domingo, 2 de diciembre de 2018

Despiertos en todo tiempo

El primer domingo de Adviento -y con él, el ciclo C- empieza con una escenografía potente, digna del mejor Spielberg: signos en el sol, la luna y las estrellas y un oleaje estruendoso en el mar. Evocando los elementos de la creación primigenia se describe simbólicamente la anticreación. Al comienzo de todo, se pasó del caos al orden. Ahora tenemos la impresión de estar pasando del orden al caos. Hay un mundo “ordenado” que se está descomponiendo mientras, en medio del caos, se va abriendo paso “otro mundo” desconocido. Es la dinámica de la historia. Al mismo tiempo que el G-20 termina su reunión en Argentina, los chalecos amarillos franceses se lanzan a la calle y los andaluces votan hoy un nuevo parlamento, los cristianos empezamos un nuevo año litúrgico. En nuestro camino hacia el encuentro definitivo con Dios, siempre estamos esperando (adviento), naciendo (navidad), purificándonos (cuaresma), muriendo y resucitando (semana santa), reconociendo los signos del Señor resucitado y de su Espíritu (tiempo pascual), viviendo la cotidianidad desde la fe (tiempo ordinario). Son los tiempos de esta melodía que se repite. Siempre es la misma, pero cada año suena con un timbre nuevo. La espera de este Adviento no coincide con la espera del año 2017. No estamos viviendo exactamente lo mismo. Por eso, quizá es conveniente comenzar el nuevo ciclo haciéndonos un par de preguntas: ¿Cómo me encuentro este año? ¿Cuáles son mis temores y mis expectativas? Sin este “despertar” previo, es difícil intuir lo que significa el Adviento.

La Palabra de Dios describe un mundo que termina y otro que empieza. Hoy podríamos hacer una descripción semejante, aunque sirviéndonos de símbolos actuales. ¿Cuántas veces hemos puesto nombre a los síntomas de descomposición de este mundo nuestro? ¿Cuántas veces hemos sentido miedo ante las consecuencias del calentamiento global o del hipercontrol informático? Siempre se está produciendo el “fin del mundo” y siempre aparecen brotes de vida en medio de los signos de muerte. No tendríamos, pues, que extrañarnos demasiado con tal de que afrontemos estos fenómenos con la actitud que Jesús nos pide: “Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación”. Jesús no quiere ver a sus discípulos hundidos, desanimados. No quiere tampoco que cuando las cosas van mal nos abandonemos a “juergas, borracheras y afanes de la vida”.  Esa filosofía que se resumen en el lema “a vivir, que son dos días” está en las antípodas del tipo de vida que Jesús nos propone. Él nos pide, más bien, que estemos “despiertos en todo tiempo”. La práctica de la oración constante nos ayuda a permanecer en estado de vigilia y a no dejarnos embotar por las muchas preocupaciones y ansiedades de la existencia.

Si se da en nosotros esta actitud, entonces los signos externos adquieren un significado pedagógico. Está bien colocar la corona de Adviento en nuestras iglesias y nuestros hogares como un recordatorio del camino interior que vamos haciendo. Tiene sentido encender una vela cada semana y orar juntos en familia. Si no hay una actitud de humilde espera, todas estas cosas no hacen sino incrementar el consumismo a que nos somete la sociedad actual. Por eso, estos símbolos deben ir siempre acompañados por los signos que más le gustan a Jesús. No hay que romperse la cabeza para saber cuáles son. Él mismo nos los ha presentado con meridiana claridad: “Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era inmigrante y me acogisteis, estaba desnudo y me vestisteis, estaba enfermo y me visitasteis, estaba encarcelado y vinisteis a verme” (Mt 25,35-37). ¿No es éste el mejor programa para el tiempo de Adviento? ¿No son estos los regalos que Jesús espera recibir de cada uno de nosotros? Si éstos se dan, hay lugar también para los otros. Si no, todo se queda en papel celofán. Otra ocasión perdida. Pidamos a la Virgen del silencio que nos ayude a escuchar Su voz.



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