jueves, 13 de diciembre de 2018

Muchos mundos en uno

Esta mañana hemos comenzado con una interesante y larga conferencia (¡tres horas!) sobre el Diálogo Interreligioso en Asia, a cargo del decano de la Facultad de Teología de Jogyakarta.  En un inglés fluido, pero fonéticamente oscuro, ha compartido con nosotros sus trabajos teológicos sobre este tema y también algunas de sus experiencias. Ha comenzado diciendo lo que suelen decir todos los asiáticos cuando abordan cuestiones de este tipo: que Asia es el continente religioso por excelencia, cuna de las grandes tradiciones religiosas de la humanidad. Sin ánimo ofensivo, ha subrayado que para un asiático resulta incomprensible la actitud europea ante la religión. Un asiático no entiende cómo un continente tan “critico” cómo Europa pueda tener una visión tan roma de la realidad, hasta el punto de considerar real solo lo que resulta comprensible con la razón y, en muchos casos, solo lo que es empíricamente verificable. Lo que a un europeo le puede parecer la cima de la racionalidad superadora de mitos, a un asiático se le antoja una actitud superficial, casi necia. Aunque solo fuera por este contraste saludable, merece la pena que un europeo escuche a un asiático y que un asiático se deje también cuestionar por un europeo sobre la cuestión religiosa.

Cuando pienso en este tema creo que los tres grandes armónicos de la realidad (verdad, bondad y belleza) se han acentuado de maneras muy diversas en los tres continentes que hasta ahora han dominado el panorama mundial, sin que esto signifique que se ignoren los otros. Llegará la hora de África como una bocanada fresca. Europa ha puesto el acento en la búsqueda de la verdad, si bien en los últimos siglos esta búsqueda ha adquirido un tinte muy racionalista y empirista y poco sapiencial. Parece que la obsesión es averiguar qué es la realidad, cómo ha surgido, cómo funciona y, en el fondo, cómo podemos dominarla para que se ponga a nuestro favor. Esta actitud ha ayudado a superar una mentalidad mítica y precientífica, ha des-encantado el mundo liberándolo de “espíritus” malignos y benignos, ha promovido un gran desarrollo tecnológico a través del cual se han podido combatir enfermedades y desarrollar muchas capacidades humanas. El haber de esta cuenta es muy abultado. Toda la humanidad ha acabado beneficiándose, por más críticas que algunos dirijan al modelo europeo. Pero hay también un debe que se manifiesta en la pérdida del sentido de la vida en muchos casos o, por lo menos, en una difusa cultura de la muerte que adopta diversos rostros: baja natalidad, envejecimiento generalizado, depresión extendida y búsqueda compulsiva de experiencias vertiginosas que hagan más llevadero el peso de la existencia.


En América (el continente entero, no solo los Estados Unidos), sobre todo en los últimos 50 años, se ha puesto el acento en la bondad, entendida como lucha por la liberación de los empobrecidos, acompañamiento de los sobrantes de un sistema económico justo e insolidario. La teología de la liberación ha sido la articulación ideológica de este enfoque. El reto de la humanidad no es tanto buscar la imposible verdad cuanto transformar la realidad de este mundo desde una actitud de compasión hacia los más necesitados. Se invoca el ejemplo de Jesús como modelo de hombre compasivo y transformador. Se lo presenta como un enemigo de la ortodoxia y un defensor de la ortopraxis. Su “ideología” se resume en una frase muy revolucionaria: “Amaos los unos a los otros como yo os os he amado”. Es el amor, y no tanto los avances científicos o técnicos, lo que cambia la vida de las personas y de los pueblos. Desde este enfoque, el latinoamericano tiende a ver al europeo como alguien que a lo largo de la historia ha querido imponer su “verdad” (con claros fines dominadores) frente a un continente que vivía la “bondad” (y que, por tanto, no estaba en condiciones de defenderse). Hay mucho de verdad en este enfoque, pero es evidente que las cosas no son tan simples. Por eso, cada vez me sorprendo más de que personas con una gran formación crítica se apunten sin dificultad a un planteamiento de este tipo.

Asia, en su inmensa variedad, subraya mucho la belleza, entendida como armonía de los contrarios. Frente al dualismo imperante en Europa, Asia acepta la complejidad. Todo cabe, todo puede ser posible. Buda puede sentarse junto a Jesús, Confucio, Mahoma o Shiva. Todos ellos son expresiones y profetas del misterio divino que envuelve la realidad. Respirar es orar. La realidad está transida de trascendencia. No hay separación entre religión, vida y cultura. Todo es un continuo en el que no importan tanto las normas o los ritos cuanto la iluminación, la experiencia de sentirse parte de este todo y de contribuir a la armonía global con la naturaleza, los seres humanos, el cosmos y Dios. Por eso, para un asiático son difíciles de comprender las separaciones europeas entre sagrado y profano, religión y cultura, fe y razón, etc. Todo forma parte de un todo inescindible. Las sempiternas discusiones europeas sobre la laicidad les suenan a debate de chiquillos que pelean en el patio del colegio. De ninguna manera las consideran un avance en la historia de la humanidad, sino un signo de superficialidad e infantilismo. Un asiático nunca se deja mirar por encima del hombro por un europeo (¡y hace bien!).

Quizá la diferencia más llamativa entre estas tres actitudes es que, mientras, por lo general, los americanos y asiáticos están orgullosos de su modo de ver las cosas y apenas lo cuestionan, los europeos son (somos) unos cuestionadores permanentes. No solo critican las actitudes de otros, sino que poseen una enorme capacidad autocrítica, que en muchos casos puede ser incluso destructiva. Nadie ha hablado con más energía contra el espíritu europeo que los europeos mismos. Estamos ahora en uno de esos momentos. Quizá estos trazos gruesos –demasiado gruesos para un especialista en estos temas– con los que he pergeñado tres enfoques genéricos constituyen una invitación a un permanente diálogo cultural e interreligioso. Todos podemos aprender de todos. Nadie posee la verdad en exclusiva. Todos necesitamos dejarnos poseer por ella y caminar humildemente en su búsqueda. Una de las riquezas de mi vida misionera itinerante es que me ha permitido entrar en contacto con personas de muchos lugares diferentes. Este contacto ha sido a ratos cuestionador; otras veces inspirador o desafiante…, pero siempre beneficioso. A veces creo que la intolerancia de algunas personas no es fruto de la mala voluntad, sino solo de la falta de horizonte. Quien siempre se ha movido en un mundo muy pequeño es normal que tenga una visión reducida de las cosas. Para ensancharlo, no basta viajar; hay que abrir la mente y el corazón. Los viajes ayudan, pero no son medios mágicos ni siquiera necesarios. Conozco a personas que apenas se han movido de donde viven, y que, sin embargo, a través de lecturas, contactos personales, etc., han logrado dilatar su mundo y volverse comprensivas y tolerantes. En su pequeño mundo abrazan muchos mundos.

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