lunes, 31 de diciembre de 2018

¡Adiós a 2018!

Durante los últimos días los medios de comunicación social han presentado balances del año que termina. Es una tradición. También se hace en ambientes eclesiales. Nos gusta recordar los acontecimientos más relevantes y a los famosos fallecidos durante el año. Es una forma de hacer historia, de tomar conciencia del camino recorrido y de extraer algunas lecciones que nos ayuden a abordar con más sabiduría la nueva etapa. ¿Cómo despide un cristiano el año viejo? He titulado la entrada de hoy “¡Adiós a 2018!”. La palabra adiós es, en realidad, una apócope de la expresión “A Dios te encomiendo”. Lo que un cristiano hace es “encomendar” o “entregar” a Dios el tiempo, las acciones y las omisiones. No podemos cargar con el peso de la historia porque, aunque somos sus protagonistas, no nos pertenece del todo. Entregar lo vivido a Dios convierte el año 2018 en materia eucarística. Nosotros le presentamos “el fruto de la tierra y el trabajo del hombre” para que él transforme todo en el Cuerpo de su Hijo. De esta manera, podemos fijar nuestros ojos en el año que empieza, agradecidos por lo vivido, pero sin nostalgias excesivas y sin el peso de una responsabilidad que nos trasciende.

Como todos los años, dentro de unas horas comenzarán a desfilar las imágenes de las diversas celebraciones. Todo comienza en Nueva Zelanda y Australia y se va extendiendo como un tsunami pacífico por Asia, Europa y África hasta morir en América. Abundan las luces, los fuegos artificiales, las macrofiestas y otras múltiples tradiciones locales que los humanos inventamos para creer que somos dueños del tiempo cuando, en realidad, somos llevados por él. Estas ficciones y excesos hacen más tolerable el carácter efímero de nuestra existencia terrestre. O quizá son un símbolo que apunta a nuestra vocación celeste. Pasamos por esta vida como peregrinos. Cada año que pasa estamos más cerca de la meta, de la patria definitiva. Lo que para unos constituye un motivo de tristeza (la vida terrena se va acortando), para otros es un canto de esperanza (la vida celeste se aproxima).

Ayer domingo, fiesta de la Sagrada Familia, viví una tarde hermosa. La plaza mayor de mi pueblo natal se convirtió por unas horas en remedo de Belén (aunque, a la entrada del recinto, figuraba un letrero que decía Nazaret). Niños, jóvenes, adultos y ancianos nos dimos cita en ese espacio popular mientras por la megafonía sonaban los villancicos tradicionales y otros de factura moderna, muy rítmicos y bailables. La fachada de la iglesia se convirtió en una enorme pantalla de piedra sobre la que se proyectaban estrellas, mientras en el atrio de entrada, rodeados por pacas de paja, María, José y el Niño acogían a los visitantes. Como en todo belén que se precie, había una carpintería en la que algunos adolescentes, ataviados de época, manejaban con soltura la sierra y la garlopa. Seguía la fragua, con su fogón y su yunque de verdad. Mis sobrinos pequeños atendían con otros amiguitos la panadería. Con gracejo distribuían entre los peregrinos trocitos de bizcocho, que se acabaron pronto ante el exceso de demanda. No faltaban el molino, el aprisco con ovejas y cabras de verdad, la posada (en la que distribuían caldo y chocolate caliente), la oficina del escribano (que escribía cartas para los Reyes Magos), el castillo del procurador romano custodiado por dos soldados ataviados como exige el guion y otros rincones llenos de encanto en torno al pino colocado en el centro de la plaza. Durante más de tres horas (entre las 5 y las 8 de la tarde), Belén/Nazaret se convirtió en un verdadero “punto de encuentro” en el que vecinos y visitantes pudieron conversar, saborear algunos productos, cantar villancicos y, sobre todo experimentar lo más genuino de la Navidad: el amor que vence las barreras de las ideologías, edades, rencillas y soledades. Mereció la pena despedir el año de una manera tan popular y entrañable.


domingo, 30 de diciembre de 2018

La "nueva" familia

Este domingo, dentro del tiempo litúrgico de Navidad, la Iglesia celebra la fiesta de la Sagrada Familia. Si ha habido en la historia alguna familia extraña y atípica ha sido la familia formada por una madre virgen (María), un padre no biológico (José) y un hijo de naturaleza humana y divina (Jesús). ¿Alguien conoce alguna otra familia como ésta? No sé cómo se puede proponer esta famosa familia como modelo. No hay forma humana de reproducir su original estilo de vida. Los tres miembros viven durante unas tres décadas en una aldea llamada Nazaret, en la región de Galilea. Son pobres, aunque no de solemnidad, porque tienen un oficio que les proporciona lo necesario para el sustento cotidiano. Como buena familia israelita, no está cerrada en sí misma. Forma parte de una casa, de un clan, de una tribu. Jesús tiene primos y parientes con los que juega, trabaja, festeja y peregrina. ¿Cómo era la vida de esta singular familia? No lo sabemos. Da la impresión de que el pintor Murillo (con su célebre cuadro del pajarito) sabe más que los evangelistas. Marcos (el más antiguo) y Juan (el más reciente) no dicen ni una sola palabra sobre la infancia y adolescencia de Jesús. Mateo y Lucas describen una infancia “teológica” en la que lo que de veras importa no son los detalles de la vida doméstica, sino el significado de lo que vive Jesús y, desde él, lo que viven María y José.

Hoy se dice que la “familia católica” está en crisis. Si soy sincero, no sé bien lo que significa eso de “familia católica. Quizás nunca como ahora estamos viviendo una enorme proliferación de modelos. En algunas culturas se sigue con un modelo casi patriarcal o matriarcal. En torno a los abuelos, se agrupan los hijos e hijas con sus respectivos cónyuges y proles. Occidente llama a este tipo de familias “familias extendidas” (extended families) porque considera que el prototipo es la “familia nuclear” (formada por los padres y los hijos), pero esto no es más que un prejuicio cultural. Amigos míos africanos llaman hermanos a sus primos con toda naturalidad. Y sus tíos y tías son padres y madres. Por extraño que le resulte a un europeo, este modelo se asemeja más a la familia histórica de Jesús que nuestro modelo nuclear occidental. Pero no acaban aquí las cosas. Hoy hay familias formadas por progenitores divorciados que han contraído nuevas nupcias. Hay familias monoparentales. Incluso se aplica el concepto de familia a las unidades de convivencia formadas por personas del mismo sexo (con o sin hijos a su cargo). Por eso, no es fácil saber qué queremos decir cuando hablamos de la sacrosanta unidad familiar o de la defensa de la familia católica, etc.

Jesús, que tiene la rara habilidad de sacarnos de nuestras casillas, ha ido mucho más lejos de lo que podamos ir nosotros. Para él, la verdadera familia no es la formada por personas ligadas por lazos de sangre (aunque, como buen judío, no la rechaza), sino la formada por aquellos que “escuchan la Palaba de Dios y la cumplen”. Este es el verdadero criterio. En este sentido, muchas de las llamadas “familias católicas” estarían bastante lejos del ideal de Jesús. Otras, quizás llamadas “disfuncionales” o “problemáticas”, pueden estar más cerca del reino de Dios, como lo estaban algunos publicanos y prostitutas del tiempo de Jesús. Con esta provocación, Jesús no intenta erosionar ese ideal pequeño-burgués de la familia unida en torno a la mesa familiar, con la chimenea ardiendo, el pavo humeante en medio de la mesa y todos contentos entonando Jingle Bells o Hacia Belén va una burra. Esta puede ser una familia humana compacta y hasta hermosa. Pero no es el ideal que Jesús propone. Lo que hace a una familia “nueva”, célula de un mundo nuevo, “católica” (en el más genuino sentido del término) es la escucha conjunta de la Palabra de Dios y su puesta en práctica. Y, como el núcleo de la Palabra de Dios es el mandamiento del amor, solo hay verdadera familia donde el amor (y no las simples apariencias de bienestar) es la dinámica que mueve las relaciones hacia dentro y hacia afuera. ¡Cuánto amor derrochan los padres que cuidan a hijos con discapacidades o que tienen que afrontar el problema de la drogadicción en el seno del hogar! Hay mucho amor en algunas familias que, renunciando a la comodidad, se hacen cargo de ancianos dependientes, huérfanos desatendidos o niños en adopción. Son familias “atípicas”, pero más cercanas al ideal que propone Jesús que muchas de nuestras familias convencionales en las que todo parece funcionar bien porque no se afrontan a fondo los problemas de la vida. ¡Feliz día de la familia a todos los lectores de este Rincón!

sábado, 29 de diciembre de 2018

El aire de Taizé llega a Madrid

No sé si todos los amigos de “El Rincón de Gundisalvus” saben qué es Taizé. Pensando, sobre todo, en los no europeos, trazaré una breve silueta. Taizé es una pequeña aldea en el este de Francia, que da nombre a una comunidad monástica formada por monjes de diversas confesiones cristianas: católicos, protestantes y ortodoxos. Surgió en plena Segunda Guerra Mundial por iniciativa del hermano Roger Schutz, un protestante suizo que emigró a la pequeña aldea francesa. Desde entonces ha ido creciendo en número de miembros y, sobre todo, se ha convertido en un foco de atracción de jóvenes de todo el mundo. Taizé es, por encima, de todo, una parábola de comunión, un modo concreto de visibilizar una Iglesia unidad al servicio de la fe en el corazón de una Europa que no sabe bien quién es, de dónde viene y adónde va. A veces, en plan de broma, me he permitido decir que han hecho más por la unión de los pueblos y confesiones de Europa la compañía aérea Ryanair (con sus innumerables vuelos baratos), el programa Erasmus  y la comunidad ecuménica de Taizé (con sus encuentros abiertos  los jóvenes europeos) que todas las instituciones de la Unión Europea. Dejando a un lado esta hipérbole, lo cierto es que Taizé lleva varias décadas ayudando a los jóvenes a encontrarse consigo mismos en el encuentro con Cristo y con la comunidad. No es un movimiento y mucho menos una organización férrea. Es un lugar y un estilo abiertos a todo el que quiera buscar y encontrar un significado a su vida.

Tuve la suerte de viajar a Taizé en la primavera de 1980. Pasé allí la Semana Santa con un grupo de jóvenes de la parroquia en la que estaba trabajando como joven estudiante de teología. Han pasado más de 38 años desde aquella semana lluviosa y desapacible. Puedo afirmar que, entre las varias experiencias que han marcado a fuego mi itinerario de fe, el paso por Taizé fue una de ellas. Desde entonces, siento más en el corazón el desafío del ecumenismo, la importancia de la comunidad y un estilo de oración sencillo, hermoso y abierto a todos. De hecho, el estilo de Taizé ha enriquecido mucho mi actividad pastoral. Por aquel entonces –no sé si ahora la comunidad continúa con esta práctica– al final de la misa del día de Pascua, el abad (entonces, el hermano Roger; ahora, el alemán Alois) enviaba a algunos hermanos (generalmente de tres en tres) a vivir durante un año la “parábola de la comunión” en algunos de los lugares más conflictivos del planeta. Si no recuerdo mal, aquel año unos fueron enviados a Soweto (Sudáfrica) y otros a Nicaragua. Era una forma concreta de expresar la pasión por la unidad y la reconciliación. Donde se vive el don de la unidad, se irradia a otros. No sé cuántos miles (millones) de jóvenes habrán pasado por Taizé a lo largo de más de medio siglo. Estoy seguro de que para la mayoría habrá sido una experiencia imborrable. Las semillas plantadas acabarán produciendo fruto, aunque a veces pasen años en los que solo crecen hacia abajo.

Si hoy hablo de Taizé es porque del 28 de diciembre al 2 de enero se está celebrando en Madrid el Encuentro Europeo. Cada año se tiene este tipo de encuentro en una gran ciudad europea. Es una forma de despedir el año que termina y abrirse al año nuevo. Es, si se quiere, una macrofiesta juvenil, pero no al estilo de las que se organizan estos días para bailar y beber, sino para celebrar la alegría de la fe y del encuentro. Los jóvenes que vienen de los distintos países son acogidos en parroquias, comunidades religiosas y familias de la ciudad. Se produce un intercambio que derriba los muros de los prejuicios y crea lazos de fraternidad. Para ser sinceros, no siempre las parroquias y las familias se muestran muy favorables a la acogida. Un encuentro de este tipo altera las rutinas, crea problemas logísticos y obliga a salir de la “zona de comodidad” en la que todos estamos afincados. Una vez superados los recelos iniciales, el resultado suele ser una bocanada de aire fresco, un nuevo modo de vivir la fe. Espero que la experiencia madrileña, en la que me hubiera gustado participar, constituya un estímulo para los cristianos de esta gran ciudad y abra nuevos cauces para una evangelización más sencilla, alegre y abierta. Caminos hay, hace falta transitarlos sin miedo, superando los capillismos y abriéndonos siempre a sueños de largo alcance.

viernes, 28 de diciembre de 2018

Más Jesús, menos rutina

Viajando de Roma a Madrid, leí un artículo de “El País” titulado “España es el tercer país con un mayor abandono del cristianismo en Europa”, solo por detrás de Noruega y Bélgica. Esta es una de las conclusiones de una macroencuesta llevada a cabo por el centro de estudios Pew Research Center en 34 países europeos. Del 92% de españoles educados como cristianos, solo un 66% se siguen considerando como tales. Esto significa que unos 12 millones de españoles han abandonado la fe en la que fueron educados. Esta tendencia se da, aunque en menor proporción, en otros países de la Europa occidental. En la Europa del Este, por el contrario, aumenta el número de cristianos que no fueron educados como tales en su infancia. Para algunos sociólogos, la explicación de este fenómeno obedece a la dinámica “imposición” (en el caso de la España franquista) o “prohibición” (en el caso de los países que estuvieron dominados por el comunismo). Cuando algo se impone, la reacción natural es defenderse de ello. Cuando algo se prohíbe, uno tiende a buscarlo. Es probable que algo de esto haya sucedido, pero no basta para explicar el fenómeno de la deserción. De hecho, los que menos creen en España son los menores de 40 años; es decir, los que nacieron y crecieron en la etapa democrática y no sufrieron las “imposiciones” del régimen franquista. El fenómeno de la fe o de la increencia no se explica por un solo factor, sino por muchos. El más importante –la libertad personal– es irreductible a explicaciones sociológicas. 

Más allá de las encuestas, es evidente que muchos bautizados en la infancia abandonan la práctica religiosa al llegar a la adolescencia y juventud y bastantes acaban desenganchándose de la fe. De entre las diversas explicaciones plausibles (contradicción entre fe y razón, escándalos eclesiales, etc.), creo que la más radical es que, en la mayoría de los casos, no hubo una experiencia de conversión a Jesús y su Evangelio, sino solo una costumbre social o una tradición familiar más o menos asumida. Faltó una verdadera iniciación en la experiencia de fe, un auténtico catecumenado como el que se sigue en otros países donde el cristianismo es minoritario. Es claro que este modelo no puede perdurar mucho tiempo. La fe, o es la respuesta personal al encuentro con Cristo, o no es nada. Se diluye a las primeras de cambio. ¿Cómo puede uno abandonar su confianza en Jesús por el mero hecho de que un cura le haya tratado mal o por estar en desacuerdo con una norma de la Iglesia? No hay proporción. Siempre me ha parecido una reacción infantil la de algunos cristianos que, por desavenencias con su párroco o por cuestiones menores,  dicen: “Pues ya no piso la iglesia”. Quien así actúa está demostrando que su fe es muy epidérmica, demasiado dependiente de factores externos y no fruto de una honda convicción personal. Todo esto constituye un enorme desafío para la nueva evangelización.

Como misionero, no permanezco indiferente ante este hecho. No me preocupan demasiado los porcentajes de creyentes. No hay ninguna encuesta que pueda “medir” la fe. Lo que realmente me inquieta es las dificultades que tenemos los cristianos para compartir nuestra experiencia de una forma razonable, empática y atractiva. Estoy convencido de que Jesús posee la energía suficiente para llegar al corazón de cualquier ser humano. Tengo la impresión de que a menudo no creemos en esto. Me parece imprescindible ayudar a las personas a encontrarse con Jesús y no tanto a adecuarse a las prescripciones de la Iglesia. Sé que no hay experiencia de encuentro real con Jesús prescindiendo de su comunidad, pero, al mismo tiempo, creo que cuando la comunidad (la Iglesia) es demasiado impositiva, demasiado compacta, demasiado clerical, constituye más un obstáculo que una mediación. Hasta que cada cristiano –no solo los sacerdotes– tome conciencia de que es un evangelizador a través de su testimonio y de su palabra, será difícil producir un cambio significativo. Por eso, es necesario invertir tiempo, energías y recursos, en la buena formación de los bautizados. No basta fiarlo todo al ambiente familiar y mucho menos a la tradición cultural. Es preciso imaginar nuevos procesos de iniciación cristiana que ayuden a los creyentes a fundamentar su fe y a capacitarlos para vivirla en un contexto pluralista como el nuestro. Aunque hay iniciativas loables, todavía tenemos que cambiar muchas cosas y poner más entusiasmo. Una vez más, la crisis tiene que convertirse en una oportunidad, no en un motivo de descorazonamiento y abandono.


jueves, 27 de diciembre de 2018

La sonrisa de Dios

¿Se puede concebir la Navidad sin música? Para mí resulta imposible. Entre los muchos temas ligados a este tiempo, hay uno que ha sido versionado infinidad de veces. En inglés se lo conoce como Carol of the Drum. En español, recibe varios nombres: El niño del tambor (Latinoamérica) o El pequeño tamborilero (España). La historia de este villancico es un poco oscura. Parece de origen checo, pero popularizado en los Estados Unidos. En cualquier caso, se trata de una composición de mediados del siglo XX. ¿Quién no la ha cantado alguna vez en Navidad? El repicar constante del tambor obliga a mantener un ritmo muy preciso que no suele respetarse cuando se canta en familia. Su persistencia hace recordar al Bolero de Ravel. Es emocionante imaginarse un valle lleno de nieve como los que solía ver yo en mi niñez. Sobre ese trasfondo blanco se adivina una hilera de pastores que van por “el camino que lleva a Belén” con regalos para el recién nacido. El tamborilero también quiere entregarle algo, pero es tan pobre que con mucha humildad reconoce: “Mas Tú ya sabes que soy pobre también, y no poseo más que un viejo tambor”. Como la viuda del evangelio, no da las sobras, sino todo lo que tiene, su viejo tambor: “Nada mejor hay que te pueda ofrecer, / su ronco acento es un canto de amor”. En realidad, ese viejo tambor expresa algo mucho más profundo: el amor que el tamborilero siente por el pequeño Jesús. La respuesta no se hace esperar: “Cuando Dios me vio tocando ante Él, / me sonrió”. La sonrisa de Dios es el tesoro de los pobres. El Jesús adulto lo dirá de otra manera: “Bienaventurados los pobres porque de ellos es el reino de los cielos”.

En inglés fue muy popularizado por el gran Bing Crosby. He aquí una original versión en compañía de David Bowie.


En España, la canción está ligada a Raphael, que la popularizó en la década de los 60 del siglo pasado. ¿Quién no ha imitado alguna vez su estilo exagerado y un poco relamido?


Para compensar tanto exceso, los de la banda Medina Azahara se encargaron de hacer una versión más rockera: 


Los primos Myriam y Eduardo volvieron a los aires románticos y sentimentales con esta reciente versión: 


En inglés ha hecho fortuna la versión polifónica de los famosos Pentatonix. Me resulta demasiado sofisticada, pero reconozco que suena bien: 


Y la que resulta un bombazo es la protagonizada por el dúo norteamericano For King & Country. Desde luego, no está hecha para dormir a las ovejas, sino para poner en danza a los pastores:


Después de este derroche de decibelios, quizás es conveniente terminar con una versión coral que nos deje más serenos. Aquí va la de la Joven Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid.  Tiene la peculiaridad de fusionar El Tamborilero y El Bolero de Ravel.


Bueno, creo que, junto con el archiconocido Noche de Paz, éste es uno de los villancicos más cantados en todo el mundo. Detrás de su aparente ingenuidad, expresa en qué consiste la verdadera experiencia de fe, en entregar todo lo que somos a Dios. Él no espera de nosotros grandes dones, sino solo un poco de amor. Cuando lo amamos, él sonríe. La sonrisa de Dios es la única experiencia que llena nuestra corazón de una alegría inmarcesible. Si la Navidad nos acerca a ella somos afortunados.

miércoles, 26 de diciembre de 2018

El niño y el mártir

Roma ha amanecido con una temperatura en torno a los 0 grados. Luce el sol, pero se siente el frío. Hay poco tráfico en las calles. Hoy, fiesta de san Esteban, es un día festivo. Imitando una tradición del Boxing Day británico, esta tarde se jugarán algunos partidos de fútbol de primera división. En Italia no se hacía desde 1971. Tras los excesos de la Navidad, hoy es un día de descanso y recuperación. La liturgia de la Iglesia nos presenta la experiencia de la muerte contigua a la de la vida. Ayer celebrábamos el nacimiento de Jesús. Hoy conmemoramos la muerte del diácono Esteban, el primer mártir de la Iglesia. Ambos acontecimientos están teñidos de alegría. Ambos nos ayudan a iluminar los extremos de la existencia: el comienzo y el fin. A primera vista, podría parecer que el recuerdo del martirio de Esteban es poco “navideño”, pero esta impresión solo cobra fuerza en quienes tienen una idea falsa de la Navidad. El niño que nace en Belén es el mismo que será crucificado en Jerusalén. Es más: solo se comprende el alcance de su nacimiento desde la fuerza de su muerte y resurrección. Se escriben antes los relatos de la pasión que los de la infancia.

Seguir a Jesús es siempre una empresa arriesgada. Lo fue al comienzo del cristianismo y lo sigue siendo hoy. Unos 215 millones de cristianos son perseguidos en todo el mundo. Algunos pagan con su vida su adhesión a Jesús. En 2017, alrededor de 3.000 cristianos fueron asesinados a causa de su fe. Cuesta hacerse cargo de este fenómeno cuando uno vive en un contexto pacífico, cuando, desde niño, ser cristiano se ha visto como “lo normal”. Es el caso de los países europeos y americanos. Pero incluso en estas zonas tradicionalmente cristianas está creciendo una especie de cristofobia. Es como si Cristo y su comunidad fueran un impedimento para la construcción de “otro mundo” sin referencias trascendentes. El anticristianismo es un sentimiento de hostilidad hacia todo lo que tenga que ver con Cristo y con la Iglesia. Es evidente que este sentimiento reviste formas y grados muy diversos según países y grupos, pero el denominador común es siempre la persecución de quienes se confiesan seguidores de Jesús. Que esto suceda en regiones dominadas por otras religiones puede tener alguna explicación, pero que se dé también en aquellos lugares que secularmente han estado impregnados por la cultura cristiana llama más la atención. Raro es el intelectual europeo que no se pronuncia públicamente en contra del cristianismo, como si hacerlo fuera una señal inequívoca de agudeza mental y de compromiso ético. Aunque también es cierto que muchos intelectuales cristianos permanecen callados, como si hubieran dado por pérdida de antemano la batalla cultural y se resignaran a vivir su fe en los cuarteles de invierno.

Debemos acostumbrarnos a una espiritualidad martirial. Creer en Jesús no sale gratis. Es una opción que comporta riesgos. Es verdad que hoy promovemos mucho la “cultura del encuentro” y del diálogo. El papa Francisco es un adalid de la superación de prejuicios y de la salida hacia quienes piensan de otra manera. Esta es la orientación principal de los cristianos. Nuestra fe no nos encierra en una fortaleza inexpugnable sino que nos impulsa a abrirnos a todos, a buscar juntos lo mejor para nuestro mundo y a establecer alianzas estratégicas. Pero Jesús ya nos advirtió de que no fuéramos ingenuos. Siempre ha habido lobos vestidos de corderos, incluso dentro de la propia comunidad cristiana. Hay que adiestrarse para el diálogo, pero hay que estar también preparados para la persecución. En la mayoría de los casos no se trata de una persecución cruenta, sino de algo más sutil y quizá más deletéreo: la ridiculización del fenómeno cristiano como residuo cultural. No es necesario que nos disparen una bala. Basta con que, un día sí y otro también, presenten la fe como un fenómeno anormal, hablen de la Iglesia como una institución corrupta y ensalcen solo a aquellos cristianos que se muestran muy  críticos con su propia comunidad. Esto último da excelentes resultados. De no advertir a tiempo esta estrategia, acabaremos siendo engullidos por una cultura que no soporta la existencia de un Padre común que tiene preferencia por los últimos y descartados. Recordar el desenlace de san Esteban protomártir nos ayuda a mantener los ojos abiertos y a pedir el don de la fidelidad y la perseverancia en tiempos convulsos.

martes, 25 de diciembre de 2018

Conversación junto al pesebre

La mañana ha amanecido luminosa en las afueras de Belén. María está recostada sobre un montón de paja caliente. Duerme serena. José anda de un lado para otro. Pasa la mano por la frente de su joven esposa. Inspecciona mil veces la cuna improvisada en el pesebre. También el niño duerme. Los pastores han regresado a sus campos tras una noche en vela. No hay cantos de ángeles ni visitas extrañas. Una comadre se acerca con algo para comer y se ofrece para cualquier servicio. Reina un silencio completo. Se diría que nada ha sucedido en este lugar. Los periodistas de la época no tenían ni idea de quién era este bebé. Y lo mismo sucede con muchos de los de hoy. Pasado un tiempo, María se despierta. José la ayuda a recostarse sobre el montón de paja. Está cansada, pero sonríe. Dentro de poco tiene que dar de mamar al niño. Los bebés son muy comilones. Le pregunto si le importa que conversemos un poco. Me hace un gesto con la cabeza para decirme que tiene ganas de hablar. Le prometo no cansarla mucho. José me pide que sea breve. Lo que dijimos aquella mañana del 25 de diciembre se me ha quedado grabado a fuego. Antes de que el paso del tiempo pueda borrarlo, lo transcribo con fidelidad.

Gundisalvus: ¿Cómo se siente una joven pareja con un bebé recién nacido?

José: Bendecidos. Esa es la palabra. Cuando veníamos de Nazaret a Belén pensaba que podía nacer por el camino. Me preocupaba que no tuviéramos un sitio para acogerlo. Pero Dios se ha apiadado de nosotros.

María: ¿Cómo quieres que me sienta? Muy feliz y agradecida. ¿Conoces a alguna mare que no se sienta feliz tras dar a luz? Nos han dejado esta parte inferior de la casa porque arriba estaba todo lleno. Pero aquí tenemos más tranquilidad y calor. Dios no nos deja de su mano. Somos pobres, pero no estamos abandonados.

Gundisalvus: He venido a veros desde el año 2018. Millones de personas en todo el mundo creen que vuestro hijo ha nacido para mostrarnos el camino de regreso a la casa paterna. Hay algunos que lo odian o que consideran que no es un hombre de carne y hueso, pero son los menos.

María: Yo sé que para Dios no existen las fronteras del espacio y del tiempo. No sé qué va a ser del pequeño Jesús. Solo sé que Dios ha querido que naciera entre nosotros. Yo lo voy a cuidar como el mejor tesoro. Sé que es mi hijo, pero no me pertenece. Es el hijo y el hermano de todos los hombres y mujeres de la tierra. Ya sé que algunos lo van a rechazar, pero yo pienso en todos aquellos para los cuales Jesús será su camino, verdad y vida.

José: A mí me cuesta mucho entender todo esto. Reconozco que sin la ayuda de María hace tiempo que hubiera tirado la toalla. Soy solo un trabajador de pueblo. ¿Qué he hecho yo para que el Altísimo se haya fijado en mí? Pero te aseguro que pondré alma, vida y corazón en cuidar al niño y a María. Sé que esto es lo que Dios quiere de mí.

Gundisalvus: Millones de parejas se fijan en vosotros para saber cómo vivir su relación, qué deben hacer para afrontar las dificultades y las crisis. Durante siglos vais a ser presentados como una familia modelo.

José: No quisiera defraudarte, pero me temo que la nuestra es una familia demasiado normal para ser modelo de nadie. Yo sé que Dios está con nosotros, pero intuyo que no nos va ahorrar ningún problema de los que tienen otras parejas amigas. Tendré que seguir trabajando más que hasta ahora y María deberá ocuparse día y noche del pequeño. Pero no nos preocupa demasiado el futuro. No queremos abandonar Nazaret para venirnos a Jerusalén en busca de un mejor porvenir. Procuraremos vivir cada minuto en la presencia de nuestro Padre y no nos iremos nunca a la cama sin habernos perdonado cualquier pequeña ofensa. Si esto es ser una familia modelo…

María: Las cosas de Dios se sabe cómo empiezan, pero no cómo acaban. Si te soy sincera, tengo la impresión de que este niño nos va a dar muchos dolores de cabeza. Pero le hemos dicho un sí a Dios que nunca vamos a retirar. El niño nos enseñará cómo mantenerlo cuando lleguen las dificultades.

Gundisalvus: Tengo muchas más preguntas, José y María, pero sé que no es el momento. Prometí ser breve. Os dejo descansar. Veo que se acercan algunos vecinos a echaros una mano. Tendremos tiempo de encontrarnos en otra ocasión. Muchas gracias por vuestra amabilidad. Que Dios siga siempre con vosotros.

Volví enseguida al 25 de diciembre de 2018. Cuando me desperté en una Roma luminosa, delicadamente invernal, no supe si mi conversación con María y José junto al pesebre había sido un sueño o una experiencia real. Durante unos segundos perdí la noción del tiempo. Incluso me pareció que yo mismo me había empeñado en transcribir una conversación imposible como ese padre que ha creado una página web con el solo propósito de hacerle ver a su hijo que los Reyes Magos existen. Mis colegas exégetas dicen que todo esto de la Navidad es un hermoso género literario que Mateo y Lucas inventan para dar significado teológico al origen de Jesús. Ningún notario estaba allí para levantar acta. Algunos periodistas con un cierto bagaje religioso se encargan de divulgar, como si fuera el descubrimiento del Mediterráneo, lo que mucha gente sabe: que probablemente Jesús nació en Nazaret (no en Belén) en un día desconocido del año (no el 25 de diciembre, día del Sol Invictus en la antigua Roma). Algunos enteradillos sienten un extraño placer en desmontar lo que les parece un mero montaje eclesial sin el más mínimo fundamento histórico. Frente a la fe popular, que tildan abierta y superficialmente de superstición, se yergue la fe crítica de quienes presumen de conocimientos históricos y exegéticos y miran por encima del hombro a las pobres criaturas que siguen creyendo en cuentos de hadas y explicaciones míticas (Hawking dixit). Dejemos que cada uno se entretenga como mejor sepa.

Es verdad que los estudios históricos y exegéticos ayudan a contextualizar el acontecimiento, pero no nos ahorran el riesgo de creer. Es verdad que Mateo, que escribe para cristianos procedentes del judaísmo, “hace nacer” a Jesús en Belén para que se cumpliera la profecía de Miqueas y que concibe la infancia de Jesús como la historia del pueblo de Israel en miniatura (con huida a Egipto y regreso incluidos). Es verdad que Lucas hace un esfuerzo por situar el nacimiento en coordenadas espacio-temporales que lo hagan verosímil para un lector pagano. Pero todas estas precisiones, aunque útiles y necesarias, no son suficientes para acoger el Misterio. Confieso que mi conversación junto al pesebre me ha sido más iluminadora que todos mis estudios bíblico-teológicos. Cuando la joven María me dijo que “solo sé que Dios ha querido que naciera entre nosotros” comprendí que los seres humanos tenemos unas formas de entender las cosas que no se corresponden con las de Dios. Nosotros presumimos de nuestras conquistas. Dios escribe la historia a base de sorpresas. Entonces solo quedan dos posturas: o considerar todo una fantasía (más o menos hermosa) o aceptar con humildad la revelación de Dios. Yo me quedo con la segunda. ¿Y tú?


Feliz Navidad 
a todos los amigos de El rincón de Gundisalvus

Happy Christmas 
to the friends of El Rincón de Gundisalvus

Buon Natale 
a tutti gli amici di El Rincón de Gundisalvus



lunes, 24 de diciembre de 2018

No la debemos dormir

Hay un villancico español del siglo XVI que reza así: “No la debemos dormir la noche santa, / no la debemos dormir. / La Virgen a solas piensa qué hará, / cuando al Rey de luz inmensa parirá. / No la debemos dormir la noche santa, / no la debemos dormir, / no la debemos dormir”. Y otro mucho más popular, famoso entre las familias españolas, que canta: “Esta noche es Nochebuena, / y mañana Navidad, / saca la bota, María, / que me voy a emborrachar”. El misterio de esta noche se juega entre estos dos polos: “no la debemos dormir” y “me voy a emborrachar”. Esta noche se juntarán en torno a la mesa familiar millones de personas en todo el mundo. Algunos llevan deseando este encuentro desde hace meses. Otros lo temen e inventan estrategias para sobrevivir con el menor daño emocional posible. Unos se emocionarán recordando el nacimiento de Jesús y completarán la cena familiar con la Misa de Gallo. Otros reducirán todo a una cena copiosa, alguna conversación subida de tono y una tendencia a la borrachera general. La cena de esta noche tipifica las actitudes que los seres humanos adoptamos ante este niño que nace. Para algunos, es solo el pequeño Yeshua ben Yoseph, transformado en Mesías por Pablo de Tarso. Para otros, es el Hijo de Dios hecho hombre entre nosotros. También aquí se despliega el mapa de las mil opiniones.

En algún momento de la noche (en casa o en la iglesia) se cantará Noche de Paz (Stille Nacht), ese sencillo villancico que este año celebra su segundo centenario. Fue estrenado en la iglesita de Oberndorf, una pequeña aldea cerca de Salzburgo. Lo cantaron por primera vez en la noche del 24 de diciembre de 1818 Joseph Mohr (1792-1848), coadjutor de Salzburgo y autor de la letra, y Franz Xaver Gruber (1786-1863), maestro y organista natural de la Alta Austria, compositor de la música. Entonces nadie pudo imaginar que iba a convertirse en la canción de Navidad más famosa del mundo, hasta el punto de ser declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Quienes se inclinan por la “noche santa” encontrarán en la letra y música de este villancico una ayuda para la oración. Quienes son más dados a la “borrachera” echarán mano de otros cantos más pachangueros, desde Los peces en el río hasta La Marimorena. Siempre habrá algunos nostálgicos que se inclinen por el Happy Christmas (War is Over) de John Lennon. Otros echarán mano de la Canción para la Navidad de José Luis Perales. No puede faltar nunca el Feliz Navidad de José Feliciano, que se canta en todo el mundo. Somos hombres y mujeres de tradiciones. Una vez al año necesitamos desempolvar los recuerdos y vivir algo que no sabemos bien si nos eleva por encima de nuestro suelo o nos sume en un pozo de contradicciones.

Para quienes no han apagado la llamita de la fe, esta noche es una noche santa; por eso “no la debemos dormir”. Es verdad que se agolpan los recuerdos tristes (personas que han muerto, ausencias, enfrentamientos) y que las noticias de desastres cobran una fuerza especial, pero el centro lo ocupa la huella del Misterio. En el camino que media entre nuestra casa y la iglesia, en el tiempo que transcurre entre la cena familiar y la Misa de medianoche, tenemos la oportunidad de volver a preguntarnos por qué Dios ha querido hacerse un ser humano, qué significa que el autor de todo cuanto existe haya querido hacerse el encontradizo con nosotros en la persona de un niño. La dogmática cristiana ha escrito innumerables páginas sobre este asunto, pero en una noche como la de hoy no se trata de recordar explicaciones, sino de dejarse seducir por la fuerza del Misterio. Dios, que se manifiesta en el esplendor de la naturaleza, en un momento de la evolución ha querido hacerlo, de manera insuperable, en un niño que nace en condiciones de fragilidad y pobreza. Quienes son padres o van a serlo pueden entender muy bien la fuerza de este símbolo. En el universo, Dios aparece como una energía poderosa, inabarcable. En este niño, se manifiesta como un ser débil. Ambas palabras tienen que ver con cada uno de nosotros. Somos naturaleza y somos historia. Por ambos caminos Dios ha querido expresarnos su amor y entrar en relación personal con cada ser humano. ¿Podremos caer en la cuenta esta noche de que esto es verdad? ¿Dispondremos de unos instantes de silencio para dejarnos alcanzar?



domingo, 23 de diciembre de 2018

Donde hay fe, hay alegría

Hemos llegado al Cuarto Domingo de Adviento. El Evangelio nos reporta el diálogo entre dos grandes “teólogas”: María de Nazaret e Isabel de Ain Karim. Nadie puede imaginar que una mujer madura (Isabel) y una adolescente (María) hablan como Lucas las hace hablar en su escrito. Parecen dos teólogas profesionales, más que dos mujeres de pueblo. Todo lo que dicen tiene una gran trascendencia. A nosotros, lectores de hoy, se nos escapan muchos detalles. Isabel califica a María de varias maneras. La llama “bendita entre todas las mujeres”, “madre de mi Señor” y “bienaventurada la que ha creído”. Aunque no se menciona explícitamente, hay otro título que le cuadra bien a la joven María: “portadora de alegría” (jaráfora). Isabel lo reconoce con estas palabras: “En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre”. El retrato que emerge de María es profundo y encantador.  No se nos describen sus rasgos físicos, pero sí su fisonomía espiritual. Es una mujer llena de gracia (bendita), que ha sido llamada a ser la madre de Jesús, el Señor, y, a pesar de las dudas, ha creído en la promesa de Dios. Porque está llena de gracia (cháris) transmite alegría (chára). Para quien siente en sus venas la vocación misionera, Lucas presenta a María como la primera misionera, la que lleva en su seno la alegría del Evangelio (Evangelii gaudium). Por eso puede ser modelo para los misioneros de todos los tiempos.

Cuando leí la exhortación Evangelii gaudium por primera vez, me llamó mucho la atención este análisis del papa Francisco: “El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada” (n. 2). Esta tristeza individualista la palpo a cada paso. Abundan las carcajadas, pero no es fácil encontrar a personas que emanen alegría auténtica. Nos hemos cerrado demasiado en nosotros mismos como para experimentar el gozo de la vida. Somos demasiado altaneros y retorcidos como para que la alegría fluya con espontaneidad. ¿Cómo se cura esta enfermedad contemporánea que nos va corroyendo poco a poco? El papa Francisco ofrece una respuesta sintética que va en línea con el Evangelio: “Nuestra tristeza infinita solo se cura con un infinito amor” (n. 265). La joven María ha experimentado el amor de Dios, se ha sentido llena de su gracia, bendita. Ha creído que las promesas de Dios se cumplirían en ella. Por eso, canta la alegría de saberse elegida y salvada en medio de su pequeñez: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi Espíritu en Dios mi salvador”. Sin pretenderlo, se convierte en portadora de la alegría de Dios a las personas que la rodean. Su saludo es como una réplica del saludo que ella misma recibió del ángel Gabriel.

La liturgia nos propone estas historias para iluminar las nuestras. En vísperas de la Navidad, se nos da la clave de la verdadera alegría. Solo el que cree, el que se fía de Dios, experimenta el gozo del amor. Sin fe, no hay alegría. Quienes se cierran a Dios, permanecen prisioneros de la tristeza. ¿No encontramos aquí la explicación más profunda de esa “tristeza infinita” que caracteriza a muchos de nuestros contemporáneos? Pero hay algo más. Quien se acerca a María, experimenta lo mismo que Isabel. Algo dentro de nosotros comienza a saltar de júbilo. María es siempre portadora de alegría porque lleva en sí misma, en su vientre y en su corazón, la “causa de la alegría”, Jesús. María es, en otras palabras, una terapia anti-tristeza. Haríamos bien en acercarnos a ella en las puertas de la Navidad para que nos contagie su alegría. De esta manera, no sucumbiremos a la tentación depresiva de estas fechas ni nos abandonaremos al derroche o a los festejos efímeros. De su mano podremos experimentar que quien cree en Dios no necesita llenar su vacío con otras realidades, porque solo Dios basta.



sábado, 22 de diciembre de 2018

Me da pereza felicitar la Navidad

Las doce horas y media de vuelo desde Singapur a Roma se me hicieron bastante pesadas. Ni siquiera tuve humor para ver más de dos películas, las dos de temática navideña, por cierto. Preferí escuchar música y dormir. Al menos, tuve la suerte de pasar de los 30 grados de Medan (Indonesia) a los poco más de 5 de la capital italiana. Ya sé que a quienes les gusta el calor les puede sonar a provocación denominar “suerte” a padecer una temperatura tan baja, pero yo me encuentro mucho mejor en los climas fríos. Me cunde más el tiempo y hasta el ánimo parece fortalecerse. Hoy tendría que dedicar algunas horas a felicitar a mis familiares, amigos y a mucha gente conocida, pero reconozco que me da pereza. Todo me suena un poco a hueco, a palabras repetidas carentes de sentido. ¿Qué significa, en efecto, feliz navidad? ¿Qué queremos decir con eso de próspero año nuevo? Añoro los tiempos en los que a primeros de diciembre uno se armaba de ilusión, compraba unas cuantas tarjetas y, en ratos perdidos, iba escribiendo a mano mensajes personales que luego enviaba por correo postal. Este modo de proceder es ya historia. Hoy abundan los correos electrónicos y, sobre todo, los mensajes visuales a través de WhatsApp y otras aplicaciones. Reconozco que algunos son de gran calidad estética. Pocas veces se trata de mensajes personales. Es frecuente reenviar lo que, a su vez, se ha recibido. Por este procedimiento, uno puede acabar recibiendo el mismo vídeo o el mismo fotomontaje de varias personas distintas. Es tal la avalancha, que podemos sentir la tentación de no hacer mucho caso, pero conviene superarla porque, detrás de cada vídeo o de cada frase ingeniosa, hay una persona que se ha acordado de nosotros. Esto es lo más importante; por lo tanto, felicita, que algo queda.

¿Por qué nos deseamos con tanta profusión salud, amor, paz y alegría? Me lo pregunto todos los años cuando se pone en marcha la campaña navideña. Es como si la Navidad nos conectara con una dimensión de nuestra vida que parece no corresponderse con lo que vivimos a diario, pero que necesitamos. O como si nos introdujera en un mundo anhelado, pero, en el fondo, irreal. Quizás por esto muchas personas se sienten a disgusto, incómodas, casi timadas. Cuanto más se multiplican los deseos de paz y felicidad, más insoportable se les hace su vida cotidiana. ¿Cómo se concilia un árbol lleno de luces y una mesa bien surtida con un odio enconado, la falta de trabajo o un cáncer sobrevenido? Entre un anuncio un poco provocativo como el de Campofrío de este año, o sentimental como el de Coca-Cola o El Almendro, y lo que muchas familias viven hay más distancia que la que media entre la tierra y la luna. Los anuncios nos hacen soñar, pero también ponen a las claras la mediocridad de nuestras vidas grises, las inconsistencias entre lo que soñamos y lo que vivimos. A más ilusiones, más conciencia de nuestros problemas.  Los villancicos en las calles pueden hacer más sufriente el dolor de quienes pasan estos días en los hospitales o en las cárceles. Y, sin llegar a estos extremos, tanto exceso de sentimientos positivos puede sumirnos en una suave depresión. Hace años, un compañero mío le espetó a otro compañero, de talante muy optimista, una frase que se ha convertido casi en un adagio entre nosotros: “Jesús, tu optimismo me deprime”. Quizá por esta brecha entre felicitaciones creativas (como se dice ahora) y realidades duras no soy muy aficionado a enviar mensajes navideños. Prefiero una llamada telefónica a las personas a las que quiero, un ratito de tertulia, un café juntos. Y, desde luego, un recuerdo pausado en el silencio de la oración.

La diferencia entre el optimismo sentimental que se despliega en los anuncios publicitarios y la alegría serena que brinda la liturgia es abismal. En el primer caso, podemos llegar a sentirnos conmovidos, pero siempre nos queda un regusto de tristeza, como si los anuncios bonitos nos introdujeran en un mundo que ya sabemos de antemano que no coincide, ni coincidirá nunca, con el nuestro. La liturgia cristiana, por el contrario, cuando nos anuncia el nacimiento de Jesús, no nos vende una realidad “bonita”. Nos dice que el hijo de María nació en condiciones de emigración y pobreza; por eso, lo podemos sentir muy próximo a nuestras pobrezas e inseguridades. La cueva de Belén no es un escaparate de El Corte Inglés con mesas primorosamente decoradas. Es un establo en el que ningún pobre se sentiría incómodo. Todo tiene el sabor de las cosas sencillas, elementales, sin adornos huecos. Pero precisamente ahí, en la esencialidad del misterio de la vida, se respira una atmósfera de serena alegría. Es el gozo que produce el paso de Dios por nuestra vida. No nos saca de ella, sino que nos reconcilia con ella. No nos transporta a un paraíso artificial para luego hacernos retornar tristes a nuestro suelo, sino que nos ayuda a ver a Dios en nuestro suelo. La alegría suave y duradera que desde niño siento al terminar la Misa de medianoche (la misa del Gallo) no es comparable a la emoción que me producen los tiernos anuncios de estas fechas. Sin la fuerza de la liturgia hecha vida, la Navidad es un supermercado de emociones efímeras y potencialmente deprimentes.