jueves, 6 de septiembre de 2018

Apología de las personas buenas

Me sorprendo de la cantidad de gente buena que encuentro a mi alrededor. Sé que hay personas que hacen el mal –incluso he padecido en carne propia sus consecuencias– pero estoy convencido de que no tendrán la última palabra. Prefiero prestar atención a quienes hacen la vida más agradable a los demás con su bonhomía, su sonrisa y su capacidad de servicio. Estar junto a una persona tóxica (quejica, criticona, alcahueta, pesimista y envidiosa) nos amarga la vida. Saca de nosotros lo peor y pone a prueba nuestra paciencia. Yo en estas circunstancias me vuelvo hasta descortés. Suelo cortar por lo sano. Pero, gracias a Dios, abundan más las personas buenas. Algunas parecen serlo “de fábrica”, como si hubieran nacido con un natural feliz, casi inmunes al pecado original. Otras son buenas a base de vencer cada día sus inclinaciones egoístas, haciendo un esfuerzo por no dejarse llevar por su carácter brusco o por su tendencia a la melancolía. Su sola presencia alegra la vida, pone color en las zonas grises, aumenta la esperanza. He encontrado personas buenas en algunas tiendas y oficinas. Su manera de tratar a los clientes (incluso a los pesados) es ejemplar. No pierden la calma, son corteses y procuran facilitar las cosas. Las he encontrado también entre mis amigos, tanto jóvenes como mayores, personas que saben dejar a un lado sus problemas personales para ponerse a disposición de los demás. Y, por supuesto, las encuentro a diario en mi numerosa comunidad romana. Podría poner muchos ejemplos de amabilidad, comprensión y ayuda. 

Lo que más me desconcierta a veces es las trabas que ponemos a las personas buenas para que sigan siendo buenas. A veces se trata de actitudes envidiosas. Hay hombres y mujeres que no toleran que haya personas mejores que ellos. Tienden siempre a minimizar sus cualidades o a desprestigiar su fama. Les parece que, rebajando a los demás, crecen ellos algunos centímetros en su autoestima. Hay otros que, bajo capa de inteligencia y astucia, tildan a las personas buenas de ingenuas y hasta de tontas. Pareciera que solo ellos se dan cuenta de la auténtica realidad de las cosas. A sus ojos, los buenos van por la vida como sonámbulos. Y hay también ciertos literatos, intelectuales, periodistas y artistas que siguen dando la murga con la muletilla de que “el bien no vende”; por eso, todas sus obras parecen una exploración sin escafandra de las cloacas humanas. Se recrean en las actitudes de odio, celos y venganza. Describen pasiones, mentiras y crímenes. Dibujan un mundo compuesto por traidores y sofistas. Al final, ellos mismos huelen que apestan. Se hacen famosos, ganan dinero, pero no transforman nada. Es como si no soportáramos el bálsamo de la bondad, como si la identificáramos con una actitud blanda y servil, cuando la bondad –junto con la verdad y la belleza– son las cimas de la realidad y, por tanto, de Dios mismo. 

Quizás en alguna etapa de mi vida me gustó la gente irónica y suavemente cínica. Ahora me cansa. Es verdad que a veces se trata de gente con chispa, pero prefiero la gente con un corazón bueno. Los primeros ponen sal y pimienta en la vida. No está mal. Los segundos nos dan el pan que nos permite vivir. Son necesarios. Sin personas irónicas y cínicas podemos apañarnos. Sin personas buenas no sobreviviríamos ni un solo día. No estoy hablando de los buenos famosos, sino de los buenos anónimos, de las personas de la puerta de al lado. Estoy hablando de la gente que siempre nos saluda con amabilidad y se interesa por nuestras cosas, de la gente que nos presta un objeto o nos lleva en su coche, de la gente que nos visita cuando estamos enfermos, de la gente que nos invita a comer a su casa o nos llama por teléfono, de la gente que no tiene prisa cuando tiene que escuchar, de la gente que alaba nuestras cualidades y silencia nuestros defectos, de la gente que nos invita a colaborar en algo, de la gente que se ofrece para lo que necesitemos, de la gente, en fin, que cree en la fuerza de la vida. A veces se cansan, tienen ganas de tirar la toalla, no siempre encuentran el justo reconocimiento, pero, al final, siempre están ahí. Representan lo mejor de la humanidad. Hay un ejercicio que es útil para identificar a estas personas. Basta hacerse una pregunta. Si me viera en un apuro (económico, afectivo, laboral, etc.), ¿a quién llamaría en primer lugar? ¿Con qué persona(s) puedo contar incondicionalmente las 24 horas del día y de la noche? Si la lista es larga, somos afortunados. Estamos rodeados de personas buenas. Si es muy corta o no nos viene ningún nombre a la cabeza, tenemos que preguntarnos dónde estamos situados, cómo somos o qué hemos hecho para no disfrutar del regalo inmerecido de la bondad.

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