó dos terribles guerras mundiales, crueles regímenes dictatoriales y un sinfín de problemas. El XXI comenzó con la masacre del 11-S, pero puede alumbrar mejoras que ni siquiera imaginamos. No hay edades doradas. Cada tiempo tiene desafíos, posibilidades y limitaciones. Tenemos que prepararnos para vivir el nuestro y adiestrar a los hijos para que vivan el suyo. Tampoco ésta es una misión imposible, por más que a veces se tiña de negro pesimismo. Hay que creer en la fuerza de la vida o, por decirlo en términos creyentes, en el Espíritu de Dios que va guiando la historia, llevándola a su plenitud. En principio, cualquier tiempo futuro será mejor.  Desde esta confianza, felicito a mi joven amigo, que será padre por primera vez en el mes de febrero, a otros amigos que serán padres por cuarta vez dentro de unos días y a cuantos viven con gratitud, alegría y responsabilidad la misión de ser padres y madres; es decir, de prolongar la paternidad y maternidad de Dios en nuestro mundo. De su manera de ejercerla dependerá, en buena medida, que nuestro mundo sea un poco mejor.

domingo, 23 de septiembre de 2018

El paradigma del niño

Cada época tiene sus modelos de hombre o mujer “realizados”. Ha habido gustos para todo: desde el guerrero hasta el monje, pasando por el burgués, el político, el aventurero, el científico, el artista o el deportista de élite. Incluso, en algunos tiempos y lugares, el torero y el misionero se presentaban como modelos de valor y entrega. No sé cuáles son los modelos de los jóvenes de hoy. Intuyo que muchos admiran a los grandes astros del deporte y la música o a genios como Steve Jobs, Bill Gates o Stephen Hawking. No faltarán quienes se inclinen por los actores de moda o incluso por algún político de raza. En el Evangelio de este XXV Domingo del Tiempo Ordinario Jesús se sale de lo trillado y pone como modelo de vida a un niño; es decir, a un ser que no cuenta. Pero antes, ha hecho el segundo de los tres anuncios de la pasión narrados por el Evangelio de Marcos. Los discípulos siguen sin entender algo tan absurdo como la entrega a la muerte, pero ya no se atreven a hacer preguntas y mucho menos a recriminarlo, como hizo Pedro en el Evangelio del domingo pasado. Se resignan a lo incomprensible. 

Mientras, por el camino, los discípulos se enzarzan en una discusión acerca de quién era el más importante. Se ve que este tipo de disputas son intemporales. También hoy abundan las intrigas para ocupar los primeros puestos en la sociedad y en la Iglesia. Jesús, sentado como un rabino, los convoca y les da una lección que ya no olvidarán jamás: “El que quiera ser el primero, que se haga el último y el servidor de todos” (Mc 9,35). En la comunidad cristiana, el único honor es el del servicio. Todos los demás pueden pasar de moda; el servicio se mantiene siempre en pie. El título más hermoso del Papa de Roma que, por cierto, este fin de semana visita los países bálticos− es el de “servus servorum Dei” (siervo de los siervos de Dios). Por si la lección no nos ha quedado clara a los discípulos de todos los tiempos, Jesús pone un ejemplo inequívoco: “Quien reciba a uno de estos niños en mi nombre, a mí me recibe” (Mc 9,36). En tiempos de Jesús y no digamos hoy los niños eran amados, significaban una bendición de Dios. Pero digámoslo también los niños no contaban nada desde un punto de vista legal. Incluso se los consideraba impuros porque transgredían los preceptos de la ley. Es decir, no tenían ninguna relevancia en la sociedad. Ponerlos como modelos significa hacer de la persona débil y necesitada el centro de nuestra preocupación. Para las madres no suele ser ningún problema, porque ésta es siempre su actitud: proteger al hijo más débil. Pero en la vida social y eclesial solemos ensalzar a los más fuertes y arrimarnos a los que destacan.

Una vez más, la fe en Jesús nos obliga a ir a contracorriente. Llega un momento en el que los cristianos nos preguntamos si seguimos siendo ciudadanos de este mundo o pertenecemos a otra galaxia. Da la impresión de que defendemos todo lo contrario de lo que la sociedad considera apetecible. Cuando la mayoría quiere escalar puestos en el escalafón social y sobresalir, Jesús nos pide que aprendamos a bajar peldaños y a ponernos en el lugar de los más pequeños. Cuando todo el mundo quiere ganar, Jesús nos invita a servir. Cuando soñamos con cenar con Penélope Cruz, Cristiano Ronaldo, Bill Gates o Monica Bellucci, Jesús nos empuja a recibir a los que no pintan nada, a proteger a los más débiles y a tener en nuestra lista de amigos a algunas personas socialmente indeseables. ¿Cuánto tiempo tardamos en aprender esta extraña lección? Los santos −como san Pio de Pietrelcina, cuyo 50 aniversario de la muerte celebramos hoy− la han hecho suya; los demás vamos dando pasos como podemos, a veces con más retrocesos que avances. Quizá tengamos que estar más cerca de los niños para que nos enseñen cómo hacer.



sábado, 22 de septiembre de 2018

Bajar a lo concreto

Cada día escribo sobre lo que me pide paso. No tengo un plan previsto. A veces, las entradas  del Rincón de Gundisalvus conectan con lo que viven muchos lectores; otras veces apuntan en direcciones opuestas. Hablando con unos y con otros, caigo en la cuenta de que son pocos quienes disfrutan con planteamientos de fondo. Se imponen los asuntos concretos. Ayer, un profesor que trabaja con gitanos dejó un par de comentarios en este blog aludiendo a las dificultades para lograr una plena integración de las minorías (étnicas, religiosas, etc.)  en los colegios españoles. Otro amigo mío anda preocupado por la elevada cuota que tienen que pagar los trabajadores autónomos. Un joven ejecutivo baraja la posibilidad de abandonar la empresa en la que lleva tres años y aceptar la propuesta de otra nueva, aunque esto le suponga cambiar de país. Son varios conocidos los que están preocupados porque no encuentran una solución satisfactoria para la atención de sus padres ancianos. Una amiga médica, al no lograr la convalidación de su título en un país latinoamericano, se está planteando volver a casa o iniciar una nueva aventura en otro país. Hoy espero a alguien que va a hablarme de la crisis vocacional que está viviendo. La vida se nos va en cosas muy concretas, muy a ras de suelo. Tienen que ver con la salud, el trabajo, la economía, las relaciones, etc.

¿Cómo equilibrar lo urgente y lo importante? A veces coinciden, pero muy a menudo discurren por cauces distintos. Lo urgente nos atrapa: una factura que hay que pagar, la declaración de la renta, el colegio de los niños, la entrevista con el tutor, la reparación de una tubería, un artículo que hay que entregar, una operación pendiente, la firma de un documento… La vida se teje de pequeñas cosas que, en realidad, son las que más requieren nuestra atención. Cuando estamos atrapados por ellas, si alguien viene hablándonos de las injusticias en el mundo, del cambio climático o de lo que Dios nos pide, podemos mandarlo a la calle con cajas destempladas. Todos estos asuntos nos parecen propios de personas ociosas que tienen la vida resuelta y disponen de tiempo para ocuparse del sexo de los ángeles. La vida real, la de cada día, tiene que bregar con historias más prosaicas, pero infinitamente más tangibles: desde el aumento del recibo de la luz y la gasolina hasta las listas de espera en la sanidad, pasando por los problemas con la asociación de vecinos o con la propia suegra.

Jesús fue un experto en las cosas concretas. Sus parábolas parten siempre de lo que la gente de su tiempo vivía. Eran historias que reflejaban las preocupaciones de sus paisanos. Por eso, todo el mundo las entendía a la primera.  Pero él no se limitaba a entretener al personal a base de cuentos inocentes. Cada historia contenía dinamita, proyectaba un hecho diminuto a una dimensión trascendente. Jesús tenía la capacidad de hablar del misterio de Dios a partir de la levadura que una mujer introduce en la masa de pan o de la semilla que un campesino arroja en la tierra. No se trata de pasar por encima de los hechos de la vida cotidiana, sino de aprender a trascenderlos, a leer lo que significan. Muchas personas están tan atrapadas en lo que viven que han perdido la capacidad de ir un poco más allá. Corremos el riesgo de volvernos in-trascendentes. Está bien preocuparse por la cuota de los autónomos o el colegio de los hijos, pero ¿qué significa eso?, ¿adónde apunta?, ¿de qué manera nos ayuda a ser mejores? Bajar a lo concreto es lo propio de personas que se manchan las manos en las responsabilidades cotidianas. Trascender lo concreto es lo propio de personas que han aprendido a vivir en profundidad. Ambas dimensiones son necesarias para una vida equilibrada.

viernes, 21 de septiembre de 2018

El dedo de Jesús

En la primera entrevista que el jesuita Antonio Spadaro, director de La Civiltà Cattolica, le hizo al papa Francisco, en agosto de 2013,  el Papa confiesa que uno de sus cuadros favoritos es La vocación de san Mateo de Caravaggio (1571-1610), un pintor temperamental y conflictivo, periférico, por usar uno de los calificativos empleados a menudo por Francisco. De hecho, a Caravaggio le gustaba escoger como modelos para sus cuadros a prostitutas, chicos de la calle o mendigos. Le parecían más auténticos que los modelos profesionales de las familias acomodadas. Él mismo llevó una vida spericolata. Admirado y perseguido, murió en la plenitud de su vida artística. 

En la entrevista, el Papa le cuenta a Spadaro que “cuando venía a Roma vivía siempre en Vía della Scrofa. Desde allí me acercaba con frecuencia a visitar la iglesia de San Luis de los Franceses y a contemplar el cuadro de la vocación de san Mateo de Caravaggio”. De ese cuadro destaca el dedo de Jesús: “Ese dedo de Jesús, apuntando así… a Mateo. Así estoy yo. Así me siento. Como Mateo”. Pero se reconoce, sobre todo, en la figura del recaudador de impuestos llamado a seguir al Maestro: “Me impresiona el gesto de Mateo. Se aferra a su dinero, como diciendo: ¡No, no a mí! No, ¡este dinero es mío! Esto es lo que yo soy: un pecador al que el Señor ha dirigido su mirada… Y esto es lo que dije cuando me preguntaron si aceptaba la elección de Pontífice”.

Recuerdo estas palabras porque hoy, 21 de septiembre, celebramos la fiesta de san Mateo y porque en los últimos días los periódicos han escrito sobre recientes investigaciones en torno a la muerte de Caravaggio, acaecida cuando el artista milanés contaba solo 38 años. Yo he visitado muchas veces la iglesia romana de san Luis de los Franceses, contigua al Palazzo Madama, sede del Senado italiano. Caminando por la nave izquierda, uno llega hasta la Capilla Contarelli. Allí se encuentran tres telas de Caravaggio; una de ellas es el célebre cuadro La vocación de san Mateo que tanto le gusta al papa Francisco. Se inspira en un versículo del Evangelio de Mateo: “Jesús vio un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le dijo: «Sígueme», y Mateo se levantó y le siguió” (Mt 9,9). Me ahorro las explicaciones técnicas. El cuadro está dividido en dos mitades: la superior está dominada por la ventana llena de luz; en la inferior, sentados en torno a una mesa, se observan cinco hombres vestidos anacrónicamente a la usanza del siglo XVI. A la derecha del cuadro, de pie, se yerguen las figuras de Jesús y de Pedro, ambos con túnicas intemporales, señalando con la mano derecha al joven Mateo. Uno puede pasarse mucho tiempo escrutando los detalles y gozando de los célebres contrastes entre luz y tinieblas que tanto le gustan a Caravaggio, pero lo importante no es mirar desde fuera, sino meterse dentro. El cuadro no es una crónica, sino una provocación.

Me llama la atención la mano de Jesús. Parece suspendida en el aire. No señala con la vehemencia con que lo hace uno de los personajes sentados. Más que señalar, atrae hacia sí. El de Jesús no es un dedo acusador, sino indicador. Ese dedo apunta a cada uno de nosotros. En la monotonía de nuestra vida cotidiana podemos sentir que se abre una ventana y que por ella entra la luz de Jesús. Podemos incluso ver su mano extendida y hasta escuchar su voz: “Sí, te llamo a ti. No me importa lo que hayas hecho en el pasado o lo que estés haciendo ahora. No he venido a juzgarte sino a llamarte. Solo quiero que te vengas conmigo”. Cuando un ser humano escucha esta voz y observa ese dedo empieza una batalla interior. Por una parte, como Mateo, experimenta el atractivo casi irresistible de Jesús; por otra, recuenta su dinero con las manos. Hay una tensión entre la vida vieja (sombría, pero segura) y la vida nueva (luminosa, pero incierta). Levantarse de la mesa y seguirle significa iniciar un camino para el que no existe mapa. Todo se basa en la confianza. ¿Habrá hoy personas que se atrevan a dar el paso? ¿Estará el dedo de Jesús señalándome a mí?


jueves, 20 de septiembre de 2018

El compás de la vida

Después de cuatro meses por tierras de Sri Lanka, India, Brasil y España, he regresado a Roma. Si no hay contratiempos, pasaré varias semanas en mi comunidad para que no se me olvide que pertenezco a ella y pueda digerir las muchas experiencias vividas durante los últimos 120 días. Quienes nos movemos mucho estamos deseando volver a casa. Quienes permanecen siempre en el mismo lugar sueñan con hacer algún viaje. En ambos casos, con intensidades diversas, expresamos la dinámica de la vida humana. Necesitamos un centro sobre el que fundamentar lo que somos. Necesitamos igualmente movernos, expandirnos, para entrar en relación con otras realidades y enriquecernos mutuamente. San Antonio María Claret se sirvió en varias ocasiones de la imagen del compás para expresar esta combinación. En los propósitos que siguieron a los ejercicios espirituales de 1865, escribió lacónicamente: “Símil del compás. Una punta está fija en el punto y la otra describe el círculo, símbolo de la perfección”. Al año siguiente, en 1866, explicitó un poco más la comparación: “Me figuraré que mi alma y mi cuerpo son como las dos puntas de un compás, y que mi alma, como una punta, está fija en Jesús, que es mi centro, y que mi cuerpo, como la otra punta del compás, está describiendo el círculo de mis atribuciones y obligaciones con toda perfección, ya que el círculo es símbolo de la perfección en la tierra y de la eternidad en el cielo”.

Creo que desde las clases de dibujo en mis años de bachillerato no he vuelto a usar regularmente un compás. Es un instrumento que parece de otra época. Pero me gusta la aplicación que Claret hace a la dinámica de la vida espiritual. Ilumina lo que hoy vivimos. ¿Qué pasa cuando uno quiere dibujar un círculo a mano alzada? ¡Que el resultado suele ser una figura que se parece más a un huevo ovalado que a un verdadero círculo! Para trazar un círculo perfecto se necesita un compás o, al menos, un punto de anclaje en la superficie sobre la que deslizamos el lápiz o el bolígrafo. La técnica del compás consiste en fijar una punta y hacer que la otra gire sobre un eje. El resultado es siempre un círculo perfecto, más o menos grande según la punta móvil se acerque o se aleje del centro. El círculo es -como señalaba Claret- un símbolo de perfección. De hecho, cuando una cosa nos sale bien, solemos decir: “Me ha quedado redonda”. Redondear algo (un discurso, una obra artística) significa acabar bien un trabajo, rematarlo a cabalidad.

Me parece que muchos de los problemas que hoy tenemos de dispersión, confusión y nerviosismo se deben a que queremos dibujar el círculo de nuestra vida a mano alzada, a tientas, sin fijar una punta del compás de nuestra existencia en un centro estable. Nos parece que podemos movernos con libertad. Cualquier referencia objetiva la juzgamos una atadura intolerable, algo que entorpece nuestra espontaneidad. La modernidad europea ha considerado que, sin las ataduras de la fe en Dios, la sociedad podría alcanzar la plena realización de los ideales humanos. El resultado de esta desvinculación del centro no está siendo una vida plena, sino en muchos casos un garabato que a duras penas expresa algo con sentido y que nos hace naufragar en un mar de contradicciones. Los educadores expertos suelen decir que, si los padres no ofrecen valores objetivos a sus hijos y les fijan algunos límites insuperables, los hijos no maduran, sino que se convierten en pequeños dictadores crueles y caprichosos. No hay círculo perfecto sin una punta del compás fija en el centro y sin la otra girando libremente.

Creo que si mi vida misionera (abierta a tantas personas, lugares y experiencias) no naufraga en el mar de la dispersión es porque mi centro es Dios mismo. O eso es lo que quiero. Por decirlo con palabras del apóstol Pablo, en Él “vivo, me muevo y existo” (cf. Hch 17,28). Porque soy del Señor, soy también señor de mi propia vida. Lutero jugaba con una expresión latina que condensa en solo cinco palabras esta dinámica de pertenencia y libertad: Domini sumus, ergo domini sumus. Es decir, “somos del Señor, luego somos señores”. Ser del Señor significa que una punta del compás de nuestra vida está fuertemente anclada en Él, que sabemos de dónde venimos, a quién pertenecemos, quién nos sostiene.  Ser señores significa que la otra punta se puede mover libremente en el ejercicio de nuestra autonomía humana. No hay contradicción entre pertenencia y libertad. Ambas se necesitan y se complementan. Cuanto más sabemos a quién pertenecemos, dónde está nuestro centro y fundamento, más libres podemos ser. El resultado de esta interacción es un círculo perfecto, una vida con sentido. Sin el anclaje en Dios, lo que sale suele ser un garabato feo e insignificante. Todo depende, pues, de nuestra decisión de dibujar el círculo de nuestra vida a mano alzada o con el compás que el Espíritu nos regala.