sábado, 29 de diciembre de 2018

El aire de Taizé llega a Madrid

No sé si todos los amigos de “El Rincón de Gundisalvus” saben qué es Taizé. Pensando, sobre todo, en los no europeos, trazaré una breve silueta. Taizé es una pequeña aldea en el este de Francia, que da nombre a una comunidad monástica formada por monjes de diversas confesiones cristianas: católicos, protestantes y ortodoxos. Surgió en plena Segunda Guerra Mundial por iniciativa del hermano Roger Schutz, un protestante suizo que emigró a la pequeña aldea francesa. Desde entonces ha ido creciendo en número de miembros y, sobre todo, se ha convertido en un foco de atracción de jóvenes de todo el mundo. Taizé es, por encima, de todo, una parábola de comunión, un modo concreto de visibilizar una Iglesia unidad al servicio de la fe en el corazón de una Europa que no sabe bien quién es, de dónde viene y adónde va. A veces, en plan de broma, me he permitido decir que han hecho más por la unión de los pueblos y confesiones de Europa la compañía aérea Ryanair (con sus innumerables vuelos baratos), el programa Erasmus  y la comunidad ecuménica de Taizé (con sus encuentros abiertos  los jóvenes europeos) que todas las instituciones de la Unión Europea. Dejando a un lado esta hipérbole, lo cierto es que Taizé lleva varias décadas ayudando a los jóvenes a encontrarse consigo mismos en el encuentro con Cristo y con la comunidad. No es un movimiento y mucho menos una organización férrea. Es un lugar y un estilo abiertos a todo el que quiera buscar y encontrar un significado a su vida.

Tuve la suerte de viajar a Taizé en la primavera de 1980. Pasé allí la Semana Santa con un grupo de jóvenes de la parroquia en la que estaba trabajando como joven estudiante de teología. Han pasado más de 38 años desde aquella semana lluviosa y desapacible. Puedo afirmar que, entre las varias experiencias que han marcado a fuego mi itinerario de fe, el paso por Taizé fue una de ellas. Desde entonces, siento más en el corazón el desafío del ecumenismo, la importancia de la comunidad y un estilo de oración sencillo, hermoso y abierto a todos. De hecho, el estilo de Taizé ha enriquecido mucho mi actividad pastoral. Por aquel entonces –no sé si ahora la comunidad continúa con esta práctica– al final de la misa del día de Pascua, el abad (entonces, el hermano Roger; ahora, el alemán Alois) enviaba a algunos hermanos (generalmente de tres en tres) a vivir durante un año la “parábola de la comunión” en algunos de los lugares más conflictivos del planeta. Si no recuerdo mal, aquel año unos fueron enviados a Soweto (Sudáfrica) y otros a Nicaragua. Era una forma concreta de expresar la pasión por la unidad y la reconciliación. Donde se vive el don de la unidad, se irradia a otros. No sé cuántos miles (millones) de jóvenes habrán pasado por Taizé a lo largo de más de medio siglo. Estoy seguro de que para la mayoría habrá sido una experiencia imborrable. Las semillas plantadas acabarán produciendo fruto, aunque a veces pasen años en los que solo crecen hacia abajo.

Si hoy hablo de Taizé es porque del 28 de diciembre al 2 de enero se está celebrando en Madrid el Encuentro Europeo. Cada año se tiene este tipo de encuentro en una gran ciudad europea. Es una forma de despedir el año que termina y abrirse al año nuevo. Es, si se quiere, una macrofiesta juvenil, pero no al estilo de las que se organizan estos días para bailar y beber, sino para celebrar la alegría de la fe y del encuentro. Los jóvenes que vienen de los distintos países son acogidos en parroquias, comunidades religiosas y familias de la ciudad. Se produce un intercambio que derriba los muros de los prejuicios y crea lazos de fraternidad. Para ser sinceros, no siempre las parroquias y las familias se muestran muy favorables a la acogida. Un encuentro de este tipo altera las rutinas, crea problemas logísticos y obliga a salir de la “zona de comodidad” en la que todos estamos afincados. Una vez superados los recelos iniciales, el resultado suele ser una bocanada de aire fresco, un nuevo modo de vivir la fe. Espero que la experiencia madrileña, en la que me hubiera gustado participar, constituya un estímulo para los cristianos de esta gran ciudad y abra nuevos cauces para una evangelización más sencilla, alegre y abierta. Caminos hay, hace falta transitarlos sin miedo, superando los capillismos y abriéndonos siempre a sueños de largo alcance.

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