domingo, 31 de diciembre de 2023

Gracias por la familia


El último día del año 2023 coincide con la fiesta de la Sagrada Familia. Es probable que la fuerza de la Nochevieja opaque el significado de esta fiesta navideña. Por otra parte, los medios de comunicación se dedican a hacer balances del año que termina. Cada uno selecciona aquellos acontecimientos que considera más relevantes. No creo que muchos hablen hoy de la familia. Los intereses van en otra dirección. 

Con el paso de los años, cada vez me convenzo más de que buena parte de lo que somos, para bien y para mal, depende de nuestra experiencia familiar. Jesús pasó la mayor parte de su vida con su familia. Sin embargo, apenas sabemos nada de esta larga etapa. Lucas se limita a decir que “cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba” (Lc 2,39-40). 

Con pocas palabras (crecer, robustecerse, sabiduría y gracia) resume la llamada “vida escondida” de Jesús. Yo prefiero denominarla “vida familiar”. Junto a María, a José y el resto de sus parientes, el niño, el adolescente, el joven Jesús aprendió a vivir. Su familia extendida fue su verdadera escuela en el arte de la vida. Lo que luego compartió con sus discípulos y la gente sería incomprensible sin esa larga preparación y fermentación en el ámbito familiar.


La literatura devocional ha rellenado con episodios pintorescos el silencio de los evangelios. No es necesario inventarse historias extrañas. Conocemos a las personas por sus frutos. Si el Jesús adulto fue un hombre orante, justo, sensible, compasivo, trabajador y enérgico, es porque su experiencia familiar lo entrenó en estas actitudes esenciales. Jesús es José y es María, pero lo es de una forma única, original, irreductible a la suma de sus padres. 

El modelo familiar que él vivió se parece muy poco a nuestros modelos actuales. Sería peligroso hacer trasposiciones apresuradas. Y, sin embargo, las actitudes básicas, la manera de relacionarse con Dios y con los demás conservan toda su vigencia. ¿Qué es lo mejor que unos padres pueden hacer por sus hijos? Lo que hicieron José y María por Jesús: vivir con autenticidad, sin fingimiento, el amor a Dios y a las personas. Los adolescentes y jóvenes tienen derecho a etapas de desapego y rebeldía para afirmar su propia identidad. Pero eso no significa que renieguen de sus raíces, sobre todo cuando estas son sanas y robustas. Ninguna semilla buena queda infecunda.


Estoy convencido de que la regeneración de nuestra sociedad y el vigor de nuestra Iglesia comienzan por las familias. Por eso, me produce tristeza que las exigencias laborales y las muchas demandas sociales no permitan que padres e hijos convivan más. Una sociedad sin padre y sin madre acaba convirtiéndose en terreno propicio para todo tipo de propuestas sustitutivas, que van desde la pornografía hasta el consumo de sustancias o la adicción a las redes sociales. 

Hoy se habla de la pluralidad de modelos de familia. No creo que el problema resida tanto en esta pluralidad cuanto en la falta de aquellos valores que permiten un desarrollo armonioso de los hijos. Aunque la realidad es muy variada y hay familias que son un verdadero infierno, creo que la mayoría de nosotros hemos crecido en familias donde hemos recibido todos los ingredientes necesarios para madurar, sobre todo la experiencia de un amor incondicional. Por eso, es justo que los padres que se han desvivido por sus hijos reciban de estos el respeto y el cuidado que merecen cuando llegan a la ancianidad o atraviesan situaciones precarias debido a la enfermedad u otras causas. Amor con amor se paga. Hoy, último día del año, me brota un inmenso gracias a nuestros padres y hermanos por todo lo que significan en nuestras vidas.

viernes, 29 de diciembre de 2023

Tiempo para pensar


El cielo se ha cubierto de nubes deshilachadas. La temperatura se ha suavizado un poco. Aprovecho el tiempo libre para revisar las pruebas del libro “Hablando con… Heriberto García Arias, evangelizador digital” que saldrá dentro de un par de semanas, justo un año después de mi primer encuentro en Roma con este joven sacerdote mexicano. Nunca se sabe qué suerte va a correr un libro nuevo. Este tiene un enfoque narrativo. Cuenta la vida de alguien que ha conseguido conectar con millones de adolescentes y jóvenes del mundo hispanohablante para halarles de Jesús y de su Evangelio. 

Personalmente, estoy un poco cansado de los que dedican mucho tiempo a decir “lo que tendríamos que hacer”, pero apenas mueven un dedo. Prefiero fijarme en los que ya están haciendo cosas sin demasiado andamiaje teórico, pero con pasión y dedicación. Es más fácil pasar de la experiencia a la reflexión que al revés.


Sigo con mucho dolor las noticias que vienen de Gaza y de Ucrania. Acabo de ver ahora mismo imágenes espeluznantes en un informativo del canal 24 horas de RTVE. La Navidad acentúa el contraste. No espero que 2024 sea mejor que el año que estamos a punto de terminar. El ser humano lleva en su sistema operativo los virus de la codicia y el orgullo. Se activan con mucha facilidad. Para ser mejores necesitamos la fuerza regeneradora de la gracia. Eso significa dejarnos curar por Dios y aprender a morir para que los demás crezcan. No es fácil. 

Me gusta que la liturgia de la Navidad encadene la secuencia vida-muerte-vida porque de esta forma nos ayuda a vivir con realismo. El 25 celebramos el nacimiento de Jesús (vida). Al día siguiente evocamos el martirio de san Esteban (muerte). El 27 nos fijamos en Juan, el evangelista de la vida (vida). Ayer conmemoramos a los Santos Inocentes (muerte). Es como si la liturgia quisiera advertirnos de que en la vida debemos prepararnos para la muerte y en la muerte debemos esperar la vida. Para vivir necesitamos morir. Cuando morimos, vivimos. Esta dinámica no se entiende bien en el día a día, pero es la que nos permite comprender el enigma humano. Si no, nos embalamos en un optimismo prometeico o nos abandonamos a un pesimismo suicida.


Leo que los hoteles, casas rurales, restaurantes y otros centros de ocio y entretenimiento están casi al completo. La gente tiene ganas de salir, de saludar el nuevo año con alegría y algazara. No sé si en todos los casos la exultación dominará sobre la exaltación, pero siempre es mejor empezar el año compartiendo la fiesta con otros que aislados o enfrentados. Me sorprende que, aunque sabemos de sobra que el ser humano (empezando por cada uno de nosotros) apenas avanza, siempre formulemos deseos de cambio y buenas intenciones al comienzo de un nuevo año. 

Eso significa que, junto a los virus de la codicia y el orgullo, llevamos de fábrica una incurable propensión a la bondad y a la esperanza. En alguna parte de nuestro centro personal hay una etiqueta o un código de barras que dice “Made in Heaven”. Esto delata nuestro origen y nuestro destino. Por eso, nos atrevemos a soñar algo diferente, creemos que la batalla nunca está perdida y ponemos un poco de nuestra parte para que todo sea mejor. Merece la pena. 

jueves, 28 de diciembre de 2023

¿Integración o polarización?


Caminar por el bosque a las 9 de la mañana con un grado de temperatura ayuda a poner las ideas en su sitio. El aire es puro, no sopla viento y los pequeños charcos o regatillos están congelados. Es una especie de génesis diminutivo. Ayer leí que la Fundéu ha elegido la palabra polarización como la palabra del año 2023. Creo que ha dado en el clavo, aunque en la lista figuraban otras palabras más vistosas como amnistía, ecosilencio, euríbor, fediverso, fentanilo, guerra, humanitario, macroincendio, seísmo y ultrafalso. El corrector automático de mi ordenador marca en rojo varias de ellas. 

Hemos vivido un año de gran polarización en el campo político, mediático, social e incluso eclesial. Se podrían multiplicar los ejemplos. Aunque las causas sean muy distintas en cada caso, adivino un denominador común: la dificultad, casi la imposibilidad, de buscar juntos la verdad. Cuando no creemos en la verdad objetiva o cuando la reducimos a nuestro punto de vista, fácilmente nos deslizamos hacia uno de los dos polos presentes en toda realidad. El espacio intermedio queda desierto, se convierte en tierra de nadie. O eres de ultraderecha o eres de ultraizquierda. O eres partidario del papa Francisco o mantienes posturas preconciliares. O defiendes a capa y espada la teología de la liberación o eres un retrógrado teológico. O apruebas el llamado matrimonio igualitario o eres un homófobo reprimido. O secundas a pie juntillas los objetivos de la Agenda 2030 o eres un negacionista. O defiendes la amnistía a los condenados por el famoso procés catalán o eres un españolista rancio y casposo. O te colocas en el cuello el pañuelo palestino o eres un asqueroso partidario de Israel. O eres un fan de El País o sigues el magisterio del ABC.  Sí, la palabra polarización está de moda. Por desgracia.


No hace falta ser adivino para imaginar cuál es el paso que sigue a una polarización extrema. En algunos casos, el cisma, la separación, la ruptura. En otros, la confrontación abierta, la guerra. No creo que ganemos nada con ninguna de estas salidas extremas. 

Me parece que la polarización no se combate con una cansina y piadosa exhortación al diálogo. Para que haya “dia-lógos”, tiene que haber “lógos”; es decir, racionalidad, verdad, palabra. En un clima de visceralidad en el que las emociones mandan y de reducción de la verdad a mera transacción de intereses, el diálogo no es más que una pantomima, una palabra talismán que no significa nada, una pérdida de tiempo. ¡Basta ya de tanta apelación al diálogo! 

Si nos hemos cargado los fundamentos objetivos de la vida en común, si no compartimos algunos valores esenciales, ¿qué cabe esperar del diálogo, sino una cacofonía? Lo vemos en el campo político, pero también en el eclesial. Los casos del sínodo alemán y del conflicto que está viviendo la iglesia siro-malabar en la India son muy elocuentes. Me parece que la única forma de superar la polarización es un cambio de paradigma. Necesitamos descubrir la verdad como integración de contrarios, aprovechar la riqueza que cada polo tiene para crear un territorio común. No se trata de vencer al contrario por goleada para luego pisar su cadáver, sino de dejarnos cuestionar por sus puntos de vista y aprender a integrar sus valores con los nuestros.


La Iglesia podría ser una gran maestra de integración, pero a menudo se deja seducir y atrapar por alguno de los dos polos en juego. En vez de propiciar una pastoral de la integración, disfruta con la pastoral de trinchera. De esta manera traiciona su universo dogmático. La fe cristiana es un monumento a la integración. Creemos en un Dios que es uno y trino, en un Cristo que es Dios y hombre, en una Mujer que es virgen y madre, en una Iglesia que es santa y pecadora, universal y local, jerárquica y carismática. Los cristianos somos hombres y mujeres de integración. Nos apasiona más la conjunción copulativa y que la disyuntiva o

¿Cómo sacar más partido de nuestra fe integradora para sanar este mundo tan polarizado? Me lo pregunto mientras me ajusto el gorro de lana y acelero el paso. El verde de los prados en otoño ha dado lugar a un color parduzco producido por las heladas. Me alegro de huir del gentío que inunda estos días Madrid para poder disfrutar del silencio y la soledad. ¡Hasta parece que las ideas se aclaran un poco!

domingo, 24 de diciembre de 2023

Preparar la casa


Ayer fue un día de retiro en mi comunidad. Por la tarde, antes de la oración de vísperas, tuvimos una hora de conversación fraterna. Esta vez no se trataba de hablar sobre asuntos organizativos. Dedicamos el tiempo a compartir algunos recuerdos de nuestras Navidades infantiles. A primera vista, este ejercicio puede parecer una regresión insana, pero la dinámica partía de una convicción fruto de la experiencia: solo los niños y quienes se hacen pequeños saben asombrarse ante el misterio de la Navidad. Antes habíamos meditado juntos con ayuda de un librito del teólogo Karl Rahner titulado El significado de la Navidad

Fue hermoso compartir historias que permanecen en nuestra memoria como clave para entender muchas cosas de la vida: el significado de la familia que se reúne para orar y celebrar, la belleza de la liturgia, la sencillez de algunos ritos populares, la solidaridad con los más pobres, la atmósfera de acogida y alegría, los deseos de apuntar hacia lo alto y el sobrecogimiento ante el hecho real, no solo figurativo, de que un Dios se hace niño. Me pareció una excelente y sencilla preparación para este IV Domingo de Adviento en el que la primera lectura nos invita a preparar una casa para Dios y el Evangelio nos dice que esa “casa” es el vientre de María.


Este año la cuarta semana de Adviento queda reducida a unas pocas horas porque esta misma tarde comenzaremos ya la Navidad con la misa de la vigilia y las primeras vísperas. Aquí en España está muy arraigada la Nochebuena, que incluye dos ritos: uno popular (la cena familiar) y otro litúrgico (la misa de medianoche o la misa del gallo). En muchos lugares no es posible celebrar ya el segundo por falta de sacerdotes o por otras razones prácticas. El primero, la cena familiar, es universal. Podríamos despachar el asunto con los tópicos de siempre. Se podría argüir que hemos cedido al consumismo, que todo es más aparente que real, que las familias no están tan unidas como parece, que abunda el “cuñadismo” insoportable, que hay personas que pasan la noche solas, etc. Pero, por encima de todo, el hecho de cenar juntos, y de hacerlo con belleza y alegría, es un verdadero sacramental que nos ayuda a preparar la “casa” en la que nace Dios.

Hay familias y comunidades que cuidan mucho la ritualidad de la cena de Nochebuena. Se distribuyen los roles. Unos preparan y decoran la mesa; otros se encargan de cocinar y servir; unos pocos recogen y friegan todo al final. A menudo se empieza con la lectura de un pasaje evangélico, con una bendición especial y con un canto navideño. En esta parte los niños adquieren protagonismo. Cada familia y cada comunidad van creando tradiciones. Aunque haya muchos elementos comunes, en cada lugar se configuran de manera única. Esta noche compartiré la cena de Nochebuena con mi comunidad y la comunidad vecina. Seremos en total veinte personas. El número es alto en comparación con las familias nucleares, pero se queda pequeño si lo comparo con las reuniones patriarcales que se solían tener cuando yo era niño.


La cena de Nochebuena no solo es una preparación para la cena eucarística de la Misa del Gallo, sino también una experiencia de encuentro con Dios en la aceptación incondicional del don que cada miembro es para los demás. Cuando aceptamos y celebramos nuestras diferencias, cuando multiplicamos los gestos de acogida, cuando renunciamos a nuestras manías y ponemos el acento en hacer felices a los demás, entonces, aunque no caigamos en la cuenta, estamos preparando la “casa” en la que Dios se hace presente en medio de nosotros. Adoptamos un perfil mariano. 

Durante el tiempo de Adviento, hemos meditado en varias ocasiones en que el Reino de Dios se parece a un gran banquete con manjares deliciosos y vinos exquisitos al que son invitados todos los seres humanos. ¿No puede ser la cena de Nochebuena una anticipación diminutiva de ese banquete mesiánico? Algunas familias y comunidades son más audaces y abren esta noche su mesa a algunas personas solitarias. Su cena es mucho más profética. Sea como fuere, demos sentido y belleza a los ritos (el popular y, si es posible, el litúrgico) con los que empezamos la Navidad.




sábado, 23 de diciembre de 2023

Elogio de la fragilidad


Que se haya estropeado la calefacción de casa en pleno fin de semana navideño es un anticipo de una Navidad menos glamurosa y un poco más cercana a la real. Lo pensaba mientras me duchaba con agua gélida esta mañana. De tal manera hemos idealizado el nacimiento de Jesús y, con él, toda la vida cristiana, que se nos hace cuesta arriba descubrir la presencia de Dios en las costuras rotas de nuestra historia personal y colectiva. 

Cuando pensamos en el matrimonio, por ejemplo, imaginamos historias idílicas en las que un hombre y una mujer comparten lo que son y tienen y se aman incondicionalmente hasta el final de sus vidas. Pero lo que vemos a diario se parece poco a esta imagen envuelta en papel celofán. Descubrimos malentendidos, silencios, rutina, traiciones, maltrato, cansancio y rupturas. 

Cuando pensamos en la vida sacerdotal o religiosa, tendemos a pensar en un ideal de vida que abraza con radicalidad los valores evangélicos y que se abre camino contra viento y marea. Pero lo que vemos a diario es a hombres y mujeres con algunos desequilibrios, perdidos a veces en sus soledades y adicciones, faltos de esperanza, incapaces de salir de sus bucles melancólicos y temerosos de llamar a las cosas por su nombre.


Aunque experimentamos a diario que la realidad es frágil, estamos dispuestos a maquillarla con los aditamentos de una Navidad llena de luces, colores, sabores y fiestas. Es como si, al menos una vez al año, necesitáramos olvidarnos de lo frágiles que somos y todos nos pusiéramos de acuerdo para aplicar un gigantesco filtro de Instagram a las fotos amarillentas de nuestra vida inconsistente. Sabemos que es una trampa, pero aceptamos de buen grado caer en ella a cambio de un poco de felicidad efímera, de ese suave sopor que produce la inconsciencia. 

Que caigan en esa trampa quienes felicitan estos días con mensajes del tipo “El fin del otoño abre paso al nuevo año con deseos de paz, renovación y prosperidad” -como ha hecho el rector de la Universidad Complutense- tiene una explicación. Quienes reducen la existencia humana a un paréntesis breve entre dos llantos tienen toda la razón del mundo para disfrutar al máximo del presente y endulzar sus sinsabores

Lo que ya no se entiende es por qué los cristianos, que celebramos la encarnación de Dios en la fragilidad de la carne mortal, escondemos tanto nuestra fragilidad cuando es precisamente el terreno escogido por Dios para mostrarnos su amor. ¿No viviríamos con una alegría más honda si aceptáramos que Dios nos ama cuando somos frágiles, no cuando nos embalamos en idealismos imposibles que solo sirven para huir de la vida real y provocar continuas frustraciones? Quizás otra Navidad es posible.

martes, 19 de diciembre de 2023

¿Cómo estaré seguro?


Parece que nos hemos olvidado de la pandemia, pero sus efectos están presentes. Algunas personas siguen teniendo secuelas físicas, una especie de covid persistente. Lo que muchos perciben es una especie de “niebla” que envuelve todo, como si la pandemia hubiera rebajado la intensidad de la luz y nos hubiera oscurecido la vida. Después de los meses de reclusión, hay un deseo grande de viajar. Salir de casa e ir a otra ciudad o a otro país se ha convertido en el sueño de los que pueden permitírselo. Las agencias de viajes se frotan las manos. 

Estamos esperando que lleguen las vacaciones, un puente o un fin de semana. Se multiplican las reservas. Echarse a la carretera o subirse a un tren o un avión se ha convertido en signo de libertad. Pareciera que estamos escapando de algo o de alguien, quizá de nosotros mismos. Es como si, alejándonos de casa, combatiéramos los demonios de la soledad y el sinsentido que llevamos pegados a la piel. Salir, salir, salir. Ver algo nuevo. Encontrar otras personas. Respirar otro aire. Dilatar el horizonte.


En el evangelio de este 19 de diciembre, Zacarías formula una pregunta al ángel que le anuncia que va a ser padre en su ancianidad: “¿Cómo estaré seguro?”. Es parecida a la pregunta de María: “¿Cómo va a ser eso?”. También nosotros, en tiempos de volatilidad e incertidumbre, nos preguntamos una y otra vez cómo estaremos seguros. Nos cuesta fiarnos de las personas y mucho más de las promesas. En el fondo, nos cuesta fiarnos de un Dios cuya existencia nos resulta problemática. Damos por supuesto que hoy resulta más plausible -y menos arriesgado- decir que Dios no existe que confiar en su existencia amorosa. 

Leemos que algunos escriben libros para probar la existencia de Dios. En Francia hay un libro que ha incendiado la opinión pública: Dios – la ciencia – las pruebas. No creo que muchos lo hayan leído. Nos hemos vuelto perezosos. Preferimos refugiarnos en el “cómo estaré seguro” antes que adentrarnos en una nueva búsqueda que puede alterar la tranquilidad de nuestras cómodas vidas. El agnosticismo debería ser una estación transitoria en la evolución humana, pero para muchas personas se ha convertido en estación de destino. Suspender el juicio nos libra de ulteriores compromisos. Podemos vivir tranquilamente “etsi Deus non daretur” (como si Dios no existiera).


Muchos americanos, africanos y asiáticos que vienen a Europa se asombran de sus avances técnicos, de su inmenso legado histórico y artístico y de sus conquistas sociales, pero se preguntan cuál es la razón del pesimismo social, de la “niebla” que parece cubrir el horizonte. A primera vista, tendríamos todo lo necesario para ser felices, pero se ha ido diluyendo lo más imprescindible: el sentido de la vida. Les cuesta entender que un continente moldeado durante siglos por el cristianismo, cuna de grandes revoluciones culturales y sociales, no sepa bien qué es lo que conduce a la vida, dónde está el secreto de la alegría. 

Nos hemos quedado mudos como Zacarías. La mudez es el resultado de nuestro agnosticismo crónico, de nuestra falta de confianza y, por lo tanto, de nuestra incapacidad para asumir riesgos. La búsqueda obsesiva de seguridad ha dado como resultado una inseguridad enfermiza, un deseo compulsivo de viajar, de salir de nuestra cueva, de respirar otros aires. El Adviento nos ofrece algunas claves para interpretar esta situación personal y colectiva, pero necesitamos pararnos un poco, permanecer en silencio y escuchar la “música callada” que sigue sonando en nuestro interior. Las buenas noticias existen, pero hay que preparar el corazón para recibirlas.

lunes, 18 de diciembre de 2023

Danos el chiste de cada día


Estoy en Vic con otros cinco compañeros de distintas partes del mundo (Perú, Nigeria, Filipinas, Honduras y España) preparando un Congreso de Espiritualidad Claretiana que se tendrá el próximo mes de julio. Apenas sobra tiempo para otras actividades. Compartimos las comidas con la comunidad claretiana de Vic, que se encarga de la custodia del templo de san Antonio María Claret y de la atención al Centro de Espiritualidad Claretiana. Disfrutamos de su hospitalidad. 

Pero lo que constituye una novedad es que todos los días, después de la comida y de la cena, uno de los misioneros mayores (87 años) nos regala “el chiste de cada día”. Dejando a un lado su sordera, se levanta con parsimonia, hacemos silencio y sin ninguna introducción lanza su chiste. Todos son breves, como disparos en el campo de batalla. Será por su ingenio, por su brevedad o por su manera “eugeniana” de contarlos, el caso es que provoca una sonora carcajada en todos nosotros. Los chistes, por supuesto, no se explican. Si alguno no los “coge” a la primera, se queda con las ganas. Los chistes que cuenta este anciano misionero se parecen a estos:


  • Sale el doctor después de un parto y el padre de la criatura le pregunta: Doctor, ¿cómo salió todo? El doctor le dice: Todo salió bien, pero tuvimos que colocarle oxígeno al bebé. El padre, horrorizado, le dice: Pero doctor, nosotros queríamos ponerle Gabriel.
  • Un pez le pregunta a otro pez: ¿Qué hace tu mamá? Este le contesta: Nada. Y la tuya, ¿qué hace? Nada también.
  • A Juanito le dice la maestra: Juanito, ¿qué harías si te estuvieses ahogando en la piscina? Juanito le responde: Me pondría a llorar mucho para desahogarme.
  • Hijo, me veo gorda, fea y vieja. ¿Qué tengo, hijo, qué tengo? Mamá, tienes toda la razón.
  • Una amiga le dice a otra amiga: ¿Qué tal te va la vida de casada? Pues no me puedo quejar, dice ella. O sea, que va muy bien, ¿no? No, no me puedo quejar porque mi marido está aquí al lado.


Me pregunto qué pasaría en otras comunidades y en nuestras familias si alguien tuviera el don de regalarnos un chiste diario. Muchas de nuestras tensiones se disiparían con una risotada compartida. La risa tiene un poder curativo extraordinario. El anciano no es un pesado. Suelta su chiste (estos días, debido a nuestra presencia, nos regala dos o tres) y se sienta sin comentarios. Todos abandonamos el comedor con una sonrisa.

En estos tiempos en los que tantas cosas nos tensan y nos llueven noticias de enfermedades, conflictos y disgustos, se agradece que alguien de 87 años no vea siempre la cara oscura de la vida, sino que intente poner una pizca de sal en esta sopa de contrariedades. La invitación del Adviento a estar alegres también se alimenta de cosas tan sencillas como estas.

domingo, 17 de diciembre de 2023

Otro tipo de alegría


Llevo una semana sin asomarme a este Rincón. Los viajes y las ocupaciones me lo han impedido. Lo hago hoy desde Vic (Barcelona), con un día claro y una temperatura de dos grados bajo cero. Acabo de celebrar la misa en inglés con un nutrido grupo de inmigrantes nigerianos y ghaneses en la cripta del templo de san Antonio María Claret. Cubiertos por una impresionante bóveda catalana, se estaba bien dentro del recinto. Todos hemos podido escuchar la invitación a la alegría que la Iglesia nos hace en este Tercer Domingo de Adviento. Aunque el evangelio de Juan destaca la figura del Bautista y su misión de introducir a Jesús, el domingo Gaudete se fija mucho en las palabras de Pablo a los tesalonicenses: “Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. Dad gracias en toda ocasión: ésta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros”. 

¿Es posible estar siempre alegres? ¿Es posible dar gracias a Dios en toda ocasión? Si la alegría y la gratitud las vinculamos con el éxito, entonces no es posible. Hay muchas cosas en nuestra vida personal y social que no van bien. No es sensato, pues, exhibir un optimismo inflacionista que no se corresponde con nuestra experiencia de la realidad. Entonces, ¿por qué Pablo dice que dar gracias a Dios en toda ocasión es la voluntad de Dios en Cristo Jesús?


Voy a intentar responder con la comparación de dos preguntas. Hoy es frecuente que los jóvenes y adultos se pregunten (primera pregunta) cómo pueden ser felices en la vida, qué elecciones y caminos pueden conducirlos a la felicidad personal. Es una pregunta autocéntrica. El centro es que “yo” me sienta bien y -como se decía hace algunas décadas- me “realice”. Cuando una pareja se separa, un sacerdote pide la dispensa de su estado clerical o uno cambia de carrera o de trabajo, los familiares y amigos suelen repetir este mantra: “Lo importante es que tú seas feliz”. Pareciera que la felicidad, entendida como la satisfacción de los deseos, fuera el nuevo dogma cultural. Estoy obligado a ser feliz, pase lo que pase. Para lograrlo, puedo romper compromisos adquiridos, ensayar nuevos caminos y hacer lo que sea necesario. 

El cristiano no se pregunta en primer lugar cómo puede ser feliz, sino (segunda pregunta) cuál es la voluntad de Dios para cumplirla. La felicidad no es el objetivo primero, sino el fruto añadido. Quizá esto explique por qué muchas personas no acaban de encontrar la alegría y la paz en su vida cotidiana. Si hemos sido hechos por Dios y para Dios, solo en la unión con él podemos encontrar nuestra plenitud y, en consecuencia, nuestra felicidad. Cualquier otro camino que persiga otros objetivos está condenado al fracaso. San Ireneo de Lyon, un santo del siglo II, acuñó una fórmula que sigue siendo luminosa hoy: La gloria de Dios es que el hombre viva y la vida del hombre consiste en la unión con Dios


Cuando obsesivamente buscamos ser felices y sacrificamos todo por lograr la felicidad personal, acabamos cansados y frustrados. Cuando, por el contrario, centramos nuestra búsqueda en preguntarnos qué quiere Dios de nosotros y cómo podemos servirle a él y a los demás, entonces la felicidad asoma como un regalo inmerecido, incluso en situaciones que a primera vista parecen problemáticas o negativas. 

Si alguien vivió con lucidez esta perspectiva cristiana fue monseñor Eduardo F. Pironio (1920-1998), que ayer fue beatificado en el santuario de Nuestra Señora de Luján en Argentina. Supongo que la mayoría de los lectores del blog no saben quién fue este cardenal argentino, este santo posconciliar. En los enlaces anteriores pueden encontrar información. Para las personas consagradas fue una figura decisiva en los convulsos años 70 y 80 del siglo pasado. Como prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica (1976-1984), supo acompañar con cercanía, clarividencia y esperanza la renovación de la vida religiosa posconciliar. 

Siempre aparecía con un rostro jovial y esperanzado, incluso cuando el cáncer óseo que le produjo la muerte lo obligó a permanecer postrado los últimos cinco meses de su vida. ¿Cuál era el secreto de su alegría? No la búsqueda obsesiva de su felicidad personal, sino la rendición humilde y confiada a la voluntad de Dios. Por eso, era tan devoto de la Virgen María, porque se alegraba en Dios su salvador por las mismas razones que la muchacha de Nazaret. No todos entienden esta paradoja. Por eso, por desgracia, no todos son felices, aunque todos busquemos denodadamente la felicidad.





domingo, 10 de diciembre de 2023

Consolación, paciencia, camino


Llueve suavemente y hace frío. En algunas zonas de Madrid se cierne una niebla poco espesa. Aunque no ha empezado todavía el invierno astronómico, este II Domingo de Adviento tiene el color de un día invernal. Hoy toma posesión Javier Milei en Argentina. Me alegra que mi región (Castilla y León) figure a la cabeza del triángulo de oro de la educación en España. Hay otras muchas noticias que nos llegan este domingo (siguen los dramas de Ucrania y Gaza). La mayoría son tristes. 

Quizá por eso se me hace más actual el mensaje que leemos en la primera lectura de hoy: “Consolad, consolad a mi pueblo, –dice vuestro Dios–; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle, que se ha cumplido su servicio, y está pagado su crimen, pues de la mano del Señor ha recibido doble paga por sus pecados” (Is 40). La consolación es uno de los nombres del Adviento. Dios no se acerca a nosotros blandiendo una espada castigadora, sino consolándonos en medio de nuestras cuitas, fracasos y tristezas. Y nos encarga a nosotros el ministerio de consolar a quienes están atribulados.


Pero el Adviento tiene otro nombre que también resulta muy actual: paciencia. Dios no se deja llevar por las prisas. Su tiempo no es el nuestro. Lo explica Pedro en una de sus cartas (segunda lectura): “No perdáis de vista una cosa: para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día. El Señor no tarda en cumplir su promesa, como creen algunos. Lo que ocurre es que tiene mucha paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan”. La paciencia es un modo divino de ser. Dios sabe esperar con calma, sin perder los papeles, “porque no quiere que nadie perezca”. 

Dios sueña que todos sus hijos e hijas reconozcan su amor, se dejen conducir por él y no vivan existencias tóxicas. Podría “imponer” a los seres humanos una vida virtuosa, pero entonces no sería el Dios del amor y la libertad. Seduce y espera. Ofrece medios y espera. Pone personas en nuestro camino y espera. La paciencia divina es la garantía de que nada está definitivamente perdido si caemos en la cuenta de cómo estamos viviendo y nos decidimos a cambiar el rumbo de nuestra vida orientándolo hacia Dios.


La tercera palabra clave de este segundo domingo de Adviento es camino. El evangelio de Marcos nos habla de preparar el camino. Hay un personaje extraño -Juan el Bautista, el hombre del desierto- que prepara el camino del Señor. Su mensaje es nítido: “Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo”. Juan no reclama ninguna atención. Sabe que su misión consiste en abrir camino para que las gentes puedan acercarse a Jesús. En esa tarea preparatoria encuentra el sentido de su vida. 

Juan el Bautista debería ser el modelo y el patrón de cuantos dedicamos nuestra vida a abrir caminos para que los niños, jóvenes y adultos se encuentren cara a cara con Jesús. Más que las palabras -que son pocas y sustanciales- lo que cuenta es un estilo de vida que llama la atención, que despierta de la rutina, que hace ver que podemos vivir de otra manera.

Mientras veo por la ventana de mi cuarto cómo cae una lluvia suave sobre el pequeño jardín interior, repito interiormente estas tres palabras (consolación, paciencia, camino), confiando en que la Palabra de Dios ilumine por dentro este domingo neblinoso.

viernes, 8 de diciembre de 2023

La antivocación


¿Qué pasaría si leyéramos el evangelio de esta solemnidad de la Inmaculada Concepción alterando el sentido original y situándolo en el mundo de hoy? Tendríamos un relato provocativo que podría sonar así:

En aquel tiempo, el demonio Belzebú fue enviado por el jefe de los demonios a una ciudad de Europa de nombre incierto, a una chica joven que salía con un chico de su edad. La chica se llamaba Martina. El demonio, entrando en su presencia, dijo: «Maldita tú, desgraciada, el Señor no está contigo.» Ella se turbó ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquél. El demonio le dijo: «Asústate, Martina, porque no has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Diego. Será insignificante, se creerá el rey del mambo, pero su fama será efímera.» Y Martina dijo al demonio: «¿Cómo será eso si yo he soñado con tener un hijo influencer?». El demonio le contestó: «El Maligno vendrá sobre ti, y su fuerza te cubrirá con su sombra; por eso el que va a nacer se creerá muy importante. Martina contestó: «Aquí está la esclava de Belzebú; hágase en mí según tu palabra.» Y desde entonces no la dejó el demonio ni a sol ni a sombra.

Esta historia es una ficción casi blasfema, pero es la experiencia que tienen algunas personas que se sienten completamente desgraciadas en la vida, que consideran que Dios se ha olvidado de ellas y que están poseídas por el mal. El mal adquiere la forma de una enfermedad dolorosa, de una depresión incurable, de un desprecio constante por parte de los demás, de una adicción severa o de una falta total de sentido en la vida. Hay personas que no se sienten queridas, que consideran que su vida es un error o un accidente, que están como endemoniadas. 

No se esfuerzan por cambiar o progresar porque han experimentado que todo esfuerzo es inútil, que hay algunos que nacen con estrella y otros estrellados. Es muy duro creer que estás en el mundo sin un propósito, que nadie te llama ni te espera, que tu vida no responde a una vocación sino, más bien, a una antivocación. ¿Qué hacer? ¿Cómo afrontar una situación que parece insuperable? ¿Existe alguna puerta de salida o solo cabe resignarse a vivir el infierno en la tierra?


La fiesta de la Inmaculada Concepción nos propone meditar sobre la vocación de María y, a partir de ella, sobre nuestra propia vocación. Ella es la “llena de gracia”, la mujer inundada por Dios. Nosotros hemos sido elegidos “en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor”. Ella ha sido destinada a ser la madre del Salvador: “Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús”. Nosotros hemos sido destinados “en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya”. 

María se ha sentido turbada y confundida ante la inmensidad de su vocación. Nosotros podemos experimentar también el vértigo de sabernos llamados por Dios a ser sus hijos sin saber lo que eso significa. Pero, tanto en el caso de María como en el nuestro, “nada es imposible para Dios”. La fuerza del Espíritu Santo nos cubre y nos da fuerza. Con ella, María es capaz de responder sí a la vocación que Dios le regala: “Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. ¿Y nosotros? Tanto a ella como a nosotros el ángel nos deja para que aprendamos a vivir de la fe en la promesa de Dios sin las consolaciones de la presencia angélica.


No hay vida desgraciada para quien, por mediación de María, descubre que Dios se ha fijado en él o en ella, que todos los seres humanos somos bendecidos “en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales”. Es probable que la serpiente quiera convencernos de lo contrario. Las múltiples tentaciones nos empujan a entender nuestra vida como antivocación. Es precisamente en esos momentos de prueba en los que los seres humanos debemos contemplarnos en el espejo de María inmaculada para entender cuál es nuestra verdadera identidad y nuestro destino final. 


Solo nos queda musitar con nuestros labios la oración más antigua -Sub tuum praesidum- dirigida a la madre de Dios: “Bajo tu amparo nos acogemos, / Santa Madre de Dios; / no deseches las súplicas / que te dirigimos en nuestras necesidades; / antes bien, líbranos siempre / de todo peligro, / ¡Oh Virgen gloriosa y bendita!”.

jueves, 7 de diciembre de 2023

Navegando entre olas


Todo el mundo sabe que Madrid no tiene mar, aunque parece que dispone de algunas playas. Pero todo el mundo sabe también que en la primera semana de diciembre, aprovechando el acueducto de la Constitución y la Inmaculada, la ciudad se inunda con una marea humana que recuerda a las calles de Tokio. Ayer fue un ejemplo palmario. Resultaba difícil moverse por la puerta del Sol y calles adyacentes. La plaza Mayor y la plaza de España, adornadas con casetas navideñas, estaban también repletas de gentes de todas partes, incluyendo unos cuantos madrileños.

Pues precisamente ayer acompañé a un variopinto grupo de casi 50 personas (niños, jóvenes y adultos) de la parroquia de Vinuesa y pueblos vecinos en una ruta urbana por el centro de Madrid. Lo sorprendente del caso es que nadie se perdió y todos disfrutaron del paseo a pesar de tener que navegar todo el día entre las olas de innumerables turistas y visitantes. Para alguien que vive en un entorno muy tranquilo viene bien de vez en cuando este baño de multitudes. Así se aprecia más el valor de la calma y el silencio. Para quienes vivimos en la ciudad, resulta un poco agobiante, pero todo tiene su encanto si está bien dosificado.


Todo empezó junto a la fuente de Neptuno. Dejando atrás el museo del Prado, la iglesia de los Jerónimos, los hoteles Ritz y Palace y la plaza de la Lealtad, ascendimos hasta Cibeles por el bulevar del paseo del Prado. No había prisa. Al bordear el Banco de España, los más jóvenes recordaron la serie La casa de papel. Era inevitable. Abundaron las fotos a la diosa Cibeles y al ayuntamiento. Girando a la izquierda, enfilamos la anchísima acera de la calle Alcalá. Quienes apenas conocían la ciudad se sorprendieron de la elegancia de edificios como la sede del Instituto Cervantes, la del Círculo de Bellas Artes o el Metrópolis, que hace de esquina entre Alcalá y Gran Vía. 

Los móviles volvieron a dispararse frente a la fachada del hotel Four Seasons. Era obligado. La elegante decoración navideña no deja a nadie indiferente. Y, ¡por fin!, la puerta del Sol. Desde que es peatonal, ha aumentado el número de personas que transitan por ella. Algunos se fotografían frente a la osa y el madroño. Otros prefieren hacerlo frente al abeto de luces que han colocado en el centro o junto a la estatua ecuestre de Carlos III. Sigue la marea de personas que llevan bolsas cargadas con compras prenavideñas.


Después de más de media hora guardando cola, pudimos acceder al patio central de la Real Casa de Correos, sede de la presidencia de la comunidad de Madrid. Con tranquilidad nos sumergimos en el grandioso belén que un año más ha montado la Asociación de Belenistas de Madrid. El belén cuenta con una extensión total de 280 metros cuadrados y alrededor de 400 figuras diferentes. Todos nos quedamos sorprendidos de su magnitud y belleza. De nuevo los móviles entraron en acción. Me cuesta entender por qué hay algunas personas contrarias a estas hermosas tradiciones, aunque la verdad es que en Madrid son muy populares. La prueba son las colas infinitas que se forman para visitar los belenes más significativos. 


Un belén, como tantas otras manifestaciones artísticas, tiene varias capas. Algunos se contentan con la capa de la belleza; otros se preguntan por la historia subyacente; abundan quienes se sienten movidos a una expresión más viva de su fe. Del belén al restaurante donde comimos hay cuatro pasos, así que no anduvimos apurados. La comida fue un hermoso y dilatado momento de amistad. Todavía quedaba la tarde para visitar la plaza Mayor, el Palacio Real (aunque la visita se frustró por apurar demasiado la hora de entrada) y la catedral de la Almudena. Las últimas horas hasta las 8 de la tarde transcurrieron en el entorno de la plaza de España y la Gran Vía, navegando entre olas crecientes de viandantes nocturnos.


¿Qué significa este paseo prenavideño? Cada persona tendrá sus motivaciones y expectativas, pero es una herramienta útil para hacer comunidad. Uno de los grandes problemas que hoy tenemos en la pastoral parroquial es la falta de tejido comunitario. Cada uno vamos a lo nuestro. A veces, reducimos las iglesias a expendedurías ocasionales de servicios religiosos. Es necesario trenzar los hilos individuales para componer un tejido intergeneracional que sirva de base para otros fines más ambiciosos. Creo que el paseo de ayer fue un buen paso en esa dirección. ¡Que se repita!


miércoles, 6 de diciembre de 2023

¿Reconciliación o confrontación?


Los más críticos hablan del “régimen del 78”. Los más entusiastas hablan del “pacto del 78”. Han pasado 45 años desde la aprobación de la Constitución española. Si tenemos en cuenta la rapidez con la que se producen hoy los cambios sociales, podríamos decir que se trata de un texto de larga duración. Pero, como a los españoles nos cuesta vivir más de cuatro décadas en paz (es algo cultural), estamos asistiendo a una reforma encubierta del texto que nos ha permitido convivir y progresar durante casi medio siglo. 

Que toda constitución necesita revisiones periódicas parece evidente, aunque hay países que tienen textos constitucionales con más de 200 años, si bien han recibido algunas enmiendas. La vida evoluciona. Las sociedades cambian. El problema reside en las motivaciones que las impulsan y en los métodos que se utilizan. Aunque la situación política que hoy vivimos es más tensa de lo imprescindible, confío plenamente en la madurez de nuestro pueblo. Todo depende de si al principio del pentagrama nacional (permítaseme esta metáfora musical) colocamos la clave de la reconciliación (que fue la de 1978) o la de la confrontación (que me parece que se está promoviendo arteramente en los últimos años).


A finales de los años 70 del siglo pasado había también una gran pluralidad en España. Una inmensa mayoría anhelaba cambios significativos tras varias décadas de un régimen autoritario. Pero una minoría deseaba estirarlo lo más posible. Yo era entonces estudiante de Teología. Viví con mucha intensidad, pero como espectador, lo que estaba sucediendo. Entre Manuel Fragua Iribarne, Adolfo Suárez, Felipe González y Jordi Solé Tura había diferencias notables, pero creo que todos eran conscientes de que la única forma de que España saliera adelante era ponerse de acuerdo en un gran pacto nacional. 

Eso implicaba naturalmente la renuncia a algunas posiciones propias. Unos tuvieron que renunciar a su ideal republicano, por ejemplo, y otros a su deseo de seguir siendo un estado confesional. La Constitución es una expresión “imperfecta” de ese pacto. Predominó el interés general sobre los intereses de parte. Algunas cuestiones se resolvieron mal y apresuradamente (estamos pagando hoy las consecuencias), pero, en conjunto, se consiguió un acuerdo que permitió vivir la transición sin grandes traumas. La Iglesia jugó entonces un papel muy significativo. Apostó decididamente por la reconciliación. Consideró que esta clave (siguiendo con la metáfora musical) era más importante que algunas notas discordantes.


Desde hace unos años (tal vez desde el 2015 o quizás desde el 2008), la clave de la reconciliación ha sido sustituida paulatinamente por la de la confrontación, que es una modalidad contemporánea de la clásica “lucha de clases” marxista y que está en el ADN de la mayoría e los partidos de izquierda. Si la pugna tradicional entre capitalistas y proletarios suena ahora un poco rancia, entonces hay que inventarse nuevos campos de batalla. La guerra se libra hoy entre “progresistas” y “reaccionarios” (este dilema le encanta a Pedro Sánchez) o entre machistas y feministas, heterosexuales y homosexuales, centralistas y periféricos, negacionistas y ecologistas, nativos e inmigrantes… 
Lo de menos es la causa que se esgrime. Lo que importa es atizar constantemente el fuego de la confrontación de manera que el país se polarice y, una vez abierta la guerra, los más espabilados saquen tajada. 

Con esta clave al principio del pentagrama, ¿cabe una revisión sensata y constructiva de la Constitución? Mi opinión es que no. Los cristianos podemos caer en esta trampa. De hecho, estamos cayendo en buena medida. En vez de apostar inequívocamente por la reconciliación (que es la única clave que nos permite vivir en paz en las sociedades pluralistas y que es la que mejor expresa lo esencial de nuestra fe), nos hemos dejado empujar hacia algunos de los polos. En cuanto lo hacemos, podemos ganar alguna batalla, pero perdemos la capacidad de ser fermento, sal y luz. Todavía no es demasiado tarde para reaccionar. La historia nos enseña mucho.

martes, 5 de diciembre de 2023

Un poco de cariño


Entre viaje y viaje, generalmente al final del día, dedico unos minutos a leer algunos libros que no tienen que ver directamente con mi trabajo. El fin de semana pasado me leí Bocabesada, la última novela de Juan del Val, un escritor que se ha hecho famoso por su participación en El Hormiguero. Se lee de un tirón porque está escrita con ritmo televisivo. Se suceden los personajes y se van encadenando las escenas sin que en ningún momento baje la tensión.

No me interesa contar la historia (o las historias) ni hacer una crítica del libro. Juan del Val describe con soltura a los personajes que se mueven en el mundo de la literatura y de las producciones de series. Se ve que es un ambiente que conoce bien. Desnuda sus motivaciones de fondo, ridiculiza el postureo, se compadece de los más débiles, abusa de las escenas de sexo y suspende el juicio ético para comportarse como un forense emocional que despieza deseos, soledades y arrumacos. Es una novela para leer de un tirón como quien se come una pizza o ve el episodio de una serie el sábado por la noche. El estilo es ágil, pero, al final, no queda nada. Es una novela muy VICA: volátil, incierta, compleja y ambigua.


He dicho que no queda nada, pero no es del todo cierto. Lo que queda es un regusto de tristeza, la misma que desprenden muchos contemporáneos. Los personajes escriben, dirigen películas, viajan a Nueva York, son ministros de cultura, contratan prostitutas, hacen el amor, organizan fiestas, consumen cocaína, se atraen y se repelen, se comunican por WhatsApp, se cambian de sexo, degustan ostras y beben champán, venden flores, se matan en un accidente de tráfico a bordo de un Porsche cerca de Aranjuez y otras muchas cosas más. Pero, en el fondo, más allá de sus motivaciones conscientes, de sus aventuras y de sus devaneos, todos buscan un poco de cariño, el ingrediente imprescindible para sobrevivir. Lo disfrazan de sexo, reconocimiento, fama, dinero y poder, pero es algo más sencillo y sutil, más humano: cariño. Solo eso.

No acabo de sentirme a gusto con la definición de la RAE: “inclinación de amor o buen afecto que se siente hacia alguien o algo”. Recuerdo que un amigo mío de nacionalidad india se sentía muy atraído por esta palabra cuando empezó a estudiar español. Miraba en un diccionario español-inglés y veía que la traducción sugerida era affection, pero ese término le parecía demasiado genérico, no expresaba la sutileza que él percibía en los hispanohablantes que usaban el término “cariño”. Llevaba razón. El cariño es más que affection. Es amor tierno, suave, desinteresado, redimido de la pasión, libre, detallista.


Las personas que han recibido cariño desde su infancia y que siguen envueltas en él no necesitan adentrarse en la espiral de la posesión, el consumo o el poder. No ansían ser famosas para ser reconocidas. No conciben las relaciones como un supermercado en el que cada uno busca un producto a conveniencia y lo cambia cuando se cansa de él. El cariño proporciona la seguridad y la confianza suficientes como para moverse en la vida sin ansiedad, sin tener que refugiarse en el sexo, en los narcóticos, en la cuenta corriente o en los halagos. Las personas que han recibido cariño suelen prodigarlo porque el amor es siempre expansivo. Es el caso de César y Marisa, la pareja que regenta una floristería en el barrio de Salamanca y que, tras jubilarse,  se la dejan a Miguel, el hijo de un matrimonio amigo (Jacinto y Teresa) que ha terminado suicidándose porque no podían soportar el deterioro producido por el Alzheimer de ella.

El gran error -tal vez la gran mentira- de muchos padres jóvenes es atiborrar a sus hijos de cosas, pero expresarles poco cariño. Al final, los hijos se van a convertir en mercaderes de afectos, en chantajistas emocionales, porque su inseguridad los mata. Y lo mismo sucede con los matrimonios y con otro tipo de relaciones. Un poco de cariño auténtico es suficiente para curar muchas de las enfermedades espirituales de nuestro tiempo. Eso es lo que he corroborado leyendo Bocabesada, aunque probablemente el autor no tuviera la más mínima intención de transmitir este mensaje.

lunes, 4 de diciembre de 2023

Educadores de sus padres


Ayer, en la Eucaristía del primer domingo de Adviento, los niños depositaron frente al altar las coronas que habían preparado los días anteriores. Yo las bendije junto con la corona que permanecerá en la iglesia. Es la primera vez que participo en un rito como este. Al final de la misa, los niños recogieron sus coronas y se las llevaron a casa. El párroco les proporcionó una hojita con las oraciones que podían rezar cada domingo de Adviento al tiempo que encendían una nueva vela en compañía de sus padres y hermanos. 

Viendo la ilusión con que realizaban esta sencilla tarea, comprendí que el futuro -incluido el futuro de la fe- pasa por su extraordinaria potencia evangelizadora. Si nadie como los niños -o “los pequeños”, por utilizar las palabras de Jesús- entiende los misterios de Dios, nadie como ellos puede evangelizar a una sociedad descreída.


Es verdad que los niños son nativos digitales, que su capacidad de atención es mínima, que probablemente son adictos a los dispositivos electrónicos y que muchos tienen que repartir su tiempo entre su padre y su madre divorciados y andan un poco desquiciados. Es verdad que en muchos casos son hijos de padres que no creen y de abuelos que no practican. Es verdad también que, aunque haya disminuido el número, muchos siguen preparándose para la primera comunión y participando en los encuentros de catequesis. Pero todas esas verdades juntas pesan menos que otra incontrovertible: son niños. Y, como tal, tienen una capacidad de asombro que ni siquiera las muchas horas pegados al televisor o al móvil han conseguido (todavía) erradicar. Y tienen un hambre de verdad que desnuda todas las hipocresías de los adultos. 

Asombro y hambre de verdad son dos vías que llevan a Dios. Por eso, creo que la “nueva evangelización” no va a venir de sacerdotes bien preparados, de blogueros de éxito o de activistas sociales. Serán los niños quienes evangelicen a sus padres descreídos y les hagan ver que hay cosas más importantes que unas vacaciones en Cancún o un nuevo coche eléctrico. Y lo harán sin violencia y sin doctrinas, con las armas más poderosas que existen: la verdad y el amor. Y, como fruto de ambas, una serena y contagiosa alegría. 


Pero para eso es preciso dejar que sean ellos mismos, no “educarlos” demasiado, permitir que la vida (con su panoplia de experiencias) les vaya enseñando dónde está lo que importa. No es necesario hablarles mucho de Dios para que los niños sean religiosos. Dios y ellos son amigos connaturales. Lo que importa es no contaminar su experiencia de Dios con nuestros clichés. Dios mismo se encarga de educarlos y protegerlos. Sus preguntas incómodas desnudarán nuestras cómodas creencias. Su transparencia pondrá al descubierto nuestra impostura. Y sus caprichos infantiles serán un espejo donde contemplar mejor nuestros inconfesables caprichos de adultos. 

¿Por qué a los niños les gusta tanto la Navidad? No solo porque es el tiempo de los regalos y las fiestas familiares, sino porque intuyen que es el tiempo en el que pueden tocar y besar a Dios, que Dios se pone a su altura. Adorar a un rey poderoso es muy difícil, pero adorar a un bebé envuelto en pañales está al alcance de cualquiera… de cualquiera que tenga un corazón de niño. Sus padres lo saben. Por eso algunos se limitan a decorar la casa con luces y adornos impersonales para evitarse problemas. Poner un nacimiento en el salón sería demasiado interpelante. Es mejor rellenar el vacío con los regalos que trae anticipadamente el orondo Papá Noel. Esta práctica no acalla las preguntas ni llena los silencios, pero mantiene entretenidos por un tiempo a los niños, que no es poco.